martes, 4 de junio de 2024

Todavía


 

Todavía duermo contigo, todavía. Huelo tu cabello, tu crema hidratante, tu piel. Te acaricio la barbilla, los labios. Oigo tu respiración, leve, como si quisieras decirme algo, un susurro apagado. Me acurruco en tu seno y busco el sueño, el único lugar apacible. Te siento en la oscuridad, próxima, te veo, no es necesario abrir los párpados, te veo. El problema es la madrugada, llega, despierto, envejezco.  

Marbella


 

Intentad cantar esta letra con la boca anestesiada, como si acabarais de salir del dentista: "Marbella, mundo de los narcos; / Marbella, la droga viene en barcos..." Yo lo vengo haciendo todas las mañanas desde que empecé a ver series ambientadas en la Costa del Sol. Me he rapado los parietales y he ido a una tienda de saldos para vestir desde ahora mismo con camisetas ceñidas y floreadas. El problema es que aún no he desarrollado la musculatura adecuada, pero todo se andará, me he comprado unas mancuernas. También he preguntado dónde puedo conseguir polvo blanco y cadenas de oro que se ajusten al cuello. Me ha resultado más fácil lo del polvo blanco. Este finde me voy a la costa y con un poco de suerte dejo esto de la educación y, con nuevo look, me meto en alguna de las fiestas que aparecen en las series y busco empleo como trapicheador. No sé si mi edad será impedimento, espero que no. Quiero conducir un Ferrari Testarosa y andar columpiando las caderas como si tuviera una pierna más larga que otra, quiero ser un capo de la mafia o por lo menos un sicario con pistolas de oro y tatuajes por todo el cuerpo. No pienso matar a nadie, la última vez que cogí una escopeta fue en un puesto de la feria y disparaba tapones. Lo importante es la pose, aparentar y lucir chandal de popelina. Es la ilusión de mi vida, ¡ojalá se cumpla, por Quevedo!    

jueves, 23 de mayo de 2024

Mayo


 

El pueblo es el lugar ideal para dejarte ir, para abandonarte en el lánguido precipicio de la abulia. Dentro de casa, duele el silencio, se mastica la ceniza. El sofá es un sepulcro mullido desde donde no pensar, asomado a las perlas narcóticas de la televisión. Todo sabe a murria, hasta las fresas recién compradas. Subo y bajo las escaleras del panteón. Me acuesto. Duele el silencio, se mastica la ceniza. Salgo a la puerta, en el jardín un arbusto se seca. La hiedra, agostada por los primeros calores, da muestras de su próxima agonía. Los pulgones han atacado al rosal, han devorado sus hojas y han secado hasta las espinas. Los lirios de agua se abren y, ahogados por el bochorno, rápidamente se marchitan. Un romero seco, un clavel sin flores. Solo sobreviven las malas hierbas y la tierra, desnuda, con sabor a tierra. Las aceras están despobladas, las persianas echadas, los balcones abandonados. Parece no haber acabado el tiempo de pandemia. Solo la luz de la tarde avisa de que es lenta la caída: un lánguido descenso a los infiernos. Duele el silencio, se mastica la ceniza. 

jueves, 16 de mayo de 2024

"Rimbaud: pasión por lo imposible" por Rafael Narbona




Yo también soñé con ser un artista adolescente, pero me faltó tu audacia y tu pasión por lo imposible. Yo también senté a la Belleza en mis rodillas y la injurié al descubrir que su rostro era amargo y venal. La Belleza es una prostituta que finge amarte en una pensión barata, susurrándote al oído que nadie le ha hecho sentir algo semejante. Yo también soñé con corazones que se abrían y liberaban ríos de arañas y murciélagos. Yo también soñé con falsas auroras, mañanas irrealizables e improbables reencuentros y no tardé en descubrir que la poesía puede ser un vino agrio, un veneno insidioso, una estrella enferma.

Al releer tus poemas, siento que una copa de cristal estalla en mi garganta. Tus versos son dos amantes que se inmolan en una pira, lamiéndose la piel con una lengua áspera, de perro sediento.

A los quince años ya eras un vidente que anunciaba la seriedad del suicido y la grandeza de las existencias malogradas. A los veinte arrojaste las palabras lejos de ti, asqueado de su triste quehacer. No te interesaba la eternidad ni el nombre exacto de las cosas. No querías ser un poeta laureado, sino un ladrón, un canalla, un forajido, un hombre libre, que se ríe de la moral y el pecado. De niño, paseabas por las calles con un cartel donde se leía: “Muera Dios”. A los dieciséis, ya eras un bandido adolescente, que se había regocijado con el baile de los ahorcados, títeres negros con lenguas cárdenas y ojos de espanto.


Aunque los hombres estaban en guerra, no te interesaban sus querellas. Sentías el mismo desprecio por todas las banderas. La sombra roja de la Comuna de París te deslumbró durante un tiempo, pero enseguida descubriste que no deseabas ser un revolucionario, sino un alquimista, un chamán, un nigromante. Aunque pertenecías a la familia humana, no experimentabas ningún amor por tus semejantes. No apreciabas ninguna diferencia entre obreros y burgueses, proletarios y explotadores, hombres y mujeres. Todos te resultaban igualmente repulsivos.

Escribiste “Yo es otro”, pero el otro solo era para ti una tela de araña, una trampa mortal, un aire negro. Cuando llegaste a París, Victor Hugo afirmó que eras “Shakespeare niño”, pero en realidad eras un Calibán furioso, un caníbal que solo aceptaba la compañía del hachís y el ajenjo. Cuando alguien se acercaba a enseñarte un poema, le escupías en la cara. Verlaine se enamoró de ti y te invitó a su casa: “Ven, querida gran alma. Te esperamos, te queremos”.

No apreciabas ninguna diferencia entre obreros y burgueses, hombres y mujeres. Todos te resultaban repulsivos.

Verlaine te acogió con su joven esposa Mathilde Mauté, una “virgen demente”, una doncella de diecisiete años monstruosamente embarazada y acostumbrada a la violencia de un esposo con aspecto de fauno. Enseguida os hicisteis amantes. Enseguida comenzaron las reyertas y las humillaciones. Os marchasteis a Londres, abandonando a Mathilde con su hijo, el triste fruto de un matrimonio aciago. Vivisteis en la pobreza en Bloomsbury y en Camden Town. Cuando anunciaste que te marchabas, Verlaine enloqueció. No era la primera ruptura, pero esta vez tu determinación parecía inquebrantable.

Verlaine te disparó y te hirió en la muñeca. La justicia le envió a prisión, pese a tus súplicas de indulgencia. Después de esa experiencia, renunciaste a escribir, pero no a ser una canalla, un forajido, un hombre sin miedo a pecar y a extraviarse en el último círculo del infierno. Te enrolaste en el ejército holandés para viajar a Java. Desertaste, convirtiéndote en prófugo. Viajaste a Chipre y a Yemen. En Adén, hiciste el amor con las nativas y paseaste por plazas y calles con una abisinia, que te amó sin esperar nada a cambio. En Harar, Etiopía, empezaste tu carrera como traficante de armas.


Te gustaba fotografiarte con rifles y una pipa, sin ocultar tu arrogancia de blanco europeo que no se avergüenza de esclavizar a los pueblos inferiores. Algunos dicen que comerciabas con los nativos, capturándolos en sus aldeas y vendiéndolos a los capitanes de barco que se dirigían a la joven América, donde les aguardaban las plantaciones de algodón y los capataces brutales. Hiciste una pequeña fortuna, pero tu rodilla derecha era un árbol enfermo, que propagaba el cáncer por tus huesos.

Regresaste a Marsella y te amputaron la pierna, pero ya era demasiado tarde. Tu hermana Isabelle te cuidó durante largas semanas. Mientras agonizabas, dibujó tu rostro una y otra vez. Ya no eras un joven hermoso, sino un hombre de 37 años con los días contados. “Dentro de poco yo estaré bajo tierra y tú caminarás bajo el sol”, le dijiste a Isabelle, aceptando que un capellán absolviera tu alma sufriente y desfallecida. Ya conocías el infierno y te preguntabas si existía el paraíso.

Nunca ocultaste tu arrogancia de blanco europeo que no se avergüenza de esclavizar a los pueblos inferiores

Tal vez el miedo se apoderó de ti en el último momento, pero nunca buscaste la paz ni la fraternidad. Ser otro no significó para ti adentrarse en el otro, sino liberarse del yo para bailar ebrio y desnudo. El amor siempre te pareció una farsa, un viaje estéril por la carne. Tú único anhelo era desordenar los sentidos y atisbar lo incomprensible. No creías en Dios, pero sí en tus iluminaciones, que hablaban de relámpagos y vigilias, lejanías y confines, albañales y cimas. Sabías que el yo no piensa ni escribe. Nos escriben y nos piensan los otros. Nunca presumiste de hombre civilizado.

Eras un bárbaro que festejaba la sangre y los cielos llenos de pavesas escupidas por ciudades en llamas. Descubriste el color de las vocales y el estridor del silencio. A veces he envidiado tu vida y tu muerte, tus poemas precoces y tu prematuro exilio del mundo. ¿Dónde estás ahora? ¿En el infierno, reconciliado con la Belleza y con la risa de los niños? ¿O sigues con nosotros, escuchando la fanfarria atroz de este tiempo de asesinos? Siento tu presencia cuando escribo, pero no es una compañía benévola, sino una mirada feroz que celebra el vértigo de no ser.

martes, 14 de mayo de 2024

DOS HISTORIAS DE AMOR





1. Amor caprino

Todos los miércoles aparecía por la tienda de comestibles, sobre las diez de la mañana. Se proveía de víveres: latas de fabada, callos, garbanzos con chorizo, jurel... Era un hombre sencillo. Bajaba todas las semanas desde un pueblecito de la serranía conquense porque se alimentaba de conservas. Disfrutaba con deleite de los sabores de siempre: el regusto a hojalata de los guisos recalentados sobre la estufa de leña.

Todos los miércoles lo recibía el tendero, a quien conocía desde tiempos inmemoriales, cuando su padre lo llevaba de la mano. Hacían buenas migas. Los dos eran apretados como la mojama, pero se reblandecían con la historia de su amorío. Y no había que contar demasiado, porque su romance siempre fue sosegado y de pocas palabras. Un amor sin saliva. Sin los aditivos de la retórica ni del estridente romanticismo.

"Y cómo va Rosita". "Pues tranquila, como siempre. Ella pide poco: algo de hierba y un paseo por la tarde, ya la conoces. Ahora, eso sí, la lana cada vez más suave. Le sienta bien estar conmigo. Yo, para mí, que me entiende. En cuanto entro en casa, me recibe con un balido. Se pone a mi lado cuando recojo sus miserias y no me deja solo ni un minuto. Por eso no puedo perder el tiempo cocinando, porque me quiere cerca. De vez en cuando, me suelta un "beeee.." que me deshace. Sobre todo cuando tengo intimidad con ella. Si la vieras volver la cabeza... Me mira y bala con agradecimiento. Y luego calla. Me siento en el sillón, miro la montaña a través de la ventana y pienso que no puede haber nadie más feliz, mientras le acaricio el morrillo. A las mujeres ni las miro".

Un miércoles, como otro cualquiera, apareció por la tienda un poco más tarde de lo habitual. No parecía el mismo. Se limitó a darle la nota del pedido al tendero con la cabeza gacha, sin dar los buenos días.

"¿Te pasa algo?" "No tengo ganas". "¿No tienes ganas de hablar?". "No. Se me ha muerto la Rosita". "Pues te acompaño en el sentimiento". Levantó la cabeza y el tendero vio cómo se empañaban los cristales de sus gafas. "El moquillo". Mejillas abajo le corría una lágrima. Sacó el pañuelo, se sonó con fuerza y se despidió sin dar las gracias, sin las conservas y sin poder aguantarse el soponcio.No lo volvimos a ver.


2. Amor entre cipreses

Ella era joven, tan joven como para no creer en las peluquerías. Él también era joven y tampoco creía en las pizarras. Él se compró una moto de motocrós con el dinero que sacó de la vendimia. Dejó las clases porque no vio nada de interés en ellas. Sus padres lo amenazaban con el subsidio de desempleo. A ella no, porque ella sí seguía estudiando. Estaba de acuerdo con él, pero no quería alejarse de los botellones.

Se conocieron en los autos de choque. Él conducía con una mano y ella se arriesgó a que la invitara a una ficha, a pesar de que las amigas no hablaban bien de él. Se acababa de comprar la moto y, cuando se detuvo el auto de choque, la invitó a dar una vuelta. Ella se agarró fuerte a su cintura. Le apretó una barriga incipiente que a ella le pareció puro metacrilato. Él no se explicaba cómo la tenía tras, él sobre la moto recién estrenada. Sintió sus manos firmes a través del chándal de espumilla y se saltó tres stops y un ceda el paso. Ella no se dio cuenta. Apoyaba su mejilla en la espalda de él, con fuerza, para refugiarse de un viento helado que no se atrevía a atravesarlo. Él sintió la mejilla de ella a través del chándal y se subió a la acera, atropelló a un perrito y rozó, con los nudillos, la pared de la cooperativa agrícola. Dio dos bandazos que estuvieron a punto de estamparlos en el suelo, pero ella ni se inmutó, sentía el calor de los riñones de él en su mejilla y la digestión del coco y el algodón dulce en la palma de la mano. Nada más. Con lo ojos cerrados se adivina más a gusto.

Él no sabía a dónde iba. Había perdido la orientación desde el momento en que sintió las manos de ella sobre el vientre y la mejilla en sus riñones. Subían a toda velocidad por el camino del cementerio. La moto se paró de repente. No tenía gasolina. Él se avergonzó y ella lo besó, todavía con los ojos cerrados. Se sentaron en un banco y apretaron sus cuerpos hasta no saber de quién era esa mano ni de quién esa pierna.

El coche fúnebre subía de camino al cementerio, despacio, muy despacio, seguido por una comitiva que arrastraba los pies. Él y ella no vieron ni el coche fúnebre ni oyeron, por supuesto, el rastro de las plañideras. Ella acababa de meter su lengua en la de él y él, abrumado, no sabía dónde meter la suya. La moto interrumpía, caída en el suelo, el paso del coche fúnebre. Él no sabía dónde meter la lengua, ni si la pierna que tocaba era suya o de la chica. Ella rastreaba el paladar de él y buscaba su lengua con desesperación, solo halló restos de coco y un sabor dulzón de azúcar granulada. El conductor del coche fúnebre paró el motor, después de hacer sonar el claxon varias veces, y bajó a apartar la moto. Llamó la atención a los muchachos, pero ellos seguían buscando y rehuyendo lenguas. Bramó, los insultó, fue hacia ellos, golpeó el hombro de él (¿o sería el de ella?), pero no se inmutaron. Su tarea era demasiado nueva para que la muerte la detuviera.

lunes, 13 de mayo de 2024

El país de mayo



Vengo de un país oscuro, muy oscuro; y frío, extraordinariamente frío. No sé si voy a saber adaptarme a la bonanza. Haber estado expuesto a las inclemencias más feroces de un mayo miserable, te predispone a la melancolía y al hundimiento del ánimo. No sé cuándo dejaré de estar en ese país del que provengo, no sé. La primavera ya no existe. El paisaje es tan asfixiante y el clima tan desalentador que apenas he tenido tiempo de vaciarme del hielo. Todavía contemplo la vida a través del filtro de la tormenta. Veo el mundo, aún, oscuro, frío, inhóspito, terrible, como lo fue mi estancia en aquel país lóbrego del cáncer. Nadie ha salido indemne de ese páramo, nadie. La muerte es la única habitante de sus lagos helados y de sus precipicios inaccesibles. Hay días en los que sigo cayendo en vacíos sin fondo, de yogur y parches de morfina. Y no consigo ver nada, y no cojo resuello, porque la caída es tan violenta que el aire se vuelve fuego y alrededor todo son sombras vertiginosas, imágenes de cuerpos famélicos, descarnados. Y bocas sin alimento, sin dientes. 

Ojalá y todo esto no fueran sino alegorías literarias, imágenes de ficción, pero no es así. El paisaje que habito sigue siendo ese inframundo de fuego, aborrecible, diseñado por un monstruo del horror. No es una imagen literaria, qué más quisiera yo. 

martes, 7 de mayo de 2024

La mujer de Chocolate



Chocolate y María se casaron con muy poca convicción, por inercia, sin apenas mirarse, sin mediar siquiera un interés económico. Chocolate era asiduo a los bares, tabernas, cafés, cantinas, gastrobares y urinarios. Tenía el carácter de un gato de cámara y una sola afición: la pérdida de dientes. Durante el noviazgo, no se besaron. No porque ella se negara (debería haberlo hecho), sino porque para él un beso era un acto absurdo de gente de otra especie. Él solo ansiaba la penetración de la hembra y para ese fin no era necesario andar mezclando labios, lenguas, dientes y salivas.

Desde muy joven, Chocolate perdió el pelo y con él, lo poco que tenía de homo sapiens. Pertenecía a una especie muy antigua. Era pendenciero, intrigante y del Real Madrid. Le gustaba hablar mal de unos y de otros, sin tener en cuenta las ofensas ni la verdad. Tenía mal vino, no reparaba en diplomacias. Le solían partir la cara, aunque con menos frecuencia de lo necesario.

Si el noviazgo de Chocolate fue triste, el matrimonio aún lo fue más. Al principio, ella también se tuvo que dar a la bebida para aguantar las arremetidas de la bestia parda. Chocolate llegaba a casa dando tumbos y con ganas de penetrar a su mujer como a una vaca o de golpearla como a un televisor estropeado. Ella intentaba evitarlo, primero, bebiendo más que él; luego, refugiándose en casa de su madre, la única mujer a la que Chocolate no se atrevía a ponerle la mano encima. No por nada especial, sino porque era leída y racional, además, la leyenda aseguraba que había matado a su marido de un sartenazo en la cabeza cuando él intentó darle una bofetada.

María nunca pensó en separarse de Chocolate. Corrían tiempos en los que apartarte de tu marido no era de ley (en un pueblo menos). Las mujeres soportaban a cualquier energúmeno con tal de evitar las afrentas que la comunidad reservaba para quienes no respetaban la convención. María quería a su madre con delirio, con arrobo: como un beato adora a la virgen del pueblo o un hooligan, al equipo de sus amores. La madre de María era su protectora, su refugio, el vientre al que volver. Su ermita, su campo de fútbol.

Cuando su madre falleció, María habría preferido caer muerta con ella. Chocolate celebró del entierro con una tremenda borrachera. Se plantó en casa más descompuesto que nunca. Ella no sabía dónde meterse. Su madre vivía al lado, pero ya no estaba. María escapó por la ventana, perseguida a trompicones por el bulto calvo, deforme y maloliente. Él era un tentetieso con halitosis; ella, un personaje de Dickens. Corrió por la calle, a oscuras, sin saber dónde esconderse. El berrido del marido, al fondo. Su desesperación la condujo al cementerio. Una vez allí, se dirigió hacia el nicho donde estaba encerrado el cuerpo de su madre. Todavía no habían colocado la lápida. En la pared de yeso que ocultaba el cadáver, el sepulturero había grabado el nombre y las fechas de nacimiento y muerte.

María se quedó ante el nicho, sudorosa y desconcertada, sin saber qué hacer. Oyó el crujir de unos pasos inquietantes y, enseguida, el bramido vinoso de Chocolate agrió el silencio de los muertos. María, sin resuello y acongojada, comenzó a picar con un trozo de mármol el murete de yeso, que cedió con facilidad. Abrió el ataúd y allí estaba su madre, rígida, fría, pero reconocible. Se tumbó junto a ella, la abrazó y la besó. No le cabían las piernas en el hueco, era bastante más alta. Cuando el bulto de Chocolate llegó hasta la tumba de la suegra, vio unos pies agitándose con desesperación. Espantado, por la posibilidad de que la madre hubiera vuelto de entre los muertos, salió corriendo, tropezó con unas coronas y cayó a una fosa que el sepulturero había dejado a medio cavar. Se apagó el resuello de aguardiente de Chocolate y remitió el pataleo de María. El cementerio recuperó el canto del autillo y la madre, de nuevo, amparó entre sus brazos a la hija, que parecía reclamar un último beso.


martes, 30 de abril de 2024

2º de bachillerato



 Un nuevo examen final de 2º de bachillerato, otro año más. No soporto este tipo de enseñanza, es infumable, me estomaga y me parece lo peor que se puede hacer con alumnos de 17 y 18 años (aunque sean 32). A esa edad se puede conversar con ellos, tratar asuntos de la vida diaria, reflexionar, cantar, bailar, entablar discusiones muy interesantes; pero no, tenemos que desplegar una insufrible lista de autores, libros, corrientes literarias y teorías lingüísticas que desalman a cualquiera. Y lo peor es que es muy difícil sustraerse a esta inercia, porque si no los preparas de esta manera parece que los dejas vendidos en selectividad y sería casi una traición para algunos. 

El sistema es de una perversión enfermiza. En este último curso del instituto, cuando deberíamos disfrutar, ellos y nosotros, de la educación, una vez rotas las trabas de la adolescencia más intempestiva y salvadas en parte las locuras de la pubertad, los sepultamos bajo toneladas de nombres y fechas. Los alumnos de 2 de bachillerato serían los ideales para plantear una metodología activa, fuera de las aulas y apartada de los métodos tradicionales, porque la comprenderían, porque participarían con más entusiasmo y porque se podrían realizar proyectos más complejos y profundos. Pero no, aquí estamos endosándoles clases magistrales de teoría literaria, gramatical y lingüística de escaso calado y sin ningún sentido. Hay que prepararlos para que saquen la mayor nota posible en un examen, porque hay que adiestrarlos para otro examen y así hasta el absurdo infinito.

Se prometió cambiar las pruebas de selectividad para adaptarlas a las nuevas metodologías propuestas por la ley, pero parece que nadie se atreve a hacerlo, en parte por miedo a los propios profesores. Porque son muchos quienes no quieren mover ni una coma de sus apuntes, ni un paso de sus métodos decimonónicos. Es curioso, pero nuestro gremio se ha vuelto mayoritariamente reaccionario ante las novedades. Somos milenaristas, nos asusta, nos rasgamos las vestiduras cada vez que aparece alguien proponiendo una novedad. En parte, porque estas novedades suelen consistir en ocurrencias sin fundamento y también porque es mucho más cómodo dar una clase de sintaxis o una perorata magistral sobre el teatro anterior al 36 que planificar un curso olvidándonos de exámenes, notas y endiosamientos personales.

No voy a atreverme a hacerlo, pero me gustaría llegar hoy al aula (dentro de media hora) y decirles: "A tomar por saco, no hay examen. Habladme de lo que habéis aprendido durante este curso". Seguramente el silencio sería tan abrumador que tendríamos que hacer el examen para justificar la falta de respuesta. No, no me atrevo.        

miércoles, 24 de abril de 2024

Ferlosio y Lope de Vega

 


Según Sánchez Ferlosio el tiempo no es quién para poner a cada uno en su sitio, es más, el tiempo es un ente ciego y le niega la cualidad de cribar las obras o la calidad de los autores literarios. Para demostrarlo pone como ejemplo el XVII. Según don Rafael, la fama de los autores de este siglo viene dada, no porque el tiempo haya hecho una labor de sedimentación, sino porque en la época se elevó a estos escritores a los altares y una turba de seguidores ciegos los ha seguido levantando, a pesar de los intentos de algunos intelectuales del XVIII por bajarlos del pedestal. Arguye que la fama del Siglo de Oro es el mantenimiento de una pasión nacional nacida precisamente en ese siglo y alimentada a partir de los siguientes. Llega a afirmar que cuando la cultura del XVII se convierte en pasión nacional, la literatura es peor que nunca: deja de tener calidad porque lo importante es el literato. A más ruido, más vaciedad literaria. 

Como ejemplo máximo de esta decadencia, pone en la picota a Lope, quien, a su juicio, elabora una literatura vacía, entregada al endiosamiento del autor, rendido ante el vulgo. La literatura de Lope, entregada a los juegos cortesanos de su época no tendría ningún valor en la actualidad. Cito a Ferlosio directamente, "su sentido y contenido nos importa ahora un bledo". De hecho propone su enterramiento, porque según su criterio, cuando un español comienza a hacerse simpático, se vuelve insoportable.  

Hay que tener en cuenta que todas estas opiniones de Ferlosio las vierte en un artículo conmemorativo del centenario de Lope de Vega, en 1962. No sé yo si todo esto lo pensaba de veras o simplemente era una manera de hacerse notar o de negar la mayor. Despreciar la calidad literaria del Siglo de Oro y proponer el enterramiento de la misma solo lo harían actualmente los estudiantes de ESO y bachillerato, más que nada para reducir contenidos. Aunque esté en total desacuerdo con ellos, los provocadores siempre me han atraído, sobre todo cuando utilizan argumentarios tan complejos como don Rafael. Bueno, he dejado aparte un pecio del filósofo sobre el Fénix de los Ingenios, es este: "Lope fue un chapucero, un mamarracho y un sinvergüenza". Por cierto, estoy escribiendo sobre él. 

jueves, 18 de abril de 2024

El sol del futuro


 

Acabo de ver la película El sol del futuro de Nanni Moretti, una maravilla. Y lo mejor es que me ha conectado con un estado de ánimo que ahora mismo debería tener. Debería estar inmensamente feliz, satisfecho, pero no lo estoy del todo. Desde hace unas semanas, estoy conectando con los chicos de 2º de ESO de una manera especial, como en la vida lo había hecho. Me había ocurrido con cursos superiores, pero nunca con muchachos de 13 años. Estoy entusiasmado, tanto, que he escrito una comedia para ellos. Estamos ensayándola y el proceso no puede ser más feliz. Se desviven por participar, piden horas, guardias, pierden recreos, y yo con ellos. 

Tanto Nanni Moretti como Marcello Mastroianni y también Franco Battiato me provocan reacciones contrapuestas, me elevan a lo más alto del optimismo y me hunden en una tristeza infinita, insondable. No sé qué tienen que ver con lo que estoy contando, pero hay relación, seguro. La conexión con estos chicos especiales de 13 años puede ser consecuencia de mi edad. Ellos y yo estamos en la edad de la locura, de la inconsecuencia, se ruborizan en las escenas de amor, se entusiasman con la estrechez de un disfraz, se alteran con un parlamento que no les sale, se apuran y se emocionan por todo. Y a mí me contagian, porque estoy fuera de mí, porque me emociono con cualquier minucia. Ya me lo dijo Eva, estos cursos te trasladan a un lugar desconocido de tu naturaleza que a menudo olvidamos: la inocencia. 

Una chica se pone roja como la grana cuando el protagonista (un muchacho de 13 años) le besa la mano. No puede parar de reír y malogra la escena teatral, pero, a la vez, le da un significado especial al ensayo. Otra de las chicas, especialmente vital e inocente, me enciende el rescoldo de estar en un mundo distinto al que habito. Un muchacho especialmente locuaz y alegre despliega su encanto y felicidad, lo impregna todo de entusiasmo.  

Debería estar inmensamente feliz. He tenido esta sensación con cursos superiores, en acontecimientos mucho más espectaculares, pero nunca había sentido esta comunión con alumnos tan jóvenes. ¿Y por qué no termino de disfrutar de esta situación?, pues es evidente, no se la puedo contar a Eva, bueno, sí se la cuento, pero no la oigo disfrutar conmigo, como hacía siempre cuando compartía con ella alguna buena experiencia del aula. Y esta sería especialmente significativa para ella, porque me lo estuvo repitiendo durante toda su vida: a esos chicos de 1º y 2º de ESO no les sacas el partido que merecen. Ya lo estoy haciendo, Eva, ahora, te lo digo para creérmelo y para estar seguro de que lo estoy viviendo. No vivo nada en profundidad si no te lo cuento. No has dejado de ser mi confidente, mi cómplice, y ahora más que nunca te necesito para que oigas este relato de felicidad, para que lo ratifiques, para que me digas: "Ya te lo dije". Te oigo, te lo agradezco.   

martes, 16 de abril de 2024

"Escribir para la posteridad" por Rafael Narbona




Cuántos escritores trabajan hoy pensando en la posteridad? ¿Es un planteamiento razonable acumular páginas pensando en el mañana? ¿Acaso no es cierto que todo se lo lleva el viento? Poco antes de morir, Javier Marías me comentó que no se hacía ilusiones sobre el porvenir. El destino de casi todos los escritores es sumirse en el olvido.

Solo un puñado de nombres se libran de esa caída en la insignificancia: Cervantes, Shakespeare, Dante, Goethe. Ni siquiera podemos asegurar que se seguirá leyendo a Thomas Mann dentro de cien o cincuenta años. Hace poco, el editor de un prestigioso sello me reconocía que hoy en día sería muy difícil publicar una novela como La montaña mágica, pues su trama lenta y morosa, salpicada de disquisiciones filosóficas y apuntes líricos, no atraería a muchos lectores. Podría decirse lo mismo de grandes clásicos como El hombre sin atributos, de Robert Musil, En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, El proceso, de Franz Kafka o El sonido y la furia, de William Faulkner.

Los lectores ya no quieren romperse la cabeza, especulando sobre temas como la soledad, el tiempo, la identidad, la memoria, la belleza, el bien o la muerte. Se ha impuesto la estéril e inane filosofía del “carpe diem”. Aprovecha el momento, disfruta del presente, no mires más allá, pues nada nos aguarda. El ser humano es una pasión inútil, un ser-para-la-muerte. El mundo comenzó sin nuestra especie y finalizará sin ella. “Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos” (1 Corintios 15:32). O, en su defecto, leamos cosas ligeras y amenas.


¿Por qué preocuparse por la posteridad? Cuando acontezca, no estaremos allí para verla. Solo seremos polvo y no polvo enamorado, sino un residuo miserable. El tiempo vuela, especialmente en la época de la revolución digital, con su bombardeo ininterrumpido de novedades. Los libros nacen y mueren enseguida. Apenas duran unas semanas en los expositores de las librerías. Son materia fungible, una onda de vida efímera. La posteridad no importa. Solo cuentan las ventas. Un autor no existe -o existe de forma pálida y difusa, como la sombra del padre de Hamlet- hasta que vende miles de ejemplares. El éxito es la varita mágica que imprime vida al creador de ficciones o ensayos. Los premios añaden espesor, consistencia, relumbrón.

No importa que se negocien de forma venal. O que se concedan para otorgar lustre a la entidad que los concede. Hace tiempo que los premios dejaron de ser una apuesta por la excelencia. El caso de Carmen Laforet, galardonada con el primer Nadal cuando era una joven desconocida, pertenece a un pasado ingenuo y quizás irrepetible. Se olvida que la escritura nació con vocación de permanencia. Como advirtió Platón, su propósito era neutralizar los estragos del tiempo. Carecía del dinamismo del diálogo, pues la interlocución se convertía en un fenómeno diferido, pero salvaba del olvido.


Gracias a las obras de Platón, Aristóteles y otros filósofos, seguimos en contacto con Atenas. El Antiguo y el Nuevo Testamento nos mantienen conectados con Jerusalén, y Séneca, Marco Aurelio, san Agustín y Boecio nos abren las puertas de la cultura latina. Atenas, Jerusalén y Roma configuraron eso que llamamos cultura occidental. Después, vendrían el Renacimiento, la Ilustración y el Romanticismo, completando lo que somos. Si nadie escribe para la posteridad, si los autores y las editoriales solo piensan en el éxito, que solo es una fugaz pompa de jabón (¿quién recuerda hoy en día a José María Gironella, Vizcaíno Casas o Alfonso Paso?), algún día no sabremos quiénes somos, de dónde venimos ni hace dónde vamos. De hecho, esas cuestiones ya empiezan a pesar muy poco.

Que los muertos no resuciten no es un motivo para desentenderse de la posteridad. Trascendemos nuestra condición de individuos aportando nuestro sello personal al caudal del tiempo. El devenir solo se vuelve fructífero cuando surgen obras que garantizan la comunicación con el pasado y renuevan nuestra perspectiva de las cosas. Sin Homero, no entenderíamos tan bien lo que significa el regreso al hogar. Todos necesitamos una Ítaca que nos libre del desarraigo. Sin Cervantes, no advertiríamos que el fracaso puede ser un éxito, pues el hidalgo apaleado y escarnecido es un ejemplo universal de nobleza y dignidad.

Muchos interpretan el ocaso de las religiones como un triunfo del progreso y la razón, pero su declive ha acarreado desafecto hacia el porvenir. Si la muerte térmica es el inevitable futuro del cosmos y no hay nada más, ¿cabe otra alternativa que el nihilismo y el desapego? “Comamos y bebamos, que mañana moriremos”. En el caso de los escritores, además de comer y beber, se impone vender libros, ganar premios, acudir a El hormiguero y, en algunos casos, aparecer en la prensa del corazón.

George Steiner afirmó que si algún día desaparecía la pregunta sobre Dios, el arte se degradaría a mero entretenimiento, sin ningún vínculo con la verdad y la belleza. Parece que nos acercamos a ese punto. Solo se me ocurre una forma de resistencia contra esa triste deriva. Releer a poetas esenciales, como Czesław Miłosz, que escribió:


¿Qué clase de poesía es aquella que no salva
Naciones o pueblos?
Una conspiración de mentiras oficiales.
Una tonadilla de borrachos cuyas gargantas serán cortadas de inmediato,
Una conferencia para señoritas.
He deseado la buena poesía sin saberlo,
He descubierto, ya tarde, su saludable objetivo.
En ella y solo en ella, encuentro salvación.

Entiendo que estos versos no conmoverán a los que piensan que no hay salvación posible y que lo único sensato es comer, beber y, si es posible, no pensar el futuro ni en el ayer. Sin embargo, yo aprecio en ellos la grandeza que se presupone a la literatura.

Fragmento de "Dostoievski y el Cristo de Holbein" por Rafael Narbona



(...) La cultura se ha sumado a la industria del entretenimiento. Se ha cumplido la profecía de T. S. Elliot en La tierra baldía. Escéptico y desencantado, el ser humano se ha refugiado en los pasatiempos banales, obviando cuestiones como el sentido de la vida, el origen del mal o la existencia de Dios. Aunque intentamos no pensar en la muerte, la idea de que no hay nada más allá, nos ha hecho olvidar la obligación de sembrar hoy para que fructifique mañana. Eliot invita a recobrar la costumbre de convertir el presente en un suelo fértil.
No debemos olvidar que si la semilla no muere, no produce fruto. Para que la tierra deje de ser un yermo, debemos fijar la mirada en lo terrible y comprender que la vida se gesta en sus turbulencias. Dostoievski escogió como epitafio un versículo de san Juan: “En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, produce mucho fruto”. Me atrevo a aventurar que el Cristo de Holbein inspiró esa elección. La muerte suscita espanto, pero también esconde una promesa de vida.

lunes, 15 de abril de 2024

Leer La Galatea hoy


 

Leer en la actualidad La Galatea es un ejercicio de fe, aunque no del todo. Pese a que el género ha perdido toda su vigencia, la verosimilitud de las peripecias es irrisoria, los personajes son estereotipos y las claves encubiertas de los pseudónimos ya no tienen ningún sentido, no puedo dejar de leerla. La prosa de Cervantes es adictiva. No hay nada huero que su palabra no convierta en nutritivo. Que un grupo de pastores compitan por ver quién es más desgraciado en el cuento de sus amores, que lo expresen en composiciones poéticas repletas de tópicos y lugares comunes o que las pastoras se comporten como ninfas de la mitología griega, no sirve para echarme del libro, todo lo contrario. No sé qué es, no sé qué ingrediente psicotrópico utiliza en su narrativa Cervantes para no permitir despegarme del libro. 

¿Me interesa la historia de Elicio y Galatea?, no, en absoluto; ¿la de Arminda?, ni de coña; ¿la de Artandro?, menos todavía. Entonces, ¿por qué sigo enganchado a este libro y lo voy a releer hasta el final? No lo sé. ¿Será esto el estilo? Lope me encanta cuando desarrolla las peripecias de sus personajes en sus comedias, pero me carga en la prosa. Gracián se me hace insufrible. Quevedo casi también. ¿Qué maligno poder tiene este manco maldito para empotrarme páginas y páginas de pasto para ovejas y convertirlas en manjar de obispos? No lo sé. He dicho que leer La Galatea es un ejercicio de fe y no es verdad, es un poder lisérgico el que esconden sus páginas, como el que imagino en el LSD, lo imagino porque no lo he probado, pero me gustaría. Y este texto no es una invitación para camellos, o sí. La fe nunca es fiable; las drogas, sí. 

miércoles, 10 de abril de 2024

Me falta


 

Por estos caminos,

entre estos viñedos, 

paseaba con ella. 

Me falta su mano agarrada a la mía. 

Me falta su silencio cómplice, 

su compañía callada.

Me faltan las conversaciones inanes,

cotidianas,

"no queda vino",

"ya".

Me falta su mirada verde,

su blancura diáfana,

su nieve cálida.

Me falta su orden,

su firmeza,

su habilidad para desnudarme.

Me falta su voz al llegar a casa,

me abruma.

Me falta la atmósfera que inventamos.

Y, en medio de este vacío,

braceo, pataleo,

como un viejo astronauta en el espacio

que hubiera perdido el contacto con la nave.

Sin gravedad, los movimientos son densos,

torpes, grotescos. 

Este maldito traje y esta escafandra 

y este cordón umbilical que se rompió hace veinte meses.

¿Hasta cuándo llegará el oxígeno de la memoria?

¿Hasta cuándo? 

Me basta

 Barba de cuatro días, un hematoma amarillo que baja hacia el gemelo, una película de Alfredo Landa en el bar, "dabadabadá, dabadá, daba, dabadá, daba", también sale Lina Morgan, ambiente festivo en las terrazas primaverales, cañas a 2,50, más años que el sol, menos compañía que un profesor medieval de informática, estornudo, moqueo; pero hoy me he escrito cinco páginas, me basta (que decía el poeta bueno).