viernes, 24 de enero de 2020

"La educación popular" por Manuel Jabois



Un día, principios de los años 30, el pintor Urbano Lugrís participó en un espectáculo de las Misiones Pedagógicas en Valencia de Alcántara (Cáceres). Lugrís era un tipo grandullón que se expresaba de una forma un tanto peculiar, y eso acabó provocando la burla de una parte del público. Aquello lo consideró intolerable el escritor Rafael Dieste, que se subió al escenario para interceder por su amigo y poner al público en su sitio con un discurso que hizo que todo el mundo callase. En primera fila estaba una profesora que daba clases en el pueblo, Carmen Muñoz. En 1980, el escritor Luis Rei la entrevistó para una biografía sobre Dieste (A travesía dun século, Ediciós do Castro, 1987). Rei le preguntó cuándo fue la primera vez que vio a Rafael Dieste, y ella le contó esa historia ocurrida medio siglo antes en las Misiones Pedagógicas. Terminó de hablar dirigiéndose a Dieste, su marido, que estaba a su lado escuchándola. “Ese día, Rafael, me quedé con la boca abierta. Y no se me ha vuelto a cerrar”.
Las Misiones Pedagógicas se pusieron en marcha en 1931 con el auspicio del Gobierno de la República y la Institución Libre de Enseñanza. Se trataba de llevar el conocimiento y la cultura a pueblos y aldeas de toda España. Entre los misioneros -unos 600 durante cinco años- estaban Lugrís y Dieste (encargado de un teatro de guiñol), pero también María Zambrano, Ramón Gaya, María Moliner, Luis Cernuda, Alejandro Casona o Maruja Mallo. Se cuenta al detalle en el libro de Alejandro Tiana Las Misiones Pedagógicas. Educación Popular en la Segunda República (Catarata, 2016), donde se replica el famoso discurso de Manuel Bartolomé Cossío, alma mater de las Misiones: "Somos una escuela ambulante que quiere ir de pueblo en pueblo. Pero una escuela donde no hay libros de matrícula, donde no hay que aprender con lágrimas, donde no se pondrá a nadie de rodillas como en otro tiempo. Porque el Gobierno de la República que nos envía, nos ha dicho que vengamos, ante todo, a las aldeas, a las más pobres, a las más escondidas y abandonadas, y que vengamos a enseñaros algo, algo que no sabéis por estar siempre tan solos y tan lejos de donde otros lo aprenden, y porque nadie hasta ahora ha venido a enseñároslo; pero que vengamos también, y lo primero, a divertiros".
Se crearon más de 5.500 bibliotecas, hubo cientos de representaciones teatrales e instalación de museos itinerante. Ni eso pudo con la oposición de la España que finalmente acabó destruyendo las Misiones y que, desde el Parlamento, vía CEDA, trataba de dinamitar las partidas destinadas. Bartolomé Cossío advirtió, frente a los ataques, que la única salvación que tenía España le vendría por la educación. Murió un año antes de escuchar la respuesta de sus adversarios, que llegó el 18 de julio de 1936.
Él entendía que al lujo de que alguien te enseñe algo que no sabes, se responde con gratitud, pues cuando eso ocurre uno dispone de la información para tener un criterio propio y poder ser quien es. Que solo cuando uno sabe, se acepta o elige; y el que no sabe, ni se acepta ni elige. Cossío también dijo: "El mundo entero debe ser, desde el primer instante, objeto de atención y materia de aprendizaje para el niño, como lo sigue siendo más tarde para el hombre. Enseñarle a pensar en todo lo que le rodea y a hacer activas las facultades racionales es mostrarle el camino por donde se va al verdadero conocimiento, que sirve después para la vida. Educar antes que instruir; hacer del niño, en vez de un almacén, un campo cultivable".
Lo dijo en un país que, como Rafael Dieste pero en sentido contrario, es capaz de dejarte con la boca abierta, y hasta hoy.

lunes, 20 de enero de 2020

"Chéjov y la revolución" por Clara Usón


En el relato Muzhiks (Campesinos), Antón Chéjov narra el regreso a su aldea natal, por enfermedad, de un mozo de hotel moscovita, acompañado de su mujer y su hija Sasha, una niña. Los viajeros llegan a la isba familiar, estrecha, negra de grasa y hollín, llena de moscas, dominada por una gran estufa. 

Ninguno de los mayores estaba en casa, todos habían ido a segar. Sobre la estufa se hallaba sentada una niña de unos ocho años, de pelo claro, sucia y con aire ausente. Ni siquiera miró a los recién llegados. Abajo un gato blanco se frotaba contra el atizador.

—¡Tsss! ¡Tsss! —lo llamó Sasha.
—No oye —dijo la niña—. Se ha quedado sordo.
—¿De qué?
—De una paliza.

La maestría de Chéjov se hace patente en este conciso diálogo, no necesita más palabras para hacernos comprender que los retornados se han topado con la admonición de Dante, «Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate»… Los campesinos de Chéjov son gente miserable, en todas las acepciones que registra el diccionario para este adjetivo: son ruines, son tacaños, son extremadamente pobres, son insignificantes —carecen de la menor importancia dentro del orden jerárquico y social del Imperio ruso—, son desdichados y crueles, cabe añadir, brutos, violentos, ignorantes, todo eso son, y Chéjov los retrata tal y como los ve, se resiste a idealizarlos, por lo que incurre en la desaprobación de su maestro León Tolstói, quien desde su anarquismo evangélico condena como «pecaminoso ante el pueblo» el relato de Chéjov, y en la de los revolucionarios clandestinos de La Voluntad del Pueblo, que ven en el oprimido y puro campesino ruso al abanderado de la revolución; por su parte, la extrema derecha aplaude que Chéjov ponga de manifiesto que el campesino es el peor enemigo de sí mismo (y por tanto necesita una mano firme y autoritaria que lo controle y dirija) y los marxistas se muestran satisfechos por la forma en que muestra la degradación del campesinado por el capitalismo. 
El relato no dejó a nadie contento y desató una gran polémica, y eso, pienso, es lo que debe hacer o a lo máximo que puede aspirar la buena literatura: a incomodar, a poner el dedo en la llaga, a plantear preguntas.
La intelligentsia rusa reprochaba a Chéjov su tibieza, su ambigüedad, su incapacidad de tomar partido; le acusaban de ser un «pequeñoburgués», de no censurar a sus personajes cuando obraban mal, de no moralizar… Así se defendía Chéjov de esas acusaciones, con motivo de las críticas que recibió tras la publicación de su cuento Luces:

Usted me escribe que ni la conversación sobre el pesimismo ni la narración de Kisochka resuelven o aclaran en modo alguno la cuestión del pesimismo. No creo que sea competencia de los escritores dirimir cuestiones como la existencia de Dios, el pesimismo, etc. La misión del escritor se limita a describir en qué circunstancias, entre quiénes y en qué términos fueron discutidos esos problemas. El artista debe ser un testigo imparcial de sus personajes, no su juez.

En palabras de Tolstói (citadas por A. Zenger), Antón Chéjov «cogía todo lo que veía de la vida sin importarle el contenido de lo que veía. Pero, una vez cogido, lo reproducía de forma sorprendentemente metafórica y comprensible, clara y minuciosa (…) Era sincero, lo que ya es en sí un gran mérito: escribía sobre lo que veía y cómo lo veía…». Chéjov aspiraba a un imposible: la objetividad; buscaba dar testimonio imparcial, reflejar lo que veía y oía sin modificarlo ni de ninguna forma actuar sobre ello, quería desaparecer como autor y ser solo un ojo, un oído; por supuesto, era mucho más (y también mucho menos, no hay testigo objetivo ni imparcial), pero ese ejercicio de asepsia, de contención voluntaria y suspensión del juicio, rindió sus frutos: la lectura de su obra narrativa nos permite hacernos una idea aproximada de cómo era la Rusia imperial en sus postrimerías.
Chéjov no ofrece soluciones ni apunta a posibles vías de salvación, se limita a presentarnos una descripción sincera y descarnada de una sociedad en descomposición, de un edificio podrido desde los cimientos que se resquebraja y amenaza con derrumbarse con gran estrépito: en la planta baja malvive una masa ingente de campesinos pobres, abandonados a su suerte, algunos de los cuales expresan su añoranza por los tiempos de la servidumbre; ahora son libres, pero la miseria no les permite disfrutar de esa libertad ni progresar gracias a ella, son esclavos del hambre, la enfermedad y la ignorancia; tras su liberación, los mismos aristócratas que los poseían continúan explotándolos, pero ya no tienen la obligación de velar por ellos ni alimentarlos; en la primera planta, la burguesía languidece, paralizada, consumida por la insatisfacción y las dudas; el burócrata gubernamental de Chéjov, el pequeño propietario, el tío Vania se desesperan ante el retraso y la bruticie de la sociedad rusa, anhelan un cambio, una democracia parlamentaria como las europeas, quizá, una mejora en las condiciones de vida de los campesinos que les alivie la mala conciencia, un debate político libre, sin censuras, pero no saben cómo llevar a cabo estas reformas y terminan por resignarse, por dejarse llevar con indolencia por la corriente de la vida; y en el piso de arriba, la nobleza sufre mal de altura, incapaz de detener las fuerzas del cambio que amenazan con trastocar el orden feudal y despojarla de sus privilegios.
En la escena final de su última obra teatral, El jardín de los cerezos, Liubov Andréievna Ranévskaya, una terrateniente endeudada, abandona para siempre su mansión entre mohines y lágrimas, mientras en la lejanía retumban los primeros hachazos que anuncian la tala de sus queridos cerezos por orden del nuevo dueño, el comerciante Lopajin, un hombre hecho a sí mismo que desciende de siervos, como el propio Chéjov. 
Se da la paradoja de que el régimen soviético salvó de la purga cultural al escritor pequeñoburgués por excelencia, Antón Chéjov; sus obras siguieron representándose en el Teatro del Arte de Moscú y su viuda, Olga Knipper, gran actriz, continuó encarnando a Madame Ranévskaya hasta 1943. Para el poder soviético, El jardín de los cerezos era un reflejo fiel del corrupto sistema de la Rusia prerrevolucionaria; Madame Ranévskaya encarnaba a la aristocracia decadente y caprichosa, Lopajin, al burgués destructivo y rapaz, y Trofimov, «el eterno estudiante», joven de ideas radicales, a la esperanza de la revolución… Por supuesto, otra vez malinterpretaron a Chéjov, convirtiéndolo en heraldo del bolchevismo.

¿Qué pensaba Chéjov de los revolucionarios? 

Hacia el final de su vida, el escritor fue distanciándose de antiguos amigos y valedores, como el editor y magnate de la prensa Suvorin, a quien debía su carrera literaria, disgustado por su conservadurismo, su hipocresía y su antisemitismo, y se acercó a jóvenes escritores marxistas como Gorki, a quien apadrinó, pero, aunque concordaba con los revolucionarios en la denuncia del estado de cosas, no creía que la respuesta se hallara en la revolución.
En el libro de recuerdos Sobre Chéjov, de A. Serebrov (Tijonov), se recoge esta reacción del escritor: 

—Disculpe… No lo entiendo…—me interrumpió Chéjov con la desagradable amabilidad de una persona a quien le acaban de pisar un pie—. A usted le gusta El albatros y La canción del halcón… (Obras de Gorki) ¡Ya sé que me dirá que es política! Pero ¿qué política es? «¡Adelante, sin miedo y sin dudas!»: esto aún no es política, porque, ¡no se sabe hacia dónde es adelante! Si dices adelante, hay que indicar el objeto, el camino y los medios. En política nunca se ha hecho nada solo con «la locura de los valientes». No solo es superficial, sino también peligroso…

No, Chéjov no era ningún revolucionario, aunque le repugnara la injusticia de un sistema en el que millones de personas, los campesinos, vivían en condiciones infrahumanas. Él, de familia humilde, nieto de un siervo, los conocía bien, como médico los trató en innumerables ocasiones sin cobrarles, edificó escuelas para sus hijos y dejó de escribir para dedicar su tiempo a organizar medidas contra epidemias de cólera que amenazaban con devastar aldeas enteras, y por eso, porque los conocía y compadecía, no los idealizaba, a diferencia del gran Tolstói, el viejo aristócrata que disfrutaba disfrazándose de mujik y jugando a ser zapatero o yendo a segar con sus siervos, tras lo cual, agotado por el «purificador» trabajo físico, se echaba sobre la cama y ordenaba a un sirviente que lo descalzara. (Todos somos contradictorios, hasta los genios como Tolstói, eso es algo que aprendemos leyendo a Chéjov).
En 1894, Chéjov escribió a Suvorin: «Quizá porque ya no fumo, la moral de Tolstói ha dejado de emocionarme; en lo más profundo de mi alma siento hostilidad por ella, cosa que, evidentemente, no es justa. Fluye en mi interior sangre de mujik, y no me verás con virtudes de mujik. Desde la infancia he creído firmemente en el progreso, y no puedo no creer en él, ya que la diferencia entre la época en que me azotaban y la época en que dejaron de hacerlo ha sido terrible. (…) La filosofía tolstoiana me emocionó profundamente, se apoderó de mí seis o siete años, y no me afectaban los planteamientos generales que ya conocía antes, sino la manera tolstoiana de expresarlos, la sensatez y, probablemente, una especie de hipnotismo. Ahora, en mi interior, algo protesta, la razón y la justicia me dicen que en la electricidad y en el calor del amor al hombre hay algo más grande que en la castidad y la abstinencia de comer carne. La guerra y la justicia son como demonios, pero de esto no se deduce que tenga que caminar en zuecos y dormir sobre una estufa al lado de un trabajador, su mujer y toda la compañía. Pero esta no es la cuestión; no es el estar “a favor o en contra”, sino el hecho de que, de una forma u otra, para mí Tolstói ya ha desaparecido, no está en mi alma, ha salido de mi interior diciendo: dejo vuestra casa vacía».

¿En qué creía Chéjov?

«No creo en nuestra intelectualidad, hipócrita, falsa, histérica, mal educada, indolente, no creo en ella incluso cuando sufre, se lamenta, ya que sus opresores salen de sus mismas entrañas», escribe en 1899 a I. I. Orlov. «Creo en ciertas personas, veo la salvación en ciertas personalidades, diseminadas por toda Rusia, intelectuales o mujiks; en ellos hay fuerza, aunque sean pocos. Nadie es profeta en su tierra, y esas personalidades concretas de las que hablo desempeñan un papel imperceptible en la sociedad, no predominan, pero su trabajo es visible. En todas partes, la ciencia avanza sin parar, la conciencia social aumenta, las cuestiones morales empiezan a agitarse, etcétera. Y todo eso se hace a pesar de los fiscales, ingenieros, instructores, a pesar de la intelectualidad en masse y a pesar de todo…».

Antón Chéjov era una de esas personas inquietas; murió en 1904, no llegó a ver cómo la revolución imponía la fuerza ciega de la masa sobre el individuo.

martes, 14 de enero de 2020

Somos sospechosos

Sospechosos, somos sospechosos. Para la Administración educativa de Castilla-La Mancha, los profesores somos sospechosos, somos mala gente, merecemos poca o ninguna confianza. El vicio y la perversión nos devoran, nos crecen las patillas del diablo y, aún peor, se nos ve el rabo. Un síntoma de esta desconfianza es la supresión de "moscosos" y "griposos" nada más comenzar el curso. El año pasado nos "regalaron" dos días de libre disposición y en 2020 nos los retiran de manera fulminante. ¿A quién se le ocurre hacer uso de dos días de libre disposición?, a unos degenerados, vagos y maleantes (lástima que ya no rija la ley franquista), sin duda alguna. En cuanto a los "griposos", casi un 3 % del profesorado, ¡un 3 %! nada menos, ha hecho mal uso de estos justificantes. 
Sospechan de nosotros con razón. Por eso no nos hacen ni caso cuando pedimos ratios más bajas o cuando abogamos por que se nos consulten las cuestiones educativas. ¿Quiénes somos nosotros para opinar en problemas de esa índole? ¿Acaso tenemos algún contacto con el alumnado? Unos caraduras que se atreven a hacer uso de los días de libre disposición y que en un 3 % han hecho mal uso de los "griposos" no tienen derecho a decidir cuestiones educativas. Para eso ya están ellos, que, como vemos todos los días en los institutos, están presentes en las clases, en los pasillos y en los patios, para velar por el bien del desarrollo educativo del alumnado.    

viernes, 10 de enero de 2020

Tercera aparición de la Virgen

La tercera vez que se me apareció la Virgen fue en Cartagena de Indias (Colombia). Corría el verano de 1994. Habíamos contratado un hotel con "todo incluido". Lo que no imaginaba es que la misma pulserita con la que me hinchaba  a cervezas y frijoles, me serviría también para ver a la Virgen después de 18 años sin noticias de ella. Así fue, el "todo incluido" del hotel valía también para una aparición de una virgen morena en mitad de la playa de Bocagrande. Iba yo paseando por la orilla del mar, asustado de las ametralladoras que se gastaban los militares del malecón, cuando se me acercó una viejecita con un cubo lleno de ostras. Me ofreció la docena a muy buen precio. La rechacé. Me desagradaba entonces la textura mocosa de este bivalvo. La mujer tenía una segunda opción: cocaína sin cortar. Más barato el tiro que una docena de ostras. Tampoco me apeteció. Tengo una nariz muy sensible. La vieja renegó de los que llevábamos la pulserita verde del hotel y, cuando aún la oía maldecir contra las multinacionales y contra el turismo de tres al cuarto, una luz cegadora me tumbó en la arena. En un principio pensé en García Márquez, pero no. Patrocinada por la cadena Meliá, sobre una palmera, se me apareció la Virgen más negra que yo hubiera visto nunca. Bailaba bachata con la gracia de una mulata y se la veía más culona que nunca. No me dijo nada. Apareció un letrero de luces de neón sobre su aura que rezaba: "Por lo que has pagado, solo se te permite verme bailar durante cinco minutos. Si fueras "premium" otro gallo te cantaría". La vi alejarse en los cielos al ritmo de Rubén Blades. Me quedé con las ganas de preguntarle por los niños de Fátima. 

jueves, 9 de enero de 2020

El halago

¡Qué difícil es controlar los efectos que los halagos producen en el ánimo! Sea sincero o falso, un elogio certero provoca la rendición crítica de la razón. Por muy mal que nos caiga quien lo dedica, por muy cuestionada que esté su labor, por muy sospechosa que sea su intención, si alguien te dora la píldora, algo de ti se muestra dispuesto a entregarse sin tener en cuenta la deshonestidad del halagador. Así nos trastorna la vanidad. Cuando una persona o, mejor, alguien en nombre de una institución o grupo social, elogia algún rasgo de nuestro carácter o de nuestra labor profesional (sea interesada o desinteresadamente), tendemos a mirarlo con otros ojos, con una amabilidad incondicional. Somos así de volubles y débiles ante quien sabe adularte con cierta habilidad. 
Si quieres que alguien se sienta bien y que cambie su opinión negativa sobre ti, alaba su trabajo o su físico o su pericia para hacer punto de cruz. Es así de fácil. No te cortes, sé baboso hasta la extenuación y verás cómo siempre encuentras un camino de cómodo acceso a los puntos más débiles del otro. Los agentes publicitarios lo saben muy bien y lo utilizan una y otra vez: "Yo no soy tonto", "Porque tú lo vales", "El desayuno de los campeones"... Cuando a uno lo adulan, pierde gran parte de sus defensas, se rinde al otro, casi de forma incondicional. Es capaz de comprar cualquier miseria que el adulador intente vender.
Aplíquese esta fórmula a la inversa cuando alguien formula una crítica contra nuestra persona o contra nuestra labor profesional.        

domingo, 5 de enero de 2020

"Un experto en hurtar datos de su vida" por Rafael Narbona


Benito Pérez Galdós hizo todo lo posible por ser un hombre sin biografía. Leopoldo Alas puso en duda que el escritor canario no tuviera más historia que la de sus creaciones artísticas: “Sí las tendrá. Pero las tiene bajo siete llaves”. Eugenio d’Ors elogió esta discreción: “Nada de ti sabemos, Galdós misterioso. Y en verdad que en este desconocimiento nuestro se cifra tu más perfecta obra de arte”. Tímido, discreto, afectuoso, apasionado con las mujeres pero con miedo al compromiso, amante de los niños y los animales, cortés, paciente y desprendido hasta la temeridad, no todos los que trataron con él lo recuerdan como una persona entrañable: “Aunque bondadosamente afable –comenta Antonio Maura–, resultaba seco, glacial, reservadísimo”. Desde su muerte en Madrid el 4 de enero de 1920, se han escrito infinidad de biografías. Hasta la fecha, la más completa y exhaustiva es la de Pedro Ortiz-Armengol (Vida de Galdós, 1995), cuya densidad narrativa evoca la atmósfera de las mejores “novelas españolas contemporáneas”. Sería injusto no mencionar el trabajo pionero de Joaquín Casalduero (Vida y obra de Galdós, 1945) y la reciente biografía de Francisco Cánovas Sánchez (Benito Pérez Galdós. Vida, obra y compromiso, 2019).
La prudencia de Galdós no le impidió ser beligerante en cuestiones sociales y políticas. En Ángel Guerra (1891), denuncia la violencia revolucionaria, pero siempre apoyaría el reformismo liberal, abogando por una modernización de España. La antipatía hacia la Iglesia Católica no se tradujo en hostilidad hacia el mensaje cristiano. De hecho, el ciclo de “las novelas espirituales” incluye personajes que rozan la santidad, como Benina, Nazarín y Halma. Reacio al matrimonio, Galdós exhibió una exquisita sensibilidad para retratar el alma femenina. Marianela es un prodigio de delicadeza; Fortunata encarna las grandes virtudes de las clases populares, como la espontaneidad, la sencillez y la dignidad; Benina absuelve los pecados, un don reservado a los ungidos por la gracia de Dios; Guillermina Pacheco es “una rata de sacristía”, pero no escatima sacrificios para ayudar a los más desfavorecidos. María Zambrano ha subrayado que Galdós fue el primer escritor español que introduce en la literatura a mujeres “ontológicamente iguales al varón”.
Benito Pérez Galdós nació el 10 de mayo de 1843 en Las Palmas de Gran Canaria. Era el menor de los diez hijos engendrados por Sebastián Pérez, teniente coronel de la fortaleza de San Francisco, y María de los Dolores Galdós. Benitín, como le llamaban de niño, disfrutó de los cuidados de sus seis hermanas mayores, estableciendo un estrecho vínculo con María del Carmen, a la que pondría el afectuoso apodo de “la sabiduría”. La casa familiar, situada en el barrio de Triana, se hallaba cerca de la costa. Benitín creció en una familia tradicional que disfrutaba de una sólida posición económica. La condición de metrópoli atlántica de la ciudad favorecía un espíritu abierto a las ideas ilustradas que circulaban por Europa y América. Galdós fue un niño aplicado y tranquilo. Armando Palacio Valdés lo describe como un chico “flacucho y débil”, que jamás descalabró a nadie. Asmático, pasó mucho tiempo en casa, contemplando la calle desde la ventana. Algunos han visto un autorretrato en el Luisito Cadalso de Miau (1888). La relación con su madre nunca fue cálida y cordial. Se ha dicho que doña Perfecta, “maestra en dominar” y de “hechura biliosa”, podría recoger algunos rasgos de Dolores, una mujer fría y devota.
Galdós acude a menudo a la biblioteca del Ateneo, donde lee y relee a Cervantes, su maestro. Frecuenta restaurantes, tabernas y merenderos populares, recopilando anécdotas. Escucha al hombre de la calle, al burgués autocomplaciente o al funcionario con miedo a ser cesado, presta atención a los giros lingüísticos de la germanía, se complace oyendo a sus contertulios del Café Universal, ubicado en la Puerta del Sol. Se matricula en la Universidad Central, cursando estudios de Derecho. Entre sus profesores está “el divino Castelar”. Compatibiliza las clases con visitas a teatros y museos. Asiste a las representaciones de ópera en el Teatro Real. Su mente en ebullición está forjando su orbe literario. Aunque alcanzará la gloria como novelista, su sueño es convertirse en dramaturgo. En 1865 se incorpora al equipo de redacción del periódico progresista La Nación. Nunca cobrará un salario, pero el periodismo le dará a conocer y adiestrará su pluma. Sus artículos manifiestan su amor a Madrid, su sincero patriotismo y su compromiso con la regeneración espiritual y política de España. No esconde que simpatiza con el krausismo y la Constitución de 1812. Se puede decir que es un digno heredero de Larra, pues deplora la ignorancia, el atraso y la incultura del pueblo español. Describe las corridas de toros como un espectáculo “bárbaro y grotesco”. Conoce a Clarín en el Ateneo, que aprecia de inmediato su talento: “No habla mucho, prefiere oír. Podría ser el escritor que restaurara la novela popular”. Durante el bachillerato, Benito destacó en lectura, dibujo y humanidades. Se aficionó enseguida a los clásicos, leyendo a Cervantes, Alejandro Dumas y Dickens. Con escasas clases, aprendió a tocar el piano y dio sus primeros pasos como dibujante con apuntes al carboncillo y pequeños cuadros al óleo. Serio y pacífico, mantuvo una relación muy cordial con sus compañeros y maestros, que le distinguieron con su afecto. En 1861 publicó sus primeras colaboraciones periodísticas, textos en prosa y en verso de carácter costumbrista. En esas piezas ya están los rasgos esenciales de su literatura: agudo sentido de la observación, inagotable imaginación, ingenio y humor, penetración psicológica, un estilo ágil, elegante y fluido sin ecos crepusculares del Romanticismo tardío. El 9 de septiembre de 1862 se desplazó a Madrid, donde se impregnó del espíritu liberal, humanista y fraterno que inspiró el Sexenio Revolucionario. Por entonces, Madrid era una ciudad pequeña con 300.000 habitantes. Había varios madriles: el cortesano (Paseo de la Castellana, barrio de Salamanca), el de las clases medias (barrio de los Austrias y Argüelles) y el de los trabajadores e inmigrantes (Embajadores, Puerta de Toledo, Arganzuela). Galdós se familiarizó con todos, dejándonos retratos imborrables de sus gentes. “La patria de este artista es Madrid –escribe Leopoldo Alas–; lo es por adopción, por tendencia de su carácter estético, y hasta me parece… por agradecimiento”.
El fracaso del Sexenio Revolucionario le produce un profundo desaliento. Durante la Restauración, se identifica con el espíritu de la Institución Libre de Enseñanza. También se deja influir por el positivismo y el naturalismo. El éxito de los Episodios Nacionales lo convierte en un autor famoso. Encadena un libro tras otro. A veces escribe veinte cuartillas al día. No descuida la novela. Tras La Fontana de Oro, aparecen Doña Perfecta, Gloria, Marianela, La familia de León Roch. Son las “novelas de tesis”, que según Pereda “le meten de patitas en el charco de la novela volteriana”. Galdós desearía tener fe, pero su escepticismo se lo prohíbe. No obstante, aprecia el Sermón de la Montaña, con su exaltación de la misericordia y la fraternidad.La monarquía de Isabel II se tambalea. Se suceden los pronunciamientos militares. Galdós viaja con su sobrino José a París, “una ciudad luminosa y hospitalaria”. El estallido de la Gloriosa le sorprende en Barcelona. Escribe a favor del proyecto democrático del general Prim, que aboga por una sociedad laica y liberal. Combate con el mismo fervor a los carlistas y a los republicanos radicales que pretenden dividir la nación y disolver el ejército. Cuando muere su hermano mayor Domingo, su viuda Magdalena se traslada a Madrid con sus hijos. Le acompañan Carmen y Concha, hermanas de Galdós. Todos se instalan con Benito en el número 8 de la calle Serrano. Será el núcleo estable del escritor, que le permitirá afrontar su vocación literaria con mayor confianza y serenidad. En 1871, Magdalena financia la publicación de La Fontana de Oro, la primera novela de Galdós. Centrada en los problemas de las clases medias, la obra representa la superación de las tesis románticas, que exaltaban lo heroico y subjetivo. Un año más tarde, Galdós conoce a José María Pereda, carlista y clerical. La diferencia de opiniones no será obstáculo para una amistad que solo se interrumpirá con la muerte. Empieza a gestarse el proyecto de los Episodios Nacionales. Inesperadamente, conocerá al último superviviente de la batalla de Trafalgar, “un viejecito muy simpático” que había sido grumete en el Santísima Trinidad.
A pesar del éxito, sufre problemas económicos. En la España de entonces, ningún libro pasa de los 3.000 ejemplares, y, además,Galdós no pierde la ocasión de ayudar a los amigos en apuros. Mantiene varios idilios. El más sonado con Emilia Pardo Bazán. Engendra con Lorenza Cobián una hija, María, a la que reconoce. Se compra una casona en Santander y acepta un acta de diputado. Como parlamentario no se desvía de su hábito de escuchar en vez de perorar. En 1886 aparece la primera parte de Fortunata y Jacinta, obteniendo un gran éxito. La segunda parte será recibida con el mismo entusiasmo. Viaja por Europa en compañía de su amigo José Alcalá Galiano. En 1897 ingresa en la Real Academia con un discurso sobre “La sociedad presente como materia novelable”, contestado por Marcelino Menéndez Pelayo. Galdós captó la intrahistoria de nuestro país en sus Episodios Nacionales y demostró un fino oído para reproducir las distintas voces de la sociedad de su tiempo. María Zambrano afirma que Misericordia es la mejor novela española después del Quijote. Azorín asegura que la obra de Galdós “ha revelado España a los españoles”.
Los últimos años de Galdós son tristes. Se recrudece su anticlericalismo y se aproxima a los socialistas. El estreno de Electra en 1901 provoca una auténtica conmoción. La obra es un ataque a la influencia de las órdenes religiosas en la vida política y social. Su liberalismo le cuesta el Nobel. Ciego y con el bolsillo maltrecho, su muerte moviliza al pueblo de Madrid, pero la presencia institucional es escasa. ¿Cómo trabajaba Galdós? En invierno, escribía con una capa sobre los hombros, boina azul y una manta sobre las piernas. Siempre tenía a mano un café cargado y una jarra de leche muy caliente. Mientras trabajaba, no aceptaba visitas importunas: “No estoy para nadie, ni Cristo Padre ni Dios Bendito”. Comía poco y fumaba mucho. Muchas veces, le acompañaban varios perros y gatos, rescatados de la calle. Apenas leía a sus contemporáneos.
Probablemente le hubiera gustado al escritor ser recordado con las palabras del joven Ortega Munilla: “¡Extraña amalgama de nieve y pólvora! Dios ha querido poner juntas la actividad y la calma. Su mirada es una lente fotográfica. Pérez Galdós es un sublime filósofo observador”.

martes, 24 de diciembre de 2019

Soneto 66 de Shakespeare

Algo ligero para hoy: soneto 66 de Shakespeare. 
No sé inglés y me lamento, sobre todo desde que disfruté buenas traducciones del bardo. Si tanto me ha dado este autor, entrampados sus versos por la traslación a otro idioma, qué no habría extraído de su lengua original. 
El soneto 66 es una voz desgarrada, muy próxima, agotada (aunque no del todo) por la infamia del mundo. 
Fue traducido y utilizado por todo tipo de ideologías y es un bálsamo (aunque no lo parezca) contra la desesperanza. Qué mejor momento que este, para saborearlo (traducción de Mariano de Vedia Mitre):

Harto de todo imploro en paz mi muerte,
el mérito a ser pobre destinado,
y ostentosa la nada más inerte
y el limpio juramento quebrantado

y el honor arbitrario conferido, 
la pura virtud prostituida
y lo correcto vilmente escarnecido
y la fuerza por mancos impedida

y el arte amordazado por quien manda
y la memez, maestra del talento,
y la lealtad, llamada ingenua y blanda
y el justo bien sujeto al mal violento.

Harto de todo, el mundo yo dejara
si muriendo a mi amor no abandonara.

lunes, 23 de diciembre de 2019

"El humor de Kafka" por David Foster Wallace


Lo que los relatos de Kafka tienen es más bien una grotesca, magnífica y completamente moderna complejidad, una ambivalencia que se convierte en la lógica multivalente inclusiva del, entre comillas, “inconsciente”, que yo personalmente creo que no es más que una forma sofisticada de llamar al alma. El humor de Kafka -que no solo es neurótico sino que es antineurótico, heroicamente cuerdo- es, en última instancia, humor religioso, pero religioso al estilo de Kierkegaard y Rilke y los Salmos, una espiritualidad desgarradora contra la cual hasta la gracia sanguinaria de la señora O’Connor parece un poco fácil, y las almas en juego prefabricadas.
Y es esto, creo yo, lo que hace que el ingenio de Kafka sea inaccesible para unos niños a quienes nuestra cultura ha educado para que vean las bromas como entretenimiento y el entretenimiento como algo reconfortante. No es que los estudiantes no “pillen” el humor de Kafka, sino que les hemos enseñado a ver el humor como algo que se pilla, de la misma forma que les enseñamos que el “yo” es algo que se tiene sin más. No es de extrañar que no puedan apreciar el chiste que hay en el centro mismo de Kafka: que la horrible pugna por establecer un “yo” humano resulta en un “yo” cuya humanidad es inseparable de esa pugna horrible. Que nuestro viaje interminable e imposible hacia el hogar es de hecho nuestro hogar. Es difícil de explicar con palabras cuando uno está frente a una pizarra, créanme. Se les puede decir a los alumnos que tal vez sea bueno que no “pillen” a Kafka. Se les puede decir que imaginen que sus relatos tratan todos de una especie de puerta. Que nos imaginemos acercándonos y llamando a esa puerta, cada vez más fuerte, llamando y llamando, no solo deseando que nos dejen entrar sino también necesitándolo; no sabemos qué es pero lo sentimos, esa desesperación por entrar, por llamar y dar porrazos y patadas. Y que por fin esa puerta se abre… y se abre hacia fuera: que durante todo el tiempo ya estábamos dentro de lo que queríamos. Das ist komisch.

David Foster Wallace
Algunos comentarios sobre lo gracioso que es Kafka,
de los cuales probablemente no he quitado bastante, 1999

"Ni ‘Babieca’ ni ‘Tizona’: desmontando mitos sobre el Cid" por Jacinto Antón


El Cid real, el Rodrigo Díaz de Vivar histórico, no tenía dos espadas denominadas Colada y Tizona, ni un caballo que respondiera al nombre de Babieca, ni obligó nunca a jurar en Santa Gadea al rey Alfonso VI, que no había tenido nada que ver con la muerte del hermano del monarca. Sus hijas no se llamaban Elvira y Sol, sino María y Cristina, y además había un hijo varón, Diego. A las chicas tampoco las ultrajaron ni hicieron de todo los infantes de Carrión en la legendaria afrenta de Corpes tras las bodas, ni hubo batalla ganada después de la muerte. De hecho, hasta puede que nadie hubiera llamado Cid al Cid en toda su vida (aunque sí se le conocía y él firmaba como “Campeador”, de campidoctus, “señor del campo de batalla”). Pero todo eso no quiere decir que la existencia y hechos del personaje de verdad (¿Vivar, 1040?-Valencia, 1099) que dio pábulo a la leyenda no fueran extraordinarios.
Ahora, el historiador David Porrinas (Castañar de Ibar, Cáceres, 1977), investigador y profesor en la Universidad de Extremadura y un reconocido estudioso de la guerra en la Edad Media y del propio Campeador, arroja luz sobre el de Vivar en un ensayo desmitificador, tan erudito como apasionante. El Cid, historia y mito de un señor de la guerra (Desperta Ferro Ediciones, 2019), con prólogo del catedrático de Historia Medieval y acreditado cidista Francisco García Fitz, se centra especialmente en la actividad bélica de Rodrigo Díaz y lo muestra como un gran hombre de acción. Un guerrero aventurero y oportunista que se mueve con habilidad y pragmatismo extremos en la frontera difusa entre la cristiandad y el islam al frente de una hueste de tropas híbridas, compuestas por su propia mesnada y contingentes musulmanes. Un mercenario en busca de botín y señor al que servir en un mundo mestizo, en el que los reinos cristianos y las taifas musulmanas guerrean unos contra otros y todos entre sí, aliándose sin importar la religión. Y un combatiente temible que puede ser brutal (hace torturar a civiles y quemar vivo al cadí de Valencia) y que se granjea fama de invencible en la batalla.
Un personaje y un escenario, como se ve, que coinciden poderosamente con los de Sidi, la última novela de Arturo Pérez-Reverte (Alfaguara, 2019), aunque en esta hay jura, Tizona y otros mitos.
“Es muy complicado depurar al verdadero Cid histórico de la leyenda tejida a su alrededor”, explica Porrinas, que subraya que hay unas ideas fijadas durante siglos, unos clichés que cuesta desterrar, y valga la palabra. El caso, recalca, es que hay muy buenas fuentes históricas que nos permiten saber cómo era en realidad. “Es seguramente el personaje que mayor cobertura informativa recibió en su tiempo, más incluso que el propio emperador Alfonso VI. Es absolutamente excepcional disponer de tanta información de alguien del siglo XI que no era ni miembro de la realeza ni un alto cargo eclesiástico”.
Porrinas cita entre esas fuentes la Historia Roderici, contemporánea del Cid o de poco después, y las informaciones coetáneas de cronistas musulmanes que narran la conquista de Valencia (la gran realización del Campeador), algunos de los cuales incluso vivieron el asedio. Disponemos asimismo, apunta, de la carta de arras del matrimonio con Jimena y hasta de un documento firmado de puño y letra por el Cid, que signó “ego ruderico” (el trazo no es muy seguro, así que probablemente el Cid manejaba mejor la espada que la pluma).
Pese a las fuentes, continúa, “el Cantar de mio Cid, puesto por escrito a partir de versiones juglarescas entre finales del siglo XII y primeros del XIII y convertido en la obra cumbre de la literatura medieval española, establece una imagen literaria muy distinta de la histórica, pero llamada a tener mucho más éxito”. Fue, explica, el empeño de Ramón Menéndez Pidal desde 1929 en considerar el Cantar y los romances sobre el Cid fuentes históricas válidas para el conocimiento del personaje lo que ha creado tanta confusión. Por no hablar de la apropiación franquista y de la película de 1961, con Charlton Heston.
Es la del Cantar una imagen heroica, “muy cinematográfica”, con “evidentes concesiones a la sensiblería, la fantasía y el dramatismo morboso”. De los episodios más famosos para los mortales comunes de la vida del Cid, Porrinas recalca que “no hay nada de eso”, y que son todo imágenes que se forjan con posterioridad. El duelo con el padre de Jimena, por ejemplo, no aparece hasta el siglo XIV. En cuanto a la jura de Santa Gadea, no se empieza a hablar de ella hasta el siglo XIII, en una obra del historiador eclesiástico Lucas de Tuy, y sería imposible que se hubiera producido: ningún noble podía desafiar así al poder haciendo jurar a un rey.

Muerte del hijo

De Diego, el hijo del Cid, dicen las fuentes que murió luchando contra los musulmanes en Consuegra (Toledo), en 1097. “Fue un mazazo para el Cid, que perdió la esperanza de crear una línea dinástica para perpetuar su recién conquistado principado de Valencia, aunque consiguió casar bien a sus hijas” (María se desposó con Ramón Berenguer III, conde de Barcelona). En cuanto a la victoria después de muerto, atado al arzón de su caballo, señala que forma parte de la leyenda elaborada por los monjes del monasterio de Cardeña (Burgos) donde fue enterrado el Cid —luego sus restos se dispersaron— tras sacarlo embalsamado de la Valencia amenazada por los almorávides. El historiador indica que no hay pruebas de que en su época le llamaran Sidi o Cid. “La primera vez que vemos esa denominación es en el Poema de Almería, de mediados del siglo XII, donde se menciona a Rodrigo como Cid”.
Sorprende que el Cid fuera un mercenario... “Suena peyorativo, pero esa es la definición del que combate por dinero o por beneficio propio. Rodrigo, un gran pragmático, entiende que su servicio al rey Al Mutamin de Zaragoza y sus sucesores es lo mejor para cumplir su propósito último de hacerse con Valencia. No se puede entender al Campeador sin su relación de mestizaje militar, político y cultural con los musulmanes”. El historiador dice que no ha leído aún la novela de PérezReverte, del que se declara admirador. El ensayo de Porrinas y Sidi coinciden en destacar los aspectos militares del Cid, como el uso decisivo de la carga de caballería y la lanza. También en mostrar el mundo fronterizo de la Península como un escenario turbulento y sin ley, un Far West medieval.

martes, 17 de diciembre de 2019

"Scorsese" por Manuel Vilas

No le sobra ni un minuto de metraje a la última película de Martin Scorsese. Tal vez de esa necesidad de todos los minutos de la cinta no te das cuenta hasta la última parte de El irlandés, una de las más grandes películas que he visto en mi vida. Por supuesto, la vi en la pantalla de un cine, y no en casa. El irlandés no es una película para ver repantigado frente al televisor. Implora demasiado la vida como para que tú le devuelvas algo tan banal como tu mano unida a un mando a distancia en vez de a una pistola. Eso sí, cuesta encontrar un cine donde la pongan.
El irlandés tiene más bien poco que ver con El padrino y mucho con Érase una vez en América de Sergio Leone. No solo porque tanto la última de Scorsese como la que acabó siendo, para nuestra desgracia, la última de Leone tengan a Robert de Niro como protagonista sino porque las dos parecen películas de gángsters pero no lo son. Leone ya usó al célebre sindicalista Jimmy Hoffa para conseguir un retrato épico de la historia reciente de Estados Unidos, algo que nadie ha recordado al hablar de El irlandés. Más escenas que convergen: tanto Scorsese como Leone filman a De Niro en un cementerio, pensando en la muerte. Las dos cuentan la misma historia. Cuentan el paso del tiempo. A Leone le hubiera encantado El irlandés, tal vez incluso le hubiera pedido derechos.
El irlandés tiene que ver más con William Shakespeare que con Hollywood. El irlandés tiene que ver más con la desamparada vida de Elvis Presley que con la mafia. Es una película sobre la soledad de un octogenario que recuerda. Es un hombre complejo. Se niega a admitir que mató a su mejor amigo sin ninguna razón clara. Porque la gente en la vida comete deslealtades sin que haya una razón de peso, de eso habla esta película y por eso es una obra maestra, porque habla de nosotros, los seres humanos. Claro que hay muchas escenas que ya habíamos visto antes: el asesinato en la barbería, en el coche, en el restaurante, etc. Pero Scorsese necesitaba volver a filmarlo para llegar a filmar algo que no había filmado nunca: la deslealtad en estado salvaje. Y vale la pena. Lo comprendes hacia la mitad de la historia, pero una vez que lo comprendes el grado de enamoramiento y emoción es tan grande que esas tres horas y media se han convertido en cinco minutos reveladores. Un hombre que se niega incluso delante de la muerte a decir la verdad, eso es abismo y misterio. Un hombre que va a ver a su hija, y lo que ve es el odio y el terror de su hija, y sigue vivo, esperando un día más. Un hombre que mató a su amigo, pero le sigue queriendo como si no lo hubiera matado. Así es la vida, rara y fuerte, rara y luminosa, rara y sin enmienda.

lunes, 16 de diciembre de 2019

"Desenredada" por Marta Sanz

Siempre me piden explicaciones por no ser mamá y por no estar en redes. Visión: mosca en tela de arácnido o pezqueñina en boliche. No entiendo tanta inquietud por mi integración digital. Me decía un escritor: “Soy el príncipe de Facebook”. Ya sé que me pierdo ventanas abiertas al mundo. También me protejo de mi tendencia a saltar al vacío. A las adicciones: con la cerveza tengo suficiente. Cuando veo a personas prendidas a las pantallas, me acuerdo de la niña de Poltergeist. He elegido no participar en redes igual que hay quien ha decidido no comer corderos o volver a fumar. La vida consiste en elegir cuando te dejan —elegir bien significa ser elegante—, en no creer que eliges cuando en realidad no eliges y, luego, en justificarte por tus elecciones que, repensadas, pueden conducirte a enroque o rectificación.
No me disgusta la frivolidad, pero me aparto de las redes porque no quiero: grabarme con orejitas de gato; ser seguidora ni acumular likes; tener un millón de amigos y mutar en hikikomori; estresarme ante el imperativo de que cada momento sea fotogénico; fotografiar lo que como —simulacros de alimentos, tomates de plástico de las cocinitas e imágenes de hamburguesas me dan asquito—; ser encontrada sin que me pierda; ponerle estrellitas a Anna Karenina y comprobar que es más popular —oh, yeah— un poeta youtuber; transformarme en inspectora en restaurantes y hoteles; ser clienta, carne de zapping; echarle a mi opinión un baño de oro; equiparar el Louvre con una experiencia de karaoke; obtener diagnósticos por teléfono; cazar Pokémon; ser “el puto amo” en Twitter; hacer gilipolleces de riesgo; ser escrutada y que el algoritmo se anticipe a mis deseos comerciales y políticos; superodiar y superamar en un segundo; estar siempre en otra parte, habitar al otro lado del espejo; creer que el dinero es volátil y todo lo tengo a un click. Tampoco quiero ser mercancía y pagar por serlo: las redes no son gratis, transforman cuerpo y escritura en fetiche, nos obligan a cambiar de móvil porque el nuestro se ha quedado sin memoria… Rendueles, Zafra, Nadal Suau no soplan conmigo las trompetas del Apocalipsis. Es otra cosita.
Después de clase, Sonia fotografía la pizarra para subirla a Instagram. Manuel graba una presentación. Todo se aleja, se exhibe tras las pantallas táctiles y no hay necesidad de ocupar el espacio real. Sin peso ni olor. Tampoco las palabras que pronuncias delante de 15 son las mismas que dirías delante de 100.000: procuro no incurrir en autocensuras, pero me siento rigurosamente vigilada. La recepción se desdibuja y se provocan malentendidos. No es superstición ni un asunto de inmoderado uso de una herramienta. Internet es ideología dominante anclada en un sentido flojo de comunidad, comunicación, amor y política. Podría ser otra cosa, pero aún no es contrapeso al pensamiento único, sino productor de democracia de mala calidad. Soy dinosauria, carcamala y habitante del siglo XXI. No pretendo insultarles: solo justificar mi ausencia. Pero he mentido: uso WhatsApp. Esta Navidad inundaré a mis contactos con felicitaciones y caritas monstruosas con ojos de víscera. Después ahogaré mi smartphone en el clásico bidé.

martes, 10 de diciembre de 2019

La alacena

Entro en la alacena:
sobre tablas y mugre
una sombra de mí,
suspiros de almendra,
paliduz
y un tebeo de Agamenón. 
Hedor de infancias,
soledades
en bici Abelux, 
orines e inocencia.
Entro en la alacena:
mocos, legañas 
y jerséis de lana,
pantalones cortos,
la raya al lado,
trazada con Nenuco
y un poco de saliva.
Entro en la alacena:
la vieja Julieta 
con cuarenta niños,
caligrafías, burlas
y sangre en las rodillas.
Detrás de los plumieres de madera, 
un tullido muerde un lapicero,
lagartijas, ranas
y crueldades de sicario.
Entro y veo
el color sepia del río,
chopos como leyendas.
Piso un avispero
y reímos, bárbaros,
con el dolor del débil.
Partidos de fútbol 
sin reglas y con puños,
camisetas sin marca,
llagas sin porterías.
Miedo al otro,
miedo a mí mismo,
miedo al padre,
miedo a la calle,
miedo al colegio,
miedo a la noche,
refugio bajo la cama.
Infancia de mierda
con bocadillos nocturnos
y carros de roces,
cine los domingos
y braguero en verano.
Las tripas no querían
esperar en la barriga.
Demasiados caramelos 
de nata
y papillas de "Maizena".
La televisión y una jeringa
metálica que aún huele
y duele.
Miedo a la practicante,
al eclipse de sol
y a Matamala.
Miedo a despertar
y a dormir
y a vivir.  
Es oscura la alacena.

domingo, 8 de diciembre de 2019

Hipocresía


Estamos repitiendo el molde de los señorones y señoronas de la alta burguesía. Los días de diario colaboraban en la explotación del pobre, acumulaban riqueza de una forma indecente y la exhibían en salones, iglesias y procesiones. Eso sí, los días de fiesta colaboraban en las mesas petitorias del Domund. Para limpiar su conciencia nacionalcatólica.
Hoy salimos a diario a comprar en masa a las grandes superficies o nos surtimos de caprichos en Amazon, acumulamos ropa que valdría para vestir a todos nuestros vecinos y exhibimos nuestros coches cargados de petróleo hasta colapsar autovías de cinco carriles. Eso sí, los días de fiesta participamos en una manifestación contra el clima o nos ponemos una pulsera reivindicativa. Para limpiar el karma. 
¿Quién podría haber convencido a esas señoronas para que no usaran abrigos de visón o a sus maridos para que no estupraran a la doncella? Nadie. ¿Quién nos puede convencer de no entrar en el Primark o de no comprar compulsivamente en Amazon? Nadie. Nos ahogamos en plástico y carbonilla, seguro, como a los señores de bien los ahogaba la gota y la apoplejía.

sábado, 7 de diciembre de 2019

"Pliegos de cordel en el Museo del Prado" por Manuel Vicent

Una mañana plácida de otoño gentes de todas las razas y edades guardan pacientemente la cola para ver la exposición de los dibujos de Goya en el Museo del Prado. Antiguamente en las fiestas y en las romerías de los pueblos, entre feriantes y saltimbanquis, solía haber un ciego que narraba con una cantinela ritual una serie de crímenes pasionales y condenas de presidio, milagros de la Virgen y de los santos, catástrofes naturales, lances de amor perdido y otras desgracias sucedidas en la comarca. Estas noticias también se vendían impresas en pliegos colgados de un cordel en las plazas. Puede que a Goya le excitaran la imaginación estas crónicas negras, que relataban los ciegos; de hecho, dedicó gran parte de su genio a dibujarlas como una forma de exorcismo.
A simple vista la vida es bella esta mañana alrededor del Museo del Prado. El sol de otoño extrae de los árboles del paseo y del Jardín Botánico todos los colores rojos y amarillos que Velázquez, Tiziano y Rembrandt aplicaron a sus cuadros. No hay ningún ciego cantor que explique al pueblo llano las miserias de la vida española actual. Solo un mendicante con un plato limosnero a los pies toca un alegre vals de acordeón ante las puertas de Cristina Iglesias, que se abren al claustro de los Jerónimos mientras alrededor se mueve un enjambre de espectadores dispuestos a tomarse una purga estética y moral.
Son más de 300 dibujos, como impromptus nerviosos de la mano magistral, en los que Goya ha trazado a lápiz, a tinta o con aguadas lo peor de la condición humana, la violencia, el fanatismo, la estupidez y el miedo del tiempo en que le tocó vivir. Tal vez un día había oído cantar a un ciego lo que le sucedió en Zaragoza a un alguacil, perseguidor de estudiantes y de mujeres de fortuna, cuando entre todas lo trincaron y le pusieron una lavativa de cal viva. Y aun hubo más, mataron a un burro, le vaciaron las vísceras y metieron al aguacil en la tripa y la cosieron. Por lo visto sobrevivió toda una noche. Los espectadores contemplan y analizan estas imágenes de cerca con los ojos achinados. Luego unos sonríen y otros se alejan con el horror reflejado en el rostro. Hay que imaginar esta historia escrita en un pliego colgado de un cordel en una plaza a la salida de misa en la feria de la patrona.
En la entrada de la exposición alguien podría recitar la vieja cantinela. Pasen y vean las delicias de la España negra, aquelarres de brujas, herejes empalados, capirotes amarillos de San Benito de los condenados por la Santa Inquisición camino del cadalso a lomos de un asno, pobres agarrotados, mujeres, niños y hombres esperando su muerte bajo los fusiles, máscaras, procesiones de flagelantes, corridas de toros con caballos destripados en la plaza, majas de paseo, celestinas, caballeros galantes, riñas y celos, maridos que cabalgan a su mujer y la azotan como a un jumento. ¿Hay alguien que pueda salvarse? Las carretas arrojan cadáveres en los cementerios. Aquí no se salva nadie de la sátira, ni el clero ni la nobleza.
No obstante, se tiene de la España goyesca un concepto de bailes en la pradera como se ven en sus cartones para tapices cuando su lápiz a través de los caprichos, disparates, la tauromaquia y desastre de la guerra fue un látigo feroz contra la ignorancia y el fanatismo de la sociedad de su tiempo. Ante el dibujo de la muerte del torero Pepe-Hillo en la plaza de Madrid piensa uno en la inconsistencia de imaginar a Goya como un defensor de la corrida cuando no hace sino expresar el horror ante esa suerte violenta con la muerte. Un día de 1824, el pueblo gritó “¡vivan las cadenas!”, y el felón de Fernando VII aceptó la invasión de los reaccionarios, cerró la universidad y en contrapartida abrió una escuela de tauromaquia. Goya se fue al exilio donde ya le esperaban en Francia los otros ilustrados.
No había esta mañana ningún ciego cantando estas desgracias en la puerta del Prado, pero esta vez se ha producido un hecho singular. El pintor y dibujante satírico Andrés Rábago, El Roto, ha expuesto en el claustro de los Jerónimos unos dibujos que han hecho las veces de los antiguos pliegues de cordel dentro de unas vitrinas. El volcán de Goya que tanto caudal de fuego negro sacó a la superficie, después de los años ha tenido una réplica en la inspiración de este artista que ha hecho evidente que las mismas lacras sociales de entonces permanecen hoy bajo otras formas. Cabe preguntarse qué caprichos, aquelarres, tauromaquias y desastres de la guerra pintaría hoy Goya si viviera. Tampoco El Roto deja ninguna salida a la estupidez, a la violencia y al fanatismo. Sus estampas las podría cantar un ciego con mucha vista, siempre que tuviera también sentido del humor, porque están a medio camino entre la piedad y escarnio, entre la carcajada y la desolación.

jueves, 5 de diciembre de 2019

"Recolección de penes incorpóreos" por Álvaro Corazón Rural



Ha salido un libro en Reino Unido titulado Medieval Bodies del historiador Jack Hartnell. Habla del cuerpo humano y sus partes en relación a las artes, la medicina y la política en la Edad Media. Un esfuerzo loable por desmitificar una época sobre la que a menudo se transmiten imágenes caricaturescas cuando no se trata de forma peyorativa o se emplea su nombre como adjetivo insultante. Hay que elogiar esta nueva iniciativa de la Wellcome Collection, un museo y biblioteca gratuitos londinense, que se dedica a divulgar la cultura de la salud y de la ciencia desde diferentes ángulos. Dicho lo cual, cuando el libro cayó en mis manos, leí el título y vi su contenido de refilón, acudí al índice rápidamente con una idea fija en la cabeza, una palabra: pene.
Pero poco pene había o no demasiado. La obra menciona someramente que existió una ansiedad por castración «severa» entre los hombres de la época. Un pánico que aparecía en numerosas narraciones. Las mujeres o bien podían cortárselo limpiamente o, algo peor, mediante un hierro afilado oculto en su vagina. Una trampa mortal.
Sin aclarar el misterio, el autor cita un poema épico francés del siglo XIII, el Roman de la rose, ilustrado en el siglo XIV por el taller parisino del matrimonio Montbaston, que pintó a un par de monjas que recolectaban grandes penes que crecían en los árboles. Hartnell reflexiona sobre la imagen. Se pregunta si es una escena que refleja el miedo a la pérdida del pene o si se trata de un anhelo protofeminista de combatir un mundo falocéntrico. Como español bautizado en la fe católica yo veo a las monjas haciendo acopio de obscenas erecciones en actitud amenazante, pero experto no soy.
El poema lo escribió Guillaume de Lorris, lo continuó Jean de Meung y se marcaron una historia bastante misógina. Ya recibió grandes críticas en su día, la humanista y filósofa veneciana Christine de Pizan pidió que quemaran los manuscritos. En la impagable página Reading Medieval Books la autora buscó el significado de ese dibujo de la recolección de penes incorpóreos que en la actualidad ha causado sensación en las redes. En un pasaje de la obra, que es una reflexión sobre el amor, el Genio —hombre— explica que los varones han de aprovecharse sexualmente de las mujeres porque para eso están. Alegóricamente, también compara la escritura con el coito, escribir es penetrar y la hoja en blanco es la mujer.
Entonces dice: «Aquellos que no escriben con sus «herramientas» en esas hermosas y preciosas tabletas que la naturaleza ha hecho para ellos, deberían sufrir la pérdida de su pene y testículos». Aparte de misógino, estas palabras son un alegato contra la sodomía, dice. En términos actuales, homofobia.
A continuación, el análisis cita la opinión entre medievalistas e historiadores del arte de que probablemente Jeanne Montbaston fuese analfabeta y que esa escena que dibujó no era más que lo que le vino a la cabeza cuando tuvo que emprender la tarea de ilustrar una historia con monjas, arboledas y sexo. Algunos han sugerido que al dar rienda suelta a su imaginación con esos ingredientes mostró sus fantasías sexuales. A la citada analista se le ocurría una hipótesis más bien de consuelo. Podría ser que si para escribir hace falta un buen pene, como dice el poema, ahí estaba la monja, con su actitud serena y confiada, recolectando una buena cantidad de penes incorpóreos para ponerse a ello.
Parece claro que los dibujos fueron cosa de Jeanne Monbaston, puesto que su marido, a la hora de imprimir estos libros, ya estaba muerto, aunque se han distinguido de la obra producida en su taller cuáles eran sus dibujos, cuáles los de él y en cuáles trabajaron ambos. Lo indiscutible es que las imágenes que añadieron en los márgenes no tenían una relación directa con la narración. Era un poema alegórico con dibujos alegóricos también, el vivo ejemplo de un programa electoral contemporáneo. La mayor parte de ellos, sin embargo, no tenía connotaciones sexuales. Son los obscenos los que han llamado la atención de los historiadores.
En una conferencia pronunciada en Leuven en 1993, el profesor de Historia del Arte de la Edad Media en la Universidad Radboud de Nijmegen (Holanda), Jos Koldeweij, explicó que la recolección de penes incorpóreos aparece dibujada justo cuando el poema dice que el poder de la naturaleza obliga a todas las criaturas vivas a participar en la actividad sexual.


Unas páginas más adelante, otro dibujo llamó su atención. Un caballo llevaba tres penes en las alforjas. Carga con ellos cabizbajo. Más adelante, dos monjas colocan en su regazo el racimo de penes incorpóreos que han cosechado. En el margen del otro extremo de la página, un hombre entrega a una mujer un gran falo incorpóreo también con una corona. La ecuación, para el doctor Koldeweij, se despeja al final, cuando aparecen dos hombrecillos enfrentándose a una bestia, uno con una estaca y el otro con una espada, y el que lleva el sable va desnudo y empalmado, válgame la redundancia. Dice el profesor: «el garrote, la espada y el falo forman una triada ascendente». Son una línea de defensa.
Una página más adelante, la conclusión: una monja con cuerpo de ave rapaz, —movidas de Jeanne Monbaston—, se enfrenta a otro monstruo. En el ala izquierda sostiene amenazante un pene incorpóreo, y en la derecha, que oculta tras la espalda, un garrote. La monja con alas se está protegiendo de la otra bestia asiendo el falo frente a ella. Koldeweij no tiene dudas: el pene incorpóreo aleja el mal, protege a su propietario, trae buena suerte y evita la desgracia. Hablar de fantasías sexuales de la ilustradora sería «ridículo y ahistórico», sentenció. Porque estábamos ante un caso de pene entendido como talismán que atraía la fertilidad, la riqueza y el poder.


Esta tradición ancestral todavía estaba presente en los siglos XIII y XV hasta que la cristianización y la civilización acabaron definitivamente con ella. El vivo reflejo de esa concepción de los miembros viriles se podía encontrar en el Malleus Maleficarum (Martilo de las brujas), que reunía en 1486 supuestos sucesos relacionados con brujas que probaban su existencia y amenaza. En su segundo volumen, escrito por los inquisidores Jakob Sprenger y Heinrich Krämer, se relataban las confesiones que habían obtenido en los tribunales sobre hechizos.
Uno de los capítulos hacía mención a cómo las brujas se las arreglan para «perjudicar la capacidad de engendrar». Estas criaturas de Satán podían hacer «que una mujer no pueda concebir, o un hombre cumplir el acto» o «embrujarlos de tal modo, que un hombre no pueda ejecutar el acto genital con una mujer». Y no se trataba de una disfunción eréctil cualesquiera, no, las malditas «arrebatan el miembro viril como si fuese arrancado por completo del cuerpo». Los casos reales estaban recogidos en el epígrafe titulado «De como, por decirlo así, despojan al hombre de su miembro viril».

Uno:

En la ciudad de Ratisbona, cierto joven que tenía una intriga con una muchacha y deseaba abandonarla, perdió su miembro, es decir, que se arrojó sobre él algún hechizo de modo que no podía ver ni tocar otra cosa que su cuerpo liso. En su preocupación por ello, fue a una taberna a beber vino, y después que estuvo sentado allí durante un rato, entró en conversación con otra mujer que allí estaba, y le habló de la causa de su tristeza, se lo explicó todo, y le demostró en su cuerpo que así era. La mujer era astuta y le preguntó si sospechaba de alguien, y cuando él nombró a la persona, y reveló todo el asunto, ella dijo: «Si la persuasión no es suficiente, debes usar alguna violencia para inducirla a devolverte la salud». De modo que por la noche el joven vigiló el camino que la bruja acostumbraba seguir, y al encontrarla le rogó que restableciese la salud de su cuerpo. Y cuando ella afirmó que era inocente y que nada sabía de eso, él se le arrojó encima, le enrolló con fuerza una toalla en torno del cuello, y la asfixió, diciéndole: «Si no me devuelves la salud morirás a mis manos». Entonces ella, incapaz de gritar y con el rostro ya hinchado y ennegrecido, dijo: «Suéltame y te curaré». El joven entonces aflojó la presión de la toalla, y la bruja le tocó con la mano entre los muslos, y dijo: «Ahora tienes lo que deseas». Y el joven, como dijo después, sintió con claridad, antes de verificarlo con la vista y el tacto, que el miembro le había sido devuelto por el simple contacto de la mano de la bruja.

Dos:

Una experiencia similar es la que narra un venerable padre de la casa dominica de Spires, muy conocido en la Orden por la honradez de su vida y por su erudición. «Un día —dice—, mientras escuchaba confesiones, vino a mí un joven, y a lo largo de su confesión me dijo, acongojado, que había perdido el miembro. Asombrado ante ello y nada dispuesto a creerle, ya que en opinión de los sabios, creer con demasiada facilidad es una señal de ligereza, obtuve pruebas de ello cuando nada vi luego que el joven se quitó las ropas y me mostró el lugar. Luego, usando el consejo más prudente que pude, le pregunté si sospechaba que alguien lo hubiese hechizado de esa manera. Y el joven respondió que sospechaba de alguien, pero que estaba ausente y vivía en Worms. Entonces le dije: «Te aconsejo que vayas a ella lo antes posible y te esfuerces por ablandarla con dulces palabras y promesas», y así lo hizo. Porque volvió luego de pocos días y me agradeció, diciéndome que estaba intacto y que había recobrado todo. Y yo creí sus palabras, pero una vez más las confirmé con la evidencia de mis ojos.

Temer, tampoco había mucho que temer, se trataba de un truco:

No debe creerse en modo alguno que esos miembros sean arrancados en verdad del cuerpo, sino que el demonio los oculta por alguna arte prestidigitatoria, para que no se los pueda ver ni sentir.

Que rige igual con las brujas, sigue, en una explicación en la que, caramba, aparece el árbol de la ilustración de Jeanne Monbaston:

¿Y qué debe pensarse entonces de las brujas que de esta manera reúnen, a veces, órganos masculinos en grandes cantidades, en ocasiones veinte o treinta miembros, y los ponen en un nido de aves, o los encierran en una caja, donde se mueven como miembros vivos, y comen avena y trigo, como lo vieron muchos y es cosa de información común? Hay que decir que todo ello lo hace la obra del demonio y la ilusión. Pues los sentidos de quienes los ven se engañan en la forma en que dijimos. Porque cierto hombre dice que, cuando perdió su miembro, se acercó a una conocida bruja para pedirle que se lo devolviera. Ella le dijo al hombre lesionado que se trepase a cierto árbol, y que podía tomar el que le agradara de un nido en el cual había varios miembros. Y cuando trató de tomar uno grande, la bruja dijo: no debes tomar ese, y agregó que pertenecía a un sacerdote de la parroquia.

Independientemente de la recomendación de Malleus Maleficarum como una de las grandes obras literarias de la humanidad, la conclusión es clara: La colega Jeanne se estaba partiendo el culo con sus dibujos de la devoción popular del momento. No cabe duda de que si el mundo del cómic algún día necesita una gran madrina, aquí tiene una.