Se deshace el tiempo y los hielos
en los licores
que los bares sirven con palabras refrescantes.
En el aroma distendido de una barra
sin espinas
se llegan a tratar asuntos decisivos:
la vida y sus misterios,
el hombre y sus caprichos,
la hembra y sus deseos.
En las tardes y noches de plácido letargo,
los socios de bar
animan a los negocios
más intrascendentes.
Se abren las puertas de un paraíso sin dioses,
entre vapores de cerveza y nubes de cristal,
espumados por la conversación
que se crea a sí misma,
como un hígado de aventura
que te agarra de la mano
y te conduce a las vísceras más inciertas.
Hierve el cerebro entre pensamientos sabrosos,
escucho las voces de mis socios de barra
y me alegro de estar vivo.
Me sumerjo en la espuma de ideas
disparatadas,
en la elección de canciones
que erizan las burbujas de los hielos.
Se anima la concurrencia
y nosotros con ella.
Abrimos vientres de evasión y júbilo.
Atrás queda la rancia espina de la vida,
colgada de los despachos
y en los archivos de ordenador.
La alejamos con un sorbo de ginebra,
la disolvemos en tragos de camaradería.
A veces las juergas son más intensas
y aparece el rubio manjar de la inconsciencia.
Se desvanece hasta la piel que nos destruye
y vemos nuestras arterias palpitar
como torrentes,
hasta ahogarnos de locura.
Al día siguiente, uno no recuerda nada,
la piel vuelve a tapizar nuestros cráneos
de crápulas
y nos ofrece el papel para contar... ¿qué?
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