jueves, 28 de diciembre de 2017

"El estreno del joven Valle" por Nuria Azancot



“A pesar de que en su tiempo le consideraban un autor antidramático, Valle amaba profundamente el teatro”, explica la profesora Santos Zas, coordinadora de las Obras Completas del escritor que edita la Biblioteca Castro. Tras la aparición de los tres primeros volúmenes, dedicados a la narrativa y el ensayo, estos días aparece el cuarto tomo, consagrado al teatro, en el que se reúnen sus once primeras piezas (dramas, comedias, farsas) siguiendo un orden cronológico y según la versión editada exclusivamente en librería, “ya que la que se difundía en los periódicos y por entregas solía estar llena de errores de transcripción”, explica Santos Zas. 

Comenta la editora que la pasión de Valle por el teatro fue tan constante como temprana: aunque luego firmó junto a otros escritores una carta en protesta por la concesión del Nobel a Echegaray, en su juventud Valle-Inclán le admiró casi tanto como a Zorrilla, cuyo Don Juan Tenorio era capaz de recitar completo y que tanto tendría que ver con futuros personajes valleinclanescos como el marqués de Bradomín. Además, vivió un tiempo en Pontevedra, una de las primeras ciudades españolas donde pudo disfrutarse el cinematógrafo (1897), tan vinculado a su dramaturgia, y en la que solían actuar las compañías teatrales más famosas de la época, como las de María Guerrero y Díaz de Mendoza, la de Carmen Cobeña, Rafael Calvo o Antonio Vico. 

Un debut desafortunado

A finales del XIX, y tras una breve estancia en México , Valle-Inclán marchó a Madrid en abril de 1895 con el sueño nada secreto de hacerse un nombre en el mundillo teatral. Frecuentó tertulias, polemizó con autores y llegó incluso a escribir en 1897 a Pérez Galdós, entonces dramaturgo de éxito, confesándole su deseo de ser actor. Finalmente debutó en el teatro de la Comedia, en noviembre de 1898, interpretando el papel de Teófilo Everit en La comida de las fieras de Benavente. En esa función, además, compartió las tablas con Josefina Blanco, su futura esposa, pero su actuación recibió muy malas críticas. 

Peor le fue tras interpretar un papel en la adaptación de Alejandro Sawa de Los Reyes en el destierro. Con todo, no fueron las críticas las que le obligaron a abandonar la interpretación, sino las consecuencias de un duelo con su amigo Manuel Bueno, que en julio de 1899 le convirtió en manco obligándole a volcarse en la producción, adaptación, dirección y, sobre todo, en la creación. Así, ese mismo año debutó como director con una versión de La fierecilla domada, de su admirado Shakespeare, aperitivo de su estreno como autor el 12 de diciembre de 1899 con Cenizas. Drama en tres actos. 

Representada por el Teatro Artístico, una agrupación creada por dramaturgos jóvenes liderada por Jacinto Benavente, y que intentaba hacer patente su disidencia respecto del teatro de su época, Cenizas fue dirigida por el futuro Nobel, que interpretó también un papel, pero la obra volvió a sufrir la incomprensión del espectador. Al día siguiente, se podía leer en la prensa que el público “no pudo premiar al dramaturgo pero sí celebrar el fino trabajo del escritor”, lo que sería una constante para el Valle dramaturgo. 

“En general -subraya Margarita Santos- la crítica solía reconocer la altura literaria de sus obras pero sus acotaciones resultaban imposibles para las puestas en escena de la época. También escribía piezas rompedoras con la estética de la escena española su tiempo, obras antirrealistas en una época en la que sobre nuestras tablas imperaba el realismo, el melodrama y el humor populachero. Y las obras con pocos personajes, cuando en las obras de Valle intervenían decenas...” 

A pesar de tanto rechazo, entre 1899 y 1914 Valle escribió once obras de todo tipo (dramas, comedias) con un éxito cada vez menor. Los empresarios acabaron rechazando textos como Voces de Gesta, o postergando los estrenos hasta que en 1914, tras escribir La cabeza del dragón -la obra que cierra este volumen-, Valle-Inclán padeció una profunda crisis personal y como autor, rompió con las principales compañías teatrales, que cerraron las puertas a sus obras hasta 1931, y abandonó el teatro. Incomprendido, menospreciado, no entendía la cerrazón del mundillo teatral a lo que estaba intentando. Conocía bien el simbolismo, la poesía, la modernidad, y quizá por eso la escena costumbrista, grandilocuente, que triunfaba en España, le espantaba. 

Solo dos años antes de su abandono temporal del teatro, en 1912, cuando le preguntaron en una entrevista por la puesta en escena de La marquesa Rosalinda, declaró que ninguno de los actores la había entendido, y que “apenas si María Guerrero dijo los versos como yo los escribí. […] en boca de los intérpretes, mis rimas parecían una mala prosa”. Su desdén hacia los actores era tal que también afirmaba no haber “escrito nunca, ni escribiré para los cómicos españoles”. Los empresarios no le merecían mejores palabras: “si Lope de Vega viviese hoy, lo más probable es que no fuese autor dramático, sino novelista. ¡Habría que oír al Fénix cuando los empresarios le hablasen de las conveniencias de escribir manso y pacato para no asustar a las niñas del abono…!”

El mal gusto del público

El espectador tampoco salía bien parado: “El autor dramático con capacidad y honradez literaria hoy lucha con dificultades insuperables, y la mayor de todas es el mal gusto del público. Fíjese usted que digo el mal gusto y no la incultura. Un público inculto tiene la posibilidad de educarse, y esa es la misión del artista. Pero un público corrompido con el melodrama y la comedia ñoña es cosa perdida”. 

Él prefirió abandonar, y su silencio duró seis años. De él resurgiría un Valle-Inclán distinto, maduro, revolucionario: el de los esperpentos, Divinas palabras, Luces de Bohemia... Pero esa es otra historia. La del quinto volumen de las Obras Completas que lanzará la Biblioteca Castro en unos meses, con el resto del teatro (otras once obras) y con la poesía.

martes, 26 de diciembre de 2017

"Expiación" de Ian McEwan


Expiación de Ian McEwan es todo un novelón. Sí, un novelón de la más arraigada estirpe decimonónica, aderezado con lo mejor de la innovación narrativa del siglo XX. El propio autor nos expone su libro de estilo por boca de un editor, quien recomienda cómo pulir su obra a la protagonista. Metaliteratura de lo más digerible y muy útil para cualquiera con exceso de testosterona literaria moderna y trascendente. 
Fue un error ver la película antes de leer el libro, pero lo hice inconscientemente. Y no es que la película carezca de valor, todo lo contrario, pero habría disfrutado mucho más de la trama. La novela no solo ofrece una anécdota jugosa y llena de peripecias que mantiene la expectativa con firmeza, sino que, además, profundiza en el carácter de los personajes con maestría, lejos de esos best seller aliterarios con las costuras al aire. 
McEwan es un maestro de la narrativa. Me alegro de encontrarme con estos autores para certificar que la novela no solo no es un género en decadencia, sino pleno de vitalidad. Si a una buena historia se le une el genio y una técnica literaria impecable, obtenemos estos placeres. La estructura de la novela juega con esa protagonista-escritora que tendrá que publicar su obra póstuma para que no se querellen contra ella, a pesar de que es ella la "mala" de la historia. La habilidad de McEwan para escoger narradores y dotarlos del habla y de la personalidad necesarias es uno de sus principales logros. En Cáscara de nuez riza el rizo (un feto narra el asesinato de su padre a manos de su madre y su hermano), pero en Expiación, no se queda corto. La narradora (lo conocemos al final) es una autora de éxito que cuenta un pasaje de su vida para expiar una culpa de adolescente. La novela es un género sin fondo y algunos, como este autor inglés, saben muy bien como buscar en sus profundidades.    

lunes, 11 de diciembre de 2017

"Poesía y tiempo: la muerte del poeta" por Juan Antonio Fernández



«Las palabras nombran lo ausente, lo distante, lo que ha de venir».
Emilio Lledó, El silencio de la escritura

Aurora, alba o claror. El no-tiempo que precedió al Tiempo; la absoluta nada anterior a la gran explosión; el apeiron de Anaximandro; el verbo encarnado judeocristiano; el presocial Génesis bíblico; la oscura caverna platónica; la forma-sueño zambraniana; el Gran Tiempo de Mijail Bajtin o el Tiempo del Mito de Octavio Paz; el tránsito del venerable mythos, al reflexivo logos. Íncipit, agon, esto es, arcano conflicto de fuerzas, primera tensión que en el silencio nos hizo y, aún hoy, nos sedimenta. Porque antes de cualquier imaginable comienzo, hubo otro. El pretérito es una imagen en la que nos reflejamos; un relato que nos contamos a nosotros mismos, para sabernos.

En cierta ocasión, según explica Hugo Friedrich en Estructura de la lírica moderna, le preguntaron a Mallarmé qué hubo antes de Homero, a lo que contestó: «Orfeo». Para el poeta simbolista, Homero supuso una «aberración», que lapidaría el vuelo del canto órfico bajo el peso solemne del hexámetro. María Zambrano, por su parte, también nos advierte de que tuvo lugar: «un momento peligroso para la suerte de la poesía: el de la Épica». Fue con Orfeo y no con Homero, con quien dialogaron los nueve poetas mélicos de la antigua Grecia: Safo, Simónides, Píndaro… Siendo así, la monolítica Épica hace las veces de insondable pared, la cual nos oculta el verdadero origen material de la lírica, que no es sino el trino del mirlo; el balbuceo ininteligible del bárbaro. No es casual que, en su etimología, la voz bárbaro entrañe una onomatopeya nacida por la aglutinación del sonido bar-bar-bar, que rememora la inasible lengua de los pájaros. Porque existió un tiempo en que la incomprensión del insondable misterio fue explicada como materialización del lirismo. Atestiguan los textos bíblicos que al principio fue el verbo. Sin embargo, en términos poéticos, al inicio no fue ese verbo, −hacedor y omnipotente−, en tanto que objetivación del logos o razón platónico-aristotélica, sino que la poesía enraíza remontándose hasta phoné,−puro cántico o sencillo vagido−, el cual ya palpitaba, con anterioridad, «por de dentro» del tejido ciego que asentaron el mythos y el logos. Mientras que el cuento habita el «érase una vez…», la poesía se remonta a un orden de cosas anterior, hasta incardinarse en ese tiempo desdibujado por el eco de la oralidad.

En la noche de los tiempos, el gorjeo de un somormujo rasgó el silencio. Así brotó en nuestro mundo la poesía. El «[…] silencio se nos aparece como el lugar de la palabra poética. Un lugar al par limitado y limítrofe», dejó escrito María Zambrano. La poesía, asimismo, también está vinculada con la «virtud» (areté, en griego). Sobre esta cuestión diserta Platón, en su diálogo Protágoras o los sofistas, concluyendo que la areté, más allá de la mítica cadena de los inspirados, constituye un término sin concepto, una suerte de impulso imposible de ser enseñado o transmitido, que es inherente a quienes contemplan, interpretan y crean. Luego, poeta se es o no se es. Sin ambages. No hay grises en esta cuestión.

No obstante, bien es cierto que como en todo oficio, la poesía exige cierta orfebrería, techné, susceptible de ser transmitida y mejorada. Sea como fuere, a pesar de que el mundo helénico nos legue una imagen, ciertamente, divinizada del poeta, hemos de olvidar aquella romántica y trasnochada concepción huidobriana del poeta como «pequeño dios». Convicción que sólo colabora a la hora de hacerle el juego al capital, perpetuando la jerarquización y el elitismo, a través de una imagen inaccesible del mismo, elevándolo a una categoría superior de lo humano. A pesar de ello, el mundo griego también nos da la solución a esta disyuntiva, pues el quehacer poético, más que un «don» demiúrgico y divino, es una facultad llana, humana y terrenal, una suerte de «gracia», carites, que inclina a quien la posee al juego con la sintaxis, al paladeo de los nombres. Carites no entiende de riqueza, ni de pobreza. Pertenece al orden de la tierra y donde anida, ilumina. Sin distinciones, de forma gratuita. En cualquier caso, al margen de nociones, la poesía es, como toda literatura, una construcción ficcional eminentemente lúdica, un «como si…» donde se hace realidad, presentizándose, «lo que no es».

Como es sabido hace unos 2500 años, allá por el siglo V a. C., se produjo un notable ataque a los poetas por parte de los filósofos. Platón, sin ir más lejos, expulsa a los primeros de su polis ideal. En aquel entonces, habida cuenta de la extendida cultura oral epocal, poesía y filosofía funcionaban como dos herramientas transmisoras de conocimientos. Esto nos revela que hubo un tiempo en que ambas disciplinas estuvieron disputándose la hegemonía por ocupar el centro del espacio del saber. La condena platónica de la poesía exilia al poeta, lo expulsa la polis, condenándolo a vagar extramuros. De ahí que el poeta sea o, tal vez, esté condenado a ser un outsider proscrito que asalta la ciudad y escribe desde los márgenes del silencio: extrarradio, afueras y arrabales, para poner en cuestionamiento los aparatos de poder. En las antípodas del ruido urbano reina el silencio. El espacio del folio en blanco limita con lo silente. El silencio que rodea al acto poético es idéntico al silencio de la lectura. En este sentido, el silencio lírico es crucial, ya que violenta los ciclos del capital, quebranta la sobrexposición hiperactiva a lo massmediatico y pausa la desincronía del tiempo actual. La poesía anula el des-tiempo, esto es, colma el tiempo vacío propio de las sociedades posindustriales, referido por Byung Chul-Han, hasta trascenderlo.

La poesía es tiempo. Ya lo dejó escrito Antonio Machado en Nuevas canciones (1924): «Ni mármol duro y eterno / ni música ni pintura / sino palabra en el tiempo». Y por extensión, al igual que todo ser viviente, quien escribe poesía es un ser transido por el mismo. Lejos de la divinidad, el poeta es tan solo un individuo señalador. Su función social es deíctica, pues pone el punto de mira en aquello que ha sido reificado, plastificado y fosilizado por el sistema, hasta conseguir que todo cuanto señalado sea; refulja y cante con un color renovado. Para que ello se produzca el poeta ha de deshacerse de su identidad, permitiendo que el mundo hable a través de él. Sobre esta cuestión, el romántico inglés John Keats, en una carta fechada en octubre de 1818, que envía a Richard Woodhouse, escribe: «un poeta es lo menos poético de la existencia, ya que carece de identidad desde el momento en que se ve continuamente en la necesidad de ocupar el cuerpo de otro, el sol, la luna, el mar, los hombres y mujeres […]». Chameleon poet, escribirá en otro lugar Keats, pues el poeta, cuando habita la polis, canta por todos, vacío de sí. Por ello, después de décadas disertando sobre la «experiencia» en poesía española: mueran los poetas; olvídense, vacíense de sí.

Las palabras de Keats nos recuerdan aquellas otras que usara Sócrates, cuando hablaba de sí mismo en calidad de amante. Así las cosas, el filósofo ágrafo se definía como sujeto átopos, esto es, como no-lugar o ser sin identidad. No-ego, a la postre. El átopos socrático viene a significar algo así como «lo indefinido» o «lo inclasificable». Y, precisamente, esta indefinición es la naturaleza constitutiva del poeta, −individuo vacío de sí, capaz de eyectar su ser, en aras de colmarse del Otro−, en tanto en cuanto está atravesado por lo Otro ajeno: «el sol, la luna, el mar, los hombres y mujeres». Ahora bien, dejemos claro que el poeta solo alcanzará esta suerte de anulación del ego mediante un estado letárgico y meditativo, muy próximo a la inacción de la vita contemplativa. Someterse, por el contrario, a la neurosis compulsiva de la vita activa intrínseca al modus neoliberal y a la tiranía productiva del «estar haciendo», eliminaría cualquier rastro de lirismo. Llegados aquí es estimulante traer a colación aquel agudo artículo de Andrés García Cerdán, La poesía del desconocimiento: hacia un cántico cuántico, pues pone de manifiesto la acuciante necesidad de: « […] una poesía del desconocimiento, del descontento, de la inexperiencia, de la falencia, en la que el sujeto lírico deambule por los pasillos desconocidos de una inconsciencia poética primera, única y en flor. Amemos lo desconocido».

El no saber es germen de la lírica. Y lo inefable, es decir, aquello que no se puede fablar, su andadura. «No sé con qué decirlo / porque aún no está hecha / mi palabra» escribe Juan Ramón Jiménez al inicio de Eternidades (1918). El estatismo de la inexperiencia, que plantea García Cerdán, nos remite hasta Mandorla (1982) de José Ángel Valente, porque «escribir no es hacer, sino aposentarse, estar». Este estático recogimiento del ser, carente de acción y experiencia, choca frontalmente con la temporalidad atomizada de nuestros días.

Octavio Paz, en algún lugar de El arco y la lira, distinguió tres tipos de instantes: amoroso, místico y poético. Para el ensayista y poeta mexicano el instante amoroso es un sólo segundo en que «el tiempo no fluye colmado de sí». No obstante, como veníamos diciendo, nuestro presente no solo está vacío, sino también truncado. Habitamos un tiempo sin colmo, que no rebosa, ya que adolece de cuerpo, de anclaje, de sustancia. Así, respiramos fatigados, porque no hay esencia que nos calme. Solo un tiempo líquido tolera su desintegración y su consiguiente evaporación. Nada es asible, porque todo se diluye. El tiempo esquizofrénico, sincopado y frenético del siglo XXI expulsa de su seno a la poesía, dado que esta pide duración, demora y contemplativa espera. Los instantes amoroso, espiritual y lírico no tienen cabida en nuestro tiempo. Nuestro «ahora» no contiene tiempo alguno que los acoja.

Mientras que la poesía brota del interrogante, de la duda; la máquina no duda. Solo avanza, solo acelera. El zapping inquisitivo de nuestra sociedad elimina cualquier posible demora; toda lentitud existencial perece. Han muerto el sum y el essere filosóficos, esto es, aquel antiguo «dejarse ser» frente al mundo. El zapping quiebra la sintaxis del silencio poético. De ahí que Byung Chul-Han, en El aroma del tiempo, asevere: «La aceleración [del mundo actual] remite a la falta de fundamento, de estancia, de sostén». En cambio, por su parte, lo poético sustenta, detiene y fundamenta el tiempo, profundizándolo. «Vaciar el espíritu, liberarlo de los deseos, da profundidad al tiempo», reconoce el filósofo surcoreano. Es tarea del poeta devolvernos a la caverna, al vagido y al balbuceo del tiempo primero anterior a todo tiempo; a la pre-comprensión que en su día dialogó en el lenguaje de los pájaros. Remontarnos a las profundidades donde, desnudos y manchados por lo oscuro, fuimos criaturas primitivas, vacías de sí. Porque el silencio lírico, hoy por hoy, perdura por encima del poder, de sus aparatos. Y, sin duda, nos trascenderá, hasta que sobre la Tierra no haya más que ceniza. El silencio, ese reino que nos espera; esa sola verdad que nos acompaña, recordándonos qué somos o quiénes fuimos: lejana procesión de soles y de lunas; un antiguo rumiar del horizonte; este lento solfeo que «ni palabras pide», para llorar el tiempo.

"Troyanas" de Eurípides, en versión de Alberto Conejero y Carme Portaceli


Ver representada una obra escrita hace más de 2400 años supone, de entrada, una emoción especial. Es como asistir al desenterramiento en directo de un monumento arqueológico. Así esperábamos en la platea del teatro Español el comienzo de la obra, como si con paleta y pico en ristre nos dispusiéramos a excavar en los alrededores del Partenón o  en el teatro de Epidauro. 
Cuando aparecen sobre el escenario las seis mujeres que protagonizan Troyanas de Eurípides, el público calla y espera, expectante, a que el demiurgo pronuncie su palabra milenaria por boca de las actrices actuales. La sorpresa es mayúscula cuando se advierte que el tema de la obra no puede ser más actual y que los padecimientos que se desarrollan sobre la escena son los mismos que afligen a las mujeres del siglo XXI. Son seis víctimas de los hombres y de las guerras, seis mujeres que gritan, gimen, se desesperan y protestan por la crueldad a las que las somete el poder del hombre y su feroz comportamiento. Aitana es Hécuba, la mujer de Príamo, rey de Troya; Alba es Políxena, hija de Hécuba; Míriam es Casandra, hija de Hécuba; Maggie es Helena, amante de Paris y esposa de Menelao; Pepa es Briseida, esclava de Aquiles y raptada por Agamenón; y Gabriela es Andrómaca, esposa de Héctor. Las seis han sufrido la violencia y la muerte y lamentan su suerte ante su verdugo, el hombre; ante Nacho, Taltibio, el mensajero de los griegos, que viene a arrancar al hijo de Andrómaca para que los troyanos no tengan futuro. El paisaje devastado, sembrado de muertos, podría ser el de Troya o el de Madrid en el 39 o el de París en el 40, o el de Sarajevo en los 90, o el de Alepo o el de una ciudad del Congo en la actualidad. Las mujeres se llevan la peor parte de las tragedias y, además, se las utiliza como excusa para justificar el hambre de riquezas y poder que conduce al desastre bélico. Helena lo padeció y se lamenta de ello ante una Hécuba desatada contra ella, contra la propia mujer. Andrómaca llora el asesinato de su hijo y Hécuba la anima a vivir a pesar de todo, "no dejéis que a la injusticia siga el silencio". El trayecto es demasiado largo para repetir una y otra vez los mismos errores, para volcar sobre la mujer el cuenco ardiente de la injusticia y el terror, pero así es. La obra es tan actual como hace 2400 años, muy a nuestro pesar. El coro ha desaparecido, pero la tragedia se mantiene con una intensidad desgarradora gracias a que la desgracia femenina sigue alimentado las fauces del monstruo ya se llame este guerra, violencia, poder o simplemente hombre.      

sábado, 9 de diciembre de 2017

"La dama boba" representada por la Joven Compañía


Los versos de Lope no necesitan otro añadido, solo decirlos bien. En esto, los que amamos el teatro clásico estamos de acuerdo. Que el texto de Lope se puede representar totalmente desnudo, siempre y cuando haya un trabajo concienzudo previo de dicción, es una evidencia. Ahora bien, si a la representación de las obras de Lope añadimos un vestuario adecuado y una escenografía efectiva, ¿pierden entonces su esencia? Es también evidente que no. Siempre que he visto una obra del Fénix representada por la Compañía Nacional lo accesorio nunca ha absorbido al texto, todo lo contrario, lo ha realzado. Por tanto, ¿qué puede aportar una representación de La dama boba como la que actualmente está haciendo la Joven Compañía? Sin vestuario, sin escenario, en una pequeña sala con muy pocas localidades. Un intento de romper esa "cuarta pared" que separa al público del actor. Me dirán que se establece una intimidad mayor entre espectador y actor, que ese círculo rodeado de sillas hace que se viva el teatro como si se asistiera a un ensayo o, yendo un poco más allá, a la vida misma, puesto que no hay distancia ninguna entre público y representantes. El verso, como siempre, fluye correcto y fácil de la Joven Compañía, la puesta en escena es dinámica y atrapa al espectador, pero a mí me sigue bullendo la idea de que no sé si aporta algo esa desnudez absoluta. Es cierto que solo la palabra es la protagonista, pero en una buena obra bien representada nunca el verso de Lope queda oculto detrás de nada.
Finea, boba al principio de la obra y sabia al final, sufre un milagro procurado por el enamoramiento. El amor la hace sabia hasta el punto de que es capaz de fingirse tonta como era antes. Es capaz de volver a su naturaleza anterior cuando ella lo desea. Muestra su bobería con el lenguaje amoroso, porque no sabe interpretar las metáforas: cree que quien ha puesto sus ojos en ella, debe quitárselos cuanto antes y que debe desabrazarla quien lo ha hecho, porque no le gusta sentirse llena de ojos ni de brazos. Su bobería, en fin, es una parodia del lenguaje amoroso petrarquista plagado de tópicos tan usados como el vino para curar las heridas. La gracia, la espontaneidad, la frescura de esta obra pervive por los siglos de los siglos. Y ya digo, pese a no creerme del todo esa desnudez con la que la ha representado la Joven Compañía. Si es por falta de presupuesto, nada que objetar. 

"Teatro de texto" por Antonio Muñoz Molina



Dice Raquel Vidales en una crónica reciente que al cabo de muchos años están volviendo a publicarse obras de teatro en España. La noticia me da alegría y hasta una cierta nostalgia, porque mi primera vocación literaria sostenida fue la de escribir teatro. Como cuenta Vidales, hasta los años setenta eran muy frecuentes, y muy visibles, las ediciones de literatura dramática, y no solo de los clásicos. Hasta en una ciudad apartada como la mía, y gracias a la biblioteca municipal, podía encontrarse una gran parte del mejor teatro del siglo XX. En Úbeda, hacia los primeros setenta, yo descubrí con asombro, con admiración, riendo a carcajadas, o quedándome completamente perdido, todo el teatro de Eugène Ionesco. Inmediatamente me convertí en autor de teatro del absurdo, con ese tajante mimetismo de la adolescencia. Un poco antes me había hecho autor de teatro lorquiano, al leer una tras otra todas las obras de Lorca, si bien esa fase creativa quedó clausurada cuando vi en televisión una comedia de Pinter —El portero, recuerdo que se llamaba— y me dediqué a imaginar situaciones como de misterio lacónico, con frases breves y grandes silencios. Cada pocas semanas cambiaba por completo la forma de mi vocación, según el autor al que hubiera descubierto. Lo que no variaba era mi amor por el teatro, la determinación de escribir cosas que acabaran cobrando una presencia física sobre un escenario, palabras que podrían existir en las páginas de un libro igual que poemas o novelas pero que solo alcanzarían su plena realidad al ser dichas en voz alta. Al final de septiembre, en la época de la feria, buenas compañías de Madrid llenaban el teatro Ideal, que el resto del año era cine. Había, desde luego, mucho teatro de consumo, que yo estaba aprendiendo a llamar burgués, pero también podíamos ver las obras velada o abiertamente subversivas de Antonio Buero Vallejo, con sus alegorías políticas y sus símbolos laboriosos que luego nos gustaba tanto interpretar. Había una urgencia, una vitalidad, una fuerza visceral en un escenario. Recién llegado a Madrid yo vi Los acreedores, de Strindberg, en el Pequeño Teatro de la calle de Magallanes, y salí trastornado, como el que ha bebido mucho y se tambalea saliendo de un bar.En las ediciones baratísimas de la colección Escelicer estaba todo el teatro contemporáneo español e internacional y una parte del gran teatro clásico europeo. Leer teatro era para mí tan estimulante, tan provechoso como leer poesía o novelas, y provocaba un reflejo inmediato, entusiasta y calamitoso de emulación. El teatro parecía la forma estética más vigorosa y la más adecuada y eficaz para la rebeldía personal y la sublevación política. No había muerto Franco y ya se publicaban y hasta se representaban, no sin sobresaltos, las obras mayores de Bertolt Brecht y Peter Weiss. Ni a Úbeda ni a Granada podían llegar el Marat-Sade de Weiss que montó heroicamente Adolfo Marsillach: pero sí los textos publicados en libros, o en la revista Primer Acto, acompañados con fotos de las representaciones que nos enfebrecían más aún la imaginación: aquellos actores imponentes, envueltos en harapos, contra fondos oscuros, con gestos de oráculos o de enajenados. Hasta Lorca, que corría el peligro de parecer anticuado por comparación, revelaba toda su cruda furia cuando se veían fotos de Núria Espert medio desnuda saltando por la lona de la versión de Yerma que hizo Víctor García.

Entre los 15 y los 20 años yo escribí teatro con una fecundidad de autor urgido por los encargos. Escribía sucedáneos de Lorca, de Ionesco, de Beckett, de Mihura, de Pinter, de quien se me pusiera por delante. Escribía a máquina, lo cual facilitaba la velocidad y la fantasía de ser un verdadero escritor. A partir de un cierto momento también escribía fumando, y eso ya me parecía el colmo de la vocación literaria. Una cima temprana de mi carrera vino cuando unos amigos que estudiaban en la Escuela de Magisterio regentada por los jesuitas me pidieron que les escribiera una función para su grupo de aficionados. Escribí, inevitablemente, una alegoría política a la manera de Buero Vallejo: en una academia privada regida por un director despótico (y sexista), unos estudiantes organizan un levantamiento, con el consiguiente final trágico. Durante meses, los de mi último curso en el instituto ensayamos la función, como una fraternidad de conjurados. La dirección de la Escuela la prohibió el día antes del estreno. El prestigio de perseguidos y censurados que esa prohibición nos concedía a nuestros propios ojos compensaba de sobra el disgusto de tanto esfuerzo inútil.

Seguí escribiendo teatro. Imaginaba que cuando viviera en ciudades con universidad encontraría oportunidades de estrenar mis trabajos solitarios, guardados en el célebre cajón en el que se aseguraba que languidecía el mejor teatro escrito durante la dictadura. Los tiempos cambiaban muy rápido, y en cuanto cayera el régimen o muriera el dictador todo aquel caudal de imaginación teatral proscrita se desbordaría en los escenarios.

Lo que ocurrió fue, misteriosamente, que cuando se pudo escribir teatro en libertad no hubo casi nadie dispuesto a representarlo, y ni siquiera a editarlo. No por nada, sino porque era “teatro de texto”, y lo que se imponía era la improvisación colectiva, el espectáculo en el que la palabra perdía su relevancia, bien la primacía absoluta del director. La última pieza que escribí no necesitó ser prohibida para no llegar a representarse nunca. Era, como las anteriores, un refrito, esta vez entre Valle-Inclán y Fernando Arrabal. Las varias copias a máquina que hice circularon durante meses por grupos de teatro independiente, tan numerosos entonces, y la respuesta que obtuve fue en todos la misma. Aquello estaba bien, hasta tenía posibilidades, me decían consoladoramente, pero era “teatro de texto”, o peor aún, “teatro de autor”.

Por esa época cayó en mis manos una edición de El Aleph. Fue una iluminación. A diferencia de las palabras del teatro, aquellas de Borges no habían necesitado, para llegar a mí, la mediación de un director investido con poderes de gurú que quisiera cambiarlas o suprimirlas a su gusto, ni las de unos actores que pudieran desfigurarlas, convertirlas en gritos, hacerlas inaudibles, cambiar su sentido con una entonación. En la página impresa se celebraba en soledad y en silencio la irrupción de la palabra escrita en la imaginación del lector. Una tarde, con mi obra manoseada y rechazada bajo el brazo, saliendo de otro encuentro sin fruto, decidí que no escribiría teatro nunca más. Lo que había escrito hasta entonces no tenía ningún mérito, pero el esfuerzo y la paciencia de llegar a ser mejor no valdrían la pena.

miércoles, 29 de noviembre de 2017

"El poeta y lo divino" por Rafael Narbona



La poesía es revelación, aurora, epifanía. Revelación de lo extraordinario, aurora de lo inesperado, epifanía del misterio. La palabra del poeta descubre lo inaudito en lo cotidiano, el prodigio en lo insignificante, lo maravilloso en lo supuestamente banal e insípido. Gómez de la Serna descubrió que “a las tijeras le sacaron los ojos otras tijeras”, que “un reloj no existe en las horas felices” y que “la X es el corsé del alfabeto”. Unas tijeras, un reloj y una letra del alfabeto son mucho más de lo que aparentan, pero sólo la intuición poética es capaz de multiplicar sus significados mediante analogías, contrastes, elipses, metáforas, paradojas, repeticiones, simetrías, hipérboles. “Nadie ha dicho que las cosas vivan: las cosas sueñan”, apunta Gómez de la Serna, componiendo una antítesis perfecta. Supuestamente, las cosas son pura inercia, objetos que ocupan un lugar en el espacio y soportan calladamente el paso del tiempo, sin manifestar ningún signo de vida interior. No sueñan; padecen. Sin embargo, el ingenio de Ramón -que nunca transigió con los convencionalismos, ni con la autocomplacencia del lugar común-, nos hace ver que las cosas realmente sueñan y que sus sueños rebasan los diques de la razón, transformando un agujero en inquietante mirada; un reloj, en paradójica ausencia; y una letra, en prenda que alimenta fantasías eróticas. Lo ordinario esconde maravillas que sólo el poeta puede desvelar, utilizando la pirotecnia del lenguaje. La greguería es un matiz, pero un matiz silvestre, imprevisible, espontáneo, que le da la vuelta al idioma y descoloca nuestras expectativas, insinuando que nuestra forma de ver el mundo, sólo es un burdo tapiz tejido por una hilandera ciega. La greguería nos abre los ojos; la razón, los llena de barro y legañas.

Si “las cosas sueñan”, los cuerpos bailan en la cuerda de lo impensable. Lezama Lima nos enseña en su poema “El abrazo” que un abrazo es “tierra descifrada”, donde los amantes pueden “sudar como los espejos” y presentir que “los pellizcará una sombra”. En el abrazo, “dos cuerpos desaparecen” y “giran / en la rueda de volantes chispas”, hasta que “se unen en el borde de una nube”. Después de estas filigranas, “los dos cuerpos ceñidos, / el rabo del canguro / y la serpiente marina, / se enredan y crujen en el casquete boreal”. Los cuerpos pueden realizar estas proezas –que subvierten las nociones más elementales de la lógica- porque vencen a la muerte, porque resucitan, porque se adentran en el misterio, en lo imposible, en lo incondicionado. Al igual que Platón en sus diálogos, Pablo de Tarso recurre a la imaginación poética para justificar la expectativa de la eternidad. El hombre es como el grano. Nuestra carne es semilla que sólo conocerá su plenitud, tras superar el letargo de la muerte. Escribe San Pablo en su Primera Epístola a los Corintios: “Se siembran cuerpos corruptibles y resucitarán incorruptibles; se siembran cuerpos humillados y resucitarán gloriosos; se siembran cuerpos débiles y resucitarán llenos de fuerza; se siembran cuerpos puramente naturales y resucitarán cuerpos espirituales. Porque hay un cuerpo puramente natural y hay un cuerpo puramente espiritual” (15, 42-44). Por el contrario –advierte Lezama Lima, católico impregnado de orfismo y neoplatonismo- “el árbol y el falo / no conocen la resurrección, / nacen y decrecen con la media luna / y el incendio del azufre solar”. El abrazo preludia la eternidad, el regreso a la unidad original; la soledad, en cambio, desemboca en la muerte, en la dispersión, en el no ser. El árbol y el falo son metáforas del deseo que solo percibe al otro como objeto, no como complementario, como alteridad que salva nuestra identidad y posibilita su trascendencia.

No se puede ignorar la dimensión mística de la palabra poética, sin rebajarla a mera función lingüística. Cuando Pablo de Tarso afirma que “el último enemigo en ser destruido será la muerte”, no denigra o menosprecia la materia, sino que exalta la vida en toda su complejidad. La derrota de la muerte significará la consumación de la unidad del ser, la reconciliación entre el cuerpo y el espíritu, la naturaleza y la historia. José Ángel Valente ya señaló que “no hay experiencia espiritual sin la complicidad de lo corpóreo”, especialmente en la “mística cristiana, en cuya extrema aventura espiritual ha de situarse la aventura extrema del cuerpo, del cuerpo resurrecto, el escándalo de la resurrección” (La piedra y el centro, 1982). La encarnación del Verbo convierte el cuerpo en morada de lo divino. Cuando en el Libro de la Vida Teresa de Ávila refiere cómo un ángel atraviesa su corazón con “un dardo de oro largo”, señala que la criatura tenía “forma corporal”, que “no era grande, sino pequeño, hermoso mucho, con el rostro tan encendido…”, que “era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos”, que “no es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto”. El cuerpo de Teresa de Ávila es inseparable de su peripecia mística, centro y cenit de su existencia. Primero, una grave enfermedad la sitúa al borde de la muerte, cuando su vocación es débil y poco exigente; después, la vía ascética abre el camino al impulso reformista, que engendrará escritos y fundaciones, concertando la vida interior con la intervención en el mundo. Por último, la restitución de la regla primitiva del Carmelo creará las condiciones para las iluminaciones y las levitaciones, que implicarán a los sentidos. En esas experiencias “no hay sentir, sino gozar sin entender lo que se goza”.

No hay que interpretar las experiencias místicas de Teresa de Ávila como hechos objetivos, sino como vivencias extraordinarias que evidencian los límites del lenguaje. La imagen del corazón atravesado por una flecha era un recurso habitual en las novelas de caballerías -que tanto deleitaron a la reformadora en su adolescencia-, las novelas picarescas y el teatro clásico. Es indudable que el ángel armado con un dardo de oro largo es una versión del romano Cupido. Se puede decir que el ángel de la carmelita descalza es una metáfora, pero no una invención o una elaboración neurótica. Fue real y afectó al cuerpo y al espíritu, pero se recreó literariamente, conforme a la herencia cultural y las posibilidades del idioma. Como observa Joseph Pérez, poco aficionado a dislates y exageraciones, “entre los místicos, las metáforas son, pues, modos imperfectos de decir lo que es indecible; se imponen cada vez que no hay medida común entre la palabra y la sensibilidad, cuando se experimenta fuertemente un sentimiento, pero no se encuentran palabras para decirlo” (Teresa de Ávila y la España de su tiempo, 2007). Pérez completa su explicación con una cita de Antonio Machado, pues sabe que lo indecible no es materia de historiadores, sino de poetas: “Si entre el hablar y el sentir hubiera perfecta conmensurabilidad, el empleo de las metáforas sería no solo superfluo sino perjudicial a la expresión” (Los complementarios, 1957). La poesía se hace epifanía al enfrentarse con lo que apenas puede expresarse, pero no cesa de convocarnos: la muerte, el ser, el amor, lo infinito. Son ideas que pasean por el filo del lenguaje, límites infranqueables que no producen conocimiento objetivo, pero que nos proporcionan un saber más esencial. Un saber poético que se alimenta de intuiciones, visiones, premoniciones, correspondencias, antinomias, ambigüedades, incongruencias, aberraciones lógicas. La transverberación de Teresa de Ávila nace de una visión, pero el cuerpo del ángel que atraviesa su corazón quizás sólo fue una herida de Amor divino perpetrada por la palabra poética. En su más alta acepción, la palabra poética es un cuerpo que hace posible lo imposible, que “hace existir lo indecible en cuanto tal” (Valente), rescatándolo de su oscura ininteligibilidad. Lo indecible es una forma de referirse a lo divino, que casi siempre se manifiesta de forma oscura, hermética, como sucedía en el santuario de Delfos, cuya pitonisa hablaba de forma enigmática. Sócrates escuchó sus palabras y las descifró, asumiendo que su éxito hermenéutico no era obra de su buen juicio, sino de su daimon o voz interior.

Los grandes poetas son grandes místicos, como Teresa de Ávila o Juan de la Cruz. O como William Blake, Lautréamont, Rimbaud o Artaud, místicos de lo insondable y lo terrible. O como Rilke y Antonio Machado, que experimentaron la inminencia de una revelación. Machado se preguntaba si hablaba solo porque esperaba hablar a Dios un día, y Rilke presumía que la muerte representaba el punto de encuentro con lo divino: “Dios, que se nos escapa en el cielo, volverá a nosotros desde el seno de la tierra”. La poesía apunta al corazón de lo divino, pues ahí está su origen y su destino. Una poesía que le dé la espalda a lo sagrado en todas sus formas –amables o terroríficas- es una higuera estéril, palabra desarraigada y perecedera, incapaz de captar la vibración más profunda del cosmos.

domingo, 26 de noviembre de 2017

"Madrid, todo un género literario" por Juan Bonilla



Podría ocupar toda la extensión de este texto con una lista de novelas a las que Madrid les haya prestado sus escenarios, pues como toda gran ciudad, Madrid ha sido muy cantada, muy contada, muy trastornada en ficciones, muy retratada. Dicen, con un punto de exageración imbatible, que si un día Dublín desapareciese, podría reconstruirse siguiendo el Ulysses de Joyce. Si algo semejante se puede decir de una novela sobre Madrid, seguramente todos estaríamos de acuerdo en que esa novela sería Fortunata y Jacinta, la obra maestra de Pérez Galdós, que hizo de Madrid uno de sus personajes más memorables.

La propia dicotomía que ya refleja el título de su novela en cuatro tomos, sacude toda la obra: de un lado los vestidos de colores neutros y buen gusto de las damas de la burguesía; del otro, más allá de la Cava de San Miguel, los colores chillones de las mujeres del pueblo. De un lado, el acento castellano con los participios sin perder una «d», del otro, el acento madrileño que es mezcla del deje andaluz de los soldados y el ímpetu aragonés y acabará contagiándose hasta en los barrios de élite. Los pisos amplios de la efervescente clase media-alta de un lado, los pequeños pisos con muebles a punto de quebrarse del otro. El Madrid de Pérez Galdós es una ciudad pequeña, es cierto, una ciudad que se puede recorrer caminando en poco tiempo, un Madrid que por cierto es ya ruta turística. Como para uno de los personajes de la novela, no es Madrid si no se pueden escuchar los estrépitos de los coches correo a todas horas, y el aliento mercantil de la calle Pontejos, donde tienen su residencia los Santa-Cruz. Apenas se asomará Pérez Galdós al Manzanares, un extrarradio que sí será protagonista de las vivas estampas enlazadas de La lucha por la vida, la trilogía de Baroja, en la que la ciudad es más lo que queda a las puertas de la ciudad que la ciudad misma. Sobre el Madrid de ambas novelas hay un excelente y minucioso artículo de Olga Kattan en la página del Cervantes virtual. A Baroja los golfos le interesaban mucho más que a Pérez Galdós, que sin embargo historia con mucha mayor destreza las convulsiones del Madrid que cruza el siglo XIX. Se fija elocuentemente en la vida de café que hace el madrileño bien. Baroja presta más atención a las violencias del arroyo, y su destreza eléctrica gana en pintura lo que pierde en cohesión narrativa. Pero ambos ofrecen un espejo, obedeciendo la consigna de Stendhal, para reflejar cada uno su Madrid.

El Madrid literario podría buscarse, naturalmente, en Luces de bohemia, tachonada de frases memorables: y aunque el propio Valle-Inclán dijera que su inspiración eran los espejos deformantes del callejón del Gato, la verdad es que la realidad que trataba tampoco necesitaba de muchas deformaciones a tenor de lo que leemos en otro gran libro sobre aquel Madrid bohemio que empezaba a latir en cafés y redacciones a medianoche: La novela de un literato, de Rafael Cansinos Assens. Es un libro tan populoso, lleno de tanta vida y tanto nombre propio, que se ha tomado a menudo por un índice onomástico salpicado de anécdotas que sólo pueden interesar a los estudiosos de la época. Y sin embargo, por debajo de su interés para eruditos y buscadores de nombres olvidados, la obra, publicada póstumamente, es un gigantesco, hercúleo homenaje a la vocación artística, a la ambición -tantas veces tarada- de quienes alcanzan la certeza de que expresar la vida, encapsularla en una obra, es más importante que vivir. ¿Dónde estará toda esa vida que perdimos en vivir?, podrían preguntarse todos ellos con T.S. Eliot, cuyo verso, Unreal city, valdría para definir ese Madrid que tan bien retrató Cansinos a través de una prosa rápida, de anotación, que no tenía nada que ver con la orfebrería de la que gustaba servirse en su obra publicada.

Otro gigante de la época que hizo de Madrid una musa constante fue Ramón Gómez de la Serna. Sus libros Pombo, La Sagrada Cripta,Toda la historia de la Puerta del Sol, están llenos de un Madrid vivo, galopante, enérgico. También el Madrid de los bajos fondos le inspiró su quizá mejor novela: La Nardo. Pero si hay un lugar ramoniano por excelencia en Madrid, es el Rastro, al que le dedicó un libro importante. En este podio de escritor del Rastro, sólo puede competir con él, y aventajarle, Andrés Trapiello, que ha dedicado al lugar y toda la vida destilada en él, inolvidables páginas en su Salón de Pasos Perdidos.

Los vanguardistas también hicieron de Madrid lugar para hacer circular sus fantasías: ahí tenemos La Venus mecánica de José Díaz Fernández, o Hermes en la vía pública de Antonio de Obregón. También la vanguardia política hizo de Madrid escenario: Tea Rooms de Luisa Carnés.

Pero cualquier intento realizado en los años 20 por los nuevos escritores de saltarse la realidad o ponerla contra las cuerdas en favor de la fantasía o directamente lo inverosímil -como en el caso de López Rubio, Jardiel Poncela y otros discípulos de Ramón- se fue al garete con el crecimiento de la tensión política, el golpe de estado contra la República y la Guerra Civil. El Madrid de la guerra también produjo obras sustanciales, tanto de los que quedaron aprisionados en él -Madrid grado, de Francisco Camba- como de quienes vieron desde el lado republicano cómo iba cayéndose en pedazos. Ahí es importante destacar dos de las más significativas recuperaciones de estos últimos tiempos: Celia en la Revolución, de Elena Fortún, y A sangre y fuego, de Manuel Chaves Nogales.

Siguiendo en lo que puede a Valle-Inclán, pero también a Pérez Galdós si ello hubiera sido posible, Foxá empezó unos Episodios Nacionales con Madrid de corte a cheka, que no alcanzaron a ver el segundo volumen: Salamanca, cuartel general. Pero si he de destacar una sola novela sobre el Madrid de la Guerra Civil, me quedo con el Diario de Hamlet García, escrita en el exilio mexicano por Paulino Masip.

Haciendo pie en el Manhattan Transfer de John Dos Passos, Cela logró su mejor novela con La colmena: un retrato múltiple del miserable Madrid de la posguerra. También ese Madrid es protagonista de Tiempo de silencio, la novela de Martín Santos que con tanta fuerza retrata la injusticia, la mediocridad, el atraso y la mezquindad de la época.

El lento camino de modernización del país podría seguirse comparando esas novelas con las obras del gran, y me parece que demasiado preterido, novelista de la ciudad en los 50 y 60: Juan García Hortelano. En Nuevas amistades retrata a la burguesía del barrio de Salamanca pero también, a su través, a un país entero, aunque sólo fuera porque descargaba el protagonismo en la juventud (acomodada, ciertamente, pero por ello mismo forzada a hacer visibles sus contradicciones).

Umbral le sacó también mucho partido al Madrid de la posguerra, en plan cronista poético, pero más que en sus retablos narrativos -como Trilogía de Madrid-, oímos el latido de la ciudad en sus novelas -Travesía de Madrid- o libros autobiográficos -La noche que llegué al Café Gijón-. El Madrid de los últimos años del franquismo puede buscarse en la espléndida Romanticismo de Manuel Longares, y no hay que olvidar que Rafael Chirbes situó La caída de Madrid en el día antes de que se supiera que el dictador había muerto. El Madrid de la movida puede rastrearse en Madrid ha muerto, de Luis Antonio de Villena, en cuyos dos tomos de memorias hay también mucho Madrid. También en esa novela coral que es Solo se vive una vez, de José Luis Gallero. Y el vértigo de finales de los 80 o comienzos de los 90, con el acelerador pisando a fondo en la Castellana, y las meninges llenas de cocaína, sigue atronando en las Historias del Kronen de José Angel Mañas. Un Madrid en el que «el único problema es que hay que reírse demasiado», como pasa en Ya queda menos, de Miguel Albero, donde este Madrid de los 90 también queda retratado a través de las peripecias de un «genial mediocre» que busca algún tipo de hazaña que lo convierta en héroe y donde la estupidez campa a sus anchas. Madrid, Distrito Federal, en fin, como rezaba el título de la novela de J.J. Armas Marcelo, ya que, como dije al principio, este artículo hubiera podido ser una lista de títulos y autores, porque en definitiva es mucho Madrid el que se ha contado, como es mucho Madrid el que seguirá contándose.

lunes, 13 de noviembre de 2017

Las barras de los bares


Se deshace el tiempo y los hielos
en los licores
que los bares sirven con palabras refrescantes.
En el aroma distendido de una barra
sin espinas
se llegan a tratar asuntos decisivos:
la vida y sus misterios,
el hombre y sus caprichos,
la hembra y sus deseos.
En las tardes y noches de plácido letargo,
los socios de bar
animan a los negocios
más intrascendentes.
Se abren las puertas de un paraíso sin dioses,
entre vapores de cerveza y nubes de cristal,
espumados por la conversación
que se crea a sí misma,
como un hígado de aventura
que te agarra de la mano
y te conduce a las vísceras más inciertas.
Hierve el cerebro entre pensamientos sabrosos,
escucho las voces de mis socios de barra
y me alegro de estar vivo.
Me sumerjo en la espuma de ideas
disparatadas,
en la elección de canciones 
que erizan las burbujas de los hielos.
Se anima la concurrencia
y nosotros con ella.
Abrimos vientres de evasión y júbilo.
Atrás queda la rancia espina de la vida,
colgada de los despachos 
y en los archivos de ordenador.
La alejamos con un sorbo de ginebra,
la disolvemos en tragos de camaradería.
A veces las juergas son más intensas
y aparece el rubio manjar de la inconsciencia.
Se desvanece hasta la piel que nos destruye
y vemos nuestras arterias palpitar 
como torrentes,
hasta ahogarnos de locura.
Al día siguiente, uno no recuerda nada,
la piel vuelve a tapizar nuestros cráneos 
de crápulas
y nos ofrece el papel para contar... ¿qué?

sábado, 11 de noviembre de 2017

"De erotismo y literatura" por Natalia Carbajosa



Escribir un relato erótico no es difícil. ¿Quién no ha contado alguna vez un chiste subido de tono y lo ha aderezado con detalles de su propia imaginación, buscando la exactitud verbal, anticipando con cuidados indicios el desenlace y vertiendo con estudiado mimo el dramatismo y la comicidad? De ahí a ponerlo por escrito no va tanta distancia. Escribir un relato erótico que no contenga nada más tampoco parece cosa del otro mundo. Novelas hay, y voluminosas, de esas que se llaman «de ingredientes», en las que los autores van dosificando convenientemente los elementos: un tanto de sexo, un tanto de violencia… claro está que hay que saber escribir o, mejor dicho, redactar, para poder hacerlo. Pero otra cosa muy distinta es ubicar uno o varios episodios eróticos en un contexto más amplio, en el que dichos episodios se relacionen con naturalidad con el resto de preocupaciones de la existencia humana: el amor, la muerte, la vida, que diría el poeta; la soledad, la ambición, los sueños no cumplidos, la nostalgia, el rencor, la amistad, el poder… y mezclar en todo el humor y el drama sin renunciar a un ápice de empatía; esto es, consiguiendo que el lector no deje de sentir como suyas las vicisitudes de los personajes, que no los vea de pronto ajenos a sí mismo porque el escritor, por pereza o por falta de talento, le haya reducido al papel de voyeur. Escribir así, con Eros formando parte de la vida, es hacer literatura.

La narrativa española de las últimas décadas cuenta con un volumen de relatos de Marina Mayoral, felizmente reeditado ahora, que cumple con creces las condiciones recién mencionadas. Su título, tomado del arranque de un poema de Kavafis («Recuerda, cuerpo»), constituye un apropiado resumen de los doce cuentos que componen el volumen: la educación o, más bien, la ausencia de educación sentimental y sexual de una sociedad —la de la España predemocrática— en la que nadie, y menos aún las mujeres, podía expresar sus deseos íntimos. El poema de Kavafis, citado al comienzo del libro, dice así:

Recuerda, cuerpo, no solo cuánto fuiste amado,

no solamente en qué lechos estuviste,

sino también aquellos deseos de ti

que en los ojos brillaron

y temblaron en las voces —y que hicieron

vanos los obstáculos del destino […]

Aunque pueda resultar extraño, a quien esto escribe, los versos de Kavafis le trasladan sin esfuerzo al «Recuerde el alma dormida» de las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique. En ellas, el imperativo «recuerda» mantiene la acepción del verbo medieval «acordar», es decir «despertar» («despierte el alma dormida»); mientras que en los versos del poeta de Alejandría se mantiene la etimología del latín «re-cordare», o sea, volver a traer al corazón. Esta deliberada confusión semántica que aquí se propone viene a cuento porque, precisamente, el mandato que reciben los personajes de los cuentos de Marina Mayoral, en un contexto en el que todo lo referente al cuerpo ha de permanecer soterrado y por supuesto separado de lo que, en la cultura occidental, hemos dado en llamar su contrario (el alma), parece no ser otro que «despierta, cuerpo»: cuerpo que es también corazón («cor, cordis»), receptáculo que, a su vez, solemos identificar con el alma.

Y así, de ese mandato al que, en mayor o menor medida, todos los personajes responden, porque nadie puede sustraerse a lo que algún otro escritor ha descrito como «la fuerza de la sangre», surgen encuentros inesperados con extraños que cambian para siempre el rumbo de una vida. O bien la vida cotidiana continúa discurriendo al calor de una nueva sabiduría física, dejando al descubierto una parte de cada criatura que a ellas mismas, hasta entonces, les resultaba ajena o permanecía vedada e inaccesible. Curiosamente, el erotismo resultante de estas experiencias, a veces tamizado de melancolía no reñida con la comicidad, explícito a la par que elegante, sensual y lleno de ternura, asimétrico en cuanto a las clases sociales implicadas y abordado desde muy variados puntos de vista narrativos, se convierte en un poderoso foco que arroja luz sobre esas zonas oscuras del alma que nunca antes habían aflorado en toda su limpidez y plenitud. En otras palabras: el alma jamás habría despertado del todo, de no ser por la oportuna/inoportuna irrupción del cuerpo en la escena. Se trata, pues, de un verdadero ejercicio de fusión, reunión o reunificación de lo que, en primer lugar, no debió separarse, con el permiso de Platón y del cristianismo.

Por otro lado, la sabiduría adquirida a través del cuerpo deja en los personajes una aceptación de la incoherencia insalvable en la que les coloca esa nueva consciencia de la piel. Los ejemplos abundan: un conquistador empedernido cuya virilidad queda a salvo en manos, literalmente en las manos, de una desconocida; una mujer que piensa devotamente en su marido cuando tiene relaciones con otros hombres; un apuesto sacerdote que posee todos los instintos de un depredador Casanova; una abnegada hija y maestra que acepta el extraño equilibrio de su doble vida… El conflicto que para todos ellos abre la llamada de la carne es a la vez su redención: la belleza y el placer del cuerpo los vuelve más complejos y, por ende, más humanos, aun cuando en público escrutinio pudieran ser duramente censurados. Únicamente los dos últimos cuentos, «La última vez» y el que da título a la colección, «Recuerda, cuerpo», quizá más traspasados por la ternura y la nostalgia que los demás sin llegar a caer en el sentimentalismo, se desvían un tanto de la tónica general. El primero, por estar narrado no desde el punto de vista de quien ha adquirido la experiencia del placer físico, sino de quien sufre sus consecuencias y se debate en la incertidumbre del saber y no saber del todo; el segundo, por constituir una versión magistral del clásico «lo que pudo haber sido y no fue», eso que confiere a las historias de amor frustrado su carta de inmortalidad.

Si bien el tema erótico establece el hilo conductor, en mayor o menor grado, de todos los relatos que conforman el libro, es el estilo lo que le da su tono característico, a pesar de la variada participación de distintas voces. En un lenguaje directo a la vez que cuidado, no exento en ocasiones de ciertos guiños metaliterarios al lector, Marina Mayoral va construyendo personajes sólidos y creíbles en situaciones insólitas que, no obstante, nunca resultan estridentes ni pierden su naturaleza literaria para convertirse en mera anécdota o chiste, lo que hubiera sido fácilmente el caso en manos menos expertas. Sin menospreciar en absoluto la novela, además, debemos tener presente que el cuento es un género muy complejo justamente por su concisión, es decir, por tener que presentar en cuatro pinceladas situaciones y ambientes que, en este caso, aluden a lo que no está a la vista ni resulta socialmente aceptable. Por otra parte, en los libros de cuentos sucede como en los de poesía: al margen de cada unidad compositiva en sí, se requiere una labor de ensamblaje que relacione unas piezas con otras, que las haga dialogar entre ellas.

En el caso de Recuerda, cuerpo, son muchos los elementos lingüísticos y referencias a lugares y personajes los que nos remiten a un universo compartido, pero entre todos ellos destaca la belleza y poesía de los títulos: «Aquel rincón oscuro», «Adiós, Antinea», «El dardo de oro», «Los cuerpos transparentes»… Y, por supuesto, «Recuerda, cuerpo», excelente colofón para un libro que, por cierto, no ha perdido un ápice de vigencia en los veinte años transcurridos entre su primera edición en 1998 y la más reciente. Y es que, aunque cambien las circunstancias y los usos sociales, y a pesar de la liberación sexual, los deseos humanos y los conflictos de nuestro yo con nuestro propio cuerpo, no menos que en su relación con otros, siguen siendo universales. Su lugar en la psique sigue siendo, como refiere acertadamente el primer cuento, «aquel rincón oscuro», por cuanto nos obliga a relacionarnos con el mundo desde un plano ignoto, si no ya por escrúpulos morales o religiosos, porque abre la puerta a una parte de nuestro ser que nunca terminamos de conocer.

Por otro lado, con humor y con memorable comprensión de la fragilidad humana está contada la admiración que todos sentimos por la armonía física y de carácter en «La belleza del ébano». Ese es el apropiado título del cuento en el que con más claridad, a mi entender, se contrapone el elogio de aquel donde cuerpo y alma encuentran, por fin, acertado equilibrio («Era el ideal clásico: la inteligencia, el talento, en un cuerpo bello, deseable y que sabe hacerse desear») con la mirada amorosa que suple lo que falta, con muy buena voluntad, en una hechura menos armoniosa: «un arquitecto famoso que para hacer el amor se quitaba antes que nada los pantalones y después el calzoncillo, y se quedaba con los faldones de la camisa flotando en torno a algo que apenas se entreveía, sobre unas piernas magras y blancas, más blancas aún por el contraste de los calcetines negros […] Pero ella lo quería, quería a aquel tipo bajito, que había echado tripa y había perdido el pelo a su lado y que tenía talento, eso no se lo negaba nadie». A este respecto, tuve la suerte de conversar con la autora, quien me explicó la concepción neoplatónica que sostiene la trama del cuento; y es que, cuando nos enamoramos de alguien en la juventud y el amor perdura a lo largo de los años, seguimos anteponiendo la imagen de ese momento inicial, esa primera pulsión (como dice la canción de Serrat: «recuerde —¡sí, recuerde!— antes de maldecirme / que tuvo usted la carne firme / y un sueño en la piel / señora»), a la decadencia física que a todos nos va transformando en otra cosa. Así, gracias a ese complejo mecanismo psicológico que hace del ojo un almacén de la memoria antes que un órgano visual, podemos responder con dignidad a nuestros hijos cuando nos preguntan: «¿Pero por qué te casaste con papá, si tiene barriga, y está calvo, y está hecho un cascarrabias y un hipocondriaco, etc., etc.?». Ay, que poco saben ellos todavía de las tres heridas, la del amor, la de la muerte, la de la vida…

Algunos de estos relatos poseen resonancias clásicas (don Juan, King Kong, Safo, el rey Midas) o están situados en la mítica ciudad de Brétema, tan cara a toda la literatura de Marina Mayoral. Sin embargo, la «mitología» que, en mi opinión, los preside con más fuerza que el resto de elementos, aunque estos se hallen perfectamente integrados en las distintas tramas, es precisamente ese canto a la belleza del cuerpo, a su poder transformador y su reivindicación de los sentidos, tanto para ser despertado en la plenitud de sus facultades, como para ser recordado el resto de la vida a través del velo amable de aquella primera imagen. «Cómo temblaron por ti, en las voces, recuerda, cuerpo», a decir del poeta. Pues eso. Que el cuerpo sea voz, y que viva el erotismo hecho literatura.