Hijo de puta, el insulto en castellano por antonomasia, aparece en el Quijote en todas las formas posibles (hideputa, hijo de puta, hi de perro, etc.), utilizado tanto en sentido negativo como positivo e incluso con el tratamiento don antepuesto.
El don como refuerzo en expresiones insultantes se utilizaba ya desde la Edad Media, al igual que señor. Ambos tratamientos habían sufrido una desviación semántica que hoy pervive en el adverbio so [señor degeneró en seor, seó y so (so gandul, so pícaro del actual lenguaje vulgar). Don solo conserva un uso irónico en expresiones como don perfecto.
Cervantes usa señor en algunos casos —tanto con valor irónico (señor barbero) como de intensificación del insulto (señor ladrón)— y don con mayor frecuencia: don bellaco, don villano, don patán rústico y mal mirado, don tonto y varios casos más entre los cuales cabe resaltar el que podríamos considerar el colmo de los insultos: don hijo de la puta, pronunciado por don Quijote a Ginés de Pasamonte en el episodio de los galeotes:
«Pues voto a tal —dijo don Quijote, ya puesto en cólera—, don hijo de la puta, don Ginesillo de Paropillo, o como os llamáis, que habéis de ir vos solo, rabo entre piernas, con toda la cadena a cuestas». (I-XXII)
También podemos encontrar ejemplos que ponen de manifiesto que ya en tiempos de Cervantes existía la dicotomía entre el uso ofensivo y el halago, que perdura en nuestros días. Encontramos un uso prolijo del insulto como piropo en casos muy similares a la descripción de Aldonza Lorenzo por parte de Sancho:
«¡Vive el Dador, que es moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante o por andar que la tuviere por señora! ¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y qué voz!». (I-XXV)
Además, Cervantes introduce una justificación de este uso en boca de Sancho:
«—Digo —respondió Sancho— que confieso que conozco que no es deshonra llamar “hijo de puta” a nadie cuando cae debajo del entendimiento de alabarle». (II-XIII)
Esta circunstancia nos da una idea de la cotidianeidad del término en nuestra lengua desde antiguo, lo que ha provocado un cambio léxico-semántico hasta perder la referencia a la madre para significar simplemente «mala persona», según el diccionario actual. Muy mala o admirable, diría yo, aunque el sentido laudatorio no está recogido y su uso tiene muchas limitaciones.
También tiene doble uso y también se ha relativizado la carga ofensiva del considerado uno de los mayores agravios, según advierte Sebastián de Covarrubias (2) en la definición de cabrón:
«Llamar a uno cabrón en todo tiempo y entre todas naciones es afrentarle. Vale lo mismo que cornudo, a quien su mujer no le guarda lealtad, como no la guarda la cabra, que de todos los cabrones se deja tomar […] Y también porque el hombre se lo consiente, de donde se siguió llamarle cornudo, por serlo el cabrón (según algunos)».
El mismo autor señala más claramente la gravedad injuriosa en la definición de cornudo:
«El decir a uno cornudo es una de las cinco palabras injuriosas, que obligan a desdecirse de ellas en común, fuera los que excepta la ley, como se dispone en la ley 2, tít. 10, lib. 8, de la Nueva Recopilación».
El entusiasmo de Covarrubias se mantiene en 1729 en la definición del Diccionario de Autoridades: «Metafóricamente el que sabe el adulterio de su mujer y le tolera o solicita. Esta palabra se tiene por muy injuriosa en España y en otras naciones de la Europa, y es una de las de la ley». El diccionario incluye además una entrada para cabronazo, que viene a ser lo mismo que cabrón, con el agravante de haber perdido la vergüenza y hacer gala de ello. Esta falta de aprensión apuntaba maneras para convertirse en piropo.
El Diccionario de la lengua española actual mantiene como segunda acepción: «Dicho de un hombre: que padece la infidelidad de su mujer, y en especial si la consiente», que convive con la más extendida, «que hace malas pasadas o resulta molesto». Así pues, aún en nuestros días, no se ha desprendido de su primer sentido o al menos así lo registra el Diccionario.
Cervantes lo usa con mucho recato, mediante un truco que hoy nos puede parecer pueril: recurrir al juego de palabras entre cabrito y cabrón. Tres veces aparece en el Quijote el término de forma similar a este párrafo del diálogo, cuajado de pullas, que mantienen el duque y Sancho Panza a propósito del vuelo de Clavileño.
«—Decidme, Sancho —preguntó el duque—: ¿vistes allá entre esas cabras algún cabrón?
—No, señor —respondió Sancho—, pero oí decir que ninguno pasaba de los cuernos de la luna». (II-XLI)
Bien porque cabrón no fuera un insulto tan familiar como hijo de puta, obviando la consanguineidad, bien por su mayor carga ofensiva, Cervantes lo utiliza muy poco y de forma solapada, nunca dirigido a alguien directamente.
Descendiendo unos escalones en la gravedad agraviante, si se me permite la tontería, encontramos un improperio muy popular en la época: harto de ajos. El olor de ajos y cebollas era considerado propio de villanos, como explica el propio don Quijote en los consejos segundos que dio a Sancho Panza:
«No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería». (II-XLIII)
Cervantes pone este insulto en boca de varios personajes, sobre todo de don Quijote referido a Sancho. El ingenioso hidalgo parece tener un olfato muy desarrollado para la villanía, pues detecta «un olor a ajos crudos» en la aldeana del Toboso a la que toma por Dulcinea.
La baja estofa inspira muchos más apelativos (gañán, faquín, belitre, ganapán, patán rústico, destripaterrones, pelarruecas, etc.) y es una de las dianas a las que apunta para insultar con frecuencia don Quijote, aunque no es el único, junto a la ignorancia o falta de cultura (bellaco, mentecato, sandio, menguado, mostrenco o el frecuentemente usado por Sancho porro para autodenominarse «tonto») y el espíritu burlón, que produce varios improperios curiosos como mentecato gracioso, socarrón y mentecato, truhan moderno y majadero antiguo.
De difícil clasificación son numerosas expresiones insultantes que podemos encontrar como ojos de machuelo espantadizo (mochuelo en algunas ediciones), desuellacaras, echacuervos (alcahuete), silo de bellaquerías, cuesco de dátil (hueso), corazón de mantequillas, ánimo de ratón casero y un largo etcétera de términos más livianos que el contundente hijo de puta con el que abríamos fuego y que, sin embargo, no se encontraba entre esas cinco «palabras mayores» (frente a otras palabras menores y livianas) de la Nueva Recopilación que menciona Covarrubias, que no son otras que gafo, somético, cornudo, traidor y hereje. A las cinco palabras mayores se añadió posteriormente puta, siempre y cuando se dirigiera a una mujer casada. Resulta llamativo que puta, a pesar de haber registros abundantes de su uso injurioso, no mereciera tal consideración y que uno de los mayores agravios fuera gafo. Covarrubias dedica varios párrafos a esta curiosa palabra, incluso se justifica por ello arguyendo la necesidad de explicar su gravedad, lo cual nos indica que ya era un tabú insondable. Significaba «leproso» y, por extensión, «tullido» (la enfermedad provocaba la contracción de los nervios y tendones, dándoles forma de garra). Como la mano de Cervantes a causa de las heridas de batalla. Con la otra escribía:
«—Mucho —replicó don Quijote—, porque de trecientos y sesenta grados que contiene el globo del agua y de la tierra, según el cómputo de Ptolomeo, que fue el mayor cosmógrafo que se sabe, la mitad habremos caminado, llegando a la línea que he dicho.
—Por Dios —dijo Sancho—, que vuesa merced me trae por testigo de lo que dice a una gentil persona, puto y gafo, con la añadidura de meón, o meo, o no sé cómo». (II-XXIX)
Sancho Panza saca gafo de cosmógrafo, puto de cómputo y meo de Ptolomeo. Un juego de palabras que podría hacernos cuestionar el título de Príncipe de los Ingenios. A no ser que imaginemos el eco del pensamiento de los lectores coetáneos clamando: «Ha dicho gafo».