Por primera vez desde que empezó como maestra, Eva no comenzará el curso. No, no irá a clase. No se preparará la cartera con esmero, con pulcritud (era un ritual de terciopelo). No se acicalará para acoger a los chicos en su aula, no. Eva no irá a clase. No ha podido planificar con escrúpulo de relojero la programación de sus cursos. No ha tenido ocasión de definir el calendario para cuadrarlo en cada uno de los trimestres, no, porque el calendario ya no existe. Eva no volverá a clase mañana, ni nunca (qué áspero y terrorífico adverbio, "nunca"). No compartirá conmigo el coche, ni moderará mi anarquía, ni cerrará la agenda después de anotar un último detalle, ni conocerá a los nuevos alumnos, ni revolverá el pelo a los que ya estuvieron con ella. No, Eva no irá a clase mañana. Y, acogiéndome a Juan Ramón, los chicos seguirán tronando en el aula, en los pasillos, en el patio; la pizarra se mantendrá verde y el polvo de la tiza seguirá deshaciéndose, blanco; mientras, de fondo, sonará el timbre de la última clase, sin Eva, sin su firmeza, sin sus ojos verdes, sin su tez blanca, sin su entusiasmo por la enseñanza. Eva no irá a clase y yo, casi tampoco. Y quedarán los alumnos tronando.
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domingo, 4 de septiembre de 2022
Eva no irá a clase mañana
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