viernes, 3 de noviembre de 2017

Atenas, la de brillantes ojos. Cuarto día en Grecia.


Helios nos descubre por cuarto día la costa de Xilocastro. Eos, la de rosáceos dedos, nos recibe otra vez con brisa cordial y huevos cocidos. Desayunamos al borde del mar. Solo el pescador advierte nuestra presencia, solo él, porque la piel del mar sigue dormida, en calma. En el horizonte, las altas montañas amurallan la bahía entre neblinas, como un escenario de ópera abandonado. 
Salimos hacia Atenas en el mismo autobús, cargado de las mismas sirenas estridentes. Solo hay una novedad, una guía rubia que nos ilustra a través del micrófono con leyendas antiguas que enmudecen a la turba. No hay trayecto en la Argólida que no se tiña de mitología. Llegamos al canal de Corinto. Los romanos ya intentaron convertir el Peloponeso en una isla. Nerón ordenó un proyecto que presentaba serias dificultades. Se abandonó por decisión del emperador, pero se introdujo un método para atravesar el istmo con los barcos. Un artefacto rodante servía para pasar las naves de una orilla a la otra. El precio del transporte resultaba muy elevado, lo que provocó que algunos comerciantes prefirieran tener un barco en cada orilla. Todo esto y mucho más nos lo cuenta Yoana, la guía griega. Habla y habla sin parar. Y ha conseguido lo imposible: enmudecer los cantos regionales de los muchachos. 
Bajamos a admirar el canal de Corinto, una herida profunda, un tajo seco del que brota, en el fondo, la vena turquesa del mar que nos sigue fiel en nuestro camino. 
Más historias a través del micrófono entretienen el viaje. Yoana es un manantial constante de etimología clásica: Peloponeso, Corinto, Atenas..., todos los topónimos tienen vida y genealogía propia. 
La primera parada en Atenas es el estadio Panatinaikós, la sede de los primeros juegos olímpicos modernos. Fotos, calor y carreras por la pista, poco más.
La subida a la Acrópolis nos va acercando a esos dioses que surgen sin parar de la boca de la guía. En los adoquines resuenan los cascos de Pegaso, a pesar del trasiego de los turistas de crucero que suben y bajan ajustando el resuello. Los murmullos de las musas anuncian entre los pinos la cercanía del Olimpo. Desde lo alto del monte, los dioses contemplan la sinrazón de los mortales. Se horrorizan con la fealdad de la ciudad nueva que se extiende como una plaga de mal gusto. Arriba, todo es distinto. En el Odeón se escucha la voz de Orfeo, en el templo de Dionisos queda la marca del vino y del sexo, en el Erecteión continúa la procesión de cariátides animando al culto de la belleza. El olivo protege a la ciudad, aunque parece haber perdido su poder. Y por fin, el Partenón, majestuoso a pesar de las grúas, andamios y casetas de obra. Prometeo, otra vez, intenta robar el fuego sagrado. Las gigantescas columnas rompen el cielo y lo manchan con rastros lechosos de nubes sin lluvia, mientras las ruinas siguen asediadas por el sol y los turistas. La ciudad moderna yace allá abajo, cubierta por una nube de veneno. Atenas, gloriosa patria de los dioses y de la civilización occidental es, desde el Olimpo, un cáncer con metástasis que solo respeta a su pasado en las alturas. 
Descendemos de la Acrópolis, deslumbrados por el éxtasis de la piedra antigua. Y culminamos el viaje a la Grecia antigua en el Museo Arqueológico: cerámica, estatuas y los restos de lo que los ingleses no se llevaron al British. Llegamos a la plaza Sintagma, escenario principal de la crisis de la Grecia moderna. Coches, mendigos y un ruido infernal no apto para griegos clásicos. 
Otra vez nos ataca el souvlika, con yogur, sin yogur, con patatas, sin ellas, con torta, con pan de pita... Esto no era, con seguridad, la ambrosía de la que hablaba Homero. La degeneración ha llegado también a la gastronomía en las grandes ciudades y, pese a todo, el barrio de "Placa" encanta lujurioso, con olor a cuero y anís, con sabor a vieja ramera oriental. Se respira vida agitada y pasional. Sus lugares necesitan reposo y mirada atenta, desvarío y unas copas de "tsipuro". Pero no hay tiempo. Los rostros antiguos de los héroes clásicos aparecen detrás de los mostradores de fruta y en los vendedores de cuero. Este mundo necesita un viaje más reposado. Hay que regresar para conversar con Néstor, Menelao y Alcinoo. Y para encontrar a Odiseo entre el tumulto o, por lo menos, a Eumeo. 
Buscando la entrada al templo de Hefesto, encontramos pandillas de jóvenes rebeldes que han defecado junto a la valla que separa la Atenas moderna del Ágora del Hefesteión. A un lado excrementos y cigarritos de la risa. Al otro, estatuas de Hefesto y Dionisos. A un lado, la vida con todas sus aristas; al otro, la nostalgia de un tiempo y unos dioses aburridos de ser contemplados con la mirada muerta. 
Volvemos a Xilocastro cargados de recuerdos griegos, físicos y espirituales. Una máscara de escayola de Dionisos compartirá maleta con los trabajos de Heracles y con la senda tortuosa de Edipo. El ponto negro como el vino ha removido su fondo y nos muestra su rostro violento. Se adivina la ferocidad de Poseidón que llevó a Ulises a la isla Ogigia para encontrarse con Calipso. Esperemos que Atenea, la de ojos brillantes, nos proteja y no asalte nuestro sueño el acechante Polinictas, dueño del garito que hay frente al hotel, donde se liberan todos los males de Pandora a partir de las doce de la noche. 
Los perros sueltos, sin amo, pasean por la marina buscando a Ulises. El pescador sigue en la orilla, protegido por la oscuridad y por la bóveda celeste, seguro de que algún día una nave de veinte remos lo devolverá a Ítaca.           

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