Quizá lleguemos a ver cómo será la vida sin cultura. De momento ya
tenemos indicios de lo que está siendo, paulatinamente, un mundo que ha optado,
al parecer, por desembarazarse de la cultura de la palabra pese a poseer
índices de alfabetización escolar sin precedentes. Hace poco un editor me
comentaba que el problema — o, más bien, el síntoma— no eran los bajos niveles
de venta de libros sino la drástica disminución del hábito de la lectura. Si el
problema fuera de ventas, decía, con esperar a la recuperación económica sería
suficiente; sin embargo, la caída de la lectura, al adquirir continuidad
estructural, se convierte en un fenómeno epocal que necesariamente marcará el
futuro. El preocupado editor —un buen editor, de buena literatura— añadía que,
además, la inmensa mayoría de los libros que se leen son de pésima calidad,
desde best sellers prefabricados que avergonzarían a los grandes autores de
best sellers tradicionales hasta panfletos de autoayuda que sacarían los
colores a los curanderos espirituales de antaño.
De querer preocupar todavía
más al editor, y a los que piensan como él, se podría analizar detenidamente la
última encuesta sobre la lectura que hace unas semanas apareció en los medios
de comunicación. No sólo un tanto por ciento muy elevado de la población jamás
leía un libro sino que se vanagloriaba de tal circunstancia. Para muchos de
nuestros contemporáneos la lectura se ha hecho agresivamente superflua e
incluso experimentan una cierta incomodidad al ser preguntados al respecto.
Dicen no tener tiempo para leer, o que prefieren dedicar su tiempo a otras
cosas más útiles y divertidas. Nos encontramos, por tanto, ante una bastante
generalizada falta de prestigio social de la lectura que probablemente oculte
una incapacidad real para leer. Dicho de otro modo: el acto de leer se ha
transformado en un acto altamente dificultoso y, para muchos, imposible. Me
refiero, claro está, a leer un texto que vaya más allá de la instrucción de
manual, del mensaje breve o del titular de noticia. Me refiero a leer un texto
de una cierta complejidad mental que requiera un cierto uso de la memoria y que
exija una cierta duración temporal para ir eligiendo en libertad, y en soledad,
los distintos caminos ofrecidos por las sucesivas encrucijadas argumentales.
El
pseudolector actual rehúye las cinco condiciones mínimas inherentes al acto de
leer: complejidad, memoria, lentitud, libertad y soledad. Él abomina de lo
complejo como algo insoportablemente pesado; desprecia la memoria, para la que
ya tenemos nuestras máquinas; no tiene tiempo que perder en vericuetos
textuales; no se atreve a elegir libremente en la soledad que, de modo
implacable, exige la lectura. En definitiva, nuestro pseudolector actual ha
sido alfabetizado en la escuela y, en muchos casos, ha acudido a la
universidad, pero no está en condiciones de confrontarse con el legado histórico de la cultura humanista e ilustrada construido a lo largo de más de dos milenios. Este
pseudolector —en el que se identifica a la mayoría de nuestros contemporáneos—
no puede leer un solo libro verdaderamente significativo de lo que hemos
llamado, durante siglos, “cultura”.
Quien escuche una opinión semejante
rápidamente alegará que hemos sustituido la cultura de la palabra por la
cultura de la imagen, el argumento favorito cuando se conversa de estas
cuestiones. De ser así, habríamos sustituido la centralidad del acto de leer
por la del acto de mirar. Surgen, como es lógico, las nuevas tecnologías,
extraordinarias productoras de imágenes, e incluso las vastas muchedumbres que
el turismo masivo ha dirigido hacia las salas de los museos de todo el mundo.
Esto probaría que el hombre actual, reacio al valor de la palabra, confía su
conocimiento al poder de la imagen. Esto es indudable, pero, ¿cuál es la
calidad de su mirada? ¿Mira auténticamente? A este respecto, puede hacerse un
experimento interesante en los museos a los que se accede con móviles y cámaras
fotográficas, que son casi todos por la presión del denominado turismo
cultural.
Les propongo tres ejemplos de obras maestras sometidas al asedio de
dicho turismo: La Gioconda en el Museo del Louvre, El nacimiento de Venus en
los Uffizi y La Pietà en la Basílica de San Pedro. No intenten acercarse a las
obras con detenimiento porque eso es imposible; apóstense, más bien, a un lado
y miren a los que tendrían que mirar. La conclusión es fácil: en su mayoría no
miran porque únicamente tienen tiempo de observar, unos segundos, a través de
su cámara: de posar para hacerse un selfie. Capturadas las imágenes, los
ajetreados cazadores vuelven en tropel a la comitiva que desfila por las
galerías. ¿Alguien tiene tiempo de pensar en la ambigua ironía de Leonardo, o
en la sensualidad de Botticelli, o en el sereno dramatismo de Miguel Ángel? Es
más: ¿alguien piensa que tiene que pensar en tales cosas?
Paradójicamente,
nuestra célebre cultura de la imagen alberga una mirada de baja calidad en la
que la velocidad del consumo parece proporcionalmente inverso a la captación
del sentido. El experimento en los museos, aun con su componente paródico,
ilustra bien la orientación presente del acto de mirar: un acto masivo,
permanente, que atraviesa fronteras e intimidades, pero, simultáneamente, un
acto superficial, amnésico, que apenas proporciona significado al que mira, si
este niega las propiedades que exigiría una mirada profunda y que, de alguna
manera, se identifican con los que requiere el acto de leer: complejidad,
memoria, lentitud, libre elección desde la libertad. Frente a estas propiedades
la mirada idolátrica es un vertiginoso consumo de imágenes que se devoran entre
sí. Al adicto a esta mirada, al ciego mirón, le ocurre lo que al pseudolector:
tampoco está en condiciones de confrontarse con las imágenes creadas a lo largo
de milenios, desde una pintura renacentista a una secuencia de Orson Welles:
las mira pero no las ve.
De ser cierto esto, la cultura de la imagen no ha
sustituido a la cultura de la palabra sino que ambas culturas han quedado
aparentemente invalidadas, a los ojos y oídos de muchos, al mismo tiempo. El
pseudolector, que ha aceptado que a su alrededor se desvanezcan las palabras,
marcha al unísono con el pseudoespectador, que naufraga, satisfecho, en el
océano de las imágenes. La casi desaparición del acto de leer y, pese a la
abundante materia prima visual, el empobrecimiento del acto de mirar llevan
consigo una creciente dificultad para la interrogación. En nuestro escenario
actual el espectáculo tiene una apariencia impactante pero las voces que
escuchamos son escasamente interrogativas. Y con bastante justificación puede
identificarse el oscurecimiento actual de la cultura humanista e ilustrada con
nuestra triple incapacidad para leer, mirar e interrogar. Cuando en la última
reforma educativa se defiende enfáticamente que la lógica filosófica va a ser
sustituida, en la enseñanza escolar, por la “lógica del emprendedor” no hace
sino sancionarse el fin de una determinada manera de entender el acceso al
conocimiento. Aunque ni siquiera quien ha acuñado esta frase sabe qué diablos
significa la “lógica del emprendedor”, aquella sustitución es perfectamente
representativa del modo de pensar dominante en la actualidad.
El mundo político
se ha adaptado sin titubeos al nuevo decorado, expulsando de su retórica
cualquier conexión cultural. Esto habría sido imposible en los últimos tres
siglos. Pero el mundo político, el que más crudamente expresa las oscilaciones
de la oferta y la demanda, no es sino la superficie especular en la que se
contemplan los otros mundos, más o menos distorsionadamente. La expulsión de la
cultura —o de una
determinada cultura: la de la palabra, la de la mirada, la de la interrogación—
es un proceso colectivo que afecta a todos los ámbitos, desde los medios de
comunicación hasta, paradójicamente, las mismas universidades. No obstante, en
ninguno de ellos es tan determinante como en el de los propios ciudadanos, que
han dejado de relacionar su libertad con aquella búsqueda de la verdad, el bien
y la belleza que caracterizaba la libertad humanista e ilustrada. La utilidad,
la apariencia y la posesión parecen, hoy, valores más sólidos en la supuesta
conquista de la felicidad.
Y puede que sea cierto. Igual la vida sin cultura es
mucho más feliz. O puede que no: puede que la vida sin cultura no sea ni
siquiera vida sino un pobre simulacro, un juego que sea aburrido jugar.