sábado, 6 de febrero de 2021

"Larra, el periodismo que coqueteó con la muerte" por Carlos Mayoral





Aún se queja su alma vagamente,
el oscuro vacío de su vida.

(«A Larra, con unas violetas», de Luis Cernuda)

Febrero del año 1837. El rumor de pasos se apaga al pisar el último escalón. El leve sonido lo provocan Dolores Armijo y su cuñada, que ya se marchan tras haber cumplido con el último cometido. Arriba, en la soledad del desamor y del invierno, Mariano José de Larra, además de percibir cómo el rumor de pasos se ha perdido entre el fragor de la calle Santa Clara, sostiene las cartas que ha venido a entregarle Dolores, el último estertor de un amor sacrílego, intenso, romántico y mortal. Su amante tardará exactamente siete minutos en volver a los brazos de su marido, que a esa hora habrá de tomar café tranquilamente en alguno de los locales cercanos al Teatro Real. No lo piensa demasiado. Pocos segundos más tarde, coge su pistola de bolsillo, la cachorrillo, que descansa en el interior del cajón. El tacto de su empuñadura de madera tallada, rematada al extremo con una palmeta de tipo neoclásico, es áspero y triste. Aunque solo es superado en crudeza por el tacto helado del cañón rayado sobre la sien. En última instancia, para qué más detalles: la detonación, el proyectil y la muerte. Su desgracia se completa con un último error de cálculo: el cadáver lo descubre Adela, su hija de seis años.

Ahora bien, ¿qué se quedaba atrás con este disparo? ¿Un dandi de la cultura? ¿Un afrancesado enamorado de las letras? ¿Un veinteañero capaz de revolucionar la literatura? ¿La pluma que más cobraba por párrafo de toda la prensa madrileña? Era todo eso, aunque más como consecuencia que como esencia. En este último plano, la frase que primariamente define a Larra es mucho más simple y a la vez más compleja: con aquel disparo que rompió la quietud de la calle Santa Clara se marchaba el primer hombre que supo observar la actualidad con ojos de la más alta literatura.

¿Por qué periodismo?

El pequeño Mariano José había aprendido que el drama había llegado para quedarse, y entre los numerosos desastres que asolaron su niñez y su adolescencia están los años de destierro en Francia, que más tarde imprimirían en él un carácter especialmente ilustrado, y el vagabundeo por las distintas ciudades españolas mientras su padre intentaba alejarse del estigma afrancesado. Sin saberse de lugar alguno, el Larra casi impúber deambula por la vida perdido. Flirtea con determinados círculos absolutistas, quizás por retirar al fin el estigma de su padre. A manos de esta figura, por cierto, termina de conocer el engaño: una mañana ya de juventud descubre que la mujer que ama es, en realidad, la amante de su propio padre. Su relación con la realidad empieza a oscurecerse, lo que le lleva irremediablemente a la literatura como única puerta de salida.

No accede a ninguno de los ámbitos académicos que persigue: quiso ser médico y abogado, con sendos fracasos. Se casa joven con una mujer a la que no ama. Tiene varios hijos, alguno de ellos no reconocido, y paga con ellos los rigores del mal ejemplo que había recibido de su familia. No los aprecia, como sus padres le habían despreciado a él. Parecía apagarse la figura de aquel niño prodigio que con apenas una decena de años traducía del griego la homérica Ilíada. Sin embargo, ese Larra que ya no era de ninguna parte descubrió que su lugar en el mundo estuvo siempre a mano: era la realidad misma. Y de esa visión surgió el mejor periodismo nunca antes ni después escrito.

El cronista de la costumbre

Cuando alguien se refiere a Larra como un simple costumbrista, los cimientos de la literatura romántica tiemblan. La labor de Mariano José empezaba en la costumbre, eso es cierto, sea esta una boda tempranamente planificada, error cometido muy a menudo en la España de la época, entre otros por él, o un retraso burocrático motivado por la mala organización funcionarial del Estado. Pero es a partir de esta realidad costumbrista y gris, realidad que tanto le había escocido párrafos atrás, cuando de veras aparece la magia del escritor madrileño: a la elegancia lingüística le añade una mordacidad y un ingenio maravillosos. Es la magia de lo que hoy todo periodista llama «el enfoque».

Era aquella una España tortuosa, recién salida de una cruenta guerra que enfrentó a hombres de a pie contra gigantes napoleónicos; una España que había visto como su rey, otrora deseado, ahora felón, implantaba un absolutismo feroz que atacaba directamente a la base intelectual de liberales como Larra. Fíjese el lector en el impacto que la aparición de este joven causó en la España de la época. La prensa era, claro, una de las principales víctimas del carácter censor del régimen fernandino. Sin embargo, un joven de apenas veinte años se salta cualquier censura a través de recursos como la ironía o la metáfora, y es capaz de contar las miserias de aquella sociedad con un colmillo imprevisible y genial. Al talento natural le añade un conocimiento minucioso de la literatura europea y algunos coletazos de luz dieciochesca en casi cada párrafo… Un cóctel que terminó convirtiéndole en lo que ya es: el primer escritor que consiguió que la literatura y la crónica se diesen la mano. El resultado, como ya digo, era el esperado: una sociedad rendida a su columna, la columna del periodista mejor pagado del momento.

La caída

Lo que Larra también sabía es que abrazar la miseria social para elevarla en la columna del domingo podía acarrear que dicha miseria se hiciese perpetua entre sístole y diástole. Mariano José había agitado el panorama español a través de su contacto constante con esa España oscura que era necesario denunciar. En artículos como «Un reo de muerte» o «Los barateros» consigue mostrar ese país a medio camino entre la ruina y la esperanza, dicotomía romántica donde las haya. En «Vuelva usted mañana» o en «El casarse pronto y mal», ya deslizados sutilmente por el texto, en «El castellano viejo», en «Las circunstancias», en «Horas de invierno»…, textos que van aposentando, con el paso de los años, la carcoma de la injusticia social en el frágil corazón de un Larra que, a esas alturas de su fama, ya le debe tanto a la realidad que casi no puede luchar contra sus males. La muerte, omnipresente en el romántico arranque del XIX, empieza a coquetear con él y con su periodismo.

Por otro lado, Dolores Armijo, mujer casada de quien se había enamorado fervientemente el pequeño Larra, ha decidido que su amor era otro de los idealismos del escritor. Algunos meses antes de su muerte, hastiado ya, decide largarse de España por Lisboa no sin antes pretender encontrarse con Dolores en Badajoz. Este encuentro, como todos, finaliza sin éxito, y en una carta dirigida a su amigo Ventura de la Vega, Mariano José empieza a diluirse:

Me voy lleno de disgustos (…) bebo para distraerme y aunque tengo abiertas las mejores sociedades, hago en ellas el papel de una estatua. Si toda la vida ha de ser como la que llevo vivida, te juro que j’en ai assez [ya tengo bastante]

Su amigo el liberal Mendizábal sube al poder y, tras varios meses de periplo europeo, Larra vuelve a España y es recibido como un héroe. Ficha por El Español con un sueldo astronómico, y con renovada fuerza vuelve a poner su pluma al servicio de la, esta vez ilusionante, realidad. Pero ahora ha decidido que habría que pasar de las musas al teatro, y además de ofrecerle su prosa a la injusticia social ofreció también su tiempo, pues es nombrado diputado por Ávila. En estas últimas horas la preocupación por España ya se mezcla indivisiblemente con su trágico amor por Dolores, pues esta última residía en Ávila, y los historiadores no son capaces de discernir si fue la patria o fue la Armijo la encargada de sentar al madrileño en el escaño.

Muy pronto todo terminó de hundirse. Mendizábal fracasó, Larra no llegó a tomar posesión de su cargo, y Dolores ni siquiera quiso verlo durante aquellos meses. El buen cronista tiene la ventaja de que, ante la tragedia, puede dar rienda suelta a la melancolía justificadamente. Estas últimas semanas escribe los mejores textos de su vida, sobre todo los dos más emblemáticos: «Día de difuntos de 1836» («Aquí yace media España; murió de la otra media») y «Nochebuena del 1836» («Una lágrima preñada de horror y de desesperación surcaba mi mejilla, ajada ya por el dolor […] ¿Llegará ese “mañana” fatídico?»). El mañana fatídico. El mañana que no llegaría: el coqueteo con la muerte había pasado de las palabras a los hechos.

La muerte

Febrero del año 37. Con el suicidio del articulista más brillante se apaga una época. La época del romanticismo más trágico, que se hizo prosa periodística a manos de la sublime tinta que para siempre nos legó Mariano José de Larra. Pero a la vez empezaba una nueva era. A su entierro acudieron centenares de personas, entre ellas Zorrilla, que leyó su célebre y ripioso poema «A la memoria desgraciada del joven literato». Aquel público ya era consciente de ese cambio de paradigma. A partir de ese momento, la realidad ya no estaba ahí para ser contada, sino que ahora debía elevarse sobre el papel de periódico. Y todo gracias a las pupilas de aquel joven de veintisiete años al que trágicamente se le había tragado la tierra.

"Venir al mundo con ganas de hablar" por Karlos Zurutuza



La gramática es como el bazo o las ganas de llorar: esta ahí desde que nacemos, o incluso antes. La lengua que aprendemos después no es más que un cincel para dar forma a algo que nuestro ADN trae de serie. Queda dicho.

Todo esto les puede sonar muy raro y, de hecho, hay lingüistas que discrepan. No hagan caso; «el intelectual más importante de la actualidad» (New York Times), el que es «uno de los padres de la lingüística moderna» (clamor popular) está convencido de ello. Nos referimos, claro, a Noam Chomsky. Es uno de esos sonoros nombres con los que se da por un sesudo análisis político o por una preclara visión de la lingüística. Uno le empieza a seguir por un camino y, en algún momento, mira a un lado y descubre que este atleta del pensamiento también trota por otro que discurre paralelo. Luego resulta que es velocista y maratoniano; que corre simultáneamente por dos, tres, cuatro, o más pistas y, quizás lo más maravilloso, que estas se entrecruzan para abrir nuevos caminos aún por explorar. Decir que Chomsky es inabarcable resulta una obviedad, por lo que antes de enfangarnos en más metáforas para ilustrar su ubicuidad intelectual, nos centraremos en eso que mencionábamos del lenguaje.

Hay que remontarse a la década de los cincuenta para dar con la semilla de su aportación principal en este campo. Hasta entonces, los lingüistas consideraban las lenguas como un fenómeno puramente social, un conjunto de códigos arbitrariamente distintos que había que clasificar atendiendo a factores como los sonidos, lexemas u oraciones. Por poner algún ejemplo, hay lenguas SVO (sujeto-verbo-objeto) como el castellano o el inglés (Yo como patatas/I eat potatoes); lenguas SOV como el turco, el vasco o el japonés. Si se preguntaban por el klingon, sepan que es OVS, lo mismo que el hixkaryána, (lengua indígena de Brasil). También hay lenguas con artículos y preposiciones per se, y otras en las que se manifiestan en forma de caprichosas partículas que se añaden a las palabras; lenguas en las que el acento cae siempre en la primera sílaba (islandés); vergeles de consonantes en el Cáucaso, de vocales en la India…

Toda esta diversidad se estudia, se clasifica y se compara, pero independientemente de la particularidad de cada lengua, Chomsky fue el primero en plantear la hipótesis de que el lenguaje podía ser un esquema mental innato que explicara cómo alguien es capaz de aprender una lengua de forma natural y sin esfuerzo, y también de entender y producir un numero infinito de oraciones gramaticales. Los hablantes, todos nosotros, diferenciamos aquellas expresiones aceptables de las que no lo son en nuestras respectivas lenguas, de igual manera que entendemos que una luz verde en un semáforo significa «pasar», mientras que una roja lo contrario. Esto último lo sabemos porque alguien nos lo ha dicho, pero ¿cómo es posible que podamos conocer las restricciones de nuestra lengua si haber aprendido las expresiones que violan dichas restricciones?

La lingüística, decía Chomsky, tenía que romper las barreras de la mera taxonomía; no solo clasificar las lenguas, sino también formular una «gramática universal» común a todas ellas. Había que dar con esa serie de reglas que ayudan a los niños a adquirirlas, desde el mapuche hasta el frisón. Para que se hagan una idea de la importancia histórica de esta teoría, se la ha considerado el equivalente en lingüística a la teoría de la evolución de Darwin en biología, o la del inconsciente de Freud en psicología. Y así es como llegamos al capítulo de los «universales lingüísticos». Algunos son tan predecibles como: «Todas las lenguas tienen nombres y verbos», o vocales y consonantes, sujetos y predicados, pronombres… Pero a medida que nos adentramos en esta jungla, la vegetación se va haciendo más espesa. ¿Cuál es el número mínimo de vocales que puede tener una lengua? Dicen que todas tienen sendos vocablos para los colores blanco y negro, pero ¿qué ocurre con el naranja o el marrón? En cualquier caso, ¿podemos hablar de certezas en esto de los universales sin haber analizado todas y cada una de las aproximadamente siete mil lenguas que se hablan en el mundo?

El lingüista americano Joseph Greenberg recogió cuarenta y cinco de esas pautas comunes supuestamente innatas tras un estudio de treinta lenguas, un método inductivo que se oponía al reduccionismo deductivo de Chomsky: si son comunes a todas las lenguas, bastará con analizar una sola de ellas. Pero aquello se les fue de las manos. La selva del «generativismo», que es como se le llamó a la teoría chomskiana de la impronta genética del lenguaje, se iba llenando de exploradores que presumían de dar con más y más universales: «Si hay tres vocablos para los colores, el tercero es el rojo (recuerden que los anteriores son el blanco y el negro)», se oía desde la espesura; «Y si hay un cuarto o un quinto seguro que son el amarillo y el verde», replicaba alguien desde la copa de un árbol. Y así con la distribución de sujetos objetos y verbos en los enunciados, la proporción entre vocales y consonantes, entre fonemas sordos y sonoros…

Bajo la premisa de que existían docenas, incluso centenares de particularidades y categorías lingüísticas innatas al ser humano, se daban concurridas conferencias y se publicaban trabajos en todas las manifestaciones de la fiebre académica a manos de lingüistas dispuestos a dejarlo todo en su búsqueda del grial de los universales. Hasta que Chomsky dijo «basta». Con el ocaso del siglo XX, Zaratustra bajó de la montaña y anunció a los hombres que eso de que hubiera un carro de universales era una entelequia. Más que en una gramática común, el nuevo paradigma se centraba ahora en un mecanismo simple pero multitarea con el que se producía un nutrido grupo de oraciones. Había algo innato, sí, pero se limitaba a cubrir las necesidades más básicas del hablante. Muy acertadamente, a esta nueva corriente del generativismo se la llamó «minimalismo».

Entre el pánico y la confusión que generó todo aquello, los generativistas clásicos, ahora huérfanos, se debatían entre seguir adelante o rebajar sus expectativas de búsqueda, como ya hiciera el Creador. ¿Qué habría hecho san Pedro si Jesús le hubiese dicho que lo del reino de los cielos era poco más que una fantasía? «Estamos descubriendo propiedades nuevas e inesperadas de las lenguas hasta un punto en el que resulta imposible probar lo que sabemos que ha de ser cierto: que todas están sacadas de un mismo molde», fue exactamente lo que el dios de la lingüística les dijo a sus apóstoles.

La resaca tras décadas borrachos del generativismo más añejo dibujaba ahora un mundo distópico en el que Chomsky sumaba su voz a la de aquellos antichomskianos, en oposición a los últimos chomskianos. Eso sí, fue mucho más cauteloso al considerar el minimalismo como un «programa», y no una teoría: admitió que no había una razón concreta para pensar que fuera a funcionar. Si Dios se reconocía a sí mismo como un ser falible, ¿qué motivos tenían los chomskianos más irredentos para renegar de su fe? Probablemente muy pocos.

Universales interestelares

A sus noventa y dos años, Chomsky sigue dando charlas, escribiendo libros y dando entrevistas literalmente a todo aquel que se lo pida, desde estudiantes de primaria hasta jefes de Estado, pero ya no se prodiga demasiado en el tema de la adquisición del lenguaje. Que su sentido del humor sigue intacto quedaba públicamente corroborado hace un par de años, cuando arrancaba una charla en la Universidad de Arizona con un «Histórico: La primera presentación en PowerPoint de Noam Chomsky», proyectado sobre una pantalla a su espalda. El maestro es ya demasiado sabio para tomarse a sí mismo en serio, por lo que hoy son sus discípulos los que se esfuerzan en desarrollar nuevas metáforas para ilustrar su teoría de lo innato. Mark Baker, por ejemplo, trabaja sobre una «tabla periódica» de lo que él llama «átomos del lenguaje», los cuales se combinarían de la misma manera que las moléculas. Sepan, no obstante, que el generativismo as we knew it aún sigue vivo en los corazones y las mentes de un nutrido grupo de románticos, y que ni siquiera hace falta revolcarse en el fango académico para dar con él. Es disfrutando de una película como La llegada (2016), cuyo eje central es la comunicación con alienígenas, cuando escuchamos un nostálgico discurso que nos retrotrae al siglo XX. Con ocasión de su estreno, la lingüista Jessica Coon (se usó su oficina para el rodaje) insistía en lo de la «gramática universal», a la que consideraba «parte del legado genético que capacita al ser humano para adquirir el lenguaje». Coons, eso sí, matizaba que este podría resultar inútil para llegar a comunicarse con alienígenas.

Los de la película hablan en heptápodo, una lengua cuyos sonidos son imposibles de reproducir por los humanos por razones biológicas, y que se representan a través de unas formas circulares. Conviene no confundir el instrumento para la realización material de la lengua, el alfabeto, con su gramática. Si una raza alienígena se comunicara a través de feromonas, o frecuencias subsónicas, seríamos obviamente incapaces de interactuar de forma directa con ellos, pero sí sería factible fabricar un dispositivo que lo hiciera por nosotros: se teclea una palabra y la máquina emite la feromona o el infrasonido correctos. La cuestión ahora es si la forma en que las señales funcionan y el modo en que se combinan tienen algún sentido para la mente humana en el caso de que, por ejemplo, los alienígenas sean capaces de procesar cientos de enunciados superpuestos simultáneamente. Esto sería un problema porque nosotros los entendemos de forma lineal, es decir, uno detrás de otro.

Atravesamos aquí el umbral de la astrolingüística, la ciencia que estudia una potencial comunicación con seres del espacio exterior. En la película acaban apañándose, aunque todos sabemos que la previsibilidad es una cualidad innata de Hollywood. Aunque quizás no sea algo descabellado. «Si el universo está sujeto a las mismas leyes de la física, podríamos esperar que las lenguas interestelares también estén dotadas de bloques de significado que se combinen para crear significados más complejos. Puede que la marciana no sea una lengua tan distinta de la humana», dijo Chomsky en una conferencia en Los Ángeles el año pasado. Algo trama.

jueves, 4 de febrero de 2021

Un tranvía y un olmo


Cada 27 de enero un tranvía vacío recorre las calles de Varsovia para recordar a las víctimas del gueto. Es estremecedor escuchar el ruido metálico de las ruedas sobre los raíles y ver cómo el trole escupe chispas de muerte a su paso. Unas alumnas de 4º de ESO comparten conmigo su disección del olmo seco de Machado. Yo ya lo leo sin alma; ellas, con la mirada nueva, acaban de extraer del poema un tranvía vacío y unas chispas de muerte que me causan escalofríos. Un tranvía vacío y un poema viejo, seco, podrido, acariciado por las voces ardientes de la adolescencia, son capaces de acallar el roer constante del gusano del tiempo y la eléctrica demolición de la muerte. Los símbolos son vías de eternidad, raíces profundas que nos conectan con la vida a través de un olmo centenario y un tranvía amarillo que recorre la laguna Estigia. La vida, esa celebración continua de los muertos.     

martes, 2 de febrero de 2021

Cosmética del enemigo

En la novela Cosmética del enemigo de Amélie Nothomb, el protagonista no reconoce al asesino que lleva dentro hasta el final de la historia. Su conciencia o sus remordimientos se le aparecen con el rostro de un joven violento y medio tarado. Algo parecido nos pasa a los profesores, aunque nosotros lo tenemos más fácil a la hora de reconocer a nuestro oponente. Sí, porque nuestro Textor Texel (el enemigo que lleva dentro el empresario Jérôme) es la propia Administración Educativa y es mucho más grosera en sus demostraciones de humillación contra nuestro gremio. Sí, nuestros enemigos son los que supuestamente deberían cuidarnos, apoyarnos, atendernos y mimarnos. Sí, nuestros enemigos son nuestros jefes. A menudo dan muestras de esa animadversión: no aceptan nuestras recomendaciones ni nuestras reclamaciones más perentorias, es más, se suman sin ningún pudor a esa inercia social española de considerar al profesorado como una casta parásita con exceso de vacaciones. No les importa (ni siquiera en público) manifestar este lugar común, asentado en gran parte de nuestra sociedad, cuando son ellos los que deberían ayudar a limpiar este mantra injustificado. 

Hace poco leí que gran parte de los fondos asignados a la educación para paliar los efectos de la pandemia, en algunas comunidades no se habían dedicado a mejorar el sistema educativo, sino a otros menesteres. Fui Jefe de Estudios ocho años y el contacto directo con la Administración me producía constantes cabreos y sarpullidos. No comprendía por qué se empeñaban en hacer nuestra tarea cuanto más difícil mejor. Para ellos siempre somos sospechosos. 

En las actuales circunstancias, trabajamos de una forma muy precaria. Llevar la cara medio tapada en un oficio en el que la comunicación es fundamental no ayuda nada a la transmisión de conocimientos. Estar en una clase con 29 o con 20 alumnos no es muy saludable para nadie, hasta Fernando Simón lo sabe. No hay ningún otro oficio en pandemia en el que tengas que compartir habitaciones con 500, 600 o 1000 personas. Se han suspendido las actividades extraescolares, con lo que el encierro en el aula se ha convertido en algo más agobiante si cabe. Cada día se confina a veinte o treinta alumnos y debemos trabajar doble para llevar la clase fuera del aula a través del ordenador. La naturaleza adolescente tiende a la expansión y estamos yendo contra natura, como quien construye en mitad de una rambla. En un momento u otro la riada arrasará lo construido. 

Y a pesar de todo esto, a nuestros enemigos no se les ocurre otra cosa que sumar tres días lectivos más a esta carga, para compensar las ausencias de Filomena. Y no, no pueden añadirse a finales de junio cuando es posible que esta peste amaine. Los debemos añadir antes, para sufrir cuanto más mejor, nosotros y los alumnos. Yo he ido muchísimas tardes al instituto a hacer periódicos y teatro, fuera del horario lectivo (era una gozada), pero ahora no es ni mínimamente aconsejable alargar el calendario lectivo porque las condiciones para la enseñanza son deplorables. Esto lo sabemos todos los profesores, todos los que nos encerramos día a día con 20 o 30 alumnos en plena efervescencia de hormonas. Nuestros enemigos no, ¿o sí? 

Por eso nuestros enemigos han optado por esta medida, porque les gusta maltratarnos, humillarnos y, sobre todo, quedar bien con quienes nos vilipendian por envidia malsana. Luego, en alguna festividad señalada, nos mandarán una carta, escrita siempre con atropello y torpeza, donde nos darán las gracias por nuestra "encomiable" labor, mientras se descojonan de risa oyéndonos patalear. Esa es su cosmética.        

martes, 26 de enero de 2021

Ser inquisidor

El día que no insulto a alguien es un día perdido. Necesito, al levantarme, escuchar las noticias para subirme por las paredes, para bramar contra el Gobierno, contra la oposición, para arrastrar al coletas por el fango, para escupirle a la cara a Sánchez, para vomitar sobre Quim Torra o sobre Arrimadas o sobre Casado o sobre la madre que los parió. Quiero que haya tragedias, tragedias de las gordas, de las que te permitan culpar a alguien y echarle en cara su mala gestión o su indolencia o su ignorancia. Porque yo soy un tío listo, un tío inteligente que podría solucionar la emergencia sanitaria si me pusiera a ello, pero no es mi papel; que podría acabar con el paro, en cuanto me colocaran al frente del Ministerio de Trabajo; o aclarar el embrollo de la educación, si me empeñara en escribir una ley como manda Jehová. 

Me gusta, disfruto, babeo cuando encuentro una noticia en la que unos chicos se han reunido para celebrar una fiesta en plena pandemia. Es la ocasión propicia para sacar la hiel a pasear contra la juventud -¡qué futuro nos espera!- y no veas cómo me quedo: "Hay que lapidarlos, meterlos en la cárcel con los presos peligrosos, humillarlos, descuartizarlos..." Volcar todo esto en los foros alivia un huevo. Uno, cuando es tan inteligente como yo, necesita vilipendiar a todo quisque y ridiculizar al santo palio. Tampoco es necesario argumentar demasiado, porque se me iría la fuerza en vano, la mayoría no me entendería y no valdría la pena. No está hecha la miel para la boca del asno. 

Ser inquisidor es una delicia. Si por mí fuera, los castigos, los arrestos, las penas de cárcel, las torturas, tendrían que imponerse de manera más radical, sin tantos miramientos. Sobre todo por el placer que supone ver padecer a quienes han hecho algo que yo no puedo disfrutar. ¿Quién es esta gente para reírse,  para divertirse, para bailar, para follar, si yo no puedo hacerlo? Me importa un huevo la pandemia, pero me solivianta ver cómo se goza sin que yo participe.  

Dadme carnaza, dadme pandemias, terremotos, temporales, accidentes de tráfico, paro, miseria, delincuencia, drogas, dádmelas, para que pueda quejarme de todo, para insultar a diestro y siniestro, para arrojar toda esta bilis que me quema el hígado y me provoca úlceras de píloro. ¡Qué a gusto se queda uno cuando le escupe a la televisión y se orina sobre la pantalla del ordenador!      

"Maneras de dudar" por Irene Vallejo



Cuando albergamos firmes convicciones sobre un asunto, tendemos a creer las informaciones que las afianzan –por infundadas que parezcan– y a cuestionar los datos que las rebaten –por sólidos que sean–. Los psicólogos llaman a este fenómeno “sesgo de confirmación” y se produce en todo el espectro ideológico, incluso entre quienes afirman poseer una mente abierta y un insobornable sentido crítico. Si la realidad contradice nuestras ideas, en lugar de cambiar de opinión, respondemos con sospecha e incredulidad. Nos aferramos a nuestras creencias con dudas y dientes.
En la antigua Grecia, el filósofo Sócrates propuso otra forma de dudar, partiendo de la propia ignorancia: solo sé que no se nada. El sabio perplejo acudía a la plaza de Atenas, a los pasillos de los gimnasios, a las calles concurridas para hablar con sus conciudadanos. Le interesaba el diálogo, un encuentro entre dos logos, o sea, entre dos opiniones discrepantes, donde la contradicción, lejos de despertar desconfianza, actúa como motor de conocimiento. Sócrates, que combatía la inercia del pensamiento y el poder casi invencible de los prejuicios, pensaba que los más graves errores no los cometen los ignorantes, sino los que creen saber. Quienes vociferan convencidos, suelen ser incapaces de conversar. Quizás, solo dudando de nosotros mismos podamos adquirir ciertas certezas.

sábado, 23 de enero de 2021

Enero, el mes de los gatos







Fotografías de Andrés Rubio

Enero es el mes de los gatos, voy a precisar, enero es el mes sexual de los gatos. Los machos se escapan de casa y salen a buscar a hembras receptivas. Gimen como niños, aúllan como lobos, rugen como bisagras desengrasadas. Se reúnen y se enzarzan en peleas a espada. Los ojos hay que protegerlos de las uñas desnudas, Algunos no tienen suerte. El más hábil monta a la hembra. Ella lo recibe con desprecio y él le muerde el cuello para someterla. Después, si hay suerte, introduce su barrena de púas en ella, que grita y se retuerce. El macho afianza la dentadura en el pescuezo de la hembra. Al final, ella parece gozar más cuando se desprende de su conquistador, pero el instinto la ha podido. 

Enero es el mes sexual de los gatos y también de "La muerte en bermudas": te cortejará, te morderá el cuello, te penetrará, te dolerá y gozarás, porque el instinto es insoslayable. 

Iguala esta promoción, Reverte.    

miércoles, 20 de enero de 2021

No recuerdo un invierno tan frío como este

No recuerdo un invierno tan frío como este, 

ya lo dijo Ángel González. 

En el alero del tejado, 

una lanza de hielo amenaza la coronilla de los muertos. 

Las aceras son de plástico bruñido 

y el viento abofetea la cara con láminas de metacrilato. 

No recuerdo un invierno tan frío como este, 

ya lo dijo Ángel González. 

No por el hielo, ni por el aire violento, 

tampoco por las aceras de mercurio, no. 

Las barbillas se han acabado, 

las bocas no muestran su luna de aventuras 

y los niños montan muñecos de nieve sin brazos ni sombreros. 

No recuerdo un invierno tan frío como este. 

Los bares son un pasado del que se habla con melancolía, 

las conversaciones se han convertido en monólogos de idiotas 

y el trabajo es una mala puta sin literatura ni caricias. 

No, no recuerdo un invierno tan frío como este, 

ya lo dijo Ángel González. 

Él había perdido a su amada, 

pero nunca pudo imaginar que en este invierno, 

en este, 

se pudieran añorar hasta los tragos del desamor.   

jueves, 14 de enero de 2021

Nueva plataforma de series sobre educación

 La Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha acaba de poner en marcha una nueva plataforma de series de televisión basadas en las experiencias educativas de este curso. Una empresa ilusionante y que, de momento, presenta los siguientes títulos:

1. Breaking FP Básica: una distopía protagonizada por unos chicos y chicas de FP Básica. Ellos quieren obtener el título de secundaria para matricularse en bachillerato, pero los malvados profesores les ponen todas las trabas posibles porque en realidad son zombis y seguidores de Joe Biden. 

2. Inspector´s Day: una distopía en la que un inspector de educación llega a un centro, escucha a los profesores y soluciona un problema.

3. Juegos telemáticos: una distopía protagonizada por Mari Pérez, una madre empeñada en que su hijo suspenda cuatro asignaturas durante el confinamiento para que su hijo no pase de curso. 

4. Hot: una distopía ambientada en un instituto de La Manchuela con playa y palmeras. Los alumnos sirven gintónics a los profesores, las clases se imparten en el resort de un hotel y, eso sí, todos llevan mascarillas. Solo suspenden los que no consiguen un bronceado perfecto.

5. Page´s love: distopía protagonizada por el presidente de Castilla-La Mancha. Se enamora de una maestra y, para que ella le entregue sus encantos, baja las ratios y se lee un libro.

6. Machine lust: distopía protagonizada por un conserje de instituto, Manuel Fernández. Las fotocopias son su pasión y su amor por su máquina lo desquiciará cuando un técnico se lleve la fotocopiadora para arreglarla y nunca más sepa de ella. 

sábado, 2 de enero de 2021

La tiranía de las redes sociales

¡Qué felices éramos cuando no nos manipulaban las redes sociales!, antes de que nos manejaran a su antojo Facebook, Instagram o Twitter. Cuando el cura era el encargado de informarnos sobre la masturbación y de provocarnos sueños en los que nos brotaban pelos en las palmas de las manos y nos reventaba el ombligo. Cuando nuestros padres vertían sus frustraciones en nosotros y nos impelían a ser ingeniero de caminos, azafatas o seminaristas. Qué sencillez y qué libertad cuando la convención social nos imponía en qué momento debíamos emborracharnos, casarnos y a qué virgen había que sacar a hombros. Qué bien cuando la televisión y la radio nos aconsejaban qué coñac consumir o qué compresa ponernos. Cuando las autoridades políticas nos ordenaban por dónde caminar y a qué iglesia ir. Cuando el maestro, con la mano bien abierta, nos clavaba una hostia en la cara para grabarnos a fuego las tablas de la multiplicación. Cuando era el grupo de amigos el que imponía si debía uno fumarse un Celtas corto, un porro o pincharse heroína. ¡Cómo añoro esa libertad absoluta, ese libre albedrío para escoger lo que a uno le apetecía!, y qué mal ahora, qué dictadura la de las redes sociales. Y cuando nos inoculen los "chis", no te digo nada.    

miércoles, 30 de diciembre de 2020

Hoy es un día de mierda (29 de diciembre de 2020)

Hoy, 29 de diciembre de 2020, es un día de mierda, como todos los 29 de diciembre desde hace 9 años. Ese mismo día, en 2011, no había pandemia, todos lucíamos el rostro sin miedo a la peste, la megafonía de la iglesia seguía vomitando insoportables villancicos, el sol calentaba livianamente la muerte de mi padre y yo rozaba su piel fría con las yemas de los dedos. Es 29 de diciembre, otra vez. La resaca del güisqui mal digerido espesa la mañana y la convierte en un bulto de angustias. Ni siquiera el vómito se atreve a salir para depurar el estómago, colapsado por el alcohol y la carne de cabra. Es 29 de diciembre, otra vez, en una habitación de hotel de un pueblo todavía más inhóspito que el mío. El viento varea las adelfas de un barranco próximo y extiende su veneno de rutina por las calles engalanadas de luces y compras. Como aquel día de 2011, aquel día en el que el sol no se atrevía a calentar el zaguán en la casa de mi padre, mientras esperábamos, desconcertados, a los empleados de la funeraria. Hay un plomo agrio en el recuerdo de esos días, un regusto que se queda en el paladar durante años y años. La ropa interior blanca de mi padre, la piel áspera de mi padre, el rostro acartonado de mi padre, el pasillo de llantos y el olor a morfina atrapada en el gotero. El tiempo va gangrenando la memoria y extiende los agujeros de la carcoma. Nadie es ajeno a esta falacia de la vida, nadie puede evitar las ausencias, los amplios espacios de la nada en los que se instalan los muertos. Hoy, 29 de diciembre, es un día de mierda. El espejo me devuelve la palidez de la resaca. La angustia me acompaña en el amanecer y no me suelta hasta bien entrado el mediodía. Los gusanos de la madera roen sin cesar la carne de la memoria. 

miércoles, 23 de diciembre de 2020

"Gustavo Adolfo Bécquer: la aristocracia del espíritu" por Rafael Narbona



Siempre he imaginado la poesía de Bécquer como la nota de un arpa circulando por las ruinas de una vieja abadía. El arpa simboliza el anhelo de descifrar la realidad mediante la belleza y la analogía, lejos de la retórica del clasicismo y la grandilocuencia romántica. En su concepción del verso, Bécquer está más cerca del simbolismo que del romanticismo, pero su visión de la historia y la moral se corresponde con la de un tradicionalista, lleno de nostalgia por el pasado y enemistado con las ideas ilustradas y los valores de la Revolución francesa. Influido por El genio del cristianismo de François-René de Chateaubriand, Bécquer concibió su obra como una exaltación de la fe y de los sentimientos frente al escepticismo religioso y la fría racionalidad de los philosophes. Si el arpa aboga por la analogía como la única llave posible para comprender los misterios del universo, las ruinas de la abadía recuerdan que la belleza es impotente sin el concurso de la fe. ¿Fue Bécquer un reaccionario? Desde la perspectiva del ideal de progreso de los ilustrados, solo cabe responder afirmativamente, pues nunca ocultó su apego por el Antiguo Régimen y su fervorosa identificación con el catolicismo. De hecho, lanzó anatemas contra el progreso científico y la filosofía moderna, repudiando el libre examen y la autonomía moral. En cambio, si nos limitamos a la perspectiva estética, Bécquer es un innovador, pues su ruptura con el neoclasicismo no se estancó en la exaltación del Romanticismo, sino que prefiguró el simbolismo, afirmando que la creación lírica no debe gestarse en mitad de grandes emociones, sino desde la serenidad del recuerdo, que permite vislumbrar el sistema de correspondencias que regula el Cosmos. Bécquer es plenamente moderno, pues su interpretación de lo real no es ingenua. El poeta no se limita a generar belleza. Su misión es hallar las claves que esconden las apariencias, buscando el sentido último de las cosas. Bécquer piensa que todo es Espíritu y suscribe la famosa frase de Novalis: “Estamos más estrechamente ligados a lo invisible que a lo visible”. La poesía no es un simple género literario, sino “la representación del alma”, por utilizar una expresión del autor de los Himnos a la noche. No es posible comprender las Rimas y las Leyendas de Bécquer sin reparar en que su obra es una síntesis de neoplatonismo, cristianismo y romanticismo, una combinación que anticipa las claves estéticas del simbolismo y la concepción de la poesía como autobiografía espiritual. 

Un poeta innovador

Carlos Bousoño afirma que desde Bécquer se escribe de otro modo. Su técnica literaria se basa en el paralelismo formal y el paralelismo conceptual. No emplea esos recursos de forma evidente, sino con la habilidad de un escenógrafo que oculta con habilidad la tramoya. Bécquer ha pasado a la posteridad como un clásico, pero lo cierto es que para sus contemporáneos solo fue un periodista que publicó un puñado de poemas. Salvo sus amigos, nadie le consideró un genio lírico, ni calibró el potencial renovador que contenía su poética, cuidadosamente elaborada desde la reflexión y el análisis. En el prólogo que escribió para La Soledad, un libro de poemas, su amigo Augusto Ferrán, Bécquer explicó su concepción de la poesía: “Hay una poesía magnífica y sonora; una poesía hija de la meditación y del arte, que se engaña con todas las pompas de la lengua, que se mueve con una cadenciosa majestad, habla a la imaginación, completa sus cuadros y la conduce a su antojo por un sendero desconocido, seduciéndola con su armonía y su hermosura. Hay otra natural, breve, seca, que brota del alma como una chispa eléctrica, que hiere el sentimiento con una palabra y huye, y desnuda de artificios, desembarazada dentro de una forma libre, despierta, con una que las toca, las mil ideas que duermen en el océano sin fondo de la fantasía… La una es fruto divino de la unión del arte y la fantasía. La otra es la centella inflamada que brota al choque del sentimiento y de la pasión”. Evidentemente, Bécquer cultiva esa poesía “natural, breve, seca”, “desnuda de artificios” y con “una forma libre” que prescinde de la pompa sonora y la majestuosidad. Eso explica que Rubén Darío, los Machado, Juan Ramón Jiménez y la generación del 27 (especialmente, Luis Cernuda) reivindicaran una poesía que ha sido acusada injustamente de cursi y banal. Bécquer no es solo el poeta de las golondrinas, las campanillas azules y los conventos sombríos. También es el poeta que medita sobre la relación entre la imagen y el concepto, la intuición y la razón, la emoción y la creación. Escribe Juan Ramón Jiménez: “Las Rimas de Bécquer, como las de otros poetas muy personales y subjetivos, no son cursis en sí mismas. Las hacen cursis sus imitadores, sus falsos comprendedores”. Bécquer ayudó a Juan Ramón Jiménez a reinventarse, abandonando la sensualidad modernista. Gracias a su poesía limpia y desnuda, recobró “la seguridad instintiva de llegar algún día a mí mismo, y a lo nuevo que yo entreveía y necesitaba, por mi propio ser interior”. Para Bécquer, la palabra poética no es algo que se adquiere espontáneamente, sino el fruto del recuerdo tamizado por la reflexión. Su meta es prescindir del artificio para llegar a lo esencial. O, lo que es lo mismo, permitir al yo hablar, libre de lastres y distorsiones. Eso no significa que la poesía sea fruto de una teoría. La expresión lírica siempre es la estación final de un largo camino. Bécquer es un poeta místico y, como tal, sabe que las iluminaciones no aparecen hasta que se han cumplido todas las etapas de la ascesis. La mística no es un atajo, sino la culminación de un proceso.

Jorge Guillén afirma que la imaginación creadora de Bécquer no cesa de especular sobre lo fugaz y soñado, intentando averiguar cuáles son los límites del conocimiento. Su poesía no es emotiva, sino metafísica. Nace de una interpretación de la realidad heredada del neoplatonismo. Lo real solo es la máscara de lo espiritual, pero no lo apreciamos, pues no sabemos mirar, especialmente desde que la razón se erigió en criterio supremo de intelección. Lo cierto es –como apunta Novalis- que “el mundo espiritual está ya abierto para nosotros, ya es visible. Si cobrásemos de repente la elasticidad necesaria veríamos que estamos en medio de ese mundo”. La poesía de Bécquer gira alrededor de los sueños y lo evanescente. Su tradicionalismo es una forma de distanciarse de la realidad inmediata, siempre imperfecta, para refugiarse en el mito de una Edad Media cristiana, refinada y luminosa. Bécquer observa con horror las convulsiones revolucionarias de la época que le tocó vivir, donde una burguesía ascendente intentaba desplazar a Dios por un nuevo ídolo: el progreso. Frente a ese fenómeno, el poeta sevillano aboga por el regreso a la tradición y el ideal. Al igual que Novalis, identifica a Europa con la Cristiandad y, como los trovadores de la Baja Edad Media, exalta a la mujer. Dios es luz y lo femenino belleza. Bécquer nunca se desviará de ese credo poético y filosófico. 

Una vida desdichada

¿Cómo era Gustavo Adolfo Bécquer? Según el novelista y dramaturgo Julio Nombela, uno de sus mejores amigos, tenía un carácter melancólico y estoico: “Siempre fue serio. No rechazaba la broma, pero la esquivaba. Nunca le vi reír; sonreír, siempre, hasta cuando sufría. Tampoco le vi llorar; lloraba hacia dentro. Era paciente, sufrido, resignado, amante, bondadoso. Sabía compadecer, perdonar, admirar lo bueno y ocultar asimismo lo mísero y malo”. Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida nació en Sevilla el 17 de febrero de 1836. Su padre fue el pintor José Domínguez Insausti, que utilizaba un viejo apellido familiar para firmar sus cuadros como José Domínguez Bécquer. Gustavo Adolfo y su hermano Valeriano, que se dedicará a la pintura, también se apropiaron del apellido de origen flamenco. Los Becker o Bécquer eran una noble familia de comerciantes que se instaló en Sevilla en el siglo XVI y que prosperó hasta el extremo de poseer capilla y sepultura en la catedral. José Domínguez Bécquer se especializó en pintar escenas costumbristas de la vida andaluza. Su carrera fue corta, pues murió cuando Gustavo Adolfo solo tenía cuatro años. A los diez años, el futuro poeta ingresa en el Real Colegio de Humanidades de San Telmo, donde conoce a Narciso Campillo, que le enseña a nadar en el Guadalquivir y a manejar la espada. No tardan en compartir aficiones literarias, componiendo un drama disparatado, una novela satírica y miles de versos que acaban quemando, conscientes de su mediocridad. En el Real Colegio de San Telmo, Gustavo Adolfo fue alumno de Francisco Rodríguez Zapata, discípulo de Alberto Lista, que le puso en contacto con la poesía lírica del Siglo de Oro, Horacio y los poetas románticos. En 1847, los hermanos Bécquer pierden a su madre, Joaquina Bastida Vargas y una tía materna los adopta. Algo después, Gustavo Adolfo se marcha a vivir con su madrina, Manuela Monnheay Moreno, una mujer joven de origen francés con un próspero comercio y una selecta biblioteca. Allí lee a Chateubriand, madame de Staël, George Sand, Balzac, Musset, Victor Hugo, Lamartine y Espronceda. Sin una vocación definida, Bécquer estudia dibujo y pintura en el estudio de su tío paterno, que le auguró que jamás sería un buen pintor y no pasaría de mediocre literato. Apasionado por la ópera italiana, Bécquer aprende de memoria arias de Donizetti y Bellini. Publica algunos artículos en periódicos locales y en 1852 aparece su primera poesía amorosa en el periódico local La Aurora. En 1854 se establece en Madrid, llevando una vida bohemia. Escribe con pseudónimo comedias y libretos de zarzuela, y traduce del francés. Ocasionalmente, dibuja. Lee a Byron, que le deslumbra, y a Heine, al que lee en las traducciones de su amigo Eulogio Florentino Sanz. Concibe la idea de escribir una Historia de los templos de España y viaja a Toledo, que se convertirá para él en una especie de Atenas cristiana, un lugar al que peregrinar una y otra vez. En 1857 se manifiestan los primeros síntomas de la tuberculosis que acabará con su vida. Consigue un modesto empleo en la Dirección de Bienes Nacionales, pero es despedido cuando su jefe lo descubre escribiendo poemas. Vive en un pequeño cuarto situado en la planta baja de una mísera pensión. Apenas tiene dinero para comer y su estado de ánimo bordea la depresión. Su hermano Valeriano y su patrona le prestan ayuda emocional y material. Empieza a escribir el primer volumen de su proyectada Historia de los templos de España. Su idea es estudiar el arte español, fundiendo religión, arquitectura e historia: “La tradición religiosa es el eje de diamante sobre el que gira nuestro pasado. Estudiar el templo, manifestación visible de la primera, para hacer en un solo libro la síntesis del segundo: he aquí nuestro propósito”. Solo llegará a escribir el primer tomo de su proyecto, que se publicará con ilustraciones de Valeriano. En 1858 conoce a Julia Espín, cantante de ópera. Se enamora de ella y escribe para ella las primeras Rimas, pero no es correspondido. En esas fechas, descubre a Chopin, al que admirará con fervor el resto de su breve vida. Entre 1859 y 1860, ama a una misteriosa dama de Valladolid a la que se identificó durante mucho tiempo con Elisa Guillén, pero hoy se duda de su existencia. Escribe en el diario conservador La Época y en 1860 publica sus Cartas literarias a una mujer, explicando la poética que inspira sus Rimas. Se casa con Casta Esteban y Navarro, con la que tiene tres hijos. Es un matrimonio desdichado, pues ella le engaña con otro. Nunca llegará a saber si su tercer hijo es fruto de esa relación adúltera. Entre 1860 y 1865, escribe en El Contemporáneo, cobrando un pequeño sueldo por sus crónicas de sociedad y sus artículos sobre política y literatura. Un agravamiento de su tuberculosis le obliga a pasar una temporada con su hermano Valeriano en el Monasterio cisterciense de Veruela, levantado en las faldas del Moncayo, Zaragoza. Allí escribe sus Cartas desde mi celda y algunas de sus Leyendas, que ambientará en ese escenario con un gran encanto para la sensibilidad romántica. Tras mejorar, se marcha a Sevilla, donde su hermano pinta su famoso retrato, que hoy puede contemplarse en el Museo de Bellas Artes y que revela una notable influencia de Velázquez, pues concentra toda la expresividad en el rostro, fuertemente iluminado, y deja el fondo en penumbra, logrando una aguda penetración psicológica. El político conservador Luis González Bravo, amigo y mecenas de los Bécquer, le consigue un puesto de censor con un sueldo de veinticuatro mil reales, lo cual le permite volver a Madrid. El año 1868 es particularmente dramático. Descubre la infidelidad de su mujer y desaparece el manuscrito de las Rimas, que había confiado a González Bravo y que probablemente ardió con la casa del político, incendiada por una turba enloquecida. Pasa una temporada en Toledo como director de La Ilustración de Madrid. El 23 de septiembre de 1870 muere su hermano Valeriano, lo cual le sume en un profundo abatimiento. Un catarro invernal agrava su tuberculosis y fallece el 22 de diciembre, tres meses después que su querido hermano. Durante su agonía, pide a su amigo el poeta Augusto Ferrán que queme su correspondencia e intente publicar sus versos: “Tengo el presentimiento de que muerto seré más y mejor conocido que vivo”. Sus últimas palabras fueron: “Todo mortal”. Sus amigos organizan una suscripción pública para recaudar dinero y poder publicar su obra. El pintor Casado del Alisal juega un papel fundamental en esta iniciativa, sin la cual no habría visto la luz el trabajo literario del poeta. En 1871 aparece en dos volúmenes la primera edición de las Obras Completas de Bécquer. 

Todos los testimonios sobre la personalidad de Bécquer reiteran su propensión a la seriedad y la melancolía. El escritor Eusebio Blasco señalaba que el cuarto bajo en el que vivía al poco de llegar a Madrid “parecía una cárcel… Su conversación como su persona, era triste. Todo lo veía bajo un prisma distinto de los demás mortales. En cuanto tenía un puñado de duros, se iba a Toledo o al monasterio de Veruela… no vivía a gusto sino en lugares aislados y melancólicos: había algo de trapense en aquel hombre”. Bécquer se declaraba “conservador, sin duda porque el lujo, la fastuosidad de que hacen alarde estos partidos, se acomodaba mejor con su temperamento de artista”. Julia Bécquer, hija de Valeriano, cuenta en sus Memorias que los hijos de su tío Gustavo Adolfo fueron tan desdichados como su padre: “El pequeño, Jorge, enfermizo, va a la guerra de Cuba; allí acaba de enfermar y muere desamparado. El mayor, que se llamó Gustavo como él, poseía cualidades excepcionales para el dibujo y la pintura, y aguardando ser pensionado para Roma muere en la miseria”. Tanto sufrimiento parece el terrible pago de buscar la “perfección imposible” (Vicente Aleixandre) en el arte. Lo cierto es que –como apunta Pérez Galdós- gracias a Bécquer “la espontaneidad vuelve a ser la fuente principal y más pura de la poesía, y el arte subjetivo sustituye al arte conceptuoso y retórico, sin que tal novedad pueda considerarse entre nosotros como imitadores de los alemanes”. Galdós nos dejó unas palabras sobre Bécquer que condensan su peripecia vital y su aciago destino, pues la gloria llegó de forma póstuma: “Muerto en edad prematura, lo mismo que su hermano el célebre dibujante, ha tenido el triste privilegio, propio de los hombres notables de nuestra edad, de recibir en el sepulcro las alabanzas y la recompensa que en vano pidió cuando paseaba por las calles de Madrid, sin que nadie cayera en la cuenta de que el talento es una aristocracia. No le faltaría al pobre escritor el presentimiento de esa ovación póstuma, y demasiado conocería, que una vez se quitara de en medio, los de aquí le perdonarían su superioridad”. 

Una obra inefable

La fama de Bécquer se fundamenta en las Rimas, que aparecieron póstumamente e inicialmente se titularon Libro de los gorriones. Dado que Bécquer reconstruyó la obra de memoria después de que se extraviara el manuscrito original durante la revolución de 1868, nunca conoceremos la cronología exacta de los poemas. Solo sabemos que el primero se publicó en 1859 y que en vida del poeta únicamente vieron la luz otros catorce. Aún se discute si la ordenación que ha llegado hasta nosotros fue establecida por Bécquer o por los amigos que se encargaron de la edición póstuma. Los temas principales de las Rimas son la búsqueda de la perfección artística, el enamoramiento, la pérdida, el desengaño, el fracaso, la soledad, la angustia, la muerte. Es un universo con semejanzas con el Canzionere de Petrarca y con la desolación del orbe lírico de Leopardi, siempre en busca –infructuosa- del amor y la belleza. Dámaso Alonso señala que Bécquer incorporó a la poesía española “lo sugerido y callado, la velada armonía, el tono menor”. Esos hallazgos constituyen “una profecía luminosa” del rumbo que adoptarán sus herederos literarios. Las Rimas deben leerse como la historia de un idilio que trasciende lo meramente anecdótico para expresar una meta existencial: “…por escuchar los latidos / de tu corazón inquieto / y reclinar tu dormida / cabeza sobre mi pecho, / ¡diera, alma mía, / cuanto poseo / la luz, el aire / y el pensamiento!”. Bécquer no trabajaba al calor de las emociones, sino distanciándose de ellas: “…por lo que a mí toca, puedo asegurarte que cuando siento no escribo. Guardo, eso sí, en mi cerebro escritas, como en un libro misterioso, las impresiones que han dejado en él su huella al pasar; estas ligeras hijas de la sensación duermen allí agrupadas en el fondo de mi memoria hasta el instante en que, puro, tranquilo, sereno y revestido, por decirlo así de un poder sobrenatural, mi espíritu las evoca, y tienden sus alas transparentes, que bullen con un zumbido extraño, y cruzan, otra vez a mis ojos como una visión luminosa y magnífica”. 

Las Rimas son un poema de amor total, donde el yo se expresa desde una subjetividad exacerbada, narrando sus peripecias existenciales. Solo en tres ocasiones utiliza Bécquer la tercera persona. El verso siempre nace de un yo que se dirige a un tú ausente. No se trata de un diálogo, sino de la exaltación de un absoluto inalcanzable que se encarna fugazmente en lo concreto, en lo femenino, y se aleja de inmediato. El poeta no habla a una mujer, sino a un ideal: “¿Qué es poesía?, dices mientras clavas / en mi pupila tu pupila azul; / ¡Qué es poesía! ¿Y tú me lo preguntas? / Poesía… eres tú”. Bécquer cultiva la insinuación, la sugerencia, lo incompleto, pues siente que no encuentra las palabras adecuadas para expresar sus sentimientos y ensoñaciones. Ella, el tú, la amada, son los nombres de un ideal de carácter espiritual. “¿Y qué es la poesía –se pregunta Novalis- sino la representación del alma?”. Bécquer piensa que Gérad de Nerval no se equivocaba al afirmar que el sueño es “una segunda vida”. Dormir significa acceder a un mundo invisible que no podemos conocer ni comprender por medio de la razón. Bécquer cree que el mundo sensible, con sus imágenes, sonidos, luces y olores, solo es el velo o el reflejo del mundo espiritual, verdadero origen de la vida y destino último de la humanidad. El mundo del sentimiento, donde se gesta la poesía, es el puente entre esas dos realidades. El poeta nos guía hacia lo espiritual por dos caminos: uno sobrenatural, que desemboca en Dios; y otro terrestre, que nos lleva a la mujer. Para Bécquer, la poesía es amor y el amor es religión. Al igual que el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz, las Rimas buscan el amor más puro y hermoso, el amor que es sinónimo de infinito. La luz es el hilo que nos orienta en la oscuridad del mundo sensible, acercándonos a las cimas intemporales del espíritu. Algo importante diferencia a san Juan de la Cruz de Bécquer. El carmelita descalzo cultiva la abstracción, desdeñando lo concreto. Santa Teresa de Jesús le recrimina que no se le entiende, que espiritualiza demasiado. En cambio, Bécquer se aferra a lo concreto, a la mujer, que es carne, luz, calor, frenesí. “Yo soy ardiente, yo soy morena, / yo soy el símbolo de la pasión, / de ansias de goces mi alma está llena. / ¿A mí me buscas? / -No es a ti: no”. Lo espiritual se manifiesta como luz, pero también como belleza femenina. La mujer es una escala hacia ese infinito que no podemos captar de forma abstracta, desencarnada. 

En sus Cartas literarias a una mujer, Bécquer explica que “la poesía es el sentimiento” y “el amor es la causa del sentimiento”. El amor no es solo un afecto, un querer, sino “la suprema ley del universo”. “Las mujeres son la poesía del mundo” porque nos permiten sentir, experimentar esa ley cósmica. En último término, la poesía es religión, pues nos pone en contacto con lo sublime, con esa verdad que se transparenta en la luz, forma impalpable de lo divino. Las Rimas pueden leerse como encantadores poemas de amor, pero eso significa quedarse en la superficie. Han alcanzado una extraordinaria popularidad y eso tal vez ha ocultado su significado último, rebajando a Bécquer a poeta que habla de sus amores y desengaños, pero lo cierto es que contienen una metafísica de raigambre neoplatónica y cristiana. Las Rimas reflejan el esfuerzo de plasmar en formas la coincidencia del bien y la belleza como expresión superior de una verdad trascendente. En las Cartas literarias a una mujer, Bécquer nos explica que sus Leyendas obedecen al mismo propósito. El pasado y los sueños pertenecen a ese mundo espiritual que solo conocemos por medio de analogías y metáforas. Ni el pasado ni los sueños gozan del respaldo sensitivo de lo inmediato, pero condicionan nuestra existencia de forma decisiva. Si prescindimos del pasado, que es tradición, y de los sueños, que son espíritu, nos exponemos a quedarnos sin una brújula moral que guíe nuestros actos y sin esa esperanza, sin la cual la vida solo puede ser desesperación. Bécquer concibió sus Leyendas como apólogos que expresaban su ideología tradicionalista. María Rosa Lida señala “el tono fuertemente ortodoxo y edificante” de narraciones como Creed en Dios, donde todos sus personajes muestran falta de fe, vanidad, sensualidad, orgullo, codicia, egoísmo. El narrador no simpatiza con ellos y deja muy clara cuál es su alternativa: convertirse y arrepentirse o sufrir la ira de Dios. Frente a esos personajes indignos, la voz narrativa elogia la búsqueda de la trascendencia en el amor (Los ojos verdes) y el anhelo de perfección en el arte (El Miserere). Los héroes de Bécquer son poetas que inmolan sus vidas en la búsqueda del ideal. A veces, son seducidos por espejismos y escogen el camino equivocado, desembocando en la locura o la muerte, pero no condenan sus almas, pues han obrado movidos por el bien. En las Leyendas, los personajes principales suelen ser arquetipos y carecen de complejidad. En cambio, los secundarios –criados, guías, montoneros- son dibujados con mucho más detalle, revelando el talento de Bécquer para la caracterización psicológica. En el terreno de la prosa, el poeta no experimenta tanta impotencia como en el de la lírica, donde confiesa que sabe “un himno gigante y extraño”, pero “el rebelde, mezquino idioma” se resiste a expresarlo con fidelidad y exactitud. 

En sus cartas Desde mi celda, Bécquer subraya su apego a la tradición: “En el fondo de mi alma consagro como una especie de culto, una veneración profunda, por todo lo que pertenece al pasado”. Ese aprecio convive con la desolación que le produce contemplar cómo se transforman las ciudades españolas por culpa del progreso: “¿Dónde están las cancelas y las celosías morunas? ¿Dónde los pasillos embovedados, los aleros salientes de maderas labradas, los balcones con su guardapolvo triangular, las ojivas con estrellas de vidrio, los muros de los jardines por donde rebosa la verdura, las encrucijadas medrosas, los carasoles de las tafurerías y los espaciosos atrios de los templos?”. En su inacabada Historia de los templos de España, Bécquer explica que su fascinación por las iglesias, las sinagogas, las columnas y la piedra verdosa nace de la búsqueda de la tradición escondida en las formas: “Nosotros pensamos que la tradición es al edificio lo que el perfume a la flor, lo que el espíritu al cuerpo; una parte inmaterial que se desprende de él y que dando nombre y carácter a sus muros les presta encanto y poesía”. Los poetas, que “guardan como un tesoro la memoria viva de lo que han sentido”, sienten predilección por las ruinas. No es algo meramente estético, sino un gesto coherente con su vocación de revivir lo que fue devorado por el tiempo, garantizando su permanencia. En su artículo El castillo real de Olite, Bécquer escribe: “Para el soñador, para el poeta, suponen poco los estragos del tiempo; lo que está caído lo levanta; lo que no se ve, lo adivina; lo que ha muerto, lo saca del sepulcro y le manda que ande, como Cristo a Lázaro”. En un mundo en proceso de cambio, donde las revoluciones burguesas cuestionan la herencia del pasado, Bécquer reivindica “la idea cristiana, cuya expresión más genuina era la catedral, con sus líneas extrañas, sus sombras y sus misterios”. A los poetas les corresponde ser los guardianes de esa herencia, restituyendo el esplendor de esa Europa cristiana donde los hombres se sentían hijos de Dios y no hojas moribundas flotando en el río de la historia: “Solo un poder existe capaz de devolveros por un instante vuestro perdido esplendor y hermosura: el poder de la exaltada mente del poeta. Sí; yo puedo reanimaros”. 

Melancólico, nostálgico, soñador, Bécquer nos enseñó que la verdadera aristocracia es un privilegio del espíritu. Su obra abrió nuevos cauces a la poesía, sin dejar de exaltar el pasado. Tradición y modernidad convergieron en un latido que aún se escucha en nuestra poesía, como la nota de un arpa que se hubiera quedado suspendida entre las ruinas de una vieja abadía.

martes, 22 de diciembre de 2020

Méritos del "escritor" rural

 Méritos del escritor rural: 

1. Que sea del pueblo.

2. Que haya salido en medios de comunicación y sea medio famoso.

4. Que no molestes a los convecinos en tu obra. 

3. Que tenga muchos "likes" en sus redes sociales.

4. Que le hayan dado premios de relumbrón mediático.

5, Que sea un poco (o un mucho) cursi. 

Méritos que no se requieren:

1. Que su obra tenga calidad literaria contrastada.

2. Que sus premios no sean producto de la popularidad mediática.

3. Que sepa escribir.

4. Que haya leído a los clásicos. 

lunes, 21 de diciembre de 2020

De Reverte al circo romano

Dice Reverte en su último artículo que España ha entrado en barrena sociocultural desde la LOGSE hasta nuestros días. Como todo el mundo sabe, nuestro país era el faro que irradiaba luz a todos los países de Occidente antes de los noventa. Albacete y Teruel eran las ciudades deseadas por todos los popes de la cultura, por el intenso trajín artístico que se vivía en ellas. Reverte dice que ha sido el abandono de las lenguas clásicas lo que ha propiciado esta debacle educativa que vivimos desde hace tres décadas. 

Empleemos el mismo argumentario que nuestro académico y elucubremos cómo podría haber sido nuestra sociedad si las leyes de educación hubieran sido otras, si las horas obligatorias de latín y griego hubieran llenado los horarios escolares. En este mundo distópico, habrían desaparecido materias como Ciencias de la Tierra o Informática o Tecnología Industrial o Música para dotar de horas a las lenguas clásicas. Lógicamente, los alumnos, entusiasmados con la perspectiva de aprender griego y latín, habrían dejado de lado los ordenadores, los móviles, las litronas y hasta los videojuegos. En vez de botellones, los jóvenes celebrarían paseos peripatéicos por el ágora, vestirían túnicas y se deleitarían con el enfrentamiento dialéctico de los epicúreos contra los estoicos. En nuestro congreso de los diputados, no veríamos oradores discípulos de Jorge Javier Vázquez, sino de Cicerón y Séneca. En las calles se habría vivido un nuevo renacer cultural, artístico y literario que habría conllevado una sociedad de mejor gusto, más recia. No se daría cancha a programas como "Gran Hermano" o "La isla de las tentaciones", pongamos por caso y los hábitos lectores atraerían las envidias de nuestros países vecinos. 

Y en este clima de euforia literaria me pregunto, ¿leería alguien a Pérez Reverte? Si la mayoría estuviera contagiada por la lírica de Ovidio, Catulo, Horacio y Virgilio; si en el teatro se aplaudiera a los seguidores de Sófocles y Eurípides; si se hubiera desarrollado el gusto narrativo por Homero y Hesiodo; ¿alguien tendría el mal gusto de leer una novelita de Reverte? Por supuesto que no. Entonces, en esa arcadia cultural y literaria, ¿a qué se dedicaría nuestro académico? Por fuerza, sería gladiador, seguro. El circo romano también se habría recuperado. A ver si va a tener razón.     

viernes, 18 de diciembre de 2020

Navidad sin colas

No concibo una Navidad sin colas. Voy a morir de angustia, estoy seguro. No voy a soportar todas las vacaciones sin tirarme en una fila interminable tres o cuatro horas para ver un belén o para comprar un número de lotería o para que me firme un ejemplar de su última novela Belén Esteban o Eva García Sáenz de Urturi, (si no fuera por el apellido las confundiría una y otra vez). ¿En qué voy a ocupar las treinta o cuarenta horas que dedicaba a estos quehaceres, en qué? Mis vacaciones ya no tienen sentido. Nos han robado la Navidad. Muérete, Pedro Sánchez.