martes, 30 de agosto de 2016

"La mejor novela española de los últimos cincuenta años" (fragmento) por Raúl Cazorla


1. Los rivales
Dar premios es fácil, lo complicado es que nos pongamos de acuerdo en los elegidos —como los trabajadores de la tienda de discos de Alta fidelidad, que componían listas en torno a los criterios más disparatados— y, si bien no existen razones para que los libros, los discos, las pelis, compitan entre sí, aunque no exista tal cosa como «La mejor novela española de los últimos cincuenta años», supongo que hacen falta de vez en cuando carteles, anuncios de neón, campanadas. Quién teme al premio feroz, me pregunté una vez, cuando en principio solo parece haber ventajas en los concursos: ganan los premiados, los medios tienen un estupendo evento informativo, la editorial consigue la carta de la promoción, los lectores escuchan nuevos nombres. Los únicos que pierden, claro, son los no premiados, qué tontería más obvia, pues esta falta de reconocimiento público se convierte en ocasiones en causa de ostracismo editorial, criba de lectores o, peor aún, un progresivo silencio literario según pasan los años.
A la hora de seleccionar el título de este artículo, yo ya había decidido mucho tiempo antes, sin pasar por ningún complejo sistema de selección, cuál era, a mi juicio, la mejor novela española de los últimos cincuenta años («española» se usa aquí solamente con su valor de gentilicio, por supuesto). Hice trampas, pues. Mi objetivo no es la tiranía de los nombres —la jerarquía en la literatura es absurda—, sino conseguir su atención sobre esta novela, que hablemos de por qué es excepcional y merece más lectores, aunque hayan pasado cuarenta y cuatro años desde su publicación. No hace falta consenso, al fin y al cabo: esto no es una lección de anatomía, solo juegos de palabras.
Para aligerar la trifulca, para que este texto no fuera un repaso al canon de los últimos cuarenta años, por el que aún tiene que pasar tiempo, me he centrado en los grandes títulos de los sesenta (solo a partir de 1966) y setenta, el periodo de la gran eclosión de la narrativa española a mi juicio, impulsada por el boom editorial de la narrativa latinoamericana, y las décadas de la gran transformación social y cultural de la Península.
Empecemos con los santones. Tiempo de silencio de Luis Martín Santos, quizá la novela más radical estilísticamente publicada en los sesenta en España, se queda fuera del debate porque su primera edición es de 1961; Cela publicó durante esas décadas dos de sus novelas más reconocidas, San Camilo, 1936 (1969) y Oficio de tinieblas 5 (1973); Miguel Delibes, mucho más prolífico, publicó entre otras la famosa Cinco horas con Mario(1966; Las ratas es de 1962). Cualquiera de estas merecería el título, supongo, pero ya hemos dicho que a los consagrados no les hace falta más publicidad gratuita, así que, ¿para qué seguir? Además, creo ya haber insinuado lo suficiente que este premio obedece a mi falible criterio, y la verdad es que ni Cela, que es un prodigioso maestro de la lengua castellana, ni Delibes, un narrador nato con un prodigioso oído para el castellano, están entre mis clásicos personales. A cada cual, lo suyo, que decía Sciascia.
Una de las que puntúan más alto de aquellos años para mí es Parte de una historia (1967), de Ignacio Aldecoa, la última novela de su autor antes de su muerte en 1969. Me sorprende que no sea más conocida: prodigioso relato ambientado en una isla de pescadores cercana a Isla Mayor (trasunto ficticio de Lanzarote), está escrita en una prosa cuidadísima, afilada como un cuchillo, que no cae nunca en topicazos retóricos ni en simplicidades. Más famoso como cuentista, Aldecoa demostró con Parte de una historia que dominaba el género de la novela (corta) con una soltura apabullante. Lo que acaso se viera en algún momento como defecto (es una especie de diario de viaje y, por tanto, se sale del realismo social imperante) se ha convertido en una de sus grandes virtudes: una novela sobre el destino inevitable (el individual y también el colectivo) contada con atmósferas de trazos opresivos y nítidos.
La novela galardonada más previsible sería Si te dicen que caí (1970), de Juan Marsé, quizá la mejor novela de los últimos cincuenta años si esto fuera la lista de un jurado académico y no la de un solo lector. Después de haber publicado varias novelas magníficas, Marsé decide dejarse la piel en esta y darlo todo. Aquí, con una prosa en su plenitud, está concentrado el microcosmos de su literatura: la necesidad de la invención y del juego conjugada con la recuperación de la memoria, a menudo también recreada y ficticia; los personajes desamparados, los buscavidas, los que pelean por saber quiénes son; y, sobre todo, un narrador portentoso que fabula entre los recuerdos y la ficción, entre la ilusión de la fuga y la realidad más descarnada de la posguerra. A Marsé, en cualquier caso, no le faltan lectores ni reconocimiento, labrado con un largo historial narrativo, así que sigo pensando que el premio le hace falta más al otro.
Imagino que también debería entrar en la disputa cualquiera de las novelas de Benet de este periodo, Volverás a Región (1967) y Una meditación (1970), aunque yo tengo debilidad por esta última, con esa frase de una musicalidad hipnótica con la que empieza: «De entre todas las quintas de la vega del Torce, al norte de Región, la de mi abuelo, con ser de las más modestas, era una de las mejor emplazadas». Maravillosa descomposición del hilo narrativo, con una voz que juega a la digresión constante y a las oraciones interminables, Una meditación es una piedra de sol de nuestra lengua, menos reconocida de lo que se merece, pese a que a mi juicio pierde por KO contra la ganadora si se valoran otros factores que debe tener una gran novela, como olfato para rebuscar en la basura y ahondar en el corazón de los humanos. A Benet, el grand style, como él siempre reivindicó, le pierde, para bien y para mal.
De las que he leído de Francisco Umbral, otra bestia parda de los setenta, la que más me impresionó con diferencia fue Mortal y rosa (1975), un bellísimo artefacto a medio camino entre el diario, el libro de apuntes y el ensayo literario. Curioso que sea el libro que mejor ha sobrevivido al prolífico Umbral, un estilo más que un narrador, quizá porque las páginas escritas a raíz de la muerte de su hijo pequeño están escritas con una rabia contra la literatura que trasciende la retórica y el jugueteo verbal que tanto encandilaba a Umbral. Además, un libro a veces se cruza en nuestra biografía, tiene el peso de una amistad o de un suceso, y adquiere un valor de lupa desde la que mirar los placeres y los días; en mi caso me pasó con Mortal y rosa, así que no soy, no puedo ser, neutral con él.
¿Y Goytisolo? El eterno desplazado, el más secreto, pese a ser un inmenso dotado para los vericuetos de la lengua, Goytisolo lleva años haciendo una obra rigurosa, encarnada en la libertad de la poesía más que en la narración. De los setenta es nada menos que la trilogía del mal, que incluye esa belleza llamada Reivindicación del conde Don Julián (1970), de la que solo recuerdo, sin embargo, la espesura de los signos y un viaje, bastante solipsista, hacia uno mismo. Altamente recomendable para lectores escogidos. No es mi caso, me temo.
Por cierto, que en 1975 se publicó La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza, de la que alguien ha dicho que es la gran novela de los últimos cuarenta años. Yo, en cambio, que leí en la adolescencia El misterio de la cripta embrujada (1978), y guardo esa lectura como un tiempo de felicidad absoluta, me he quedado a medias con La verdad varias veces. Prometo volver.

Y, en fin, seguro que hay muchos otros, todos grandes, que ahora no me vienen a la cabeza o que a lo mejor no he leído, que es lo más probable, pero, después de todo, esto ya estaba decidido de antemano: de estos años prodigiosos para la literatura española, la más grande, la más ambiciosa, la que sacó todo el talento que llevaba su autor dentro, es El gran momento de Mary Tribune, de Juan García Hortelano. No me digan que no estaba cantado. (…)

lunes, 29 de agosto de 2016

"Mil veces no" por Rafael Luis Pleguezuelos


Me gusta pensar en la literatura como en un triángulo perverso: el que forman escritores, editores y lectores, a vueltas con sus eternas relaciones depredadoras. Como en todo buen juego, cada cual realiza su tarea al tiempo que vigila a los demás. Ninguno puede vivir sin el otro, y además el sistema tiene una trampa: dos de los gatos quieren cazar el mismo ratón, ese lector cuyos gustos son difícilmente adivinables y que por tanto nunca se sabe hacia dónde va a correr. Editor y escritor, para colmo, entran en la cacería al tiempo que sueñan con un paraíso prometido: el de la historia de la literatura. Las historias de tensión entre los tres vértices del triángulo son mis favoritas, porque con frecuencia son las que mejor te permiten entender qué ocurre dentro de los libros. La literatura es una de las artes en las que conocer las relaciones externas te ayuda a entender las internas, y la razón es que todo se fabrica con el mismo material: las emociones del escritor.
Con la intención probable de demostrar al mundo que la Biblioteca Británica es mucho más que originales de Shakespeare, poemas de Milton y grabados insólitos de Blake, la institución ha inaugurado en su web la exhibición de una colección de documentos contemporáneos que son auténticas golosinas para el amante de literatura. Con ese laconismo casi perverso de los anglosajones, la muestra de la Biblioteca Británica se llama simplemente Artículos de Colección, y está compuesta por unos trescientos archivos en los que podemos encontrar todo tipo de testimonios sobre esas batallas eternas entre los tres vértices del triángulo a los que me refería al principio. Hay fragmentos de diarios de Sylvia Plath rebosantes de confesiones vitales y dudas artísticas, imprescindibles para seguir buceando en el más bello de los desequilibrios. También cartas de un James Joyce que describe su proceso de escritura, acompañadas de un recorte del New York Times que detalla la persecución a la que fue sometido el editor del Ulysses en América, no porque los lectores no se vieran con fuerzas para leerlo —como ocurriría ahora— sino por graves acusaciones de inmoralidad. El artículo incluye algo que visto con ojos del siglo XXI parece una broma más en torno a la inaccesibilidad de la novela: casi mueve a la risa leer que el magistrado del caso reconoce sus problemas para resolver la acusación de inmoralidad porque la novela es «ininteligible».
Pero entre todos los documentos presentados ahora por la British Library, el que me ha fascinado es la reproducción de una carta de rechazo editorial en la que un T. S. Eliot hiriente y airado negaba a George Orwell la publicación de Rebelión en la granja. En el documento, sostenido en la autoridad del membrete de Faber & Faber Ltd, —todavía un prestigioso sello en nuestros días, algo meritorio cuando los catálogos parecen más un bazar que un verdadero proyecto editorial—, el poeta argumenta que «no estamos convencidos de que ese sea el punto de vista correcto desde el que criticar la situación política presente». Unos renglones después, la carta de rechazo se vuelve más explícita y menciona en un tono mucho más coloquial, como si ya mediaran un par de cervezas entre Eliot y Orwell, que «tus cerdos son mucho más inteligentes que los otros animales, y por tanto más cualificados para gobernar la granja». La misiva demuestra un buen conocimiento del material, no obstante, y permite comprobar que T. S. Eliot se tomó su trabajo de juzgar Rebelión en la granja en serio, aunque la historia de la literatura y tantos millones de lectores disientan de sus apreciaciones.

La lectura que en su momento hiciera T. S. Eliot no me sirve simplemente para mostrar el error del poeta, porque eso sería ridículo. El señor Eliot (ganador del Premio Nobel de Literatura en 1948, entre otros galardones), como cualquiera de nosotros, está en su perfecto derecho de no disfrutar Rebelión en la granja. Tampoco pretendo ofrecer ejemplos de rechazo a grandes textos de la historia de la literatura como tantas veces se ha hecho, concluyendo simplemente que si se persevera se puede conseguir la gloria literaria, entre otras cosas porque entiendo que es una conclusión errónea y sacada de la excepción, no de la norma, y que para colmo con frecuencia se sirve como la sopaboba de los mediocres. ¡Cuántas veces hemos oído la historia del prolongado rechazo de Harry Potter y la piedra filosofal y su posterior publicación millonaria en boca de personas que escriben poemas en los que siempre llueve! En la zona del triángulo que afecta a editores y escritores, se olvida con la facilidad del propio interés que un porcentaje elevadísimo de los rechazos editoriales son justos, y que por otra parte si las editoriales realmente intentaran diseccionar todo lo que les llega diariamente consumirían gran parte de sus recursos en un departamento que estaría continuamente buscando flores en la suciedad. Encontrar una Rebelión en la granja entre tantos manuscritos sin un estándar razonable les consumiría demasiados recursos, sin olvidar que encontrar textos, nos guste o no, es solamente una parte del proceso editorial. A muchos puede escocer esto que digo, pero no por ello deja de ser cierto. Además, la respuesta fácil de que el tema de los rechazos editoriales es simplemente una cuestión de fortuna de alguna forma devalúa al verdadero talento, cada vez que un aspirante sin oficio ni habilidad piensa que al que ha triunfado con un buen texto simplemente le ha acompañado la suerte que a él no. Y sabemos que no es solo eso.
No obstante, no todos los clásicos rechazados tuvieron la suerte de encontrar la flemática intelectualidad de Eliot. Nabokov recibió una carta de rechazo editorial en la que se definía a su Lolita como «perturbadora y nauseabunda» (sic), definición acompañada del nada sutil consejo de que «fuera enterrada bajo una piedra durante mil años». Kipling fue rechazado por un editor de San Francisco argumentando que «simplemente no sabe usar la lengua inglesa». Sylvia Plath envió la Campana de Cristal bajo el seudónimo de Victoria Lucas al editor Knopf, y en la carta de rechazo original y sucesivas escribió tres veces mal su nombre —ya un tipo de desprecio de alguna manera—, a pesar de que en algún momento llegó a saber que era Sylvia Plath quien realmente estaba detrás del texto. La carta descartaba la Campana de Cristal de una manera tan humillante como curiosa: «Dudo que alguien más lo publique, así que es posible que nosotros tengamos otra oportunidad en el futuro». También le invitaba a «usar su talento de manera más efectiva la próxima vez», algo que no pudo ser porque Sylvia Plath se suicidó seis semanas más tarde de recibir el rechazo. La editorial Knopf desclasificó hace unos años el informe de En el camino, de Jack Kerouac –—que finalmente, para gozo de tantos lectores, acabó publicando Viking— y compartió las razones ofrecidas por el sello para descartarla: «El suyo es un talento muy mal dirigido… esa novela enorme, desmadejada y sin final aparente probablemente venda muy poco y reciba críticas sardónicas por todas partes».
Hay rechazos crueles pero también los hay curiosos: declinaron el Moby Dick de Herman Melville con una misiva en la que se le animaba a encontrar un capitán con un rostro más popular entre los lectores jóvenes, acompañado de una sugerencia y una pregunta que podrían pasar directamente a la antología de los disparates. La sugerencia era nada más y nada menos si «el capitán no podría luchar contra jóvenes y quizá voluptuosas doncellas», y la demoledora pregunta consistía en: «¿Tiene que ser una ballena?». Gertrude Stein, ofreciendo un manuscrito, obtuvo de Arthur Fifield, fundador de la editorial AC Fifield, esta especie de poema futurista del rechazo editorial: «Soy solamente uno, solo uno, solo uno. Solo un individuo, uno cada vez. No dos, no tres, solamente uno. Solamente una vida que vivir, solamente sesenta minutos en una hora. Solamente un par de ojos. Solamente un cerebro. Solamente un individuo. Siendo solamente uno, teniendo solamente un par de ojos, teniendo solo un tiempo, teniendo solo una vida, no puedo leer tu manuscrito tres o cuatro veces. Ni siquiera una vez. Solamente un vistazo, un vistazo es suficiente. Ni una copia se vendería. Ni una. Ni una».

¿Para qué traigo estas anécdotas, entonces, si no es para abundar en el efecto/bálsamo Harry Potter? Pues porque este tipo de historias sirven para llegar a dos reflexiones de interés: la primera, hacernos conscientes de las dificultades del verdadero escritor para mantener a lo largo de su carrera una doble fortaleza, que además es contradictoria en sí misma: creer a ciegas en su material, pues de lo contrario de dónde va a sacar la fuerza para seguir luchando cada día con las propias dificultades del oficio, y a un tiempo ser capaz de asimilar las críticas a su trabajo, incluso aquellas que lo invalidan totalmente. Un escritor que no sabe escuchar las críticas de los demás, por dotado que se encuentre para su arte, tiene un margen de mejora muy estrecho y no cesará de repetir ciertos errores. Cualquier artista sabe que el aprendizaje viene con la humildad y el perfeccionamiento que esta trae consigo. La cuestión difícil, y a la que se enfrentaron los autores que he mencionado, es saber cuándo hay que realizar la acción contraria: blindarse y cerrar los oídos a las críticas porque una voz interior te dice que son los demás los que se equivocan. Cuando Stevenson entregó el primer borrador de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde a su mujer, esta lo arrojó al fuego delante de una visita porque le pareció un «completo disparate». Un Stevenson necesitado de dinero y que por aquel entonces luchaba contra la tuberculosis y su adicción a la cocaína tuvo que pasar tres días volviendo a escribir la historia para poder presentársela al editor.
La primera conclusión por tanto es que el alma del escritor verdadero debe estar hecha de un material que sea firme y resistente como el hierro pero a un tiempo poroso como una esponja. Ser capaz de resistir y asimilar, acertando en la decisión de cuándo toca una acción u otra. Eso es un talento en sí mismo. Volviendo al primer caso de este artículo: por esas insospechadas conexiones que uno puede descubrir en el material literario, el propio archivo de la British Library contiene un documento en el que el propio T. S. Eliot expresa sus dudas acerca de si La tierra baldía llegaría a ser un buen texto. Todos los escritores que han pretendido llevar su arte más lejos, o a un territorio no explorado, en algún momento de su carrera se han visto en la necesidad de volverse jueces de su propio talento y emitir un fallo acerca de quién está equivocado en el juego escritor-editor-lector, cuándo hacer caso al resto del mundo, en la presunción de que tu obra simplemente puede ser desafortunada (todos los artistas, hasta los más geniales, han producido alguna obra que lo es) y cuándo perseverar porque hay algo bueno en ella que saldrá a flote antes o después. Es bien conocida la anécdota de que John Kennedy Toole, autor de esa maravillosa biblia del realismo sucio que es La conjura de los necios, fue incapaz de asimilar las críticas de su obra. Lo curioso del caso es que uno de los rechazos editoriales que ha trascendido declinaba publicar la novela porque la encontraba «obsesivamente fea y grotesca». Los amantes de La conjura de los necios —entre los que me incluyo— coincidirán en que lo que realmente fascina de la obra de Kennedy Toole es precisamente eso, su capacidad para producir poesía a partir de lo feo y grotesco.

Esta última anécdota nos deja a las puertas de la segunda conclusión, más vaporosa pero igualmente sugerente: la posibilidad de pensar que hay una medida muy considerable de puro azar en la composición de lo que consideramos sólido, esa historia de la literatura que mencionaba al principio como el paraíso prometido de las dos partes del triángulo que están en el negocio. No hace falta decir que nuestro panorama de letras sería muy diferente si Moby Dick, o La conjura de los necios, Dr. Jekyll y Mr. Hyde o En el camino no se hubieran incorporado a nuestra tradición. Así que lo que entendemos por el sustrato fundamental de la literatura no es más que el producto de un juego de dados. Otros textos podrían haber entrado en su lugar, y por tanto se hubieran creado otros efectos de imitación, porque en el fondo el arte no es más que una repetición más o menos disimulada. Eso también quiere decir, como en una de esas bellísimas paradojas borgianas, que existe otro mundo literario que no vemos, una historia de la literatura paralela y sepultada, compuesta por todos los libros que no superaron el rechazo y que tenían tanto valor como los que llegaron hasta nosotros.

domingo, 28 de agosto de 2016

"Uff, qué resaca" por Juan Tallón


Cuando despiertas sientes un funeral en la cabeza, como en aquel verso de Emily Dickinson. No hay nadie en ese velatorio, salvo tú, que eres el muerto, harapiento y náufrago, como en aquella novela de Juan Rulfo. Te palpas los bolsillos del pijama en busca de un grifo. Pagarías por que manase agua fría de la lámpara que hay en la mesilla de noche. La lengua te pesa dentro de la boca como un diccionario de sinónimos. Cuando consigues despegarla pesadamente, como si empujases un coche que no arranca, solo articulas una perogrullada. Chirría igual que una bisagra oxidada, pero aun así, es una rotunda y bella frase: «Uff, qué resaca». Hay que manejarla con cuidado. Es dinamita y puede explotar. En cierto sentido, la resaca no es sino una mina antipersona que acabas de pisar. Oyes el clic. Es un sonido inconfundible, como la Novena Sinfonía, ante el que te quedas quieto, para no precipitar tus cenizas. Pero tú sabes que el futuro ya pasó.
La resaca es un ataque directo al sistema. A Christopher Hitchens le gustaba llamarte «Little Boy». Pero no hay que temer demasiado a una explosión. Ludwig Wittgenstein pergeñó el Tractatus tras alistarse como voluntario en el ejército austrohúngaro, e inmiscuirse en la Primera Guerra Mundial. Las bombas lo arrullaban entre sus brazos y aprovechó el colo para sentar las bases de la obra. Todos conocemos el protocolo ante una resaca. Las primeras horas requieren lentitud y pesimismo. Es bueno pensar que te vas a morir, y que tus últimas palabras serán, de hecho, «uff, qué resaca». Nunca has sufrido tanto como en esas mañanas en las que te confías porque la primera impresión, al levantarte, es que apenas tienes malestar. De pronto, mientras te felicitas a ti mismo, y te das una ducha, la resaca corre la cortina y te acribilla. Hay que salir de la habitación con los brazos en alto, muy despacio, sin hacer tonterías, como si te estuviese atracando y tú te dejases robar de mil amores. Kingsley Amis, uno de los filósofos más relevantes de la resaca, gracias a una práctica empedernida, admitía que nunca dio con un remedio del todo eficaz. Su escepticismo inglés lo hacía pensar que la prosperidad, cuando bebes, se paga. «Me han dicho que hay dos soluciones que no fallan: media hora a bordo de una avioneta abierta y bajar a la mina de carbón con el primer turno». Si se te ponían a tiro, te recomendaba no dejar de probarlos. En caso contrario, tranquilo. La resaca es hermosa y heroica, al estilo de esa decadencia delicada que filma Paolo Sorrentino en La gran belleza.
Un dolor de cabeza insoportable es a veces lo mejor que puede pasarte. Cuando remite, recibes una lección de humildad casi automática: estás vivo y eso basta. No necesitas riquezas, ni un amor eterno, ni más problemas que no sean dolores de cabeza. Y si no recuerda a Tim Madden, el escritor fracasado y adicto al bourbon, los cigarrillos y las rubias adineradas que protagoniza Los tipos duros no bailan, de Norman Mailer. Una buena mañana se despierta con resaca, una erección magnífica, aunque poco práctica, y un nombre tatuado en un brazo. No recuerda nada de la noche anterior, pero pocos minutos después descubre en el asiento de su Porsche una enorme mancha de sangre, y al cabo, en el rincón donde oculta su plantación de marihuana, la cabeza de una rubia cortada por el cuello. ¿A que ahora no te parece grave sentir un funeral en la cabeza?
Existe un momento, cuando la tarde se tiende suavemente, en el que experimentas un leve placer en el naufragio. Estás en ese punto en el que la resaca deja de odiarte y te acuna, como si fueses su niño, tan indefenso. Si tienes las herramientas, tal vez de ahí pueda salir algo hermoso. Recuerdo que en el arranque de El nadador, de John Cheever, todos los personajes tienen resaca. La frase más repetida del texto es «anoche bebí demasiado». Y de ahí, después, salió uno de los cuentos más ricos y sugerentes de la historia de la literatura. Cierto es que Cheever era un maestro de la resaca. Era una más en la familia, que formaban él, su esposa Mary, sus botellas y, como digo, las resacas. Algunos días le gustaba hablar con ella. «Apártate», le decía a veces con desdén, mientras trataba de sentarse a escribir en su diario entre escalofríos, como cuando en El sueño eterno Humphrey Bogart le dice a Lauren Bacall «tranquilícese, que no abofeteo muy bien a estas horas de la noche».
Los Diarios de Cheever están llenos de sus resacas. A menudo los escribe durante esas resacas. «Se produce el torbellino habitual —anota uno de esos días— y tomo dos cócteles de ginebra antes de comer y me siento juguetón. A medida que pasa la tarde se aplaca el torbellino y cuando llego a casa me parece que merezco más cócteles. Sé que a la mañana siguiente tendré que cuidar a Federico, no podré trabajar, y con esa excusa bebo después de la cena. Por la mañana me siento mal (…). A las once y media tomo un trago para fortalecerme y empiezo a beber en serio a las cuatro y media. Mi prudencia está hecha añicos y cuando termino de lavar los platos engullo una dosis generosa de whisky color nuez. El sábado me siento peor. Bebo una copa antes de almorzar, que me provoca jaqueca y náuseas. Después de comer nos espera La Tata; es una visita de cortesía obligatoria y S. me sirve un whisky detrás de otro. El domingo me siento peor que nunca. A las once y cuarto redacto una diatriba contra los males del alcohol. Luego busco el teléfono de Alcohólicos Anónimos. Después, con manos temblorosas, me bebo los restos de whisky, ginebra, vermut, todo lo que encuentro. Pese el ataque, me recupero».
Pasadas las horas críticas, la resaca se vuelve fértil. Proyecta una luz inesperada sobre ángulos recónditos, como cuando Darth Vader se dirige a Luke Skywalker y le espeta «Yo soy tu padre». Todos nos quedamos estupefactos. Hay giros insospechados del lenguaje que no hallas si no estás embotado. El sufrimiento es un campo de entrenamiento. Hay autores que vacían la botella para al día siguiente, como diría un pianista, hacer dedos con la resaca. La frase sale de ahí oscuramente afilada. No sabes cómo, pero el embotamiento mata los falsos brillos, y de ese asesinato emerge, digamos, un párrafo vestido para un entierro, sobrio a la par que elegante. Eso te ahorra adjetivos innecesarios, y de vez en cuando te regala una metáfora con senderos que se bifurcan y que da para masticar durante varias horas. Enrique Vila-Matas confesaba en Un tapiz que se dispara en muchas direcciones que necesitaba las resacas para escribir como Vila-Matas. Escribir como tú mismo, y no como algunos de los autores que has estado leyendo para aprender el oficio, es una de las conquistas más arduas. Aunque durante las resacas, en realidad, el autor barcelonés no puede escribir una línea. A ese malestar que lo impide le llama «paréntesis». Es horrible. «Lo bueno de las resacas reside en el momento en que estas desaparecen y uno vive la impagable sensación de volver a nacer. Esa sensación de bienestar solo puedo tenerla habiéndome encontrado previamente mal. Y para encontrarme mal tengo que beber y sufrir después la resaca. Es un círculo cerrado».

Creo que voy a tomarme un trago
Hay gente que da lo mejor de sí misma en la resaca. Hablamos de personas recias, indestructibles, que se caen y se levantan, que se crecen en la adversidad. No parece posible, pero olvídese de las apariencias, olvídese de todo, y encienda el DVD, ponga Río Bravo y espere a que aparezca en la cantina Dude, el ayudante del sheriff, interpretado por Dean Martin. Dude es víctima de una resaca majestuosa, criminal, pero aun así persigue a un fugitivo al que hiere durante la persecución. Cuando entra en el bar, donde sospecha que se ha escondido, los clientes lo niegan. «Aquí no ha entrado nadie», dicen. Dude está convencido de que sí. Aun bajo la resaca, su instinto es letal. A punto de venirse abajo cuando alguno de los presentes lo humilla por su adicción a la bebida, Dude se acerca a la barra, resquebrajado. Entonces repara en que cae una gota de sangre sobre un vaso de cerveza abandonado en el mesado. Al instante se recompone. «Después de todo creo que voy a tomarme un trago», le dice al camarero, y antes de que este llene el vaso, Dude se vuelve con una elegancia ancestral y salvaje, como de guepardo, y dispara hacia arriba. Su resaca es tan certera que solo realiza un tiro y el fugitivo se desploma desde las alturas.
Nunca volvió Dean Martin a bordar un papel como en Río Bravo. Acaso había estado ensayándolo toda la vida, igual que Cheever. «Tienes que tener a alguien muy bueno para interpretar a un borracho», admitía Howard Hawks, el director. El día que Martin apareció por el rodaje, «le dije, “Dean, mira, sabes un poco acerca de la bebida. Has visto muchos borrachos. Quiero un borracho“. Y dijo, “De acuerdo, no tendrás que decírmelo dos veces”». Cuando llegó la hora de rodar la escena del bar, con Dude resacoso, Hawks volvió a aleccionarlo. Necesitaba que actuase como un tipo que se comportaba de tal y cual modo, roto por fuera, pero incólume en su interior. «De acuerdo —volvió a decir Martin—, conozco esa clase de tipos, puedo hacerlo». Y fue e hizo la escena sin ensayar.
Dean Martin y sus compañeros de juergas hicieron de la resaca una obra de arte, trabajada a mano, como una escultura de mármol. No les gustaba acudir a una cita importante sin parar antes a beber algo. Los días que Martin tenía bolo en algún hotel de Las Vegas, una voz en off lo presentaba anunciando: «Señoras y señores: el hotel Sands se enorgullece de presentarles a la estrella de nuestro espectáculo directamente desde el bar». Cuando contemplabas descuartizada a su tropa, después de una noche inclemente, se desprendía de ellos, como si fuesen árboles en otoño, una belleza perturbadora y medieval, casi hecha por un viejo relojero. Fue en una de esas noches, con los Sinatra, Bogart, Martin, Curtis o Errol Flynn por el medio, cuando bebieron tanto que, al día siguiente, al entrar en la suit Lauren Bacall y verlos destrozados por el suelo, pronunció la famosa frase: «Parecéis una maldita panda de ratas». Ese modo de amanecer despedazados, como en Los músicos de Picasso, irradia esplendor, aunque sugiera el declive.
Desconfío del crepúsculo de los dioses. No recuerdo a Audrey Hepburn tan sublime, aunque apagada, como al comienzo de Desayuno con diamantes, cuando suenan los acordes de «Moon River» y su personaje, Holly, se baja de un taxi vestida de fiesta, con gafas de sol para la noche. A duras penas ocultan la feliz resaca. La madrugada murió como un pez en el suelo y el amanecer está en ciernes. Ante el escaparate de Tiffanys, Holly extrae un bollo y un café de una bolsa de cartón y desayuna. Estamos en Nueva York, la Quinta Avenida está vacía y Audrey decide regresar a casa paseando, con su destemplanza a cuestas, a pasos cortos, casi de pingüino. Si no te enamoras de ella significa seguramente que estás muerto.

La resaca tiene sus trámites, como la muerte. No consigues fallecer sin más, fácilmente, porque lo ansíes con fuerza. Trata de disfrutar el drama, pues, y a poco que el ataque al sistema se tome un breve descanso, haz algo grande, como escribir un relato de John Cheever. Recuerdo que Brendan Behan, acostumbrado a despertarse con resaca, una mañana se levantó fresco como una lechuga por primera vez en mucho tiempo. Estaba tan lúcido que no pudo recordar nada de lo que había pasado la noche anterior. Fue horripilante. Desconfiaba de la buena salud, como Julio Ramón Ribeyro, quien alimentaba la teoría de que la única manera de vivir mucho años es estando siempre enfermo. «La muerte es un usurero que prefiere cargar primero con la buena moneda», decía. Para escribir, Ribeyro necesitaba una pequeña dosis de resaca. «Lúcido soy tan incapaz como borracho», confesaba.
El temor a la resaca, como si desde sus abismos alcanzases a ver la muerte, es tan frugal que cada semana flirteas con ella. No te deja memoria, y la eludes en círculo, es decir, huyes y regresas, te vas pero vuelves al lugar donde fuiste infeliz, como si alejado de la tristeza nadie pudiese disfrutar de una vida apacible. «Me voy, me voy, me voy, pero me quedo,/ pero me voy, desierto y sin arena», escribió Miguel Hernández. Nuestro eterno retorno a la resaca es un trayecto tan duro y agreste, tan desértico y solitario, que lo recorremos radiantes todas las veces que podemos, para suicidarnos en su vacío. Hay gente que lo hace durante toda su vida. Algunos paran a los cincuenta. Otros después de su primera borrachera, asustados de que beber pueda ser tan bonito. Es heroico no dimitir de tus sufrimientos. Carlos Barral saltó hasta que tuvo fuerzas, y en la frecuencia nos dejó uno de los poemas más tremendos y sutiles sobre la resaca, tal vez escrito durante su eternidad:

De un golpe ser herido

por la luz como a látigo, ser débil,

líquido hacia los dedos. No poderse

incorporar simétrico. Ser blando

y estar a punto de caer, ser puesto

como a parir el universo.

Y abrir los ojos de un cadáver

y ver todo amarillo, verlo todo

vibrante y afilado, como espinas

que pinchan no sé dónde. Ver el hilo

que se puede romper y luego oírlo

crujir

y notarse los goznes de la espalda.

Zozobrar en lo blanco, ser apenas

capaz de nadar sobre la sábana

y quedarse en la duda hasta que el perro

salta.

Y contemplar sus ojos de animal superior

y el péndulo del tiempo en su mirada.

Trescientas resacas al año
Me gusta la gente que nunca huye de un demonio. En Mujeres, de Charles Bukowski, el narrador se muestra partidario de cambiar de licorería con frecuencia «porque los empleados aprenden tus hábitos si vas día y noche y compras en gran cantidad. Puedo verlos preguntándose por qué todavía no estoy muerto y eso me hace sentir incómodo. Probablemente no piensen nada de eso, pero un hombre se vuelve paranoico cuando tiene trescientas resacas al año». Trescientas resacas parece un número respetable. Hay que ser muy desdichado, y vivir muy feliz con tus calamidades, para experimentar trescientas resacas al año. Claro que «a mí siempre me han puesto cachondo las resacas, no para estar ni chupar, sino para echar un polvo sin contemplaciones», añade el narrador.
Precisamente el sexo —si no encuentras una avioneta— es una de las pocas maniobras que recomienda Kingsley Amis cuando te despiertas después de una madrugada nefasta. «Si tu esposa o compañera ocasional está a tu lado y (claro está) se muestra complaciente, ejecuta el acto sexual con todo el vigor del que seas capaz». Ese te permitirá dar esquinazo momentáneo a la resaca metafísica. En cambio, si estás en la cama con alguien con quien no deberías estar, dice, y eres más o menos consciente de que eso no está bien, abstente. La culpa y la vergüenza incrementarán más tarde tu malestar. «Por el mismo motivo, no te ocupes tú mismo del asunto si despiertas a solas», añade.
Martin Amis, su hijo, representa una corriente de pensamiento muy distinta. En Dinero, su protagonista John Self vive en la resaca. «La que pillé en California había cumplido ya siete meses de edad, y seguía sin dar señales de habérseme pasado. Probablemente me acompañe hasta el día de mi muerte». Una noche es víctima de una gripe, que decide curar por la vía rápida: se mete en la cama, se envuelve con muchas mantas y bebe una botella entera de scotch. Técnicamente, solía bastar media, pero quería asegurar el resultado. Al día siguiente, tal como preveía, la gripe dejó sitio a la resaca. Bebió dos litros de café y encendió un primer cigarrillo. «Me toqué los dedos gordos de los pies. Me serví más café y abrí otra cajetilla de tabaco. Bostecé con satisfacción. Y bien, muchacho, me pregunté, ¿qué tal una paja ahora?». Hay muchos Amis.
Años después de que Dinero se convirtiese en una de las grandes novelas de los ochenta, Christopher Hitchens contaba en sus memorias que en la etapa que Amis escribía el libro en Nueva York, un día surgió la necesidad de que John Self visitara un prostíbulo. Amis había pensado en uno en concreto, en Lexinton Avenue. «Y tú vas a venir conmigo por cojones», le anunció a Christopher. No antes de llamar a su mujer a Londres, y explicarle que, por cuestiones de trabajo, se iba «a un sitio de pajas con Hitch». Este quiso decir algo femenino, como «¿Te he negado algo alguna vez?», pero se contentó con algo un poco más masculino como «¿Sabemos qué hay que hacer en ese garito?». No se podían tener menos ganas de hacer una expedición así, confesaría Hitchens. «Tenía una resaca de aguarrás y me dolía la boca, pero él mostraba esa expresión de propósito decidido en su cara que yo conocía bien, y sabía que no podía contradecirle. ¿Qué podía salir mal?». 

sábado, 27 de agosto de 2016

"Etimología para el fornicio" por Carlos Mayoral


Queridos nazis gramaticales, cansado como estoy de ver pasar las maravillas de la vida real entre neologismos absurdos y polémicas tildes, me he decidido a abandonar las armas para hablar de amor. Sí, se me antoja necesario que empecemos a tomar contacto con él si no queremos perecer entre tanta guerra lingüística. Por eso, para favorecer nuestra interacción con el mundo amatorio, he preparado algunas etimologías que nos pueden servir para defendernos durante el noble arte del cortejo. Antes de nada, animales lingüísticos, dejadme que explique que no siempre están claramente definidas las fronteras etimológicas y que, lo que este estudio cita como blanco, aquel lo cita como negro y viceversa. Dicho esto, acicalémonos. Vistamos nuestras mejores galas. Olvidemos las hostias que nos atizamos a diario por tal o cual movimiento sintáctico. Mirémonos al espejo antes de lanzarnos a la calle. La noche es joven.

Palabra
Aunque más tarde deberá dar paso a los hechos, lo cierto es que toda noche de pasión debe comenzar con un buen manejo de la palabra. Esta voz latina viene del griego «parabola», formado por «para» (al margen) y «bole» (lanzar). Por tanto, el término «palabra» expresa la idea de «lanzar una idea al margen de», es decir, «comparar». Por tanto, es indispensable una buena comparación para no dar al traste con nuestras aspiraciones.

Cerveza
Este término siempre nos interesa si de soltar la lengua se trata. El origen etimológico de «cerveza» no está tan claro. Al parecer, la forma nos llega de algún étimo celta, pero me gusta creer que pueda referirse al conjunto latino Ceres-Vis (fuerza de Ceres, diosa de la agricultura). Como curiosidad podemos completar este apartado explicando el porqué de la diferencia entre las voces hispánicas  (cerveza, cerveja o cervesa) y las del resto de Europa (bière en francés, beer en inglés, birra en italiano). Este motivo no es otro que la aceptación europea del verbo germánico «bier» (beber).

Despampanante
Ya con la fuerza de Ceres fluyendo por nuestras venas, llega la hora del contacto entre los futuros amantes. En toda noche de pasión, el primero de los contactos ha de ser visual. Este suele ir acompañado de un agradable sentimiento de aceptación. A veces, esa aceptación resulta desbordante y así aparece ante nosotros el término «despampanante», que nos llega del latín «des» (sin) y «pampinus» (vid, parra). Este origen tiene que ver con el sentimiento, también desbordante, de aceptación que Adán y Eva sintieron al observarse mutuamente sin la hoja que cubría sus partes pudendas.

Emoción
El siguiente paso consiste en moverse. Sí, por mucho que nos cueste, al movernos probablemente despertemos cierta «emoción» en la pareja, pues ambos conceptos están íntimamente ligados etimológicamente. Y es que «emoción» nos llega del latín «emotio», derivado del verbo «emovere». Esta forma se compone del prefijo «e» (desde) y «movere» (mover). Por tanto, emoción define el concepto «mover de un sitio», que yo traduzco por «salirse de lo común». Si despiertas este sentimiento en tu acompañante, tenemos mucho camino recorrido.

Erotismo
En este arduo trabajo, el «erotismo» desempeña un papel fundamental, ya que está relacionado directamente con el dios Eros, que al igual que el término «eros» son utilizados por los griegos para referirse a la pasión. Así, la «erótica» nos llega del griego eros (pasión) e «ika» (relacionado con).

Deseo
El último paso que habremos de dar antes de llevar la nave a buen puerto consiste en tratar de conseguir que surja el deseo en tu acompañante. El término «deseo» nos llega desde la forma latina «desiderare», que se compone del prefijo «de» (dejar) y del verbo «siderare», que puede traducirse por «ver las estrellas». Por tanto, si «desiderare» quiere decir «dejar de ver las estrellas», el «deseo» define el sentimiento que esta ausencia produce en el hablante.

Alojamiento
Si has llegado hasta aquí, enhorabuena: el experimento ha dado resultado. El siguiente paso será buscar alojamiento. Como curiosidad, debemos apuntar que «alojar» viene del latín «laubia» (cobijo), que a su vez deriva del protogermánico «laubas» (hoja).

Vagina
Demos paso a la etimología necesaria para analizar el fruto del amor. Empecemos con los órganos sexuales. La «vagina» parece que procede del latín y define el concepto utilizado para referirse a la «vaina» en la que el caballero introducía su espada. Esta forma metafórica fue ganándole terreno al también latino «vulva», que definía al órgano femenino de manera literal.

Falo
El órgano masculino no goza de la elegancia de su equivalente femenino. El término «falo» parece que puede derivar del hongo «phallus impudicus», que significa algo así como «falo oloroso» y que, como no podía ser de otra forma, es famoso por despedir un olor repugnante. Sobra decir que este hongo tiene forma de pene.

Estrógenos
En el caso de contar con un miembro femenino en esta relación, sería bueno que fluyeran los estrógenos por algún lado. El término «estrógeno» aparece gracias al latino «estrus», y este a su vez gracias al griego «oistros», que era el encargado de ponerle letra al «picor producido por un mosquito o tábano». Muy descriptivo todo.

Joder
Hemos llegado al punto culminante. «Joder», que a menudo se asocia con el acto sexual, deriva del latín «futuere» (golpear). Parece ser que los latinos «futuere» y «battuere» podrían haber nacido gracias al celta «bactuere», que significa «agujerear». Que con el paso de los años hemos perdido el poder metonímico de nuestros antepasados, parece claro.

Eyacular
Estamos llegando al final. Si el proceso termina con buena nota, es probable que también aparezca el término «eyacular». Este viene del latín «iaculum» (dardo) que se forma con el verbo «iacere» (lanzar) y el instrumental «culum». Por tanto, «iaculari» vendría a significar «lanzar un dardo».

Recordar
Dejamos para la última estación al más poético de los verbos. Si los participantes han quedado satisfechos, convendría que utilizaran el verbo «recordar», que deriva de la forma latina «recordari». Esta se compone del prefijo «re» (de nuevo) y el núcleo «cordis» (corazón). Por tanto, «recordar» podríamos traducirlo por «volver a pasar por el corazón».

Poema demagógico



¡Venid a mí, clítoris del mundo!
Venid, martillo en mano,
para clavar la tapa de mi ataúd.
Venid y asolad la tierra,
redimidla de penes y testículos.
¡Venid, clítoris del mundo!
Nombrad profeta a Lorena Bobbit.
Que ella resucite a Adela
(la de Bernarda) y juntas os guíen.
Escupid en los ojos de los imanes,
de los obispos, de los rabinos.
Lavadle las legañas a Pérez Reverte
y quemad las obras de todas las generaciones:
ni románticos, ni modernistas,
ni siquiera la vanguardia
(salvad alguno del 27),
ni garcilasistas, ni novísimos,
tampoco posmodernos.
Publicad libros en blanco
para llenarlos de senos y de vulvas.
¡Venid a mí, clítoris del mundo!
Ahogad en leche a los gobernantes,
(ellas también son hombres,
solo hay que ver a la Merkel)
Venid martillo en mano
para sepultar a los mandarines
y a los demagogos.

viernes, 26 de agosto de 2016

"Así en la sintaxis como en la cama" por Marta Fernández


Ese acto íntimo. El de desnudarse. El de la entrega. El acto de mostrar lo hermoso y lo feo. De sacar al seductor o al monstruo. O a los dos. Ese momento de dejarse llevar. Y de tener miedo. De dar. De adentrarse en lo profundo. De abrirse. Ese acto de derramarse poco a poco. Midiéndolo. Buscando su ritmo. Su momento. Su consagración. El placer. O el dolor de no alcanzarlo. Ese campo de batalla en el que luchar hasta quedarse vacío. Para llenar los ojos del que te mira. Ese subir y ese bajar como de montaña rusa. Ese lanzarse hacia la meta. Y saber que la meta no es la meta. Que lo importante es lo otro. Y el otro. Hacerlo. Y seguir. Y parar. Y volver. Esa vibración de hechizo cuando todo cuadra. Cuando las piezas encajan. Cuando al avanzar sientes que estás en el camino. Y volver tras tus pasos hacia el principio del hilo. Y dejarse caer hacía el final. Sin red. Sin pensar en el impacto. Con el corazón abierto. Descarnando el alma.
Ese acto que tanto se parece al otro. El acto de escribir. De entregarse a las palabras como el que se abandona en un cuerpo ajeno. De cabalgar para poseer. De dejarse ir para volver a uno mismo. Ese acontecimiento entre la generosidad y el exhibicionismo. Sacarlo todo o esconderlo. Escribir y follar. Follar y escribir. Como si fueran lo mismo. Porque lo son. Porque somos en la vida como somos en el sexo. Porque nuestra identidad palpita en nuestras letras. Porque la página en blanco y las sábanas por revolver hablan siempre de nosotros: de cómo somos cuando de verdad surgimos, telúricos y esenciales, de nuestro epicentro.
«Escribir un poema se parece a un orgasmo». Lo dijo Ángel González que comprendió que la tinta mancha tanto como el semen. Que hay que manosear las palabras como quien acaricia la carne. Que la iluminación de las supuestas musas es solo una versión de la epifanía de los cuerpos. González lo contaba sencillo y resignado, con unos versos que eran como una noche de sexo sin erecciones: secos y desabridos, entre la parodia y la vergüenza. «Les hago lo de siempre y, pese a todo, ved: no pasa nada». Pero sí pasaba. El poeta había comprendido que buscar el placer era como buscar la sílaba perfecta.
James Joyce intentaría demostrar que el camino se puede hacer en sentido inverso. Que las letras pueden acariciar hasta estallar sobre la piel. Allí estaba el escritor hermético desnudando sus frases para excitar a su «dulce putita Nora». Nunca Joyce fue tan explícito como cuando jugó a que su literatura se convirtiera en lubricante. «Te habrán impresionado las cosas sucias que te escribo». Aunque a Nora Barnacle no parecía asustarle nada.
¿Sabes lo que quiero decir, amada Nora? Deseo que me abofetees, incluso que me azotes. No como un juego, querida, lo deseo de verdad sobre mi carne desnuda. Deseo que seas férrea, férrea, amor, con tus orgullosos pechos rebosantes y tus muslos macizos. Desearía que me fustigaras, Nora, amor. Y amaría hacer algo que te disgustara, aunque fuera trivial, quizá uno de esas sucias costumbres mías que te hacen reír: y después escuchar que me llamas desde tu habitación y encontrarte sentada en un sillón con tus piernas bien abiertas, tu rostro ruborizado por la ira y una vara en la mano. Y me señalarías lo que he hecho y con un movimiento cargado de rabia me llevarías hacia ti para hundir mi cara en tu regazo. Entonces sentiría tus manos rasgándome los pantalones y colándose en mi ropa, sacándome la camisa, hasta forcejear entre tus brazos fuertes y ya sobre tus piernas ver que te inclinas sobre mí —como si fueras una nodriza furiosa ante el culo de un niño— y tus grandísimas tetas casi me tocan mientras siento tu azote, tu azote, tu azote vicioso en mi carne desnuda y trémula. Perdóname, mi amor, todo esto es estúpido. Empiezo a escribir la carta tranquilamente y la acabo terminando en mi estilo más loco.
Joyce era consciente de lo que le pasaba a su prosa cuando la pasión le arrastraba. Lo mismo que le sucedía cuando su cuerpo se rendía al de Nora. Nora amada. Noretta. Mi Nora. Nora mía. Mi niña querida. Sucia Nora. Nora inocente y descarada dejándose escribir. Y el hombre del parche, coprófilo y perverso glosando sus deleites clandestinos. Basta con leer sus escarceos amatorios para comprender que su sexo era como su prosa: un laberinto plagado de juegos, escandaloso y oscuro, entre el onanismo, la dominación y la fusta. Una corriente de fantasías donde no caben los puntos ni las comas, donde no hay prudencia que se traduzca en pausa. Un lugar, el del sexo, donde Joyce no busca que le entiendan. Sólo quiere ser él pese a todo. Pese a todos. Junto a Nora.
El verbo se hace carne y la carne orgasmo en esos autores que no pueden evitar crear como aman. Así es Jack Kerouac, fornicador insaciable que teclea sin descanso su novela en un rollo. Lujurioso y adicto, escribe sin arrepentimientos, sin pausas, en una continua acometida, de frase en frase y de cuerpo en cuerpo.
«Acaso sea esto la libertad y el dominio —que durante largos y penosos años de trabajo enceguecido me fueron negados. Demasiado conmovido ahora para explicar a qué me refiero. Tiene que ver con todo lo que está en mi naturaleza y, en consecuencia, con mi trabajo». Es noviembre de 1947. Kerouac acaba de volver de California y sigue buscando frenético su identidad, esta vez en las páginas de sus diarios. Ha llegado a la conclusión de que vivir es explorar. Y explorar es un verbo que lo lleva todo, desde los diccionarios hasta las terminaciones nerviosas de decenas de amantes. Kerouac vive en la yema de sus dedos: sobre el teclado, sobre el tacto de los otros.
Esta noche voy a escribir a lo grande y amar a lo grande y a estrangular esta locura. Estoy atrapando estos malditos cambios de propósito en carne viva, con las manos y arrojándolos a los vientos, así de fácil. Desafío todo lo que se atreva a mirarme a los ojos de esa manera, lo desafío en defensa de mi ser: acaso por el gusto de la variedad.
Por el gusto de la variedad va Jack Kerouac de cama en cama. Girando como esa peonza enloquecida que recorrió todos los bares del Village, todos los pecados. Con la rotación perpetua del rodillo de su Underwood. Decía que a veces no podía trabajar porque le llenaba una corriente narrativa demasiado espesa para fluir. Esa misma corriente de vida lasciva y densa que le hacía precipitarse en otros cuerpos, en otras copas, en la cadena de un cigarro que se apaga encendiendo el siguiente, en las puertas abiertas de los paraísos artificiales. «Con todas las almas que quedan por explorar a lo largo de la vida y ojalá pudieras vivir cien vidas ¡o tener la energía de cien vidas en ti! Desde siempre ésta ha sido una de mis ideas favoritas». Tener cien vidas y gastarlas. Derramando tinta o saliva o sudor o semen. Darlo todo y acabar pronto. Acabar también la vida antes de cumplir cincuenta años.
«Escribir, no puedes hacer nada mejor que entregarte, con una comprensión humilde y acaso a disgusto, y que el resultado sea una purga, un deleite, el alivio de comunicar hasta los secretos más personales de uno mismo». Jack Kerouac habla de crear. Pero podría hablar de sexo. De ese momento único en el que rompemos las fronteras que nos contienen para sucumbir ante el otro: ante la página o el amante, ante la posibilidad del placer o el placer de perpetuarse.
Aunque perpetuarse también puede ser contenerse y esparcirse en la tinta húmeda que deja el papel preñado de ideas. Así escribía Marcel Proust, en una cama que ya solo se conmovía con sus palabras. Dejaba en sus cuadernos lo que la realidad no le había concedido al deseo. Había amado a Jaques Bizet sin ser correspondido y había conocido la correspondencia de Reynaldo Hahn.
«Oh, Reynaldo, yo soy tu lamentable basset, que no puede seguirte como un perro verdadero y que habrá de llorar cuando te diga asdieu». Marcel le escribe poemas. Y cartas cómplices para las que inventan un idioma propio.
Pero cuentan que lo que le gusta a Marcel es mirar. Asomarse por el ojo de la cerradura de los burdeles para perderse en la visión de otros hombres. Aquellos ojos grandes en los que cabía el mundo eran los mismos que tomaban nota de cada uno de los detalles que llenarían su obra. Marcel Proust cronista exquisito de lo que dejó el tiempo perdido, de los placeres y los días en los lupanares. Siempre se disculpó por su falta de imaginación: escribía sobre sus recuerdos, de memoria. Como si la vida fuera algo que vivían los otros. Como ese sexo que ocultaba bajo las sábanas.
«Solo un homosexual podría haber escrito En Busca del tiempo perdido». Lo decía Tennessee Williams cuando le preguntaban por la importancia de las preferencias sexuales en los artistas. «No tiene valor ninguno, excepto en el caso de Proust». Quizá era la contención lo que palpitaba en su obra, igual que la dramaturgia de Williams rebosaba de sensualidad bien alimentada. «No soy un obseso sexual, pero la promiscuidad es mejor que nada». Y a continuación el viejo autor recordaba que escribir febril e incansable bajo el efecto de las anfetaminas se había parecido mucho a buscar el romanticismo en incontables erecciones. «Siempre estoy caliente. Mi potencia sexual acumulada sería suficiente para hacer saltar la flota del Atlántico». Cuarenta obras, innumerables los orgasmos, el hedonista compulsivo moriría asfixiado con el corcho de una botella. Pero podía haberse ido de una sobredosis. O de ir y volver a la piel de su amante, Frank Merlo, con quien rompió y se rehízo entre infidelidades y polvos. O morir atragantado de la virilidad que tanto buscó después de que muriera Franky, a los treinta y cinco años. Los huesos de Tennessee aguantarían hasta los setenta y dos. En alguna ocasión había pedido que le enterraran junto al mar, frente al lugar donde se ahogó Hart Crane, poeta, alcohólico y bendito sodomita que también buscaba la consumación en sus versos. Pero su hermano dispuso que fuera de otra forma. Ni con Crane, ni con Merlo. Le darían católica sepultura en el cementerio de Calvary en St. Louis. Su epitafio: «Las violetas en las montañas han roto las rocas». Y como las violetas, seguiría floreciendo su concupiscencia. Nadie la sepultaría bajo la tierra. Quedaría latiendo para siempre en sus obras. Como quedaría en la de Walt Whitman o en la de Bataille, en los sonetos de Lorca o en los poemas de Gil de Biedma o en los diarios de Anaïs Nin. O en la furia creadora de Picasso: imparable en el taller y sobre las mujeres reducidas a boceto en sus manos.
La carne y la obra y la misma actitud ante las dos cosas. Ir con todo. Y para todo. Sin pausa. Sin temor. Sin más blanco que el de las páginas o el de las sábanas. Mancharlas de tinta o de semen. De sudor. De saliva. De voluptuosidad derramada. Poner las palabras contra el papel y la piel contra la boca. Y decir. Y confesar. Medir el tiempo en jadeos. Revolcarse en la forma para llegar hasta el fondo. O alcanzar el fondo para poseer la forma. Reventar de lascivia. De la carne o de las neuronas. Y hacerlo sin corazas: por el supremo gusto de crear, por la explosión que nos justifica, que nos explica, que nos arrasa. Hasta comprender que nunca somos tanto nosotros mismos como cuando nos entregamos. Que son lo mismo el orgasmo y el manuscrito.
Escribir, del verbo follar. Follar, del verbo vivir. Así en la sintaxis como en la cama.