No quiero mezclar realidad y ficción, pero qué le vamos a hacer, a veces es difícil distinguirlas. En la recepción del hotel, no sé si esto es invención o no, aparece un bigardo moreno, calabrés y que ha estudiado castellano en la universidad. Está deseando charlar con españoles para revitalizar un idioma cojitranco y se derrite con nosotros (que a veces hablamos castellano inteligible). Nos explica que en Calabria se hablan más idiomas que en España: italiano, calabrés, un dialecto albano y griego clásico. Sí, como lo oís, el griego clásico se habla todavía en algunos pueblos calabreses. Nos apunta Luca, el recepcionista de ficción, que en Sicilia se pueden contemplar las ruinas de la Magna Grecia, pero que en Calabria se pueden ver los restos vivos de esa cultura. Nos enumera pueblos en los que recabar estas reliquias, algunos detenidos en el tiempo. No es posible que un recepcionista de hotel nos brinde esta riqueza cultural y esta información tan profusa. Me convenzo de que no es real cuando opina que no le gustan nada los lugares turísticos, que Venecia es el sitio menos deseado para él, y que en Calabria todavía se puede disfrutar de lo auténtico: la pausa, la cultura ancestral, el sabor de la piedra y del mármol, el viento.
Guiados por las directrices de un ente de ficción nos dirigimos hacia el mar Jónico. Nada aquí es real: en las playas no hay turistas, bajo las sombrillas no hay neveras y en los chiringuitos no hay paellas. La costa jónica se confunde con la griega y nadie es capaz de adivinar en qué tiempo estamos si no fuera por la música italiana que escandaliza las piedras grises de las playas.
Esquillache es un pueblo calabrés con sabor a motín que aparece después de envolver al Lancia Ypsilon en su propio cigüeñal. Somos los primeros turistas que pisan esta tierra. Un perro manco, como a Ulises, nos recibe y nos recuerda, aunque no sabe para qué. Él tampoco tiene conciencia del último ser humano que pisó estas tierras. Penélope murió y el perro quedó, sin pata, expuesto a la voracidad de los gatos siameses. En el pueblo hay tantas iglesias como habitantes, es más, una de ellas, gótica del siglo XIII está dedicada al culto de la ortiga y el higo chumbo. No hace falta ir a Namibia para reencontrarte con el placer de visitar lugares sin que nadie te recoja en un selfie ajeno. Aquí lo más invasivo que te puede agobiar es que el perro cojo se te beba la cerveza.
Un solo bar y siete iglesias, ¿dónde estamos?, ¿en el reino de los muertos? En España estas brechas las hemos ido reduciendo con efectividad.
Al volver al hotel comprendemos que a Luca lo habíamos inventado, que no existe, que un recepcionista tan atento, tan profundo y tan alto no podía ser real. De todas formas, confiamos en que mañana se nos vuelva a aparecer para encauzarnos.
¿Todavía quedan sitios bonitos sin masificar? ¡Cuánto me alegro! Eso será porque internet aún no se ha hecho eco como está mandado. O a lo mejor porque solo hay un bar.
ResponderEliminarMe ha hecho ilusión saber que aún se habla el griego clásico. Aunque puede que sean cosas de ese recepcionista imaginario.
Te aseguro que en Calabria hay muchos pueblos por descubrir y lo que es mejor, sin nadie a tu alrededor. Estuvimos dos veces en Scilla, un pueblecito al borde del mar, precioso, que Luca nos recomendó. Era domingo, agosto, y paseamos por las calles solos. No me lo podía creer. Hasta el dueño del hotel de Lamezia (donde estaba el aeropuerto) no se explicaba por qué no iba gente a ese pueblo. Sería por lo mal que lo pasó Ulises en ese estrecho. Otra explicación no le encuentro. Lo del griego clásico no lo pudimos comprobar en trabajo de campo, pero me aseguraron que sí quedaban abuelos que aún lo hablaban en Esquillache.
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