Es curioso comprobar cómo los años transforman las obras artísticas y cómo el contexto social e ideológico las muestra con un barniz distinto. No es lo mismo ver El burlador de Sevilla en el siglo XVII, época de su estreno, que en el XXI. Ni siquiera es igual ver o leer la obra a finales del XX que en 2018. Sin embargo, los clásicos tienen esa cualidad, la de aguantar el tranco de los años y avanzar con él.
Tenía yo una impresión de esta obra (estudiada en la carrera y vista en los escenarios en los 90) muy distinta a la que me asaltó anoche en el Hospital de San Juan de Almagro. Recordaba a don Juan Tenorio con la simpatía malvada que marcaba a los canallas, con la romántica visión de quien desafía a la divinidad. No fue lo que experimenté ayer al encontrarme de nuevo con el burlador de la Compañía Nacional de Teatro Clásico.
Es un personaje cincelado en mármol a través del verso claro y dinámico de Tirso, bien dicho por los actores. Un personaje antipático, cruel, violador, déspota, inhumano... Lo de menos es su irrespetuosidad religiosa. Ese continuo "largo me lo fiais" con que responde a la muerte y a la condena eterna, es una letanía que don Juan repite desde que aparece en escena hasta que es devorado por el fuego del infierno, pero no es lo que marca su carácter. Es un ser inconsciente, ajeno al mal que provoca e impelido por una fuerza demoníaca que lo arrastra a las peores iniquidades contra las mujeres y al desprecio de la vida. Su padre y la corte (el poder), sin embargo, se empeñan en tapar sus delitos, pese a lo flagrante de su execrable comportamiento (no sé a qué me suena todo esto).
Me sigue pareciendo más firme este personaje que el de Zorrilla, amanerado por los requisitos del romanticismo tradicional. Es más puro en su infamia. Un mito que, como Macbeth o Lady Macbeth, sirven para que los reconozcamos por la calle, para que comprobemos que en el mundo no todo son tortas y pan pintado.
El burlador de Sevilla es una tragicomedia de carácter con los efectismos necesarios para atraerse al público, al vulgo de Lope (los escenarios madrileños eran el Hollywood de la época): promiscuidad, violencia, charla con los muertos, disputa con ellos, cenas de ultratumba... La versión de la compañía no los esconde, y hace bien, a través de una escenografía que ayuda a realzar el mito y a la fidelidad del espectáculo visual solemne.
Raúl Prieto es un don Juan redondo en su porte y en su actuación, al que sirve de contrapunto un Pepe Viyuela convertido en Catalinón, un gracioso atípico en la comedia nueva española porque se acerca más al bufón de Lear (amargo personaje que se emplea en tirar a la cara del amo las miserias más terribles) que al personaje ridículo del teatro español, que solo intenta provocar la risa.
Me alegro de no ver ya a don Juan con esa oscura mirada de macho cómplice con el canalla y conquistador sin escrúpulos. Me alegro de que la vida, la cultura, los años, me muestren la cara antipática y despreciable de este personaje. Como me alegro, asimismo, de que en la literatura y en los escenarios podamos contemplar la maldad en carne viva, desde la butaca, para extirparnos el error de sus comportamientos y para horrorizarnos con ellos. El arte es una sublimación de la vida y esta obra es arte, se confunde con la vida, avanza con los tiempos y se transforma a la luz de las nuevas costumbres.
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