miércoles, 17 de octubre de 2018

"Miguel Mihura: el sentido cómico de la vida" por Rafael Narbona



El humor no es simple ingenio, sino una actitud existencial. Miguel Mihura es uno de los representantes más destacados de “la otra Generación del 27”. Pedro Laín Entralgo fue el primero en señalar que existía una generación olvidada, “la de los renovadores –los creadores más bien–, del humor contemporáneo”. Dejo a un lado la polémica sobre el concepto de generación, no sin señalar que esa distinción no me parece desdeñable, pues cada época afronta su circunstancia histórica con una perspectiva vital diferente, forjando una peculiar visión del mundo. La “otra Generación del 27”, compuesta por Miguel Mihura, Edgar Neville, Antonio de Lara “Tono”, Enrique Jardiel Poncela y José Luis López Rubio, seguía la estela de humor chispeante y disparatado de Ramón Gómez de la Serna, Wenscelao Fernández Flórez, Julio Camba y K-Hito (Ricardo García López). Jardiel Poncela subrayó la enorme deuda contraída con el ingenio de Ramón, pionero del humor alternativo: “Sin Ramón Gómez de la Serna, muchos de nosotros no seríamos nada. Lo que el público no pudo digerir entonces de Ramón, se lo dimos nosotros masticado y lo aceptó sin pestañear siquiera”. Edgar Neville no se muestra menos agradecido con el magisterio de Ramón desde el altar del Café Pombo: “Iconoclasta solo de lo podrido y lo falso, nos enseñaba los caminos de la vocación pura”.

Cuando el 5 de junio de 1983 José López Rubio dedicó su discurso de ingreso en la Real Academia Española a “la otra Generación del 27”, Lázaro Carreter contestó que esa atípica y tardía nómina de autores “cultivó géneros muy distintos, y nunca la lírica. Tuvo una vocación pública, un deseo de instalarse y de afirmarse multitudinariamente, por los cauces de la revista de quiosco y de los escenarios céntricos. El lema juanramoniano de la escondida senda, del destino minoritario del arte, no le sedujo, o fue fugaz en ella. Eso establece una diferencia cualitativa de cierta entidad entre ambos grupos, y tan difícil es que uno aceptase la fusión como que el otro la pretendiera”. Elegantemente, Lázaro Carreter introducía la distinción entre alta y baja cultura, que rebajaba la repercusión e importancia de la “otra Generación del 27”, más volcada en la prensa, la comedia y el humor gráfico. Creo que el genial Tono nos proporciona una réplica impecable a esta apreciación levemente despectiva: “Fue nuestra generación una verdadera generación precursora, pues todavía se están riendo de nosotros”.

El poeta, ensayista y crítico literario Guillermo de la Torre no advierte ningún desdoro en las revistas de quiosco. De hecho, opina que “la revista anticipa, presagia, descubre, polemiza”. En La deshumanización del arte, Ortega y Gasset, que había estrenado su pluma en la prensa y expandía su mente en la plaza pública, elogia la “gran modestia” de las vanguardias, que conciben el arte como juego, farsa, pirueta. Al igual que los románticos del siglo XIX dirigidos por los hermanos Schlegel, opinan que la ironía es la máxima categoría estética. Esa actitud explica que la “otra Generación del 27” se instale cómodamente en semanarios como Buen Humor y Gutiérrez, apelando no tanto a las carcajadas banales como a la sonrisa inteligente.

Bohemio, indisciplinado, caprichoso, inconstante, perezoso e hipersensible, Miguel Mihura nació en Madrid el 21 de julio de 1905. Hijo de Miguel Mihura Álvarez, actor, empresario teatral y autor de piezas dramáticas y musicales breves, abandonó tempranamente sus estudios con el propósito de escribir historietas cómicas para semanarios “galantes” –es decir, eróticos– y para el diario El Sol. Colaboró con Buen Humor, Muchas gracias y Gutiérrez. Sus dibujos esquemáticos y minimalistas impulsaban eficazmente sus ocurrencias narrativas. En ocasiones, prescindía de los textos a pie de viñeta e incluso de los bocadillos, logrando despertar la hilaridad con un garabato que representaba a un personaje sobre un fondo vacío. En Gutiérrez, comenzó a colaborar con Tono. La pareja desarrolló un humor absurdo que oponía el despiste crónico, la incongruencia autocomplaciente y la torpeza patológica al orden, la seriedad y la sensatez. Ambos autores invocaban la infancia como un paraíso perdido. En ese período de la vida, lo poético y lo imaginario prevalecen sobre lo prosaico y ordinario, celebrando los disparates y los despropósitos. Se podría confundir este humor con el mero escapismo, pero sería más exacto afirmar que Tono y Mihura, escépticos ante la posibilidad de transformar el mundo, prefieren divertirse a su costa, mostrando sus aspectos más grotescos.

Aunque Mihura afirmó que su paso de la “zona roja” a la “zona nacional” no tenía “nada que ver con las ideologías”, fundó en 1937 con su amigo Tono la revista semanal de humor gráfico La Ametralladora, que en sus primeros números se llamó La Trinchera, dejando claro desde el título su posición beligerante. Después de la Guerra Civil, La Codorniz tomaría el relevo de La Ametralladora, pero con un humor más abstracto y menos combativo. La dura posguerra demandaba formas de evasión. Ya no era posible burlarse del mundo. Sólo cabía soportarlo, sin perder la sonrisa. Director de La Codorniz hasta 1944, cuando Álvaro de la Iglesia –hasta entonces redactor jefe– ocupó su puesto e imprimió un carácter más crítico y social a la revista, Mihura recuperó el sentido del humor previo al estallido de la guerra, exponiendo claramente sus intenciones: “El humor es un capricho, un lujo, una pluma de perdiz que se pone en el sombrero; un modo de pasar el tiempo. El humor verdadero no se propone enseñar o corregir, porque no es ésta su misión. […] El humor es ver la trampa a todo, darse cuenta de por dónde cojean las cosas; comprender que todo tiene un revés, que todas las cosas pueden ser de otra manera, sin querer por ello que dejen de ser como son, porque esto es pecado y pedantería. El humorismo es lo más limpio de intenciones, el juego más inofensivo, lo mejor para pasar las tardes”.

A semejanza de Valle-Inclán, Mihura recurre a la imagen de los espejos para formular su estética, pero con una importante diferencia. No pretende suscitar la mueca que produce la deformidad, sino el gesto de asombro que surge ante lo inaudito e insólito. “Lo único que pretende el humor –apunta Mihura– es que, por un instante, nos salgamos de nosotros mismos, nos marchemos de puntillas a unos veinte metros y demos media vuelta a nuestro alrededor contemplándonos por un lado y por otro, por detrás y por delante, como ante los tres espejos de una sastrería y descubramos nuevos rastros y perfiles que no conocíamos”. Años más tarde, Mihura evocaría los primeros años de La Codorniz como un período “lleno de fantasía, de imaginación y de grandes mentiras, sin malicia”. Sin vocación política, ni servidumbres de ninguna clase, el periódico fue “como una pieza musical, como una canción, como un disco de música de baile que se escucha para pasar el rato y nada más”.

Edgar Neville, Tono, Jardiel Poncela y López Rubio probaron suerte en Hollywood. Todos regresaron decepcionados por las exigencias de la industria del cine, que les pedía chistes fáciles y argumentos pueriles, rechazando su humor sofisticado. Solo Mihura se quedó en Madrid, tal vez por no separarse de una ciudad con la que mantenía una relación muy peculiar: “Cuando yo estaba a punto de nacer, Madrid no estaba inventado todavía y hubo que inventarlo precipitadamente para que naciese yo y para que naciese otro señor bajito cuyo nombre no recuerdo en este momento y que también quería ser madrileño”. Muchas veces se minimiza el valor del humor y la comedia, pero lo cierto es que Mihura aportó una de las obras más innovadoras del teatro español del siglo XX, Tres sombreros de copa. Si hubiera salido de la pluma de un autor extranjero, tal vez la crítica internacional habría proclamado que se trataba de una de las creaciones más originales del siglo. Mihura acabó Tres sombreros de copa el 10 de noviembre de 1932. Tras una operación de pierna, se enfrentó a una larga convalecencia y tuvo que elegir –según su propia confesión– entre hacer solitarios, aprender húngaro por correspondencia o jugar a la “patita coja”. Aconsejado por unos amigos, se lanzó a escribir una comedia, sin sospechar que la obra tardaría veinte años en estrenarse. Admirador de Carlos Arniches, que sufría terriblemente en los estrenos, y amigo de Pedro Muñoz Seca, “tan cordial, tan simpático, tan señor, tan optimista”, Mihura no idealiza a los cómicos, “que mienten descaradamente, que convierten un fracaso en un triunfo –si el fracaso ha sido suyo– y un triunfo en un fracaso, si el triunfo ha sido el de un compañero”.

Mihura se inspiró en su gira como director artístico de la compañía de su amigo “Alady”, compuesta por un ballet de seis chicas vienesas, dos negros y una domadora de serpientes, que no hacía nada, salvo acompañar a las chicas. Sabía que había escrito algo diferente, pero se quedó sorprendido cuando los empresarios teatrales rechazaron estrenarla, con distintos pretextos. Algunos alegaban que era la creación de un demente; otros se disculpaban, asegurando que el público aplaudiría a rabiar o quemaría las butacas. Mihura no entendía lo que sucedía: “Y, de pronto, sin proponérmelo, sin la menor dificultad, había compuesto una obra rarísima, casi de vanguardia, que no sólo desconcertaba a la gente sino que sembraba el terror en los que la leían”. La Guerra Civil abrió un paréntesis trágico que pospuso el estreno de forma indefinida.

Durante los años en que los españoles competían en barbarie e incivismo, Mihura escribió con Tono Ni rico ni pobre, sino todo lo contrario, que estrenó en 1943 en el Teatro Nacional María Guerrero. Mihura y Tono se enfadaron durante los ensayos, retirándose la palabra. Utilizaban a terceros para comunicarse, aunque se encontraran a un palmo de narices. Afortunadamente, hicieron las paces por iniciativa de Mihura, que deseaba “defraudar a los amigos de Tono”, partidarios de que siguieran a la gresca. Durante las primeras representaciones de Ni rico ni pobre, sino todo lo contrario, “había señoras gordas que empezaba a patear en un palco, indignadas; y otras más delgadas, que, en pie, aplaudían”. La crítica se dividió entre los que halagaban el ingenio de Tono y Mihura, y los que preferían tacharlos de majaderos incurables. Apareció un artículo en una revista médica que calificó a la pareja de “infraseres”. Mihura no se planteó volver a escribir hasta que se le acabó el dinero. Solía comentar que había dejado la dirección de La Codorniz por “serios motivos de vagancia”, pues prefería echarse la siesta a escribir o dibujar. En una entrevista, se presentó como “un fatalista terrible”, explicando que se atribuía esa etiqueta porque era “la forma más elegante de ser un vago elevado al cubo”. Su máxima aspiración era presentar su “pereza en la primera exposición de perezas internacionales que haya y ganar la medalla de honor”. Se consideraba “un maestro en el arte de no hacer nada”. Confesaba que el mar le parecía “una memez en movimiento” y que soñaba con “morir de risa”.

Tres sombreros de copa no se estrenó hasta que el Teatro Español Universitario, una agrupación teatral creada en 1941 e inspirada en La Barraca, logró llevarla al Teatro Español el 24 de noviembre de 1952. Se trató de una sola sesión de cámara con un joven Gustavo Pérez Puig como director de escena. El público, joven y universitario, la acogió con entusiasmo, pero cuando empezó a circular por los teatros tradicionales sólo duró 48 representaciones. El público le dio la espalda, incapaz de comprender su humor. En sus obras posteriores, Mihura adoptaría un estilo más convencional, alegando que “la señora o el caballero que pagan cuarenta pesetas por butaca tienen derecho a ser complacidos en sus gustos, a menos que sean repugnantes”. La trama de Tres sombreros de copa es muy sencilla: Dionisio, un joven tímido, convencional y algo cursi, se aloja en un pequeño hotel de provincias la noche antes de su boda. Se casa porque tiene veintisiete años, la edad a la que se casan todos los hombres, y “porque ir al fútbol siempre, también aburre”. Su futuro suegro, Don Sacramento, es el típico burgués de provincias: solemne, estirado y sin imaginación. Don Rosario, el dueño del hotel, le prepara la habitación con esmero, pensando en el hijo que perdió. Todos los planes se alteran cuando Paulina, una de las bailarinas del ballet de Buby Barton, se cuela en la alcoba. Es una muchacha jovencísima, rubia y atractiva, que finge peleas con su novio Buby para abordar a los hombres y sacarles el dinero con mentiras, chantajes y falsas promesas. Buby y Paula son unos buscavidas, unos timadores sin escrúpulos, pero esta vez surgirá la chispa del amor entre la bailarina y su víctima, frustrando el ardid.

Mihura respeta las tres unidades del teatro clásico, con una trama que ocupa unas pocas horas y transcurre en un solo lugar. La novedad no reside en el aspecto formal, sino en un humor disparatado que prefigura el teatro del absurdo. Así lo reconoce Eugène Ionesco, según el cual “Tres sombreros de copa tiene la ventaja de poder unir el humor a lo trágico, la verdad profunda a la gracia, que, en tanto que es elemento caricaturesco, subraya y hace destacar, agrandándola, la verdad de las cosas”. En la Advertencia preliminar, Mihura apunta que “todos sus personajes están siempre un poco en la luna; un poco sin darse cuenta de las cosas; un poco azorados”. Tres sombreros de copa es “la comedia de las muchachas pelirrojas que no tienen madre y adoran la música de los gramófonos”. Se avergüenza de su personaje principal. Por eso lo hace desaparecer de escena siempre que es posible y, cuando no lo es, lo fastidia con molestas intromisiones en su alcobita color rosa. Se disculpa por inventar a Buby Barton, “el negro más falso de la Negrería”, aconsejando a los negros de verdad que no vean la obra. Sólo elogia a Paula, que “vive su romance con una gran verdad. Ella únicamente se salva de todo lo ridículo, de todo lo imbécil que la rodea…”. Mihura no maltrata a sus personajes con la crueldad de Valle-Inclán, pero su humor es sumamente incorrecto. Aunque trata con simpatía y ternura a una joven con un estilo de vida execrado por la sociedad de la época y, en menor medida, a don Rosario, un anciano solitario que añora a su hijo prematuramente fallecido, nunca desperdicia la ocasión de introducir el punto de vista cómico y deformante. Don Rosario es un personaje simpático o, por lo menos, a mí me lo parece. Cuando hace frío, mete botellas de agua caliente en la cama de sus huéspedes. Si están constipados, se acuesta con ellos para darles calor y sudar. Si no pueden dormir, les interpreta antiguas romanzas con su cornetín de pistón. Y cuando se marchan, los despide con un beso paternal. Sin embargo, Mihura nos cuenta su tragedia, empleando un humor cruel. Cuando aún era un niño, su hijo se asomó a un pozo para coger una rana y se cayó al agua: “Hizo ‘¡pin!’ y acabó todo”. Una y otra vez repetirá el fatídico “¡pin!”, asociando la muerte a la farsa y la inoportunidad.

El humor cruel de Mihura se agudiza con Buby Barton. Dionisio le pregunta la primera vez que se cruza con él: “¿Y hace mucho tiempo que es usted negro? […] ¿Y de qué se quedó usted así? ¿De alguna caída?…”. Paula no se muestra más considerada con Buby: “Eres un negro insoportable, como todos los negros. […] ¿Es que tú crees que puedo enamorarme de un negro? […] He sido novia tuya por lástima… Porque te veía triste y aburrido… Porque eras negro… Porque cantabas esas tristes canciones de la plantación… Porque me contabas que, de pequeño, te comían los mosquitos, y te mordían los monos, y tenías que subirte a las palmeras y a los cocoteros…”. Paula añade que siempre preferirá casarse con una persona educada y blanca. Paula está fingiendo ante Dionisio, pues no es la novia de Buby, sino su compinche para desplumar a “primos” e ingenuos, pero sus frases son despiadadas.

En nuestros días, esa clase de humor sería impensable. No puedo decir que me agrade especialmente, pero siempre es preferible a la autocensura impuesta por la presión externa, ya sea social, moral o legal. De todas formas, sería un desatino acusar de racismo a Mihura, que se limita a no dejar títere con cabeza, disparando sarcasmos en todas direcciones. Su humor corrosivo elige a la burguesía de los años 30 como blanco principal de sus burlas. Don Rosario es un buen hombre, pero su cursilería es insufrible. Utiliza la expresión “carita de madreselva” para darle las buenas noches a Dionisio. Dionisio es rematadamente tonto. Cuando Fanny, otra chica del ballet de Buby Barton, le dice: “Oye, tienes unos ojos muy bonitos…”, contesta: “¿En dónde?”. Aunque se enamora de Paula, Dionisio acabará casándose con su antigua novia. El anhelo de seguridad vencerá al fuego de la pasión y la aventura. Bohemio recalcitrante, Mihura nunca ocultará su desdén por la vida burguesa, que exige madrugar, trabajar, acudir puntualmente a las citas, crear una familia y morirse de aburrimiento los fines de semana, jugando a las cartas con la suegra o viendo el fútbol con una patulea de cuñados, primos y sobrinos.

Mihura ridiculiza a la burguesía con una galería de personajes donde conviven lo ridículo, lo grotesco y lo mezquino. Sus caracterizaciones desbordan ingenio y cierta malicia. Poderoso y acaudalado, el Odioso Señor presume de ser el propietario de cuatrocientos elefantes en la India, a los que ha equipado con “trompa y todo”, y de sus baños en Noruega en compañía de las focas. Posee, además, grandes campos de trigo y tres lujosos automóviles, pero no le gustan demasiado, pues le parece monótono que “vayan siempre las ruedas dando vueltas…”. Don Sacramento sólo piensa en las apariencias y habla como Rubén Darío: “La niña está triste y la niña llora. […] La niña está pálida… ¿Por qué martiriza usted a mi pobre niña?”. El Anciano Militar con el que flirtea Fanny presume de haber luchado contra los indios sioux, y el Cazador Astuto admite que los conejos pueden cazarse o pescarse, según la borrachera que se lleve. Dionisio, con su bobería habitual, reconoce que se casa “pero poco…”. Su futuro suegro se indigna con él cuando afirma que no le gustan los huevos fritos, asegurando que a todas las personas decentes les gustan los huevos fritos, particularmente en el desayuno.

Después de despellejar a la burguesía, Mihura ensalza la vida bohemia, relajada e improductiva. Dionisio lleva tres sombreros de copa en la maleta. Son para la boda, pero con Paula improvisará un juego absurdo, fingiendo que es un malabarista. Su pasión por Paula no le librará de su destino: comer huevos fritos, soportar la ñoñería de su prometida y sufrir problemas digestivos. Paula seguirá con el ballet de Buby Barton, sin hacerse ilusiones sobre su porvenir: “Las muchachas como yo se mueren de tristeza en las habitaciones de estos hoteles”. Los tres sombreros de copa, que simbolizan la fantasía, la libertad y el humor, sucumben ante los sombreros de hongo, tediosos, estólidos y opresivos. Mihura no es un revolucionario, sino un anarquista existencial que reivindica la risa y la imaginación. Frente al Odioso Señor y otros ejemplares de la burguesía, Paula, Buby Barton y Madame Olga, la mujer barbuda, encarnan otra forma de vivir, donde lo absurdo es hermoso. En ese mundo ilógico y delirante, no hay que comer huevos fritos a las seis y media de la mañana, ni sufrir a un suegro que hace reproches, imitando malamente los versos de Rubén Darío. Madame Olga considera que su marido tuvo mucha suerte, pues nació con cabeza de vaca y cola de cocodrilo, lo cual atraía a mucho público. Siempre es preferible eso a levantarse temprano para acudir a la oficina y pasar las horas sobre un triste escritorio, aguantando los bocinazos de un jefe con cara de bulldog.

Eugène Ionesco afirma que el estilo irracional de Tres sombreros de copa “puede desvelar, mejor que el racionalismo formal […], las contradicciones del espíritu humano, la estupidez y el absurdo. La fantasía es reveladora; es un método de conocimiento: todo lo imaginario es verdad; nada es verdad si no es imaginario”. Miguel Mihura corrobora esta tesis: “Tres sombreros de copa no es de esas comedias en las que parece que todo es verdad; es, por el contrario, la comedia en la cual todo parece que es mentira”. La risa es libertad, proclama Ionesco. Por eso, Hitler y Stalin no la toleraban. Más allá de las intenciones del propio Mihura, Tres sombreros de copa transmite que la risa puede salvar al ser humano de sus propios demonios, mostrando la inconsistencia del conformismo, la mediocridad y el odio. Ionesco sostiene que el humor es la única visión crítica que desmonta los tabúes y nos vacuna contra el fanatismo. La obra de Mihura nos invita a “pasar de un plano de la realidad a otro; de la vida al sueño; del sueño a la vida. […] Lo trágico se une a lo cómico, el dolor a lo bufo, lo irrisorio a lo grave. Es una excelente gimnasia intelectual”.

Mihura nos ayuda a soportar la imperfección de la vida y a afrontar la muerte con una sonrisa.En su epitafio, hizo escribir: “Ya decía yo que ese médico no valía mucho”. Magnífica despedida de un hombre que jamás incurrió en el peor de los vicios: tomarse a sí mismo en serio.

domingo, 14 de octubre de 2018

"Los verbos reiterativos" por Álex Grijelmo


Una nueva clase de verbos se incorpora al español periodístico de España. Teníamos verbos transitivos, intransitivos, copulativos, irregulares, defectivos… Ahora se suman los verbos reiterativos. No hay sección que se les resista. Ocupan ellos solos el espacio que antes compartían con otros, que ahora parecen apestados. He aquí algunos de esos verbos depredadores.

Arrancar. Todo arranca. Arranca la temporada, arranca la reunión, arranca la tormenta, arranca el acto, arranca la ceremonia, arrancarán las obras, arrancará un congreso, arranca el juicio, arrancó el conflicto, arranca el minuto de silencio, arranca el partido… (Pronto dirán “arranca el descanso”).

Antes de esta plaga, el partido empezaba, la temporada se iniciaba, la reunión se emprendía, la tormenta se desataba, la ceremonia comenzaba, las obras se acometían, el congreso se abría, el juicio se emprendía, el conflicto se desencadenaba… y se daba paso al minuto de silencio.

Dejar. Este verbo reiterativo se manifiesta con todo tipo de catástrofes, contexto en el que se le despoja de sus significados genuinos (soltar algo, apartarse, permitir…). Así, el terremoto dejó víctimas, el incendio dejó cuerpos carbonizados, las inundaciones dejaron daños, el huracán dejó destrozos.

Qué tiempos aquéllos, cuando el terremoto causaba víctimas, el incendio carbonizaba los cuerpos, las inundaciones dañaban los caminos, el huracán destrozaba las casas. Ahora en cambio un huracán deja 20 víctimas, como si las llevara puestas y las hubiera soltado de repente.

Generar. Oímos continuamente que una cosa genera otra. Un insulto genera un conflicto, un alimento genera diarrea, una patada genera la expulsión, una pregunta genera una respuesta, una agresión genera una guerra, una guerra genera miles de muertes.

Antes los insultos causaban un conflicto, un alimento producía diarrea, una patada ocasionaba la expulsión, una pregunta incitaba a una respuesta, una agresión abocaba a una guerra, una guerra provocaba miles de muertes. El verbo generar ha generado una generosa reiteración general.

Hacer. Este verbo está muy manoseado, en parte porque a menudo cumple la función de un proverbo que sustituye a otro verbo del mismo modo que un pronombre sustituye a un nombre. Decimos “mi prima jugó al baloncesto en su juventud y mi hermana también lo hizo”. Por eso un buen estilo debería huir de su uso en casos como éstos. “Hizo un error”, “hoy hacen una película en la tele”, “haré vacaciones en diciembre”, “mi padre ha hecho 60 años”, “yo le hacía más joven”, “hace cara de pocos amigos”.

Para expresar esas ideas disponemos de verbos más precisos: “Cometió un error”, “hoy emiten una película en la tele”, “tomaré vacaciones en diciembre”, “mi padre ha cumplido 60 años”, “yo le suponía más joven”, “pone cara de pocos amigos”.

Realizar. Para evitar “hacer”, muchos acuden a “realizar”. Se realiza una obra, se realizan las vacaciones, se realiza un edificio, se realiza un atraco, se realiza un adelantamiento, se realiza una pregunta, se realiza una exposición, se realiza un regalo…

Antes se ejecutaba una obra, se tomaban las vacaciones, se construía un edificio, se cometía un atraco, se adelantaba, se preguntaba, se exponía, se regalaba…

Para escribir mejor, vale la pena huir de éstos y otros verbos reiterativos. Y no lo reiteraremos más.

domingo, 7 de octubre de 2018

"Usos amorosos de la postguerra española" de Carmen Martín Gaite


Al leer el ensayo de Carmen Martín Gaite de 1986, Usos amorosos de la postguerra española, me ha recorrido un profundo escalofrío. El sometimiento de la mujer durante la posguerra y su reeducación a cargo de la Sección Femenina me han recordado, y mucho, a la novela (y después serie de televisión), El cuento de la criada. Atwood inventa un mundo futuro en el que la mujer se ve sometida a unos rituales aberrantes por parte de una sociedad autoritaria de hombres religiosos. Es sorprendente, pero es así, la sociedad distópica de El cuento de la criada la inventamos en España. Es más, la actriz que interpreta el papel de ama de las criadas se parece sospechosamente a la jefa de la Sección Femenina, a la hermanísima, Pilar Primo de Rivera. 
Parecidos usos impuestos en la posguerra española por el Movimiento y por la Iglesia, resultan espeluznantes en la ficción de Atwood. Estas eran las asignaturas que se cursaban en los seis meses de Servicio Social obligatorios para toda mujer que quisiera obtener trabajo: Religión, Cocina, Formación familiar y social, Conocimientos prácticos, Nacionalsindicalismo, Corte y Confección, Floricultura, Ciencia Doméstica, Puericultura, Canto, Costura y Economía Doméstica. Además de este adoctrinamiento explícito, la convención social y las leyes exigían de la mujer sumisión al marido y preparación para ser madre, solo eso. Eso, participar en las tradiciones y no salirse de las convenciones estrictas y castradoras de la Iglesia y el poder político. Tal y como le ocurre a las esposas y criadas del cuento de Atwood. 
Como en El cuento de la criada, durante el franquismo, el sexo solo se menciona para procrear y hay una obsesión en favor de limpio contra lo sucio, de lo sano contra lo malsano. "La afición al aire libre y al sol era un antídoto contra el ambiente impuro de bares, cines y tertulias". 
Esas criadas vestidas de rojo, que sirven para la procreación de familias pudientes, cuyas mujeres son estériles, son nuestras madres y abuelas de la posguerra. A la mujer española se le impuso la perversión de los rituales religiosos y sus usos morales. Se la sometió violentamente, como se somete en la novela a esas muchachas fértiles, con una diferencia. En la ficción, la protagonista es consciente de este sometimiento y quiere escapar. En la realidad española, la mayoría de las protagonistas no eran conscientes de su suerte. Ni siquiera ahora, más de cincuenta años después, son conscientes de la bilis que arrastramos.    

sábado, 6 de octubre de 2018

"Juan Codina, memorable Max Estrella" por Liz Perales


Cuando veo Luces de bohemia no puedo eludir plantearme las dos cuestiones controvertidas que los estudiosos del teatro de Valle suelen sacar a colación: si el final de la obra es el que se merece; y si es una pieza extraordinaria como texto literario pero de difícil representación. La producción dirigida por Alfredo Sanzol en el Centro Dramático Nacional, y estrenada ayer en el María Guerrero, despeja estas cuestiones.

El anecdotario teatral recuerda que ya el mismo José María Rodero, actor que interpretó el papel de Max Estrella en la primera producción profesional que se hizo de la obra en nuestro país, la dirigida por José Tamayo en 1970, se preguntó más o menos lo siguiente: “¿Por qué sigue la obra cuando yo me muero?”. Y efectivamente, es imposible escapar a esta pregunta también en la sencilla y despojada puesta en escena de Sanzol.

Me aventuro a pensar que Sanzol-autor también comparte que la obra debería acabar en la escena XIII, o sea, en el velatorio de Max Estrella en su casa, y así lo da a entender cuando decide terminarla haciendo que Max Estrella se levante del ataúd, coja la mano de su mujer Colette y ambos esperan a que se una su hija Claudinita para hacer mutis.

Las siguientes escenas, las XIV y la escena última, alargan la producción hasta las dos horas y media, el ritmo decae y desde el punto de vista de la acción no añade nada. Oímos un fantástico diálogo en el camposanto y ante la tumba de Max entre Rubén Darío y el Marqués de Bradomín (alter ego de Valle) sobre la muerte y la religión. La última escena tampoco nos dice nada que no sepamos, y que no se hubiera podido deslizar antes: Don Latino gastándose el premio del billete de lotería que robó a su “amigo” Max. El hecho de que Valle-Inclán publicara esta obra por entregas en un periódico es una razón pecuniaria que explicaría estos dos añadidos.

Respecto a las dificultades de escenificación de un texto como el de Luces… hay una corriente de opinión que piensa que la obra -con un diálogo muy literario y elaborado, que incorpora argot bohemio o cheli de la época, y con continuas referencias a la actualidad del momento en que fue escrito, 1920-, está pensada para un estilo de intérprete declamatorio y que, además, acusa el paso del tiempo. Pero esta puesta en escena de Sanzol lo desmiente categóricamente.

Dos grandes virtudes le encuentro yo a este montaje: la unidad de criterio del director que aplica tanto en los aspectos estéticos como ideológicos, y el tono tragicómico en el que actúa este elenco, todos a una y haciendo “naturaca” un texto realmente hermoso pero endiablado, y sacándole mucha punta al humor que contiene.

El criterio es el despojamiento, la absoluta desnudez pues hasta se nos muestran los huesos del mismo escenario, o sea, la caja, sin telones que la cubra. No hay tramoya, solo personajes que también vemos reflejados en un desfile de espejos que van paseándose por el escenario y que los mismos intérpretes mueven; vemos la realidad del personaje y su apariencia grotesca reflejada en el espejo (definición del esperpento según Ruiz Ramón). O sea, un dispositivo de una sencillez apabullante, que funciona en el teatro María Guerrero, pero también podría hacerlo en un escenario alternativo, y que deja todo el campo abierto a los actores, auténticos protagonistas.

No es fácil armar un elenco tan numeroso y que el resultado sea equilibrado. Aquí se consigue. Al frente de todos un actor que hace un trabajo magistral. Diría que ha sido Max Estrella quien se ha apropiado de la personalidad de Juan Codina pues con su menuda figura da cuenta de la tragedia del poeta ciego y bohemio con la ironía, sarcasmo, lucidez y sensibilidad que transmite el texto. Este Max de Codina es uno de los mejores que he visto y llevo ya tres grandes producciones de esta obra. Es una gozada verlo. Su pareja no le va a la zaga, Chema Adeva es Don Latino, el grotesco y desaliñado “amigo” de juerga, su compañero en una noche por un Madrid absurdo, brillante y hambriento, un canalla que acaba dejándole muerto en la puerta de su casa. Una pareja de actores compenetrada y… bendecida.

El resto del elenco ofrece grandes momentos, algunos muy divertidos. Casi todos los actores se multiplican en varios personajes, menciono solo a algunos: fantástico Jesús Noguero, especialmente en las escenas como Filiberto, el director de El Popular, y como Marqués de Bradomín; Angel Ruíz llega a un nivel de detalle extraordinario como Rubén Darío, personaje muy distinto a Serafin el Bonito, que también interpreta; muy potente Paula Iwasaki como la Pisa-Bien; Jorge Kent, otro gran actor doblándose en varios personajes; graciosísimo Paco Ochao como Don Peregrino Gay; Natalie Pinot y su moderna Colette; la versátil Ascen Lopez como vieja pintada o Merceditas del Corral (licencia que se permite Sanzol al cambiarle el sexo a Don Diego del Corral); Lourdes García, una actriz con un encanto muy especial como se pone de manifiesto haciendo de La Lunares…

Luz de tono expresionista (Pedro Yagüe) al igual que la música que ilustra la función, interpretada en directo por Fernando Velázquez y que introduce dos canciones que entonan los actores, escenografía y vestuario de Alejandro Andújar. Sanzol es fidelísimo al texto original, solo se ha permitido una licencia sobre la monarquía, y está totalmente justificada, ayuda a comprender bien las intenciones de Valle al hablar de ella.

martes, 18 de septiembre de 2018

"Tirano Banderas: Valle-Inclán en Tierra Caliente" por Rafael Narbona


Cuando Ramón María del Valle-Inclán añadió a Tirano Banderas el subtítulo de “Novela de Tierra Caliente”, quiso subrayar la atmósfera sensual, violenta y primitiva de su obra, ambientada en la imaginaria República de Santa Fe de Tierra Firme. Publicada en 1926, el escritor gallego había superado por entonces la perspectiva romántica de la Sonata de estío (1903), impregnada del espíritu de los segundones, bastardos y aventureros que colonizaron América del Sur. Ya no se consideraba un hidalgo en las provincias de ultramar, obligado a defender la causa de la Monarquía Hispánica, católica e imperial, sino un rebelde que simpatizaba con las masas oprimidas, ya fueran indígenas o proletarias. Había perdido un brazo y llevaba dos años aireando su oposición a la Dictadura de Primo de Rivera. En la ampliación de Luces de bohemia publicada en 1924 había añadido dos escenas que exaltaban la lucha obrera contra la España de Alfonso XIII, pidiendo la guillotina para los verdugos del pueblo. Aunque no había elaborado su posición política, experimentaba cierta afinidad con el anarquismo, donde apreciaba esa resistencia al mundo moderno que también bullía en el carlismo. Su odio a la sociedad industrial obedecía a una obstinada inadaptación a los cambios. No hay que olvidar que había perdido el brazo en una pelea con Manuel Bueno, discutiendo sobre un duelo en el que uno de los contendientes era menor de edad. No se había reconciliado con los nuevos tiempos, alejados de los viejos códigos de honor, pero había abrazado la ira de los humillados y ofendidos.

Valle-Inclán no inventa la “novela del dictador” –algunos críticos señalan que el inicio del género corresponde a Facundo o civilización y barbarie en las pampas argentinas, de Domingo Faustino Sarmiento, publicada en 1845, y otros retroceden incluso hasta Bernal Díaz del Castillo y su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, aparecida en 1632-, pero sí crea una nueva fórmula estética para abordar la figura de los sátrapas que ejercen despóticamente el poder. Ya no se trata de recrear fielmente sus abusos, sino de escarbar en las patologías colectivas que propician el surgimiento de caudillos providenciales. Esa tarea exige el conocimiento del contexto histórico y cultural, y un estilo audaz que combine la metáfora, la intuición y la hipérbole, deformando sistemáticamente a los personajes. No es posible llevar adelante este planteamiento sin adoptar la mirada de los dioses que contemplan a sus criaturas desde lo alto, desplegando una visión despiadada de sus miserias y pecados. Es la famosa estética del esperpento, donde no hay piedad ni simpatía hacia las debilidades humanas. En Tirano Banderas, no hay ningún héroe, ni ninguna conducta ejemplar. Zacarías el Cruzado, un antiguo bandolero, venga la muerte de su hijo, devorado por los cerdos, ahorcando al usurero que denunció a su madre. No lo cuelga de un árbol o una cornisa, sino que lo arrastra con un caballo, después de echarle el lazo al cuello. No obra por sentido de la justicia, sino por una comprensible rabia. El Coronelito Gándara y el criollo Filomeno Cuevas no se sublevan contra el General Santos Banderas para restablecer la libertad de la República, sino por despecho y turbios intereses. Don Roque Cepeda, un liberal con la mente animada por ideas ilustradas, cristianas y teosóficas, es un hombre honesto, pero terriblemente ingenuo y algo ridículo: un cordero de la misma pasta que Francisco Madero. Valle-Inclán, que ya había flirteado con el paganismo en las Sonatas, desdeña la piedad evangélica, componiendo un fresco de las bajezas e imperfecciones humanas que no transige en ningún momento con la esperanza. Santos Banderas muere acribillado, pero los que cortan su cabeza y descuartizan su cuerpo, arrojando los restos “de frontera a frontera, de mar a mar”, actuarán con el mismo despotismo. La historia está condenada a repetir una y otra vez sus errores, víctima de una fatalidad irreversible.

La trama de Tirano Banderas sólo dura tres días, y avanza de forma fragmentaria y discontinua, creando un clima onírico y asfixiante. No hay sucesos fantásticos, pero los hechos parecen alucinaciones o escenas demoníacas extraídas de una tabla de Brueghel o el Bosco, con sus criaturas martirizadas o impotentes ante la inexorable marcha de la Muerte. Mientras el tirano observa la calle desde el balcón de su palacio, el pueblo celebra el Día de Muertos o Día de Todos los Santos. No parece casual que el nombre del déspota coincida con la famosa festividad católica, que en México se funde con las tradiciones aztecas, desatando un frenesí colectivo. Santos Banderas podría ser Mictlantecuhtli, el dios de los muertos y el inframundo, que sólo se aplaca con la ofrenda de pieles de seres humanos ritualmente desollados. Mictlantecuhtli es representado como un esqueleto con una calavera con muchos dientes y se le asocia con el murciélago, la araña y el búho, un pájaro de mal agüero. En México, aún hoy se considera fatal escuchar su canto nocturno. Valle-Inclán destaca la calva de Santos Banderas, comparando su rostro con una máscara y, en reiteradas ocasiones, asimila su mirada y sus facciones con las de un búho o una lechuza. El escritor procede de Galicia, donde las viejas leyendas perviven en apacible promiscuidad con el cristianismo. Tal vez por eso no le cuesta comprender el latido del alma mexicana, convulsa, apasionada y creativa. A diferencia del Día de Todos los Santos, el Día de Muertos no expresa la comunión de los vivos con los difuntos, sino el reinado inexpugnable de la Muerte. Su corona tiene un precio terrible: la soledad. Santos Banderas sólo cuenta con una hija loca. Su aislamiento es total, pues nadie le ama. Sólo le adulan. Inspira miedo, pero no afecto. Su caída sólo provocará regocijo, no duelo. El sonido de los fusilamientos que se producen cada día incrementa su sensación de poder, pero también acentúa su incomunicación.

La imaginaria República de Santa Fe aún vive bajo la influencia católica, pero el racionalismo europeo ya ha echado raíces. Santos Banderas no es un déspota oriental, sino un dictador que finge respetar la democracia parlamentaria. Se podría afirmar que el Generalito Banderas es una síntesis de Lope de Aguirre, Porfirio Díaz y Miguel Primo de Rivera. Cuando sus adversarios avanzan hacia San Martín de los Mostenses, antiguo convento y palacio presidencial, apuñala a su hija hasta la muerte, poseído por la misma locura que el conquistador español. Con sangre india como Porfirio Díaz, cree en el progreso y la modernización, pero bajo el dominio de la oligarquía. Como Primo de Rivera, es paternalista, presumido y sentimental. Afirma que ha escalado hasta la cima del poder por sentido de la responsabilidad y afán de servicio, pero que apenas arregle los asuntos de la República se retirará a su predio, imitando al dictador Lucio Quincio Cincinato, elogiado por Catón el Viejo y otros notables romanos como ejemplo de integridad, honradez y rectitud. Entre sus sagradas obligaciones, se encuentra la ingrata tarea de firmar sentencias de muerte. Aunque su corazón supuestamente se desgarra cada vez que envía a un hombre al paredón, su mano no le tiembla, pues un prócer no puede permitirse flaquezas ni sentimentalismos. Piensa que el pueblo tiende a la molicie, la sedición y el latrocinio, por lo cual es necesario mantenerlo bajo un permanente régimen de terror.

Valle-Inclán se muestra implacable con sus personajes. Su descripción de la colonia española, que levantó ampollas, es demoledora: “El abarrotero, el empeñista, el chulo de braguetazo, el patriota jactancioso, el doctor sin reválida, el periodista hampón, el rico mal afamado”. Todos se inclinan ante el dictador, al que el escritor retrata como una “momia taciturna con la verde salivilla en el canto de los labios”. Don Celestino Galindo, “orondo, redondo, pedante” encarna el oportunismo de esa colonia, que sólo piensa en consolidar y extender sus privilegios. Su “búdico vientre” y “el cebollón de su calva” se conciertan con la afectación “cuáquera” y la facha de “pájaro nocharniego” del Generalito Banderas para mantener a raya al criollo, el indio y el negro, las “tres cabezas” de Santa Fe. El Barón de Benicarlés, Ministro Plenipotenciario de su Majestad Católica, adicto a la morfina y “con la voz de cotorra y el pisar del bailarín”, no quiere prestar un apoyo incondicional a Santos Banderas, pues sabe que la facción revolucionaria que conspira contra él, podría hacerse con el poder y no quiere perder la oportunidad de congraciarse con ella. “Las revoluciones, cuando triunfan, se hacen muy prudentes”, advierte a Don Celes. Con “manos de odalisca”, “sonrisa de oros ondontálgicos”, “boca belfona, untada de fatiga viciosa” y figura “elefantona, atildada, britanizante”, fracasará en sus intrigas por su homosexualidad encubierta. Aficionado a disfrazarse de mujer y a participar en orgías grotescas, donde un hombre simula un parto y otros le asisten como comadronas, Santos Banderas le chantajeará con cartas comprometedoras. Las dictaduras sobreviven, explotando las debilidades humanas. La hipocresía y la corrupción siempre juegan a su favor. Mientras los revolucionarios son pasados por las armas cada tarde, el Generalito Banderas hace política con el juego de la rana, recordando a sus aduladores que no tendrá compasión con traidores y desleales. El juego de la rana evidencia el carácter grotesco de las dictaduras, donde gobiernan el azar, la intriga y el capricho. Cuando no hay libertades ni derechos, todos los ciudadanos se pasean por la cuerda floja, expuestos a una caída fatal en cualquier momento. Su suerte se decide con un gesto.

El mitin de Don Roque Cepeda en el Circo Harris incita a poner fin a la dictadura con argumentos utópicos. No es suficiente derrocar al tirano. Hay que liberar al conjunto de la Humanidad: “Queremos convertir el peñasco del mundo en ara sidérea donde se celebre el culto de todas las cosas ordenadas por el amor: El culto de la eterna armonía, que sólo puede alcanzarse por la igualdad entre los hombres”. Cuando es confinado en el Fuerte de Santa Mónica, Don Roque habla con un compañero de encierro, explicándole que “el revolucionario es un vidente” inspirado por la “intuición de eternidad”. Evocando a Bartolomé de las Casas, sostiene que la piedra angular del ideario revolucionario en la República de Santa Fe es la redención del indio, “un sentimiento fundamentalmente cristiano”. El pensamiento político de Don Roque no se alimenta exclusivamente de cristianismo. Ha asimilado las máximas indostánicas, la cábala, el ocultismo, la filosofía alejandrina y las doctrinas teosóficas. Desde su punto de vista, “los hombres eran ángeles desterrados: Reos de un crimen celeste, indultaban su culpa teologal por los caminos del tiempo, que son los caminos del mundo”. De unos cincuenta años, “la frente ancha” y “pulida calva de santo románico”, su cuerpo posee “la fortaleza dramática del olivo y de la vid. Su predicación revolucionaria tenía una luz de sendero manantial y sagrado”. A pesar de sus extravagancias, Don Roque de Cepeda está muy cerca de Valle-Inclán, que desde joven se interesó por las doctrinas esotéricas y siempre simpatizó con la causa de los desheredados y marginados. Santos Banderas, cínico, pragmático y escéptico, reprocha a Don Roque su fervor utópico: “Usted, criollo de la mejor prosapia, reniega del criollismo. Yo, en cambio, indio por las cuatro ramas, descreo de las virtudes y las capacidades de mi raza”. El dictador prefiere la retórica hueca, latinizante, que no compromete a nada. Sus aduladores le comparan con Quevedo y Juvenal, pero él contesta: “Ni Quevedo ni Juvenal: Santos Banderas. Una figura en el continente del sur”.

Los embajadores de Francia, Reino Unido, Alemania, Estados Unidos y otras potencias no son menos petulantes y cínicos. Los fusilamientos de revolucionarios les parecen excesivos e inhumanos, pero se limitan a presentar una nota de protesta, pidiendo el cierre de los expendios de bebidas y una protección reforzada de las embajadas y los bancos extranjeros. Los momentos de mayor patetismo se producen en el Fuerte de Santa Mónica y en el hogar del mismísimo dictador, cuya hija no logra salir de la locura que ha convertido su rostro en “máscara de ídolo”. Los presos del Fuerte contemplan desde lo alto de la muralla “una fúnebre ringla [de cadáveres] balanceándose en las verdosas espuma de la resaca”. El espectáculo es sobrecogedor: “Vientres inflados, livideces tumefactas”. No ignoran que es su destino. No es menos trágico el final de la hija de Tirano Banderas, quince veces apuñalada por su padre para no permitir que sus enemigos puedan deshonrarla.

La “visión estelar” del esperpento cristaliza en una compleja estructura que parece un ardid de nigromante. Tirano Banderas es una “sinfonía del trópico” que combina el tres y el siete, dos números mágicos, para plasmar un conjunto de simetrías. Como ha señalado Alonso Zamora Vicente, la arquitectura de la novela no es casual: “Hay siete partes. La central consta de siete libros, y las otras de tres. El número total es de veintisiete, es decir, tres por tres por tres”. El Valle-Inclán ocultista y teósofo imprime a su novela una dimensión pitagórica, como si el universo fuera producto de números que se multiplican y dividen. Hay un orden invisible que no deja nada en manos del azar, salvo las pasiones humanas, turbias e imprevisibles. Se ha comentado muchas veces que Valle-Inclán se inspiró en el cuadro de El Greco El entierro del Conde de Orgaz para concentrar en un espacio exiguo un alto número de personajes. Esta concepción sería inviable sin un dominio de los distintos espacios de la novela (el palacio presidencial, la prisión, la ciudad, las legaciones diplomáticas) que permite circular a los personajes por un mosaico de enorme vitalidad y fisicidad. Cuando se marcha de Santa Fe, el Barón de Benicarlés comenta: “Es posible que me acompañe ya siempre la nostalgia de estos climas tropicales. ¡Hay una palpitación del desnudo!”. El soberbio estilo de Valle-Inclán se despliega con todo su esplendor, conjugando todos los elementos en un concierto con armonías modernistas y disonancias esperpénticas. A veces, las audacias estilísticas se convierten en licencias (“¡Son pidazos del corazón”, exclama Zacarías, refiriéndose a los restos de su hijo, que le acompañan en un saco) y desafíos a las normas del idioma: “Tuvo lugar, es un galicismo”, observa el director de un periódico a uno de sus plumillas. “Tuvo verificativo”, rectifica el autor. “No lo admite la Academia”, concluye el director, mostrando el carácter restrictivo –y empobrecedor- de las normas y reglas. Valle-Inclán utiliza todos los registros del español de América, añadiendo algunas palabras inventadas, que enriquecen el texto con una connotación hermética. Como deslumbrante espadachín del idioma, se considera investido con poderes de demiurgo.

Tirano Banderas es un clásico que muestra con crudeza la violencia de las dictaduras, donde la ambición de poder anula cualquier reparo moral. Su estilo perfila con extraordinaria vivacidad la psicología de los personajes, sacando a luz su depravación moral o su ingenuidad franciscana. Aunque su marco de referencia es Hispanoamérica, su reflexión sobre el poder puede trasladarse a otras latitudes, pues todos los déspotas son hijos de la locura de Aquiles y el delirio del superhombre. Gómez de la Serna escribió que Valle-Inclán fue “el ogro de la España literaria y amena, el literato de figura caballeresca”. Quizás por eso comprendió tan bien a Santos Banderas, ogro de Tierra Caliente, y a Don Roque Cepeda, figura caballeresca de una América que aún sueña con utopías y bienaventuranzas. Déspotas y libertadores escriben la historia, y los poetas nos cuentan sus andanzas, evidenciando que en nuestro interior habitan –y luchan– ángeles y demonios.

lunes, 17 de septiembre de 2018

"Ordesa" de Manuel Vilas, poesía en vaso limpio


Si tienes cierta edad, es difícil no identificarte con el protagonista de Ordesa, la última novela de Manuel Vilas. Y si, además, eres de la misma generación que él y has sido profesor de instituto, hijo y padre como lo fue y es él, todavía resulta más inverosímil que no te parezca haber pensado alguna vez lo mismo que cuenta su narrador. 
La novela fluye en un constante oleaje determinado por el recuerdo de su padre, de su madre, de sus tíos y de un pasado que lo absorbe hasta ocuparlo, como si el individuo estuviera abocado a ser un copia imperfecta del padre, el otro. Con un estilo lírico y sencillo, sin ampulosidades, como es raro observar en la literatura española actual, Vilas te arrastra hasta tus propias perversiones nostálgicas, hasta un mundo que todos los de su generación hemos olido. 
Pocas obras del actual panorama literario en español exudan tanta sinceridad y tan buen hacer. En Ordesa se define con acierto y crudeza a esa generación silenciosa de la posguerra, la del padre y la madre del protagonista: "Ni mi madre hablaba de su padre ni mi padre del suyo. Era el silencio como una forma de sedición. Nadie merece ser nombrado, y de esa manera no dejaremos de hablar de ese nadie cuando ese nadie muera".Y se reflexiona continuamente sobre ese pasado que pesa, que amarga y que no debemos olvidar para no enajenarnos: "Vivir obsesionado con el pasado no te deja disfrutar del presente, pero disfrutar del presente sin que el peso del pasado acuda con su desolación a ese presente no es un gozo sino una alienación". 
Así es Vilas, un filón de frases lapidarias en las que el contenido pulveriza la forma. Desde una humildad aparentemente sincera, proclama lo siguiente: "Somos vulgares, y quien no reconozca su vulgaridad es aún más vulgar". Vilas estremece por su laconismo, por emplear el lenguaje en su justa medida. No hace falta más que esta frase para definir la madurez: "Me asustan los viejos. Son lo que seré". La novela resuda sinceridad, verdad, porque para él la literatura solo lo es si es verdad, que no es, ni mucho menos, un equivalente de la vida: "La verdad es lo más interesante de la literatura. Decir todo cuanto nos ha pasado mientras hemos estado vivos. No contar la vida, sino la verdad. La verdad es un punto de vista que enseguida brilla por sí solo". 
De su paso por las aulas, también se recoge alguna perspectiva tan interesante como la que habla del oficio de enseñante: "Había profesores que amaban la vida e intentaban transmitir ese amor a sus alumnos. Es lo único que debe hacer un profesor: enseñar a los alumnos a amar la vida y a entenderla, a entender la vida desde la inteligencia; debe enseñarles el significado de las palabras, pero no la historia de las palabras vacías, sino lo que significan; para que aprendan a usar las palabras como si fuesen balas, las balas de un pistolero legendario. Balas enamoradas. Pero yo no veía hacer eso. Están mucho más alienados los profesores que sus alumnos. Oía insultar a los alumnos en las juntas de evaluación, castigarlos por cómo eran, suspenderlos en sádicos ejercicios de poder. Ah, el sadismo de la enseñanza". De los adolescentes, Vilas, aprende un sentido de la libertad, que no tienen la mayoría de los profesores, empeñados en acabar con ella y con ellos.
 La novela está cargada de tanta poesía y de tantas cargas de profundidad que deslumbra: "Los espejos son para los jóvenes. Si respetas la belleza, no puedes respetar tu envejecimiento". Carga contra todo convencionalismo y lanza verdades como crucifijos: ""El gran enemigo de Dios en España no fue el Partido Comunista, sino la Iglesia católica". Y, a pesar de arañar sin parar el pasado y los recuerdos, nunca llega a dañar la superficie de su pulida y medida melancolía: "No, mamá, no volveremos a mirar juntos el sol jamás. Pasarán millones de años y seguiremos sin vernos". 
Pocas veces he leído algo tan estremecedor expresado con tanta sencillez. Poesía en vaso limpio.     

sábado, 8 de septiembre de 2018

España no es un país aconfesional


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España no es un país laico, no, tampoco aconfesional. Vamos a dejarnos de falsas aspiraciones de modernidad. No, Voltaire no pasó por aquí, ni Spinoza, ni hubo una revolución contra el poder establecido, ni una purga del aparato manipulador y omnipotente de la Iglesia Católica. La Inquisición desapareció en el siglo XIX, más de cien años después que en el resto de Europa, y nunca ha habido separación real de poderes entre Iglesia y Estado. No se debe mentir en la Constitución, ni debemos mentirnos a nosotros mismos por aparentar una progresía que nunca ha podido superar los traumas de la Contrarreforma. Los pueblos hierven con sus procesiones, con sus santos, con sus vírgenes, con sus capuchinos, con sus penitentes, con las camareras y mayordomos de dios, con las fiestas en honor a la patrona, con romerías desnaturalizadas por la autoridad de obispos, cardenales y otros togados. 

No se os ocurra objetar ni un reparo a los patrones y patronas (vamos a ser inclusivos) de esta España nuestra (incluidas Cataluña y el País Vasco). No se os ocurra calificar de superstición medieval el fervor por su virgen o de argumentar, desde el racionalismo del siglo XVIII, por qué estos ritos fueron desapareciendo en casi toda Europa. No se os ocurra decir que la Iglesia, desde la Edad Media, aprovechó las celebraciones populares para apropiárselas, extirpar les su sentido erótico-festivo y convertirlas en adoración fanática a un ídolo para su propio provecho material. No, este tipo de crítica no cabe en España porque el racionalismo no ha penetrado en el ámbito de los ritos tradicionales, ni hay voluntad alguna de abandonar las costumbres impuestas por la superstición. 
Se identifica a la patrona o al patrón con el espíritu del pueblo. La fusión de lo religioso con lo político e ideológico se ha trabajado durante tanto tiempo y con tanta sangre que no hay forma de separarlos. Para cualquier vecino de la España rural, y también urbana, deslindar la celebración religiosa de la popular no tendría ningún sentido, no se concibe. ¿Qué serían las fiestas de nuestros pueblos sin procesiones, sin ofrendas de flores a la virgen, sin homenajes a la patrona, sin misas de celebración, sin romerías, sin camareras y mayordomos de la virgen, sin campanas hipnóticas? Nada, no serían nada. Nadie se atreve, ni siquiera los alcaldes más progresistas, a modificar ninguna de estas tradiciones porque la Iglesia se ha encargado de engastarlas con tanto ahínco en la idiosincrasia de los pueblos que todos ellos identifican su identidad social con el patrón o la patrona de su localidad. 

Durante los años ochenta pareció abrirse una brecha en la intocable tradición nacionalcatólica, pero fue una ilusión. En el siglo XXI, el matrimonio de la religión y la identidad popular es más firme que nunca: los ediles siguen presidiendo las procesiones al lado de los obispos; la Iglesia es el centro neurálgico del pueblo y de sus celebraciones; las fiestas locales se celebran en honor de una virgen o un santo; los colegios religiosos siguen teniendo tanto prestigio como siempre (a pesar de Blasco Ibáñez, de Machado o de Pérez de Ayala); se viste a los niños con capuces y se les carga con andas ante la mirada convulsa y apasionada de los padres; se lanza por los aires a los bebés para que rocen el manto de las vírgenes; la propaganda católica se apropió hace mucho tiempo de la calle y de los ayuntamientos… Todo sigue igual desde la Contrarreforma, o casi todo. 

No, no somos un país laico ni aconfesional. Asómate a la ventana, a internet, y lo podrás comprobar. En agosto y septiembre es más fácil apreciarlo. Cristo Rey goza de una vitalidad envidiable. 

Sería razonable que, en la próxima reforma de la Constitución, se redactara de nuevo el artículo 16.3, que reza así: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. Una redacción más fiel a la realidad sería esta: “La confesión del Estado es la católica, apostólica y romana. Los poderes públicos seguirán sometidos a los designios divinos de la Iglesia Católica, determinados por sus obispos y cardenales, porque esa es la voluntad mayoritaria de la sociedad española”.

miércoles, 29 de agosto de 2018

"Las uvas de la ira" de John Steinbeck


Las uvas de la ira es un paradigma de la crueldad con la que se desarrolla el capitalismo salvaje durante los años 30 en los Estados Unidos. 
La familia Joad es expulsada de Oklahoma por la voracidad de los terratenientes y los banqueros que, al encontrarse con el progreso (los tractores), descubren que no necesitan a los arrendatarios de sus tierras. Los Joad son campesinos que han vivido en los campos de Oklahoma desde hace mucho tiempo. No esperan que, de repente, los echen de su lugar de residencia, pero la ambición y la falta de humanidad de los poderosos es así, amigos. Fueron cientos de miles los que tuvieron que cargar sus pertenencias en un camión, en un carro o en sus espaldas y largarse de su casa a buscar suerte en otras tierras. 
Los grandes latifundistas de California, aprovechando la coyuntura, lanzan miles y miles folletos de propaganda en los que se solicita mano de obra para recoger fruta y algodón. Cuanta más competencia, salarios más bajos. Los "okies", así se les llama de forma despectiva a los emigrantes de Oklahoma, ven la solución a su reciente desgracia y marchan hacia el "paraíso" californiano. Deben recorrer más de dos mil kilómetros en unos cacharros destartalados que les venden con usura los comerciantes. Durante el viaje reciben noticias de que, sí, California es preciosa, pero en cuanto a trabajo, poco y mal pagado. Los terratenientes californianos se aprovechan de la ingente mano de obra que les llega de Oklahoma y de otras zonas deprimidas de los Estados Unidos. Bajan los salarios hasta niveles en los que los trabajadores apenas pueden comer y se forman bolsas de miseria que las autoridades disuelven con contundencia. Los californianos rechazan con ira a esa turba de miserables que acampa en las carreteras. 
Los Joad se convierten de la noche a la mañana en un grupo de emigrantes que se van empobreciendo cada vez más conforme van avanzando en su periplo de supuesta salvación. La madre toma las riendas de la expedición porque los hombres se desangran entre la rabia, la violencia, el sexo y el alcohol. Los hijos pequeños se van convirtiendo en pequeños salvajes sin norte. La única solución es la unión de todos los pobres contra las injusticias del poderoso, pero es difícil rebelarse porque la autoridad está del lado del banquero. La última escena de la novela en la que la hija mayor, después de haber parido un hijo muerto, le da de mamar a un hombre que lleva sin comer seis días, es una imagen terrible de algo que trasciende a lo largo de toda la narración: a pesar de la degradación, solo los pobres son solidarios. 
Si cambiamos a los "okies" por africanos del siglo XXI o por emigrantes españoles en los años cincuenta o por los irlandeses de los años treinta, comprobamos que el comportamiento del gran capital y de las sociedades acomodadas siempre ha sido terrible con los más humildes.

Los que rechazan, odian, insultan y golpean a los "okies" son descendientes de los que en su día usurparon la tierra a los mejicanos. California fue usurpada a los mejicanos, no sé si Trump sabe algo de esto:
"Hubo un tiempo en que California perteneció a México y su tierra a los mejicanos; y una horda de americanos harapientos la invadieron. Y su hambre de tierra era tanta que se la apropiaron: se robaron la tierra de Sutter, la de Guerrero, se quedaron concesiones y las dividieron y rugieron y se pelearon por ellas aquellos hambrientos frenéticos; y protegieron con rifles la tierra que habían robado (...) Con el tiempo los invasores dejaron de ser teas para convertirse en propietarios..." 
Y este es un buen resumen del odio que produce la llegada de pobres en busca de un techo y de pan:
"Los hombres importantes de los pueblos, pequeños banqueros, no resistían a los okies porque de ellos no podían sacar ganancia alguna. No tenían nada. Y los trabajadores detestaban a los okies porque un hombre hambriento debe trabajar, y si debe trabajar, si tiene que trabajar, automáticamente se le paga un salario más bajo; y entonces nadie puede ganar más."     

jueves, 23 de agosto de 2018

"El capote" de Nikolái Gógol" por Rafael Narbona


Nikolái Gógol solo vivió cuarenta y dos años. Nació en 1809 en Soróchinsti (actualmente Ucrania) y murió en Moscú en 1852. Modesto funcionario de la Rusia zarista durante un breve período de su juventud, soportó malamente la rutina de un trabajo impersonal y con un sueldo miserable. Gracias al éxito literario, pudo abandonar las tareas administrativas, pero nunca olvidó su experiencia como burócrata, descubriendo que la despersonalización asociada a los quehaceres anodinos a veces produce paradojas inesperadas. No es posible desarrollar cotidianamente una actividad tediosa y empobrecedora, sin identificarse con ella antes o después. Hay que hallar un sentido y una justificación a una profesión que absorbe la mayor parte de nuestras horas. O, dicho de otro modo, hay que amar la vida que uno lleva, si no se quiere sucumbir a la desesperación. Publicado en 1842, El capote narra la historia de Akaki Akákievich, un humildísimo funcionario ruso que encarna esa paradoja. Puntual, meticuloso, dócil, se limita a copiar documentos con una caligrafía primorosa. No es capaz de asumir responsabilidades más complejas, pues carece de ingenio y perspicacia. Es un hombre sin atributos que acepta su destino y que jamás se ha planteado rebelarse o cambiar de vida. No se siente alienado, ni uncido a un yugo intolerable. Su escritorio es su tabla de salvación, el madero que le permite mantenerse a flote, creando la ilusión de que no va a la deriva, sino hacia un puerto que tal vez no es una utópica Arcadia, pero sí un lugar tranquilo y confortable. No sospecha que en realidad puede irse a pique en cualquier momento, pues sólo es un ser anónimo, insignificante, prescindible. Su precisión caligráfica, imitando los distintos tipos de letra, no es una virtud, sino una anécdota irrelevante en un mundo caótico, absurdo, gravemente desordenado por acontecimientos que trascienden las meras apariencias.

Es evidente que Gógol aprovecha su experiencia personal como funcionario y como ser humano para urdir la historia de Akaki Akákievich. De hecho, escoge como telón de fondo la ciudad de San Petersburgo, donde trabajó para la administración zarista, ocupando uno de sus peldaños más bajos. Descarta ser más concreto, alegando que las instituciones se sienten ofendidas cuando se ofrece una imagen poco favorable de su funcionamiento. La sombra del poder asoma desde la primera página, pero no como algo concreto, histórico, sino como una potencia oscura, irracional, metafísica. Akaki Akákievich no destaca por nada, salvo por su laboriosidad. Su apariencia se corresponde con la de un hombre perfectamente anónimo: pequeña estatura, calvicie incipiente, ojos miopes, piel enrojecida. Hijo de un funcionario, nadie recuerda cuándo empezó a trabajar para la administración y resulta difícil imaginar su existencia fuera de su escritorio, pues no se le conoce ninguna pasión o ambición. Su pundonor profesional le ha provocado unas severas hemorroides, pues pasa muchas horas sentado. No obstante, nadie aprecia su esfuerzo y, menos aún, lo respeta. Sus compañeros le gastan bromas crueles, los ordenanzas le prestan menos atención que al “vuelo de una mosca”, los jefes lo tratan con “una frialdad despótica”. Normalmente, el apocado funcionario ignora las distintas formas de maltrato que sufre a diario, pero a veces protesta débilmente, preguntando a sus compañeros por qué le ofenden. En sus palabras hay “algo extraño”, un tono o quizás un eco que “inducía a la compasión”. Cuando un joven funcionario recién incorporado al departamento se suma a la befas, “una fuerza sobrenatural” lo deja petrificado, cortando en seco sus sarcasmos. La cosa no acaba ahí. Desde entonces, cada cierto tiempo aparecerá en la conciencia del joven la imagen de Akaki Akákievich, exclamando como un espectro atormentado: “¡Dejadme! ¿Por qué me ofendéis?”. Estas palabras siempre surgen acompañadas de otras aún más dramáticas: “¡Soy tu hermano!”.

A la hora de interpretar a Nikolái Gógol, no debe ignorarse su fervor religioso. Educado por una madre piadosa, su identificación con la iglesia ortodoxa se acentuó con los años, hasta el extremo de renunciar a su obra literaria. Su misticismo afectó a su salud, pues se impuso estrictos ayunos y durísimas penitencias. En mayor o menor grado, la fe impregna toda su obra. La “fuerza sobrenatural” que paraliza al joven funcionario no es una licencia fantástica, sino una alusión a la intervención de poderes sobrenaturales. La voz interior que invoca la fraternidad entre los hombres –“¡Soy tu hermano!”- tiene el mismo origen que la ley moral natural o -si se prefiere una expresión sin resonancias teológicas medievales- el imperativo categórico kantiano, donde se exige respetar la dignidad del hombre de forma incondicionada. Se trata de mandatos que brotan espontáneamente y que no pueden explicarse como productos del aprendizaje, ni de las convenciones sociales. La conciencia no puede desoírlos una vez que se han manifestado. El joven funcionario nunca podrá olvidar su visión. Durante el resto de su vida, será consciente de la depravación de la especie humana: “cuánta inhumanidad hay en el hombre, cuánta grosera ferocidad se oculta en los modales más refinados e irreprochables, incluso ¡Dios mío! en personas con fama de honradas y nobles…”. Podemos interpretar que Gógol alude a la gracia divina, pero sin citarla para no convertir el cuento en un sermón. Sin miedo al resplandor de la razón, Gógol concebía la gracia como un acto de amor unilateral e inmerecido que contrarresta el desorden imperante en el cosmos. Sumamente conservador, Gógol jamás simpatizó con el optimismo ilustrado, ni con las revoluciones liberales. Nunca creyó en el progreso moral de la humanidad, ni en la autonomía de la conciencia. Desde su punto de vista, lo que llamamos civilización surge con el pecado original y, en consecuencia, sigue un curso decadente. Satanás es “el príncipe de este mundo” (Juan 12:31) y sólo el auxilio divino puede frenar sus estragos. Akaki Akákievich es una víctima más de la trágica historia iniciada con expulsión del edén. Vivimos en mundo absurdo y grotesco, habitado por demonios y contaminado por la servidumbre de la materia. Akaki Akákievich no es un santo, pero sí un inocente, un pobre de espíritu, un hombre manso y pacífico, una de esas “almas muertas” que han perdido la capacidad de vivir, soñar y esperar. No fantasea con una vida alternativa, porque carece de imaginación. Su percepción de la realidad se reduce a su escritorio, donde se siente seguro y protegido.

En cierto sentido, Akaki Akákievich vive fuera del mundo. Carece de curiosidad. No presta atención al ajetreo de las calles. Come por necesidad, sin experimentar placer. No bebe alcohol y no le interesan las mujeres. Es innegable que Gógol traslada a su personaje aspectos de su personalidad. Tímido, abstemio, menudo y anoréxico, solo intentó casarse en una ocasión, obteniendo una contundente negativa. Sus biógrafos apuntan que murió sin haber experimentado la intimidad sexual. En sus obras, las mujeres suelen causar frustración, sufrimiento, degradación. Son la progenie de Eva, que precipitó la condenación de la humanidad. Akaki Akákievich no fantasea con el amor o el sexo. Dedica su tiempo libre al trabajo. Se lleva a casa los papeles de la oficina, incapaz de hallar otra forma de llenar su tiempo. Su obsesión por el trabajo evoca la pasión de Gógol por la escritura y su trágico final. Cuando entrega al fuego la inacabada segunda parte de Almas muertas, prometiendo no volver a escribir para dedicar todas sus energías a la salvación de su alma, cae en una apatía letal. Se recluye en la cama y deja de comer. Los médicos certifican su muerte por inanición. Sin la expectativa de escribir, Gógol abandona el mundo silenciosamente, pero permanecerá en él como un fantasma que incendia nuestra imaginación, poblándola de extraños sueños que aún no somos capaces de interpretar.

La razón que acaba con Akaki Akákievich y le convierte en un espectro es mucho más trivial, pero con un significado simbólico similar. Su capote ha envejecido tanto que ya no podrá protegerle del frío durante el próximo invierno. Con un sueldo raquítico, tendrá que hacer grandes esfuerzos para comprar otro. Su nuevo capote actúa como una prenda mágica, revelándole la existencia de pasiones hasta entonces desconocidas. Su curiosidad se activa, haciéndole reparar en un escaparate iluminado y adornado con el cuadro de una hermosa mujer, quitándose un zapato y dejando al descubierto “una pierna bien torneada”, mientras un hombre observa su gesto desde el umbral de una puerta. Akaki Akákievich menea la cabeza, sonríe y continúa su camino, interrogándose a sí mismo: “¿A qué venía esa sonrisa? ¿Se había topado con una realidad completamente desconocida, pero de la que todo el mundo tiene algún barrunto?”. Por primera vez, empieza a seguir por la ciudad a una dama que “contonea de manera inusitada todo el cuerpo”, pero de repente las calles se hacen oscuras, solitarias, hostiles. Dos hombres le asaltan y le quitan el capote, propinándole un rodillazo. Desolado, acude en busca de ayuda a un “personaje importante”, un alto funcionario de carácter adusto y arrogante. Sólo consigue gritos airados que le recriminan su atrevimiento, exigiéndole que respete los cauces legales habituales.

Abatido, Akaki Akákievich enferma y muere. Sólo deja “un pequeño paquete con plumas de ganso, una resma de papel timbrado, tres pares de calcetines, dos o tres botones desprendidos de un pantalón y el viejo capote” que ya no servía para nada. Su muerte pasó inadvertida, como si nunca hubiera existido: “Desapareció para siempre ese ser a quien nadie defendió, por quien nadie profesó afecto ni mostró el menor interés”. Al día siguiente de su fallecimiento, ocupa su puesto un joven bastante más alto, pero con una caligrafía más imperfecta. Nadie se ríe de él. Nadie intenta ridiculizarlo, pese a que la calidad de su trabajo era inferior. Akaki Akákievich reaparece, pero como fantasma que asalta los transeúntes de San Petersburgo, robándoles su capote. Sus apariciones crean alarma y miedo, pero no culpabilidad. Nadie se pregunta por qué actúa de esa manera, pero una noche aborda la calesa del “personaje importante” y le arrebata su capote, comprobando que le viene bien. No vuelve a cometer robos, pero sigue paseando por las calles de San Petersburgo. Un policía intenta detenerlo, pero le amenaza con el puño y le hace retroceder. El hombrecillo ha cambiado de aspecto. Alto, con bigote y con un puño descomunal, se parece al “personaje importante” o a los ladrones que le despojaron de su capote nuevo. Se ha cerrado el círculo, pero no se ha producido una redención. La rueda del mundo sigue girando con perversidad, escarneciendo los anhelos de paz, justicia y equidad.

Sería absurdo atribuir una intención social al relato de Gógol. El escritor defendía el régimen de servidumbre, odiaba los cambios sociales y no escondía su antipatía hacia el pueblo llano. En su opinión, el campesino nunca debería saber que existen otros libros, aparte de la Biblia. Su obligación era trabajar y obedecer. Dios así lo quería. Gógol procedía de la baja nobleza ucraniana y consideraba que la división de la sociedad en amos y esclavos reflejaba la voluntad divina. La aristocracia y la iglesia ortodoxa ostentaban legítimamente la autoridad política y moral. Las ideas reaccionarias de Gógol, que suscitaron la indignación de sus compatriotas liberales, marcan el rumbo de su pluma, pero no se puede explicar su obra simplemente como un romanticismo tradicionalista que explota los elementos folclóricos, históricos y fantásticos. Afirmar que Akaki Akákievich es un precursor del Bartleby de Herman Melville o el Gregorio Samsa de Kafka no aclara nada, pues Bartleby es el nihilista perfecto (“preferiría no hacerlo”) y Samsa, un inadaptado que sufre la exclusión familiar y social. El capote no aborda estas cuestiones. Si se compadece de su personaje, Gógol sólo lo hace de una forma tangencial, indirecta. Su peripecia únicamente le interesa en la medida en que le permite escenificar su interpretación del mundo. A su entender, no hay orden ni equilibrio en la trama de la vida. Todo es absurdo, irracional y grotesco. El ser humano podría ser digno de lástima, pero en realidad es el único responsable de su desdicha. En el principio, no reinaba el caos, sino la armonía, pero esa edad de oro casi ha caído en el olvido. Sólo tenemos viejos testimonios de esa época y hemos llegado a pensar que nunca existió. Ahora vivimos atrapados en el vértigo, el ruido, la confusión. En su Curso de literatura rusa (1981), Vladimir Nabokov lo expresa claramente: “Algo hay que funciona muy mal, y todos los hombres son lunáticos leves entregados a ocupaciones que a ellos les parecen muy importantes, mientras una fuerza absurdamente lógica les mantiene atados a sus inútiles trabajos: ése es el verdadero mensaje del cuento”.

El mundo desquiciado y cruel que nos relata Gógol puede interpretarse de distintos modos. Primero, conforme a las creencias del escritor, que suscribe los dogmas de la iglesia ortodoxa, según la cual el hombre fue creado en perfecta armonía con Dios, pero el pecado lo arrojó al vendaval del tiempo, donde reinan la fatiga, el dolor y la muerte. El desamparo y la indefensión Akaki Akákievich proceden esa catástrofe primordial. Podemos rechazar esta versión, rebajándola a la simple condición de mito, pero es esa dimensión mitológica la que imprime densidad narrativa y simbólica al relato de Gógol. En segundo lugar, podemos prescindir de las convicciones religiosas del escritor y aventurar que la obra anticipa la sensación de vacío existencial del hombre tras la muerte de Dios. Aunque Nietzsche aún no ha nacido en esas fechas, el desencanto del mundo ya ha comenzado. Sin una escatología sobrenatural, la realidad queda reducida a una pesadilla implacable. Gógol se asoma al abismo y nos muestra su fondo espeluznante. El hombre es una criatura patética porque es hombre, porque tiene lenguaje, porque sabe que va a morir, porque advierte la inutilidad de sus actos, abocados a borrarse en un porvenir cada vez más frío y desorganizado. La prosa de Gógol “haraganea”, por utilizar la expresión de Nabokov, en el filo del precipicio, desplegando su “pirotecnia verbal” para evidenciar que todo es ilógico. El arte no da respuestas, sólo atisba –concluye Nabokov- “ese fondo secreto del alma humana donde las sombras de otros mundos pasan como sombras de naves silenciosas y sin nombre”.

Por último, podemos renunciar a interpretar el cuento de Gógol, afirmando que sólo es lenguaje, literatura, forma. Nabokov también suscribe esta lectura, destacando las virtudes de un estilo que ha soportado el paso del tiempo sin mostrar signos de extenuación. Personalmente, yo he sentido al releer el cuento que asistía a un desfile de máscaras. Nadie es lo que parece. El “personaje importante” se vuelve insignificante tras sufrir el asalto de Akaki Akákievich. Akaki Akákievich se vuelve importante tras expirar, suscitando el miedo de los que antes se burlaban de su timidez y torpeza. El capote transforma a sus propietarios, invirtiendo sus roles sociales. Como en la parábola bíblica, los poderosos son humillados y los humildes ensalzados. El “hombre importante” se vuelve compasivo y el insignificante, feroz. Tal vez esas inclinaciones vivían aletargadas en su interior y sólo se han manifestado bajo la presión de los acontecimientos. “¿Quién puede meterse en el alma de una persona y adivinar lo que se le pasa por la cabeza?”, pregunta Gógol, insinuando que cualquier juicio sobre los otros constituye una temeridad. Lo cierto es que El capote, como buen clásico, conserva su misterio, con independencia de las interpretaciones. Sería una necedad intentar despejar definitivamente su enigmático significado. Podemos vivir sin certezas. O dicho de otro modo: debemos preservar el asombro, la perplejidad, la duda. Quizás esa es una de las grandes enseñanzas de la verdadera literatura.