lunes, 16 de diciembre de 2019

"Desenredada" por Marta Sanz

Siempre me piden explicaciones por no ser mamá y por no estar en redes. Visión: mosca en tela de arácnido o pezqueñina en boliche. No entiendo tanta inquietud por mi integración digital. Me decía un escritor: “Soy el príncipe de Facebook”. Ya sé que me pierdo ventanas abiertas al mundo. También me protejo de mi tendencia a saltar al vacío. A las adicciones: con la cerveza tengo suficiente. Cuando veo a personas prendidas a las pantallas, me acuerdo de la niña de Poltergeist. He elegido no participar en redes igual que hay quien ha decidido no comer corderos o volver a fumar. La vida consiste en elegir cuando te dejan —elegir bien significa ser elegante—, en no creer que eliges cuando en realidad no eliges y, luego, en justificarte por tus elecciones que, repensadas, pueden conducirte a enroque o rectificación.
No me disgusta la frivolidad, pero me aparto de las redes porque no quiero: grabarme con orejitas de gato; ser seguidora ni acumular likes; tener un millón de amigos y mutar en hikikomori; estresarme ante el imperativo de que cada momento sea fotogénico; fotografiar lo que como —simulacros de alimentos, tomates de plástico de las cocinitas e imágenes de hamburguesas me dan asquito—; ser encontrada sin que me pierda; ponerle estrellitas a Anna Karenina y comprobar que es más popular —oh, yeah— un poeta youtuber; transformarme en inspectora en restaurantes y hoteles; ser clienta, carne de zapping; echarle a mi opinión un baño de oro; equiparar el Louvre con una experiencia de karaoke; obtener diagnósticos por teléfono; cazar Pokémon; ser “el puto amo” en Twitter; hacer gilipolleces de riesgo; ser escrutada y que el algoritmo se anticipe a mis deseos comerciales y políticos; superodiar y superamar en un segundo; estar siempre en otra parte, habitar al otro lado del espejo; creer que el dinero es volátil y todo lo tengo a un click. Tampoco quiero ser mercancía y pagar por serlo: las redes no son gratis, transforman cuerpo y escritura en fetiche, nos obligan a cambiar de móvil porque el nuestro se ha quedado sin memoria… Rendueles, Zafra, Nadal Suau no soplan conmigo las trompetas del Apocalipsis. Es otra cosita.
Después de clase, Sonia fotografía la pizarra para subirla a Instagram. Manuel graba una presentación. Todo se aleja, se exhibe tras las pantallas táctiles y no hay necesidad de ocupar el espacio real. Sin peso ni olor. Tampoco las palabras que pronuncias delante de 15 son las mismas que dirías delante de 100.000: procuro no incurrir en autocensuras, pero me siento rigurosamente vigilada. La recepción se desdibuja y se provocan malentendidos. No es superstición ni un asunto de inmoderado uso de una herramienta. Internet es ideología dominante anclada en un sentido flojo de comunidad, comunicación, amor y política. Podría ser otra cosa, pero aún no es contrapeso al pensamiento único, sino productor de democracia de mala calidad. Soy dinosauria, carcamala y habitante del siglo XXI. No pretendo insultarles: solo justificar mi ausencia. Pero he mentido: uso WhatsApp. Esta Navidad inundaré a mis contactos con felicitaciones y caritas monstruosas con ojos de víscera. Después ahogaré mi smartphone en el clásico bidé.

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