jueves, 22 de octubre de 2020

Una clase sin fronteras

Haceos una idea, once alumnos de entre doce y catorce años, todos extranjeros salvo uno. La isla de Ellis, una Babel moderna preadolescente. Lo que estoy aprendiendo con ellos me lo tendrían que descontar del sueldo (ojalá no me oiga la Administración). Hablamos hoy de la educación que recibieron sus padres y abuelos. Una chica de Marruecos cuenta, muy risueña, que su papá (lo llama así, con acento agudo) recorría ocho quilómetros a pie hasta el colegio. Se levantaba a las seis de la mañana y llegaba a casa a las nueve de la noche. A su madre no le dejaron matricularse. Al padre de un chico rumano lo molían a palos en el instituto y evitaba ir a clase por miedo a los castigos. Una chica ecuatoriana dice, con alegría, que su papá (también a la manera francesa) apenas fue al colegio porque empezó a trabajar a los once años. A la hermana de su padre no le dejaron estudiar porque tenía que ayudar en casa. Una chica paraguaya, muy tímida, relata el castigo más popular en la escuela de su papito (esta sí, de raíz popular): obligar a los chicos a arrodillarse durante más de media hora sobre chapas de cerveza. Otro chico rumano ha traído una vara de avellano similar a la que utilizaba el maestro de su padre para calentarle las costillas cuando no se sabía la lección. Para terminar con el muestrario, un chico búlgaro confiesa que sus padres nunca han pisado un colegio y sus abuelos tampoco. Él, se sincera, quisiera haber seguido el mismo camino, porque se aburre y no se entera de nada en clase. No tiene conciencia todavía de lo que le espera ahí afuera.

Hemos tenido mucha suerte quienes disfrutamos de este tiempo y de este espacio. Una variación en el mapa de nuestro nacimiento o en el siglo de nuestro ingreso en el mundo y la lotería del dolor y la desgracia nos habría tocado de lleno. ¿Quién en ese caso no querría cambiar de aires, de tierra o de centuria, quién?    

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