lunes, 22 de agosto de 2022

Berlín 7: “Señores de la guerra”


 Potsdam es una ciudad monumental muy próxima a Berlín donde se percibe, se huele y se siente el grandioso pasado versallesco de los reyes y emperadores prusianos. Tanto en Potsdam como en el castillo de Charlotemburg uno se vuelve pequeño, muy pequeño, al respirar el mismo aire de los poderosos. De esos privilegiados, que, unas veces por capricho y otras por idiocia, conducen a sus pueblos hacia guerras y padecimientos sin sentido. El lujo, la grandiosidad de estos palacios y jardines asombra, deslumbra y también acongoja, al pensar en la catadura moral de quienes los erigieron. Uno de los cuadros de Charlotemburg muestra la coronación de uno de estos reyes. El artista se centró más en el pueblo que en el altar del rey, lo que no gustó al monarca. El siguiente ya recoge únicamente el trono real. Este es un ejemplo de los intereses que mueven a los poderosos, su estúpida vanidad. Otro de estos elementos, el segundo Federico, el Grande, tiene mejor prensa. Le dio patatas al pueblo para calmar el hambre e intentó rodearse de gente culta, Voltaire, por ejemplo. Pero como el resto, muestra un entusiasmo desmedido, en los retratos, por la milicia y por la guerra. La audioguía nos cuenta cómo la dinastía de los Hohenzoller se embarcó desde el principio en el fanatismo que alimenta el poder: falsas genealogías, armaduras y cascos ostentosos , medallas, soldaditos de plomo, expansión territorial, patria… Todo ello alimentado con la sangre, las vísceras y la ignorancia del pueblo. No me extraña en absoluto que este caldo de cultivo belicista y militar de la aristocracia prusiana desembocara en la locura hitleriana, máxima expresión de esta cultura del ardor guerrero. La película de Haneke, “La cinta blanca” explica la raigambre social de esta estirpe. 

No solo de historia vive el turista. Como soy bastante gilipollas, me he estado quejando de que Berlín no nos estaba ofreciendo ese ambiente alternativo del que hablan todas las guías. Pues bien, lo teníamos al lado del hotel, en nuestro propio barrio, el Friedrichshain, con espacios punkis, amores heterogéneos, cultura popular y lugares acogedores para todo aquel que guste de la mezcolanza y él abigarramiento de tribus. La vieja fábrica del ferrocarril es una buena muestra de todo lo que digo. Un centro de vida al margen de lo establecido. 

Es agradable y tranquilizador comprobar que los jardines versallescos de Charlotemburg y de Potsdam los puede disfrutar hoy cualquier hijo de vecino sin charreteras ni polainas. Es emocionante ver una familia árabe disponiendo el mantel sobre el césped que arañaron las espuelas de Federico II, el Grande. Y es todavía más reconfortante ver cómo se mezcla en el antiguo ferrocarril la vida de chicos chicas, de chicas con chicas, de chicos con chicos, turcos con arias, sudaneses con pelirrojas…

Y cuando habíamos abandonado ya la esperanza de disfrutar de la comida alemana, descubrimos un restaurante ruso con un cartel bien grande en la puerta, “ Stop War”. Una camarera moldava nos sirve una sopa siberiana deliciosa y una selección de platos alemanes que nos reconcilian en parte con la cocina centroeuropea. 

Por cierto, el museo de Bud Spencer lo voy a dejar estar. Escuchar la audioguía y ver los retratos militares de los emperadores me ha saturado de violencias innecesarias. Me quedo con el bravo soldado Svejk. 

Me ha gustado este Berlín con barberos barbudos de aspecto turco, sus camareras vietnamitas sirviendo pasta azul,  la manicura china, los latinoamericanos en patinete, los levaba musulmanes, las bicis, la comida georgiana y sudanesa, los chiringuitos pakistaníes, los mercados de segunda mano, los grafitis de las casas soviéticas. Me sorprende llegar a zonas de ambiente y creerlas vacías porque no se oye el bullicio español de la manada. Los alemanes son gente sigilosa, de conversaciones frugales, poco apasionadas, quizás escarmentaron de los discursos feroces y de las estridencias. Berlín no tiene casco histórico, pero sí tiene encantos escondidos. Hay que buscarlos en los rincones, en los patios, en las fábricas abandonadas, en los barrios populares, en su cosmopolitismo más que en su espíritu prusiano. Y se disfruta más cuando vas bien acompañado, por dos buenos amigos y por ella, que siempre va conmigo. 

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