No solo de historia vive el turista. Como soy bastante gilipollas, me he estado quejando de que Berlín no nos estaba ofreciendo ese ambiente alternativo del que hablan todas las guías. Pues bien, lo teníamos al lado del hotel, en nuestro propio barrio, el Friedrichshain, con espacios punkis, amores heterogéneos, cultura popular y lugares acogedores para todo aquel que guste de la mezcolanza y él abigarramiento de tribus. La vieja fábrica del ferrocarril es una buena muestra de todo lo que digo. Un centro de vida al margen de lo establecido.
Es agradable y tranquilizador comprobar que los jardines versallescos de Charlotemburg y de Potsdam los puede disfrutar hoy cualquier hijo de vecino sin charreteras ni polainas. Es emocionante ver una familia árabe disponiendo el mantel sobre el césped que arañaron las espuelas de Federico II, el Grande. Y es todavía más reconfortante ver cómo se mezcla en el antiguo ferrocarril la vida de chicos chicas, de chicas con chicas, de chicos con chicos, turcos con arias, sudaneses con pelirrojas…
Y cuando habíamos abandonado ya la esperanza de disfrutar de la comida alemana, descubrimos un restaurante ruso con un cartel bien grande en la puerta, “ Stop War”. Una camarera moldava nos sirve una sopa siberiana deliciosa y una selección de platos alemanes que nos reconcilian en parte con la cocina centroeuropea.
Por cierto, el museo de Bud Spencer lo voy a dejar estar. Escuchar la audioguía y ver los retratos militares de los emperadores me ha saturado de violencias innecesarias. Me quedo con el bravo soldado Svejk.
Me ha gustado este Berlín con barberos barbudos de aspecto turco, sus camareras vietnamitas sirviendo pasta azul, la manicura china, los latinoamericanos en patinete, los levaba musulmanes, las bicis, la comida georgiana y sudanesa, los chiringuitos pakistaníes, los mercados de segunda mano, los grafitis de las casas soviéticas. Me sorprende llegar a zonas de ambiente y creerlas vacías porque no se oye el bullicio español de la manada. Los alemanes son gente sigilosa, de conversaciones frugales, poco apasionadas, quizás escarmentaron de los discursos feroces y de las estridencias. Berlín no tiene casco histórico, pero sí tiene encantos escondidos. Hay que buscarlos en los rincones, en los patios, en las fábricas abandonadas, en los barrios populares, en su cosmopolitismo más que en su espíritu prusiano. Y se disfruta más cuando vas bien acompañado, por dos buenos amigos y por ella, que siempre va conmigo.
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