Caramba, caramba: han pasado doce meses y el jurado del premio Planeta ha vuelto a simular concienzudamente que deliberaba a conciencia. Claro que este año el sainete tradicional nos ha pillado con el pie del sarcasmo cambiado, resacosos del penúltimo after: el ESPASAesPOESÍA concedido al publicista fantasma Rafael Cabaliere hace un mes ya provocó muchos artículos reactivos, en ocasiones estupendos (como
el de Juan Marqués en The Objective, origen parcial del que están leyendo), que para mí fueron, sobre todo, la pared en la que rebotaron algunos tuits muy divertidos de Carlos Recamán, @Elias_Tarsis en la red social, persona millenial según la procesión de etiquetas sociológicas que convierten a cada generación en ™ y cliché. En su recepción de la recepción, Recamán nos recordaba que discutir sobre premios literarios es soooo 2015: hay que saber cuándo topamos con una realidad irreformable y además irrelevante. Ahora, dejen que les relate dos anécdotas del lejano 2019. Como las del bombero en La cantante calva, estas anécdotas de crítico son «auténticas y vividas», y demuestran que no existe oficio inmune al método de ensayo y error.
Yo hacía una crítica (no tan) moderna
Me daría una pereza órfica escribir sobre premios tramposos si no fuera por imperativo profesional. Pero ese imperativo existe, y las dos últimas veces que reseñé negativamente novelas galardonadas bajo el signo de la polémica o el chafardeo, las reacciones fueron reveladoras. En un caso, nadie le concedió el atorrante don de la viralidad a mi reseña y apenas obtuve un tardío mensaje privado en el que su muy respetado autor finalista desarrollaba for my eyes only una genealogía del crítico resentido con el escritor de éxito (formada por Damián Tabarovsky, Ignacio Echevarría, y yo: un linaje escueto), antes de concluir que ganar premio semejante es una forma de ayudar «a la literatura», y criticarlo en prensa, «lucrarse» a su costa. Fue, cuanto menos, curioso. Pero el otro caso, el del Biblioteca Breve para Días sin ti (Seix Barral), me brindó toneladas de aplausos (Elvira Sastre = Enemigo Fácil) y dos aisladas, vigorosas collejas de Saúl F. Borel en la revista Oculta Lit y del propio Recamán, que me parecieron muy oportunas y ante las que inclino la cerviz con humildad (admitamos que ambos jugaban con ventaja: ¡no leer un libro facilita en extremo no desesperarse con él!), sobre todo desde que constaté en algunos muros e hilos la utilización de mi texto como supuesto testimonio en una causa general contra toda una generación de escritoras. Esta causa persistente está alimentada por equívocos como creer que Sastre es una novelista (no he escrito «una poeta», porque eso no lo sé) representativa de su edad, cuando su debut fue una novela esencialmente antigua; pero sobre todo la alientan el paternalismo y el instinto territorial de siempre, justo los mismos elementos que Borel y Recamán recriminaban a mi reseña, en la que advertían la exhibición de una crueldad que ningún suplemento español grande dedicará jamás a un consagrado. Que Sastre sea mujer, joven, lesbiana y sentimental (¡y que, no como otros, encaje las durísimas críticas sin responder con alegatos privados, porque no cree que se le deba algo! Puntazo de elegancia estoica a su favor) la convertía en víctima propiciatoria de tanta alegría despreciativa.
No hemos venido a inmolarnos: sé muy bien con qué argumentos puedo defenderme, claro. Pero lo significativo para mí entonces y para el lector de este artículo ahora, si hay algo, es la parte de razón que tenían mis dos detractores, que no me juzgaban a mí sino a un texto, la porosidad que delataba al ruido ambiente, sus consecuencias sobre otros textos. Quién sea yo cuando estoy en casa leyendo a Audre Lorde, ni lo sabían, ni les incumbe. Y ese texto, sin desearlo e incluso aspirando a evitarlo, estaba contaminado por los mecanismos del privilegio y el prejuicio, que son más fuertes que la voluntad individual, a menudo autocomplaciente, de sofocarlos. No afectaban al juicio final sobre el libro o el premio, de los que no me he movido por razones obvias (a saber: 1, he leído el libro y 2, sé aproximadamente lo que pasó en el premio), sino a ciertos procedimientos básicos. El mejor argumento lo dio Borel, lanzándose contra la que quizás parecía la idea más ingeniosa de mi lectura: frente a la afirmación de que yo no podía «dialogar» con la novela («es impermeable a una argumentación crítica porque las decisiones lingüísticas, estructurales e ideológicas que la animan no tienen ninguna raíz crítica», escribí), él replicaba una evidencia, a saber: con decir «es mediocre», ya habría dialogado. ¿De verdad no merecía ni eso una debutante en el género? Mejor, ¿no suponía esa declaración una renuncia a mi trabajo? Aunque yo pretendía (o creía pretender) subrayar el carácter intrusivo de ese libro en un contexto «serio», el resultado fue lo bastante discutible como para merecer esas discrepancias. En fin, lo que trato de decir es que Borel y Recamán provocaron en mí una incomodidad más provechosa que la euforia indudable de verme aplaudido por otros, y que esa incomodidad tuvo que ver con que detectaron el acomodamiento de mi escritura en un sesgo de generación y poder, por mucho que podamos discutir si grande o pequeño. Que el lector esté de acuerdo con el Nadal Suau de marzo de 2019, con el actual o con ninguno, es lo menos importante: esta es la clave de lo que intento decir aquí.
Empacharte a propaganda
¡Basta de batallitas, abuelo! A falta de algo que decir sobre Sandra Barneda y La isla de las tentaciones (otra cosa será el día que toque hablar de First Dates, asunto en el que llevo trabajando con esmero desde hace mucho), volvamos al Espasa, tan carente de importancia como divertido de evocar. Otra sospecha que el Twiter de Recamán arrojó sobre nuestro sistema cultural a propósito del asunto, en convergencia con las tesis de Marqués aun a su pesar, fue que Cabaliere ha sido otro enemigo fácil, uno de esos chivos expiatorios de consenso que resultan cómodos a todo el mundo: venezolano y no español, desconocido y no poderoso, descaradamente no-poeta y no un simple mal poeta que sabe espolvorear detalles homologables en sus versos. Tenía parte de razón también en esto, como demuestra la nula reacción al premio Espasa de ensayo, obtenido por Carlos del Amor. Es cierto que en el caso de este periodista español no existía el estimulante factor de las hipótesis bot o fake; a cambio, lo que se celebra es una forma de entender la realidad y el discurso en torno a ella que lleva años operando e influyendo desde una televisión pública, una muestra como tantas otras del sustrato ideológico que alimenta el éxito de retóricas como la cabalierana. Del Amor es un cronista de cultura entregado a los turgentes brazos de lo sentimental. También es una persona simpática, dicho sin ironía: cuando alguien le preguntó en un chat qué opina de quienes lo acusan de «cursilería», contestó «que llevan razón. Tengo que mirármelo. ¡Un abrazo!». Aunque agradecemos y devolvemos ese abrazo, el problema reside en que lo cursi no me parece inofensivo. De hecho, lo considero uno de los caballos de Troya de eso que, a principios de los años dos mil (ahora, ¡ay!, lo dudo), Félix de Azúa llamaba «totalitarismo simpático» del capitalismo.
Para hacernos una idea del trabajo de Carlos del Amor, cuya carga ideológico-viral probablemente no sea calculada puesto que la trasmite de cliché en cliché, asomémonos a su pieza televisiva más popular en Youtube, Los días raros, sobre el confinamiento decretado en marzo. En ella, escuchamos que las calles vacías presentan una «sensación de irrealidad» en la que «se echa de menos madrugar e incluso comerse un atasco», y también «se echa de menos acabar la jornada e ir al cine». Sin embargo, «nos hemos acostumbrado y eso habla bien de nosotros». ¡Tenemos que aprender algo de esta oportunidad, amigos! Concretamente, la voz en off nos propone memorizar este amable imperativo: «Cuando vuelva la normalidad, valoremos las pequeñas cosas que ahora no tenemos». De pronto, me acuerdo de Están vivos (1988), película festivo-panfletaria en la que unas gafas especiales permiten ver los mensajes de sumisión que una raza alienígena inserta subliminalmente en todos los rincones de las ciudades americanas: Consume, Obedece, etcétera. Pues bien, una traducción que el director John Carpenter y el guionista Ray Nelson juzgarían razonable para los cinco pasajes delamorianos que he citado entre comillas es esta: «¡Ay, con lo bien que estábamos antes, en LA REALIDAD! No empecemos a hacernos preguntas sobre alternativas colectivas, ¿eh?»; «Si lo piensas, la educación sentimental de Díaz Ayuso no iba tan desencaminada: los atascos y la polución hacen moderno y próspero, ¡hacen metrópolis!»; «Trabajo en un ente pagado con los impuestos de todos, pero me dirijo a unos espectadores que en febrero de 2020 tenían trabajo y tiempo y dinero para ocio, ¿es que acaso no estaba todo el mundo en esa situación?»; «¡viva la obediencia!»; y, por último, el credo: «En lo sucesivo, habrá que ir conformándose con lo que nos echen». De todos modos, no se tomen nada de esto muy en serio: a fin de cuentas, las contradicciones son gratas al hombre emocionado, y otro día resulta que Rafa Nadal gana Roland Garros y «la realidad» se convierte, a ojos de nuestro cronista, en algo de lo que conviene escapar gracias al tenista, a quien debemos «habernos salvado de trece posibles naufragios» [sic].
En definitiva, los premios industriales solo sirven para saber por dónde navega el sentido común ortodoxo en cada temporada.
Como se han publicado hace apenas tres días, lamentaría que no sonara displicente confesar que no hemos leído los libros de Cabaliere y del Amor, aunque sí conocemos sus títulos, respectivamente Alzando vuelo y Emocionarte, que propiciaron tuits tan memorables como este de Álex Mendíbil: «Me encanta que su ensayo se titule como la peluquería PelArte, la tienda de marcos EnmarcArte, regalos EmpapelArte, golosinas EndulzArte, los centros de depilación DepilArte, el restaurante de milanesas RebozArte, AmueblArte de muebl…». Aquí hablamos, pues, de lo que estos creadores han hecho hasta ahora, que es la razón por la que han obtenido el premio, y no el manuscrito que presentaron a concurso: y bien, ¿por qué me molesto en invertir tiempo escribiendo contra el estilo edulcorado de Carlos del Amor en la televisión? ¿Por qué los textos de Cabaliere en Instagram o Twitter son «mala literatura» o, mejor, no son literatura? ¿Es porque su autor utiliza un vocabulario exiguo? Agota Kristof no manejaba más. ¿Es porque, como dijo alguien cachondo, su idea de hacer versos es darle al intro cada cuatro palabras? ¿Porque no se le percibe tradición alguna, porque son tontos y populistas, obra de un listillo que vio un nicho, etcétera? ¿Porque se publican en redes? Para mí, todo eso es compatible con la literatura, con distintas formas de literatura. De hecho, un perfil de Instagram programado para repetir tópicos ante una audiencia de otros perfiles inexistentes sería una genialidad. No, lo único incompatible con la literatura es la obediencia.
Que una obra haga lo que quiera respecto del poder de su época: burlarse, aprovecharse, conquistarlo, temerlo, practicarlo, robarle, colonizarlo, olvidarse de él, parodiarlo… Pero ese entregarse con entusiasmo, esa servidumbre voluntaria tan típica de lo cursi comercial que tiene como motor el cinismo (no el cinismo de la picaresca o del artista sino el del orden, el mismo cinismo autosugestionado que practican multinacionales publicitarias encantadas de presentarse ante el mundo como voces ecuménicas)… Eso es lo único realmente incompatible con la literatura y, ya puestos, con cualquier cosa que yo pueda respetar. La literatura no puede ser «márquetin con valores», esa estrategia puntera que hermana a las marcas globales con las ONG: cada producto, una manera de vivir, un estilo solidario, un subidón de buena conciencia, cinco céntimos destinados a África. Tampoco puede ser coaching de la sumisión, sucesión de recetas emocionales para ir tirando sin afrontar nada en serio. Por ejemplo, pensemos por un momento en el escritor como publicista, en la plana mayor de nuestra literatura canónica como publicistas de la España institucional (y de ellos mismos), reunidos en hoteles de cinco estrellas, preguntándose por el ser de Europa («¡Oh, Marcel, clochard genial al que conocí en el París del 68!», etc.), ajenos al aroma a obsolescencia que desprenden para cualquier olfato educado en un siglo XXI precario y desconcertante. ¿Por su edad o su ideología? No: por su incapacidad para entrar en contradicción con la cuota de poder que atesoran. Con mejores ventas, menor prestigio y ninguna cita de Walter Benjamin, pensemos ahora en Carlos del Amor como publicista de la felicidad neoliberal bajo sus nuevas y extravagantes encarnaciones, esas que te susurran «Keynes» y «solidaridad» al oído como preliminares de una noche que, como siempre, sabes que acabará mal; del Amor auspiciando el realismo capitalista bajo el paraguas del sentimiento como incurable coquetería anti-intelectual, un deportista de élite emocionándose por todos nosotros… Hay felicidad en estas servidumbres de «la cultura», sincera convicción de limpieza moral, un no sé qué epifánico. Hay motivación, a esto se viene con ganas. Bueno, y hay algo de dinero, el poco que circula en asuntos de letras. Y, a fin de cuentas, ¿qué publicita Carlos del Amor? Nada. Su propio anuncio. Es publicidad de publicidad.
Ahora que se ha publicado el nuevo ensayo de Cynthia Ozick, Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios (Mardulce, 2020), en el que esta extraordinaria narradora norteamericana reclama una crítica ambiciosa capaz de comunicar entre sí las mejores novelas de un momento histórico para definirlo a través del continuum textual que conforman, tal vez darle la vuelta a la receta sería algo más que una muestra de ingenio: ¿qué pasaría si buscáramos esa misma definición en las peores producciones exitosas de cada época? España, 2020: si hacemos ese experimento, sospecho que siempre encontraremos en el fondo la obediencia, y en la forma, lo cursi. También sospecho que esas producciones se cuecen no menos en la RAE (sirva como metonimia ardorosa) que en las redes. Y cuidado, porque las garras de este dueto virtuoso aspiran a destripar toda esperanza: para comprobarlo, el lector puede acudir a los ejemplos que Jorge Freire expone en Agitación (Páginas de Espuma, 2020) de «experiencias» expedidas como producto mediante retóricas del entusiasmo que, en realidad, solo ocultan una obligatoriedad de la nada. O, en otro extremo ideológico y metodológico, que recupere Empoderamiento trans: marca registrada, el magnífico artículo que Leo Albuquerque dedicó en Pikara Magazine a la campaña publicitaria de una empresa de trabajo temporal que convertía el tránsito de género en espectáculo emprendedor ejemplar. Un secuestro del potencial emancipador de lo transversal, no por el dogma identitario o narcisista (esas hipótesis que tanto temen muchos, perdidos en una confusión de categorías alentada por el recuerdo del siglo XX), sino por el muy eléctrico cosquilleo que provoca el stream of conscious delamoriano: «vente para acá, ya seas el arte, una persona no binaria, el miedo o el nuevo paradigma: voy a hacerte no-raro y rentable, ‘emocionante’».
Puestos a proponer: una crítica del compost
Al principio, insinué que el artículo Vigencia y añoranza de la crítica de Juan Marqués participaba del origen del mío. Me refería, sobre todo, al momento en que su autor dice echar de menos «una crítica literaria panorámica, que no se fije en libros sino en fenómenos, y que intente hacer espeleología cultural para llegar a las causas y las intenciones». Estoy de acuerdo y entiendo la plegaria (naturalmente, desatendida) de Marqués, que por otro lado me ha llevado a pensar en la importancia, no solo de los temas que trate la crítica, sino más bien de la estrategia, estructura, estilo y poso teórico que aplique. Es hora de desbordar las formas tradicionales del género, aunque solo sea para no aburrirnos y aprovechar que ya no importa demasiado a nadie. También, digámoslo en voz baja para no parecer panolis, por responsabilidad: ofrezcamos desborde frente a obediencia, complejidad frente a cursilería, direcciones múltiples frente a circuitos de señalética unívoca.
Así, como divisa general en estos «días raros» de 2020 y en los que vendrán, tal vez sea mejor no abandonar la sensación de irrealidad puesto que es muy dudoso a qué nos referimos con tal término; no acostumbrarnos a nada salvo a la voluntad de entender y de revisar lo que creemos entender (a quiénes creemos entender), para luego obrar en consecuencia; no conformarnos con valorar las pequeñas cosas, no al menos hasta que todo el mundo goce de ellas. Y en lo concerniente a la crítica, conviene que se empeñe a fondo en la tarea de desvelar qué trampas esconde lo que escribimos, porque así será de una utilidad muy modesta, pero tangible. Una utilidad que trascienda lo literario sin abandonarlo nunca, bajo la convicción de que la literatura no es solo una artesanía para el like y el dislike. Y, desde luego, es urgente que inflijamos esas críticas, en primer lugar, a nuestros propios textos. ¿Qué es la crítica, sino autocrítica? ¿Y qué es la autocrítica, sino discutirnos a nosotros mismos hasta los cimientos, no en aquello que podríamos mejorar para ser más nosotros mismos, sino en aquello que cuestiona lo que creemos ser, lo que nos tranquiliza creer que somos? No tanto empeñarnos en «alcanzar nuestros sueños» como preguntarnos cuáles son su consistencia y sus derivas. O, por parafrasearme a mí mismo, reivindicando un poco mi ingenio ahora que ya estamos en confianza: que nuestra escritura se sustente sobre unas raíces que favorezcan la contraargumentación. Que exija dialogar. Que se preste a ser desobedecida, e incluso que nos desobedezca por su cuenta y riesgo. Una escritura no-propaganda. De ahí que todavía necesitemos recepción de la obra y sus circunstancias, y recepción de la recepción, y revisión de esa otra capa, y… De ahí que no podamos eximir a nuestros textos de discutir entre sí. Apropiándome de algunas ideas de la bióloga y teórica feminista Donna Haraway en libros como Seguir con el problema (Consonni, 2019) o Como una hoja (Contina Me tienes, 2018), que admiten un elegante traslado al territorio que nos ocupa, diré que debemos pensar textos que combinen «pasión e ironía en grado máximo»; que generen parentescos raros, renuncien al miedo y practiquen un cinismo bueno y pícaro cuando haga falta. Que se rían un poco de nosotros quienes los concebimos, y estén en lo cierto al hacerlo. Que aceleren y desaceleren. Que sean flor entre la vía, panza de burro, reinados precoces, animales feroces, hijas e hijos e hijes del compost «multibichos» en que se ha convertido tanto agotamiento civilizatorio, terrestre, lingüístico, biológico. Hay que buscar una crítica que dé placer, se enrede con palabras de muchos y colabore con la lectura de otros tantos, pero que no nazca para consolar, nunca. Quizás, así, contribuyamos a que llegue el día en que «emoción» o «experiencia» vuelvan a significar algo que no sea una puta mierda.