Si bien hay quienes han usado el vino como
vía paliativa de la infelicidad y el desasosiego, lo que comúnmente se ha
venido a llamar «ahogar las penas», el vino también ha obrado como transmisor
cultural, como más tarde lo hicieran la imprenta o, incluso, internet.
La autoridad wikipédica se limita a describir
el vino como una bebida obtenida a través de la fermentación de la uva, y que
los testimonios arqueológicos sugieren que este caldo se produjo por primera
vez en el Neolítico, entre 9000 y 4000 a. e. c., en los montes
Zagros, entre el norte de la actual Irán y Armenia. No en vano, Areni, en
Armenia, son los restos arqueológicos de las instalaciones vitivinícolas más
antiguas conocidas hasta la fecha y datan del 4100 a. e. c.
Sin embargo, a poco que no nos quedemos en la
superficie de esta acepción, descubriremos que también ha formado parte y ha
participado activamente de cambios históricos y sociales de gran relevancia.
El vino como antítesis de la barbarie
El vino es un líquido que ha servido tradicionalmente
para trasmitir cultura, y a modo de máquina de la verdad, para expresar lo que
verdaderamente sentíamos. «El vino revela lo que está oculto», declaró Eratóstenes.
Si la cuna de la filosofía, la política, la
ciencia y la literatura fue la antigua Grecia, fue el vino la correa
transmisora de esas ideas. Gracias al comercio marítimo de esos caldos
mediterráneos, no solo las ideas se diseminaron, sino que se sometieron a
juicio y escrutinio en fiestas o simposios en los que los concurrentes bebían
de un recipiente compartido de vino diluido. Gracias a él, los participantes
eran capaces de superarse a sí mismos en ingenio, empleando para ello las más
abracadabrantes figuras retóricas. Decía por ejemplo el poeta cómico griego Aristófanes:
«Rápido, traedme una copa de vino, para que me remoje el entendimiento y diga
algo inteligente».
En palabras de Tucídides, autor griego
del siglo V a. e. c. que fue uno de los más importantes
historiadores del mundo antiguo, «los pueblos del Mediterráneo empezaron a
emerger de la barbarie cuando aprendieron a cultivar el olivo y la vid». Y es
que el vino empezó a considerarse un signo de distinción, un símbolo de
civilización y una forma de distinguirse fácilmente de los bárbaros, bebedores
de vulgar cerveza.
La vinculación del vino con los griegos y la
cerveza con los bárbaros no solo tenía que ver con el sabor o los efectos
etílicos que producían ambas bebidas, sino también por las dificultades que
entrañaba elaborarlas. El vino, indudablemente, era mucho más difícil que obtener
que la cerveza, como explica Tom Standage en La historia del mundo en seis tragos:
La fruta es
estacional y se estropea con facilidad, la miel silvestre solo estaba
disponible en pequeñas cantidades y ni el vino ni la hidromiel podían
almacenarse durante mucho tiempo sin cerámica, que no surgió hasta alrededor de
6000 a. C. La cerveza, en cambio, podía fabricarse a partir de las cosechas de
cereales, que eran abundantes y fáciles de almacenar, lo que permitía elaborar
cerveza de manera fiable, y en grandes cantidades, cuando era necesario.
También los griegos pretendían establecer
claras diferencias de clase y de posición intelectual entre los bebedores de
vino y los de cerveza, hasta el punto de que, en ocasiones, se elaboraban
teorías un tanto descabelladas, como esta que J. C. McKeown copia
literalmente de Aristóteles en Gabinete de curiosidades romanas:
Los que se
emborrachan de vino caen de bruces, mientras que los que han tomado la bebida
de cebada (cerveza) echan la cabeza hacia atrás, puesto que el vino produce
pesadez de cabeza, mientras que la bebida de cebada es soporífera.
Para los griegos, beber vino era sinónimo de
civilización y refinamiento: el tipo de vino que se bebía y su edad indicaban
lo culto que se era. Salvando ciertas distancias, el vino era como internet: te
permitía comunicarte con los demás dejando a un lado de rigideces protocolarias
del día a día, a la vez que te significaba como individuo cultural y
tecnológicamente superior.
Las
etiquetas de Roma
Como explica Tom Standage en La historia del mundo en seis tragos:
«La difusión del consumo de vino prosiguió en tiempos de los romanos, la
estructura de cuya jerárquica sociedad se reflejaba en una estratificación
minuciosamente calibrada de vinos y clases de vino». Con todo, la variedad de
la época sería extraña para nuestro paladar, porque aquel vino solía mezclarse
con agua (incluso de mar) y otros ingredientes, como frutas, miel o especias.
Algo así como el calimocho o la sangría.
Estos caldos, además, llegaban de muy lejos y
debidamente transportados en ánforas con sellos que pueden compararse a
nuestras modernas etiquetas. En estas etiquetas podríamos leer el nombre del
mercader o transportista, el contenido neto, los datos del control fiscal,
entre otras indicaciones.
Eso sí, a veces los vinos más caros se
reservaban para uno, y a los convidados se les servían otros menos
sofisticados, tal y como explica Fernando Garcés Blázquez en Historia del mundo con los trozos más
codiciados:
Por vanidad,
los romanos pudientes invitaban al mayor número posible de personas, pero por
tacañería o prudencia, luego hacían trampas. Plinio el Viejo critica a aquellos
de sus contemporáneos que «sirven a sus invitados un vino distinto del que
ellos beben, o a lo largo del banquete sustituyen los buenos por otros
mediocres». Plinio el Joven, sobrino del anterior, registra otra fullería:
guardar el vino en pequeños frascos de calidades diversas y sacar unos u otros
según la importancia de los invitados.
El vino más caro y lujoso de la época y, por
consiguiente, el que solo se reservaba para invitados muy especiales, o para
nadie que no fuera uno mismo, era opimiano, la mejor cosecha de Falerno, de la
región de Campania, en el sur de Italia. Lo bebió Julio César, y también
al emperador Calígula le sirvieron opimiano de ciento sesenta años.
Sacramento
Tras Grecia y Roma, el vino prosperó en
diferentes culturas, sobre todo con su vinculación a lo religioso, tanto para
alabarlo como para defenestrarlo. Un código visigodo redactado entre los siglos
V y VII, por ejemplo, desgranaba castigos detallados para cualquiera que dañara
un viñedo.
Entre los cristianos, el consumo de vino era
una modalidad de comunión sagrada, aunque siempre en pequeñas dosis, a
diferencia de los cultos a Dionisio y a Baco, los equivalentes divinos en
Grecia y Roma. En algunos casos, la venta de vino elaborado en las tierras de
la Iglesia constituyó una importante fuente de ingresos. Entre los vinos más
conocidos en esta época está el hipocrás (mezcla de vino y miel).
El vino, aquí, sería para alcanzar otra
verdad, pero esta vez de índole mística.
La prohibición musulmana del alcohol tiene un
origen multifactorial, pero también un origen un tanto caprichoso, como explica Standage:
Según la
tradición, la proscripción del alcohol por parte de Mahoma fue fruto de una
pelea entre dos de sus discípulos durante una fiesta con bebida. Cuando el
Profeta buscó orientación divina sobre cómo evitar semejantes incidentes, la
respuesta de Alá fue tajante: «El vino y los juegos de azar […] no son sino
abominación y obra del Demonio. ¡Evitadlos, pues! Quizá así prosperaréis. El
Demonio solo quiere crear hostilidad y odio entre vosotros valiéndose del vino
y el juego, e impediros que recordéis a Dios y practiquéis la azalá. ¿Os
abstendréis, pues?».
En España se instaura en el siglo XVIII la
figura del guardaviñas (posición que perdura hasta 1960), que hace un papel
fundamental en la vigilancia de los viñedos. Debido a las dificultades de
producir vino local en el norte de Europa, este escaseó, sustituyéndose
progresivamente por la cerveza. La distinción entre cerveza en el norte de
Europa y vino en el sur subsiste hoy día, en base a patrones de consumo que se
forjaron a mediados del primer milenio y fueron determinados en gran medida por
el alcance de las influencias griega y romana.
El vino es cultura que se transmite a través
del paladar y que engrasa las relaciones sociales y abre la mente del par en
par. Por esa razón, el vino no solo debe consumirse, sino considerarse un
patrimonio cultural digno de estudio, exhibición y admiración, y también debe
engarzarse con otras obras de arte. Un legado como el que recoge el Museo Vivanco de la Cultura del Vino, situado en Briones
(La Rioja), y que es considerado el mejor museo del vino del mundo.
En una superficie de cuatro mil metros
cuadrados, el edificio se divide en seis espacios que recogen los diferentes
pasos de la elaboración del vino y donde se muestran elementos y herramientas
que se han empleado para este fin a través de la historia, así como piezas arqueológicas
de Babilonia, Egipto, Grecia o Roma, como el vaso con la diosa Hathor,
procedente de la XXII Dinastía egipcia (945-715 a. e. c.)
También allí podemos contemplar cómo el vino
ha propiciado tecnologías asociadas al mismo, como los distintos tipos de
botellas y sacacorchos (un total de tres mil, incluidos los primeros modelos
patentados datan de finales del siglo XVIII), así como una prensa húngara de
doble husillo, la única pieza conservada de la Primera Exposición Vinícola
organizada en la ciudad de Pecs el 11 de agosto de 1888. En el espacio Guardar las esencias, por ejemplo,
también se exhiben desde una botella cuadrada de cristal de la cultura romana
(siglo II-III e. c.), hasta la que Vivanco ha utilizado como modelo para
fabricar las botellas de sus vinos, una botella cilíndrica de vidrio soplado,
datada en 1840, de Francia.
Un amplio espacio dedicado al arte (pinturas,
esculturas y bajorrelieves) también se expone en un apartado sobre el vino en
la cultura, como un grabado de Joan Miró, Le troubadour, que representa un sacacorchos de doble palanca, tipo
inventado en 1850 por J. Heeley en Gran Bretaña.
Literatura, arte, cine, gastronomía,
educación, investigación… todo eso es lo que le interesa compartir y divulgar a
Vivanco, con su museo y fundación, en el que se encuentra el Centro de Documentación (donde encontramos
obras tan importantes como Oda al Vino manuscrita de Pablo
Neruda) y la editorial. Ocho mil años de historia que evidencian, una vez más,
que el vino no solo es una bebida, sino una forma de transmisión de cultura.