Secciones
martes, 6 de septiembre de 2022
Hoy he soñado con ella
Recogía barcos de alta mar
y los llevaba a la orilla
para evitar su naufragio.
Hoy he soñado con ella.
Extraía la sal del agua
hasta que los peces sabían dulces,
como a pan de leche.
Hoy he soñado con ella.
Abrazaba a los marineros
y los besaba en la frente
con delicadeza, suavidad de abuela.
Hoy he soñado con ella.
Esponjosa, efímera, eterna,
que se diría toda de espuma.
domingo, 4 de septiembre de 2022
Eva no irá a clase mañana
Por primera vez desde que empezó como maestra, Eva no comenzará el curso. No, no irá a clase. No se preparará la cartera con esmero, con pulcritud (era un ritual de terciopelo). No se acicalará para acoger a los chicos en su aula, no. Eva no irá a clase. No ha podido planificar con escrúpulo de relojero la programación de sus cursos. No ha tenido ocasión de definir el calendario para cuadrarlo en cada uno de los trimestres, no, porque el calendario ya no existe. Eva no volverá a clase mañana, ni nunca (qué áspero y terrorífico adverbio, "nunca"). No compartirá conmigo el coche, ni moderará mi anarquía, ni cerrará la agenda después de anotar un último detalle, ni conocerá a los nuevos alumnos, ni revolverá el pelo a los que ya estuvieron con ella. No, Eva no irá a clase mañana. Y, acogiéndome a Juan Ramón, los chicos seguirán tronando en el aula, en los pasillos, en el patio; la pizarra se mantendrá verde y el polvo de la tiza seguirá deshaciéndose, blanco; mientras, de fondo, sonará el timbre de la última clase, sin Eva, sin su firmeza, sin sus ojos verdes, sin su tez blanca, sin su entusiasmo por la enseñanza. Eva no irá a clase y yo, casi tampoco. Y quedarán los alumnos tronando.
sábado, 27 de agosto de 2022
Sábanas
Las últimas sábanas que plegué contigo
eran rojas
y estaban adornadas
con una cenefa de flores.
Mi parte quedó mal
y tú la arreglaste:
la tela tersa,
las esquinas ajustadas,
las flores redondas.
No quieras ver
cómo me han quedado
las primeras que he plegado solo:
la tela arrugada,
las flores marchitas y deformes,
los vértices descabalados.
Nadie sabrá si se trata
de una sábana
o de una mortaja.
martes, 23 de agosto de 2022
El sol y la muerte
Un amigo de Facebook decía hoy que para él la estación más triste del año es el verano. No solo eso, el sol para mí está indisolublemente unido a la muerte. No la luna, no, el sol, ese sol impío del verano, que no permite respirar, que estrangula, que seca los campos, que agosta las azoteas, que devasta los montes y las almas pálidas. Ese sol impenitente de julio que me ha dejado solo, que me ha convertido en un paria, en un vagabundo con alucinaciones. Ese sol de Valencia que te exprime la piel hasta sacarte el jugo de los huesos, ese sol es la cara brillante y falsa de la muerte, el rostro de la aspereza, de la sequedad. Ese sol me ha robado el futuro, me ha truncado el rumbo, me ha dejado solo, sí, sol viene de soledad, de angustiosa y cruel soledad. Ese sol de cáncer, de dolor, de sufrimiento, de cama de hospital, ese sol de sanatorio tan despiadado como un huracán, como el fuego.
A pesar de estar rodeado de amigos, de familiares que me arropan, que cuidan de mí, que me llaman, que me abrigan, no puedo evitar sentirme solo, solo, mirando al sol con los ojos abiertos, deslumbrado, abrasándome las pupilas y los proyectos. Tengo los cajones llenos de cuadernos en blanco de ella, algunos todavía envasados en plástico. Quiero llenarlos de lluvia, para que los lea, para librarla del fuego, del verano implacable, del futuro que no pudo ser.
Agradezco de corazón a mis compañeros de mi último viaje el cariño, la compañía, las cervezas, los paseos, hasta los codillos les agradezco, pero no puedo arrancarme esta pena negra que me abrasa y me carboniza. Y por qué digo todo esto por aquí: porque necesito desahogarme, necesito el alivio alucinógeno del arropamiento, de la compañía virtual. Sí, ahora no es exhibicionismo, no, os lo juro, ahora soy un cuerpo quemado que desea que lo toquen y no puede rozar a nadie.
lunes, 22 de agosto de 2022
Berlín 7: “Señores de la guerra”
No solo de historia vive el turista. Como soy bastante gilipollas, me he estado quejando de que Berlín no nos estaba ofreciendo ese ambiente alternativo del que hablan todas las guías. Pues bien, lo teníamos al lado del hotel, en nuestro propio barrio, el Friedrichshain, con espacios punkis, amores heterogéneos, cultura popular y lugares acogedores para todo aquel que guste de la mezcolanza y él abigarramiento de tribus. La vieja fábrica del ferrocarril es una buena muestra de todo lo que digo. Un centro de vida al margen de lo establecido.
Es agradable y tranquilizador comprobar que los jardines versallescos de Charlotemburg y de Potsdam los puede disfrutar hoy cualquier hijo de vecino sin charreteras ni polainas. Es emocionante ver una familia árabe disponiendo el mantel sobre el césped que arañaron las espuelas de Federico II, el Grande. Y es todavía más reconfortante ver cómo se mezcla en el antiguo ferrocarril la vida de chicos chicas, de chicas con chicas, de chicos con chicos, turcos con arias, sudaneses con pelirrojas…
Y cuando habíamos abandonado ya la esperanza de disfrutar de la comida alemana, descubrimos un restaurante ruso con un cartel bien grande en la puerta, “ Stop War”. Una camarera moldava nos sirve una sopa siberiana deliciosa y una selección de platos alemanes que nos reconcilian en parte con la cocina centroeuropea.
Por cierto, el museo de Bud Spencer lo voy a dejar estar. Escuchar la audioguía y ver los retratos militares de los emperadores me ha saturado de violencias innecesarias. Me quedo con el bravo soldado Svejk.
Me ha gustado este Berlín con barberos barbudos de aspecto turco, sus camareras vietnamitas sirviendo pasta azul, la manicura china, los latinoamericanos en patinete, los levaba musulmanes, las bicis, la comida georgiana y sudanesa, los chiringuitos pakistaníes, los mercados de segunda mano, los grafitis de las casas soviéticas. Me sorprende llegar a zonas de ambiente y creerlas vacías porque no se oye el bullicio español de la manada. Los alemanes son gente sigilosa, de conversaciones frugales, poco apasionadas, quizás escarmentaron de los discursos feroces y de las estridencias. Berlín no tiene casco histórico, pero sí tiene encantos escondidos. Hay que buscarlos en los rincones, en los patios, en las fábricas abandonadas, en los barrios populares, en su cosmopolitismo más que en su espíritu prusiano. Y se disfruta más cuando vas bien acompañado, por dos buenos amigos y por ella, que siempre va conmigo.
viernes, 19 de agosto de 2022
Berlín 6: “El museo de Bud Spencer”
El Kulturbrauerei es una vieja fábrica de cerveza okupada y luego convertida en centro cultural. Ahora es eso y, además, una vez fagocitada por el insaciable estómago capitalista, un agradable lugar de encuentro con restaurantes, cines y ¡cómo no! sesiones de baile. Los alemanes, al parecer, están obsesionados con los bailes de salón, pese a su incapacidad sincrónica o quizás por eso. Os hablo de este lugar tan alternativo para que veáis lo modernos que podemos llegar a ser. No todo han sido viajes en metro, visitas a las tascas españolas y museos. Por cierto, hablando de museos, visitad el Panorama. Hay una espectacular reproducción de la ciudad griega de Pérgamo (a ella le habría gustado mucho, ay). También he visitado dos mercados. Me priva observar lo que compra, vende, come y se enfunda la gente de otros países. Los mercados sí son muestrarios reales de cultura. El “Markethalle” es coqueto y sirven unos cruasán de crema que te dejan el polo perdido. De postre unas fresas (y en esto, en las fresas digo, sí que nos superan por mucho) con sabor a fresas. Vale la pena venir a Berlín a comerlas. Los puestos de comida oriental están atestados de gente. Intento explicarme cómo ha sido tan fácil pasar de las salchichas al falafel, aunque sí lo pienso bien, tampoco es tan raro dejar las wurstcurry por cualquier cosa comestible. Los restaurantes vietnamitas son los más numerosos en Berlín. Os prometo visitar uno el último día de nuestra estancia aquí y hacer una crónica detallada de sus platos.
En cuanto a la fauna, tengo que hablar de dos especies: las avispas, especialmente numerosas y molestas; y los cuervos, un híbrido entre nuestras urracas y nuestros grajos.
Por la mañana hemos ido a un museo del que también voy a hablar, la “Nueva Galería” o algo así. Recoge una magnífica colección de arte vanguardista. Me lo he pasado como uno no lo suele pasar en un museo. El cuadro de Grost sobre los pilares de la sociedad es más moderno que un Tesla eléctrico, mucho más. Para terminar con los museos, os recomiendo a los más atrevidos que visitéis el de Bud Spencer. Cuando salgamos del restaurante vietnamita, iremos y os contaré.
Comemos en Berlín cachopos desnaturalizados, pollos de feria y longanizas sintéticas, es verdad, pero estamos aquí para alimentar nuestro espíritu con el alimento alternativo berlinés. Me alquilo una bici, me tatúo a Thor y me como una hamburguesa vegana y ya me voy a España con la tranquilidad de conciencia de ser un ciudadano comprometido. Debe de ser una sensación similar a la que experimentan las duquesas y señoronas cuando participan en la cuestación en pro de los negritos del África. Y todo esto bebiendo una cerveza muy floja. Y sabed que aquí es dificilísimo beberse un gintónic, aunque compensa porque en seguida encuentras una peluquería.
Para terminar el día no se nos ha ocurrido otra cosa que meternos en una iglesia a escuchar un concierto improvisado de órgano, después de envasar entre pecho y espalda un codillo y una botella de prosecco. Hasta que me he dormido, creía que me estaba engullendo el demonio sin apenas masticarme. Y hasta aquí os puedo contar.
Te extraño, guapa.
miércoles, 17 de agosto de 2022
Berlín 5: “Medio pato frito”
Apuntad este nombre: “Johannes Enders Quarttet”. Sí, apuntadlo porque es un grupo de jazz que hoy me ha compensado las salchichas de vinilo, el sol hiriente, el sudor constante bajando por la rabadilla del culo, los viajes en metro con mascarilla, el granito y el plomo de los museos, la impotencia castradora de no saber alemán, la penosa restauración… Sí, Johannes Enders y su banda, sobre todo su pianista, han conseguido mitigar el mal de altura de los viajes al extranjero. ¿Qué has hecho en Berlín?, sobre todo viajar en el transporte público: metro, tranvía, tren ligero, autobús y burra porque no hemos encontrado. ¿Habrás hecho algo más? Bueno, sí, he sudado más que en el Caribe, más que nada porque cuando llegamos a un bar, en la terraza no termina de hacer fresco y dentro no hay aire acondicionado. No hay opción. De veras, ¿eso es lo que has hecho en Berlín? No, no, qué dices, Berlín es una ciudad alternativa, moderna, crisol de culturas, explosiva, divertidísima, distinta (todo esto es lo que voy a decir cuando llegue). Ahora mismo solo veo carriles bici, gente abúlica y los mismos turistas que en Jávea (estoy convencido de que son literalmente los mismos).
Berlín me ha pillado mayor y con el pie cambiado. Esta ciudad es para beber cerveza a morro en el metro, para ligar con arias de pelo azul y para hablar de anarquía y vestir camisetas negras con agujeros en los pezones. También para viajar en rulote plateada o en patinete o en la barra de una negra sin papeles.
Mientras añoro mi juventud, voy a comerme medio pato frito, que es como un pollo de la feria solo que con patatas hervidas y remolacha. ¡Ah!, y no os perdáis el chucrut. Placer de dioses. Todo lo compensa Johannes Enders.
martes, 16 de agosto de 2022
Berlín 4: “Buscar bar en Berlín “
Os voy a enseñar cómo tomar una cerveza en un bar de Berlín en un barrio no demasiado céntrico. Sales del hotel, marcas en Google “bares cercanos”, te aparecen varios, algunos de ellos cerraron en la Segunda Guerra Mundial. Sigo indicaciones y encuentro por fin uno abierto. Estoy solo con la camarera. No sabes si colocarte en la terraza o dentro (haz lo contrario de lo que yo haga). Elijo el interior. La camarera, aquí sí hay, aunque solo sirve en barra, es agradable, de tez oscura, una chica del Primark, como yo. Eso sí, nunca he padecido tanto calor en un bar español. El cambio climático nos desborda a todos. Me sirve una “Berliner Pilsener”. Hay que advertir que tanto en bares como en restaurantes solo ofrecen una marca de cerveza (a lo sumo dos). La Berliner es como la Budweiser, un líquido pajizo en nada parecido a las cervezas checas y belgas. Me pregunta alguien “¿y no ponen tapa?”, espera, me descojono y ahora vuelvo. Soy un paleto, lo sé; no tengo altura de miras, lo sé; soy localista, no, eso nunca lo he sido, pero estos tíos sacan lo peor de mi naturaleza.
La música no es reguetón, pero no es mucho mejor: una mezcla de Bustamante y la ELO. Y sudo como si estuviera en el Arenal de Mallorca. No lo estoy pasando mal en Berlín, mis amigos me ayudan a superar la pimienta de las wurst y su carne correosa y el agüilla urinaria que nos bebemos. Además, hemos encontrado un bar de tapas español. Lo sé, esto no debería decirlo, soy lo peor. La cabeza de jabalí disecada en el bar también me lo recrimina.
Berlín 3: “El Primark no es lugar para arios”
Es la primera vez que tengo el placer inmenso de visitar un Primark (se trataba de una emergencia, pero yo me lo he tomado como una visita al Prado). Situado nada menos que en la Alexanderplatz. Sí, leí el libro y vi la película, “Berlín Alexanderplatz”, qué chasco. La apariencia moderna de la plaza me ha hundido a las dos: una explanada fría y árida (ríete tú de la nueva Puerta del Sol), rodeada de multinacionales y franquicias. Podríamos estar en Francia o en Inglaterra o en EEUU o en Australia. Nada distingue Alexanderplatz de otros engendros capitalistas del mundo.
En el Primark, mayoría absoluta de gente oscura: hindúes, chinos, vietnamitas, sudamericanos, turcos, españoles… Al contrario de lo que ocurre en las calles. No, el Primark no es lugar para arios, ya lo predijo Goebbels.
Hay algo en estas ciudades megalíticas que me incomoda, me desagrada. Los arquitectos, siguiendo seguramente los dictados de los poderosos delinearon estas avenidas y levantaron estos monumentos para constatar una evidencia: el pueblo llano (el volgst) es una mierda y se debe rendir al capricho y la voluntad del poderoso. Como en París, esa tendencia a la megalomanía me estomaga, no me resulta digerible. En Berlín solo se ha conservado una plazoleta medieval con iglesia para mostrar lo que era la ciudad habitable. El resto lo ha devorado el capitalismo y la megalomanía, ostentación y soberbia.
Lo que me pregunto es si esta obsesión megalómana no tendrá que ver con el carácter de sus habitantes. Estoy convencido de que es así. Nunca me he topado con gente tan desagradable como en Berlín o París. La verdad es que dudo si ese trato agrio tiene que ver con la altura de los monumentos o con la oscuridad de nuestra piel y con la estridencia de nuestras voces. Vengo de Sevilla, del barrio de Santa Cruz: calles estrechas, habitables, rumor de fuentes, bares con camareros competentes y trato cordial. Y, claro, el contraste es brutal. Estas imponentes urbes impiden el buen comer, el servicio profesional, la restauración de calidad. Aquí la comida no es comida y el ritual sagrado de sentarse en torno a una mesa para compartir conversación y buenos alimentos no existe. Todo son franquicias, monopolios, falta de personalidad y de humanidad. No quiero caer en el tópico, pero este país, Alemania, está subdesarrollado en cuanto a bares, restaurantes y amabilidad se refiere. Sí, toda la apariencia de ser muy alternativos, muy veganos, muy tolerantes, muy ecologistas… solo fachada y postureo. Es todo tan falso y tan plastificado como la salchicha que me han dado esta mañana en el desayuno, poliuretano con amoniaco. Una delicatessen. La puerta de Brandeburgo es de cartón piedra. Y que me perdone Schiller.
domingo, 14 de agosto de 2022
Berlín 2
He explicado tantas veces el concepto de “catarsis” en clase que lo había convertido en un tópico más. Hasta hoy, en Berlín, cuando he asistido a un concierto de música clásica en una iglesia protestante. Un grupo de cámara de la Orquesta de Berlín, realzado por una soprano, ha interpretado el Canon de Pachelbel y la Tocata y Fuga de Bach, entre otras piezas. Nunca la música me había producido una emoción tan intensa y abrumadora. He llorado más que un concursante de Masterchef y me he purificado anímicamente por un momento, me he limpiado, he aplacado gran parte del dolor que llevo arrastrando desde la detección de la enfermedad mortal de Eva. Explicaba a los alumnos que la catarsis es una especie de purificación espiritual que el espectador experimenta cuando se identifica con las emociones extremas que los actores o los músicos despliegan sobre el escenario. Nunca he sabido a ciencia cierta qué es la purificación espiritual. A partir de hoy sí lo puedo explicar con conocimiento de causa, aunque la palabra nunca consigue llegar al meollo de estas sensaciones. En cuanto los violines han empezado a soñar y la voz de la soprano rubia ha comenzado poblar el aire caliente del recinto, todo se ha transformado, un torbellino imparable se ha apoderado de mí ánimo y las lágrimas han brotado como la lluvia de las nubes grises, como fuerza natural y necesaria. Un llanto copioso, espontáneo, automático, como el manantial que brota tras derretirse la nieve del invierno. Nunca había experimentado el llanto como un proceso necesario, como el agua que rebosa del aljibe colmado.
La noche anterior asistimos a un concierto de jazz, mucho más original que las piezas de música clásica que he escuchado hoy, sin embargo no experimenté la catarsis. Porque no es algo racional ni voluntario, es una emoción espontánea determinada por la naturaleza, por la animalidad y no por lo intelectual. La música, el teatro, cuando activan esos resortes anímicos tan frágiles, se convierten en traumatólogos, en médicos cirujanos, en sanadores profesionales. Bálsamo de los padecimientos anímicos, medicina de los melancólicos, árnica de los apesadumbrados.
Ni siquiera el hecho de soliviantar a una espectadora vestida de negro al confundirla con una acomodadora, “Please, las toiletten?”, ha podido calmarme, ni sofocar los sollozos que me provocaban los gorgoritos de la soprano. Todo fluía, como se hinchan de aire mis pulmones, como bombea la sangre mi corazón, como la uretra me hincha la vejiga. Y tenía que ser en una iglesia donde yo comprendiera de veras el sentido de la catarsis, una fatalidad. Aunque en realidad, el altar presidido por un Cristo protestante, con cara de alelado y por un panal de vidrieras, la acercaba más al Guggenheim que a una catedral gótica. De todas formas, la arquitectura es lo de menos. Cuando la música se apodera de un espíritu dolorido, no hay otro sentido que se muestre activo que no sean el oído y la melancolía, esas puertas del delirio, de la catarsis.
viernes, 12 de agosto de 2022
Berlín 1
Por la mañana, todo se ve distinto, aunque el calor recuerda tanto al de España, que nos parece no haber viajado a ningún sitio. La calina también asuela Centroeuropa. Recorremos las grandes avenidas, la Unter der Linden Strasse, hasta llegar a la puerta de Brandeburgo. Antes hemos disfrutado de la delicadeza umbrosa de la isla de los museos. En sus jardines, Diana cazadora se disputa las piezas con un sátiro y con una ninfa. Holderlin bailaría de contento paseando entre estos setos mitológicos. Yo no puedo apartar a Eva de mi paseo. Me duele, me duele su ausencia como un cuchillo que uno no se puede sacar del estómago, una sangría constante que no detiene ningún apósito, una hemorragia de bilis que no permite disfrutar de la belleza con sosiego.
Es curioso que en estas avenidas populosas, el silencio, el susurro, domine al bullicio de la multitud. Sí, somos distintos, diferentes. Los alemanes recogen al niño recién caído sin estridencias, con calma. Su padre no escandaliza a los que le rodean. Todo es más tenue, apagado, tranquilo, muerto.
En el restaurante pedimos codillo y cerveza. La comida no es para recordarla, el trato de los camareros tampoco, salvo el de un griego que se esfuerza por hablarnos en español, “parakaló”. Nos habla de su experiencia en un país tan hostil como rico. La lengua, la fonética, dice mucho de nosotros. El alemán suena agresivo, cortante, duro, como una bofetada inesperada. Su escucha nos intimida, nos reduce a la vergüenza del turista de segunda. ¡Ay que ver lo que las lenguas han hecho por el clasismo!
Y detrás de cada monumento, de cada sorbo de cerveza , de cada foto, de cada paseo, ella me ronda y me susurra al oído: “Llévame contigo”.
miércoles, 10 de agosto de 2022
Estoy vivo
Estoy vivo y lo celebro, porque he pasado semanas, meses, abrazando al sufrimiento y a la muerte. Estoy vivo y lo celebro, lo celebro como ella querría que lo hiciera, porque el padecimiento de los hospitales es salado como el mar y hay que buscar la superficie para escupir el salitre del ahogo. Estoy vivo, muy vivo, tanto que siento pudor al recordarla. Estoy vivo, camino, hablo, como, sudo, sudo, como cualquiera que esté viviendo esta canícula eterna, y celebro el calor como nunca lo había hecho, porque si siento que me abraso es que siento, que estoy, que camino, hablo y como. Estoy vivo, lo celebro olvido lo que puedo y recuerdo lo que quiero.
domingo, 7 de agosto de 2022
"La médica imaginaria" por Irene Vallejo
"Vacaciones abrasadoras y aburridas en el Madrid desierto de Ignacio Aldecoa" por Lourdes Ventura
jueves, 4 de agosto de 2022
Ando
Ando y ando y ando y ando y ando, para esquivarme, para huir, para darme esquinazo, para no encontrarme, para alejarme de mí, para escapar de la conciencia y del recuerdo. Ando y ando y ando y ando, con la intención de dejar atrás a los demonios, para desprenderme de los malos hados, de los vapores agrios. Ando y ando y ando y no dejo atrás nada, la conciencia es un viajero obstinado y molesto que no te abandona así como así. Ando y ando, me trago los quilómetros sin ver en las orillas de los caminos ningún muerto, ningún recuerdo, ningún trasgo. Me acompañan, me siguen, no consigo despistarlos, a pesar de mi empeño, a pesar de la velocidad, a pesar del polvo del camino. Ando sin rumbo, con desesperación, con el brío del maldito. Vuelvo la vista atrás y no, no hay nada, la angustia sigue conmigo.