sábado, 19 de diciembre de 2015

"El papagayo verde" por Gustavo Martín Garzo


Un corazón simple es una novela corta que Gustave Flaubert incluyó en su último libro, Tres cuentos. Se conservan varias cartas en que su autor se refiere a la laboriosa génesis del texto. La novela apenas tiene 50 páginas y necesitó cinco meses intensivos para escribirla. “Apenas puedo poner en marcha mi historia. Ayer trabajé durante dieciséis horas, hoy todo el día, y por fin esta noche he terminado la primera página”, escribe a comienzos de marzo de 1876. Varios meses después, Flaubert vuelve a aludir a esa dificultad en una carta a su amigo Turguéniev: “Mi Historia de un corazón simple estará terminada sin duda a finales de agosto. ¿Pero qué difícil, Dios mío, qué difícil! Cuanto más adelanto más me doy cuenta. Me parece que la prosa francesa puede llegar a una belleza de la que no se tiene ni idea. ¿No le parece que nuestros amigos se preocupan poco de la Belleza. Y sin embargo es en el mundo lo único importante?”.
Un corazón simple habla de ese mundo de la pequeña burguesía rural que Flaubert conoce como la palma de su mano y que ya ha retratado magistralmente en Madame Bovary. Su protagonista es Félicité, una abnegada mujer que vive a la sombra de su señora, cuidando a sus hijos y ocupándose de las tareas de la casa. Flaubert se detiene con puntilloso realismo en los pormenores de esa vida insignificante y nos habla de sus pesares y pequeñas alegrías, y de los seres que van pasando por su vida: un novio poco delicado, los hijos de su ama, un sobrino, un anciano al que cuida en su enfermedad. Unos mueren, otros se van de su lado o sencillamente la olvidan, y Félicité se queda sola. Casi es una anciana cuando una familia de indianos se muda a la casa vecina. Ella vive pendiente de sus conversaciones animadas, de su afición a la música, de sus vestidos alegres. Tienen un loro, que se llama Loulou. Lo han traído de sus lejanas tierras y a Félicité le fascinan sus colores tan vivos, su voracidad, sus gritos desdeñosos, su mirada desafiante. Pero los indianos no se adaptan bien ni a los inviernos ni al rigor de las costumbres de la comarca, y deciden regresar a sus tierras. Y como el loro es un estorbo para ese viaje se lo regalan a Félicité. Su vida cambia desde entonces, ya que el loro se transforma en su única compañía. A tal punto se obsesiona con él que, cuando muere, Félicité manda disecarle y le construye en su propio cuarto un pequeño altar que se convierte en el centro más secreto de sus fantasías.
Julian Barnes tiene un elocuente libro en que trata de resolver el enigma de ese loro. El loro es para él un ejemplo del estilo grotesco de Flaubert. Y aventura las semejanzas que hay entre el escritor y la protagonista de su historia. Los dos son viejos prematuros, son seres solitarios cuyas vidas han quedado marcadas por las pérdidas, los dos son igual de perseverantes. Y aunque Félicité, al contrario que Flaubert, es incapaz de expresarse, a través del loro recibe el don de las lenguas. ¿Félicité más Loulou equivale a Flaubert? se pregunta Barnes. Félicité contendría su carácter, Loulou su voz. Flaubert estaba obsesionado como escritor con la idea de la insuficiencia del lenguaje para expresar nuestros anhelos. “La palabra humana”, escribe en una de sus cartas, “es como una caldera rota en la que tocamos melodías para que bailen los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas”. El loro con su repetición paródica del lenguaje humano sería el signo de ese fracaso. Un ave que habla sin parar y que sin embargo no sabe lo que dice, ¿así son los escritores?
En una de sus conferencias, Flannery O’Connor nos recuerda que los estudiosos medievales se servían de tres procedimientos a la hora de enfrentarse a la exégesis bíblica: el alegórico, en virtud del cual los relatos o figuras bíblicos no serían sino la representación de ideas abstractas; el tropológico, en el que daban cuenta de sus enseñanzas morales; y el analógico, en que los textos tenían que ver con la vida divina y con nuestra forma de participar en ella. En su opinión, es esta tercera actitud la que corresponde al artista, ya que le permite enfrentarse al misterio de la vida ensanchando el escenario humano. Es lo que pasa en este relato. Para Flaubert el loro disecado es un símbolo, un lugar de sentido. Pero los símbolos, al contrario de lo que pasa con las figuras de la alegoría, nunca significan una sola cosa. Hacen crecer la historia en las direcciones más impensadas, nos relacionan con lo que desconocemos. El arte de Flaubert opera en Un corazón simple analógicamente (en todas sus novelas lo hace así). Parte de un escenario perfectamente identificable, el que se corresponde con una novela realista como hay tantas, pero de pronto surge en él algo semejante a una fractura, una grieta por la que se precipita lo que creíamos saber acerca de ese escenario y de sus personajes. Algo que desequilibra las cosas, que tiene que ver con alguna forma de visión. Eso representa el loro.
Antonio Machado tiene un poema misterioso en que sucede algo parecido: “Te cantaré mi canción, / se canta lo que se pierde, / con un papagayo verde / que la diga en tu balcón”. No sé cómo interpretan los estudiosos de la obra de Machado la presencia de ese papagayo cantor. Decir que se canta lo que se pierde ya es suficientemente hermoso, ¿por qué entonces debe ser un papagayo verde quien lo diga? Creo recordar que esa coplilla fue escrita en la época en que Machado vivía su pasión prohibida por Guiomar, y bien podemos pensar entonces que el papagayo es un símbolo del deseo. Habla de ese mundo poliformo del deseo, de toda la locura y belleza que hay en las selvas tropicales donde viven estas aves. Como si el poeta le dijera a su amada: en esto me he convertido por ti. “Cualquier camino lleva / al arsenal de cosas no vividas”, escribió Rilke. ¿Cualquier camino? No lo tengo tan claro. Hace falta un papagayo en el balcón, un loro como el de Flaubert.
El loro aparece en el lugar de la herida y Félicité al quedarse con él pasa a formar parte de esa legión silenciosa de seres a los que algo les es asignado por un motivo misterioso, como pasa en La leyenda del santo bebedor, la enigmática novela de Joseph Roth. Cumplir con ese encargo supone una restauración de los vínculos con los demás. Arrancarle inesperadamente a la vida, como quería Magris, territorios de persuasión. El loro es mucho más que la imagen paródica de la impotencia del escritor. Gracias a él la sensible crónica de una abnegada criada se transforma en manos de Flaubert en una de las fábulas más hermosas de la literatura universal. Una fábula sobre el sentido del arte, sobre el arte como visión. Porque el arte no habla de lo que tenemos sino de lo que nos falta, quiere ofrecernos una segunda vida. Eso representa para Félicité el loro: todo lo que no ha tenido ni tal vez podrá tener jamás. La promesa de una transfiguración.
De modo que cuando terminen de leer un libro pregúntense si le falta el loro o no. Así sabrán si ha merecido la pena.


viernes, 18 de diciembre de 2015

Oda al gintónic (emparedado de liras y cuartetas)


Al amor de los bares
me gusta suicidarme con mesura,
beber tiempos y mares
de extensión oscura
con sabor a eternidad y locura.

Me gusta suicidarme lentamente
con ruinas, con hierbas, con licores.
Me gusta tratar con ellos frente a frente,
aunque rabie la resaca entre sudores,

aunque la piel se desmigaje en días
cuando me arañe el sueño la mañana
y la cabeza arda en ironías
entre el ser y no ser de yesca y lana.

Me gusta suicidarme
con breves gotas de ginebra en hielo,
para verme y no amarme,
para que se abra el suelo
y envolver la conciencia en un pañuelo.


martes, 15 de diciembre de 2015

"¿Pueden los poetas ser buenos amigos?" por Manuel Vicent


Un día de otoño de 1977, cuando la Academia sueca lanzó el nombre de Vicente Aleixandre como premio Nobel de Literatura, unos periodistas ingleses llamaron a la Embajada española en Londres para que les facilitara información acerca del galardonado. Alguien les hizo saber que, en efecto, se trataba de un gran poeta español, pero que era más conocido como actor de cine y teatro. A bote pronto, aquel tipo de la embajada lo había confundido con el cómico Manuel Alexandre y así salió la noticia en la primera edición de algún periódico. Ese error persistió mucho tiempo también en España. Algunos admiradores se acercaban a la tertulia del café Gijón para felicitarle: “¡Enhorabuena, don Manuel, por ese Nobel tan merecido!”. Lo siguieron felicitando en plena calle cuando Vicente Aleixandre ya había muerto y el actor terminó por dar las gracias.
Vicente Aleixandre, el Nobel auténtico, había nacido en Sevilla en 1898. Pasó la primera juventud en Málaga, donde conoció y se hizo amigo del poeta Emilio Prados. Instalado en Madrid, estudió Derecho y fue profesor de Mercantil en la Escuela de Comercio. Pero en 1925 una tuberculosis nefrítica lo condenó a pasar gran parte de su vida entre la cama y el sillón, convertido en un convaleciente profesional. Durante la Guerra Civil, a causa de una denuncia anónima, sufrió el interrogatorio toda una noche en la famosa y siniestra checa del Bellas Artes, de la que le salvó Pablo Neruda, cónsul de Chile en Madrid.
Vicente Aleixandre llevaba con suma discreción su homosexualidad. Varado en su sillón de orejas en el chalé de la calle Velintonia, 3, en la colonia del Metropolitano de Madrid, ejerció el papel de representante del exilio interior cuando la mayoría de sus compañeros de la Generación del 27 fue aventada a las tinieblas exteriores o triturada con la muerte y la cárcel por la represión franquista. Otros también se quedaron. Cuando al poeta Gerardo Diego se le invitó a trasladarse a Valencia junto con Antonio Machado y otros intelectuales, el aludido exclamó: “¿Cómo me voy a ir al exilio si me acabo de comprar un piano?”.
En el mundo de la literatura pende siempre una pregunta insidiosa: ¿pueden ser realmente grandes amigos los poetas y escritores? Vicente Aleixandre es la respuesta, porque él ejerció la amistad como su mejor poema, con un oficio casi sagrado. Aun con una movilidad limitada, sin abandonar el sillón, con una manta en las rodillas y un perro junto a las babuchas, fue el nudo limpio y propicio entre varias generaciones de poetas, siempre dispuesto a evitar o solventar rencillas. Cualquier escritor tiene un memorial de agravios y sabe que jamás será citado por un determinado crítico o periodista cultural, y en su paranoia creerá que los elogios a otro colega afín siempre son dardos que desde la oscuridad del resentimiento o de la envidia se disparan en su contra.
En aquella Residencia de Estudiantes, paradigma de la clara inteligencia de una élite juvenil, Lorca, Dalí y Buñuel ¿eran amigos de verdad o más bien estaban devorados por los celos? ¿Qué gatos guardaba Alberti en la tripa contra Lorca? ¿Por qué aquellos poetas exquisitos despreciaban a Miguel Hernández? Alrededor de la generosidad y bonhomía de Vicente Aleixandre se movía aquel grupo de poetas: Dámaso Alonso, Cernuda, Altolaguirre, Prados, Lorca, Alberti... En una ocasión, Lorca había decidido visitar a Aleixandre y alguien le advirtió que Miguel Hernández estaba allí en ese momento. Lorca exclamó: “Si está ese, no voy”.
Versos soleados
Miguel Hernández había llegado a Madrid con unos cuadernos llenos de versos soleados que olían como el propio autor a campo y cabrío. El joven poeta iba calzado con albarcas de pastor y llevaba todo su origen rural a cuestas, pero en aquel pequeño cotarro de evanescentes narcisos donde cayó como un ser extraño el único que desde el principio ponderó su talento y le dio amparo afectuoso fue Vicente Aleixandre.
Durante la noche oscura del franquismo, el chalé de Velintonia, 3, siempre abierto, fue el apeadero por donde pasaban los nuevos poetas para ser bendecidos, animados o confortados. Jaime Gil de Biedma estuvo muchas veces allí y fue el emisario que llevó el espíritu de Aleixandre al grupo de poetas de Barcelona: Carlos Barral, Gabriel Ferrater, José Agustín Goytisolo... Gil de Biedma narra en su diario de 1956 una de sus primeros encuentros, con poco más de 20 años. “Visita a Vicente Aleixandre, algo envejecido pero siempre dispuesto a interesarse y a entender… larga conversación en el jardín…”.
Una tarde, en la tertulia del café Gijón una señora de provincias se acercó al actor Alexandre y le dijo: “Hay que ver lo bien que le sienta a usted el Nobel, don Manuel”. Y le pidió un autógrafo.


Cosas que me encuentro en el buzón III


Ayer encontré un caracol en mi buzón. Un caracol vivo. No había cartas de amor, ni de amistad, ni de cortesía, ni siquiera había recibos del banco, ni propaganda del Chárter, ni folletos de los testigos de Jehová, tampoco multas de la DGT. Solo un caracol, vivo, un caracol. Una cáscara babosa pegada al fondo metálico, que no se dignó a sacar el cuerpo cuando le mostré la luz. Un caracol. Eso recogí ayer al descubrir el buzón. Siempre que lo abro, espero encontrar una sorpresa que me cambie la vida, siempre. No sé por qué. Es una esperanza tan frustrante como la de encontrar a un alumno o a un amigo amante de la poesía. Un caracol. Escondido en las profundidades de mi buzón. Huye de la sequía, del sol, de la propaganda electoral, de Bertín Osborne, de las novelas de Maxim Huerta, de las últimas películas de Almodóvar, de la gala de los MTV, qué sé yo. Es posible que solo lo haya espantado el burro que anda suelto en el pinar de al lado. Si no lo hubiera encontrado en un lugar tan emblemático, lo habría incluido en los ingredientes de la paella del domingo, pero todo lo que me encuentro en mi buzón me merece un respeto pese a las frustraciones que me provoca.Si me pongo en lo mejor, este caracol podría ser el augurio de un acontecimiento extraordinario. Las valvas, en la mitología clásica, eran indicio de fortuna. Al final he tenido que recurrir a la ficción, no hay esperanza para la realidad.    

domingo, 13 de diciembre de 2015

Cosas que me encuentro en el buzón II


Estimados señores de la DGT, dos puntos, no me gustan nada sus cartas de amor. Recibí una la semana pasada y, como las anteriores, son prosaicas y faltas de todo tacto. Es evidente que quieren penetrar sin vaselina a mi Ibiza. La flor de sus veinte años recién cumplidos lo hace muy apetecible, pero se podrían calentar un poco más la cabeza o echar mano de los manuales de los trovadores o, más sencillo, contratar a algún poeta muerto de hambre que les redactara sus misivas. Al comenzar a leer una carta siempre me emociono, pero con la suya no ha habido manera. Ni siquiera una presentación, ni una concesión a la cortesía. Y lo último, lo de fotografiar el trasero de su pretendido y mandar la foto es de una falta de delicadeza atroz. ¿Cómo pretenden conquistar a nadie con esos métodos? No pienso venderlo por dinero, no soy un proxeneta ni mi auto es un bujarrón cualquiera que se acueste con el primero que le escribe. Acudir al chantaje y a la extorsión no me parece un método nada erótico y no quiero ni hablar del lenguaje que emplean, plagado de gerundios sin curtir y de anacolutos pasados de moda. No voy a pagar para que ustedes enculen a mi Ibiza, ni tampoco voy a responder con un "pliego de descargo", ni con un "recurso de alzada". No me van a confundir. Tras su intento de relación no hay otra cosa que sexo duro y sin amor. Por sus palabras se trasluce que ningún radar en la carretera puede albergar sentimientos sinceros. Les falta tacto, les falta cariño y les sobran los gerundios. Buenos días, punto y final.

sábado, 12 de diciembre de 2015

Cosas que encuentro en mi buzón


De buena mañana, abro el buzón, un sábado sin demasiada historia, y me encuentro un folleto que me sorprende. Una ilustración que parece salida de un manga blanco me pregunta "¿Cómo ve el futuro?", y me da tres opciones: "¿Cree que el mundo seguirá igual?, ¿empeorará?, ¿mejorará?". Me froto los ojos e intento activar mi atrofiada capacidad mental. Si conociera la respuesta a estas preguntas podría abrir una televisión nocturna y ganarme la vida con muy poco esfuerzo, una baraja y un teléfono. Pero el folleto escondía mucho más. Al abrirlo, se me da respuesta a estas preguntas. Sin duda se trata de un partido político con un márketing audaz. El responsable de la sección de empleo, un tal Isaías, propone: "Tendremos trabajo productivo y satisfactorio". El de sanidad, también se llama Isaías: "Dejaremos de sufrir y padecer enfermedades". Y el de bienestar social, un tal Salmo, predice: "Viviremos felices con nuestra familia y amigos para siempre". Y quién es el que se presenta para presidente de este partido: un tal Jehová, apoyado por Jesús. Cito al responsable de bienestar social: "Tanto Jehová como Jesús quieren que tengamos un futuro maravilloso". Y a las 10 de la mañana de un sábado con poca historia, yo me pregunto: ¿por qué no ha participado este Jehová en el debate a cuatro, ni tampoco en el debate a nueve?, ¿por qué no aparecen en los medios de comunicación mensajes que son capaces de activar los circuitos de un sábado sin historia? Me cabreo cuando a la inteligencia se la aparta, cuando se ignora a los que nos pueden conducir al paraíso. Cuando ya estaba convencido de afiliarme al partido desconocido, le doy la vuelta al folleto y se hunden mi excitación y mis ganas de salir del grupo de los indecisos. En negrita leo: "Para aprender más sin costo". Yo sin vicios no soy nada, así que me vuelvo a la cama, a ver si consigo comenzar el sábado con mejor pie.

domingo, 29 de noviembre de 2015

"Vía Láctea" por Manuel Vicent


Los ricos bombardean, los pobres ponen bombas; los ejércitos machacan al enemigo masivamente de arriba abajo, los terroristas contraatacan de abajo arriba con espasmos ciegos. En lo alto de tanto odio está la Vía Láctea. Los misiles se sirven de ella para orientar su trayectoria hacia el objetivo con precisión matemática, pero esa lechada nocturna también está al servicio de los sueños confusos de los poetas y del instinto del escarabajo pelotero. Vaghe stelle dell’Orsa. Así empieza el poema de Leopardi, en que recuerda las noches de verano cuando echado en la yerba del jardín mirando el carro de la Osa en el cielo escuchaba el susurro del viento en los fragantes senderos y las voces, el quehacer tranquilo de los criados dentro de casa y pensaba en la arcana felicidad de liberarse del dolor y de cruzar un día el mar y los montes azules. La Vía Láctea se extendía también la otra noche sobre el público que llenaba el estadio de fútbol después de un neurótico control policíaco. Durante el minuto de silencio en homenaje a las víctimas del terrorismo sonó La Marsellesa interpretada por un órgano lento y los futbolistas del Real Madrid y del Barça, alineados en medio de la cancha, llevaban el torso cubierto con un chándal para ocultar los nombres de Qatar y de Emirates que lucen sus camisetas. Mientras sonaba La Marsellesa, yo miraba la Vía Láctea y pensaba en los misiles que corrigen el rumbo con las estrellas, recordaba los versos de Leopardi e imaginaba el trabajo que cualquier escarabajo pelotero estaría realizando en ese momento. El escarabajo pelotero con la paciencia necesaria construye una bola con las heces que encuentra en su territorio y la arrastra hasta el nido para que la hembra deposite en ella una larva. En ese trayecto nocturno el escarabajo se orienta también por la Vía Láctea, como los poetas, como los bombarderos.

viernes, 27 de noviembre de 2015

Contra el despotismo (E.L. Doctorow)


Un compañero sevillano con el que compartí un año glorioso en la Serranía Baja de Cuenca ha extraído este fragmento del escritor recientemente fallecido, E. L. Doctorow. Se lo agradezco. Deberíamos grabarlo con cincel encima de la pizarra. Es uno de esos momentos literarios que te hacen sonreír con sarcasmo y te desnudan delante de las cámaras. El texto no merece más comentarios, desmantela, con una sonora bofetada, los cimientos de la idiotez de quien se encarama a un púlpito, sea del tipo que sea:

"Eres una mala influencia en mi clase, Albert, dijo. Voy a hacer que te manden a otra. No lo entendí. Le pregunté qué había hecho de malo. Te estás sentado allí atrás sonriendo y soñando despierto, dijo. Si todos y cada uno de los alumnos no me prestasen atención, ¿cómo podría mantener mi amor propio? Con ese comentario aprendí en un instante el secreto de todo despotismo".

E. L. DOCTOROW

domingo, 22 de noviembre de 2015

"Una cuestión de prosa" por Antonio Muñoz Molina


Todo se olvida muy rápido entre nosotros, así que ya no habrá muchos que recuerden la época en la que se puso de moda, en ciertos ámbitos poco ventilados de la cultura literaria española, el término insultante y genérico de “angloaburridos”. Es probable que su inventor fuera Francisco Umbral, que lo usó mucho, pero también lo hizo suyo Camilo José Cela, y con él la cohorte numerosa de columnistas que le daban coba. Angloaburridos eran, o éramos, los escritores jóvenes que en vez de seguir el ejemplo tremendista, quevedesco y castizo de la prosa del premio Nobel, el tronco rancio de lo implacablemente español, imitábamos a escritores anglosajones, cuyos nombres nunca se precisaban, quizás por falta de familiaridad, o hasta de pura información. Un angloaburrido, como su propio nombre indicaba, era alguien que escribía como si tradujera del inglés, sin sangre hispana en las venas, tan tedioso por comparación con aquellos grandes maestros de la prosa nacional como un té tibio comparado con una copa recia de cazalla, un falso cosmopolita lánguido y hasta sospechoso de poca hombría. En una ocasión en la que Cela me honró con un artículo insultante, sus palmeros y costaleros celebraron a grandes carcajadas aquella muestra de ingenio satírico español, enraizada, decían, en lo mejor de las peleas literarias del Siglo de Oro. Uno de ellos, para ridiculizarme más, me comparó a ese tontorrón de las películas del Oeste que entra al saloon y pide un vaso de leche, ganándose el escarnio de la clientela y un puñetazo del sheriff —Cela como un montañoso John Wayne— que después de derribarlo sin ningún esfuerzo se toma un lingotazo de whisky.
Nos llamaban 'angloaburridos' a los jóvenes que no seguíamos el ejemplo tremendista, quevedesco y castizo de Cela, quien me honró con un artículo insultante
Había en todo aquello un gran encono político, porque eran esos años últimos de Gobierno socialista en los que la derecha andaba embravecida por la impaciencia de recuperar el poder. También era un episodio más de la tristísima maledicencia literaria española, que unas veces adopta disfraces de izquierdas y otras disfraces de derechas, detrás de los cuales se percibe siempre el mismo aliento podrido de rencor y desdén. Pero se trataba, en el fondo, de una cuestión de estilo, que se manifestaba en la práctica en una idea de la prosa: la prosa de las novelas y también la de las crónicas y las columnas de periódico, la herramienta lingüística más elemental con la que contamos para narrar el mundo, para intentar comprenderlo o explicarlo; pero con la que también es posible volver turbio lo transparente y confundir a la inteligencia enredándola en palabrería sonora, en puro embuste cínicamente ofrecido en el envoltorio de papel brillante de lo “muy bien escrito”, o en grosería chulesca presentada como autenticidad.
La prosa del retruécano y la de la mala leche quevedesca son muy adecuadas para los regímenes autoritarios: la primera ayuda a que parezca que se dice algo no diciendo nada; la segunda sirve para descargar sin ningún peligro la agresividad contra los débiles, especialidad de Quevedo y de Lope cuando se hacían los graciosos acusando a otros de judaísmo o herejía, en una época de prisiones y hogueras inquisitoriales. Inventar la democracia sobre la marcha, como se hizo en España, requería inventar otra forma de prosa, recobrando tradiciones aniquiladas o perdidas, y también, desde luego, imitando modelos exteriores, igual que se imitan instituciones y leyes.
Donde mejor se aprende esta prosa es en la cultura inglesa; en la literatura de invención pero ni mucho menos solo en ella; en la prosa de periódico, en los ensayos, en los libros de historia y en los de divulgación científica, en diarios personales, en reseñas de libros o de arte.
Estoy convencido de que la fuerza misma de esa tradición de escritura en prosa afiló la inteligencia de George Orwell
Una prosa así es tan imprescindible para comprender la realidad como un instrumento de medición o de observación, un barómetro, un sextante, una lente de aumento. Cada autor tiene un estilo igual que cada persona tiene una voz, pero en la prosa de la que hablo hay muchos rasgos comunes: precisión y flexibilidad; mesura de tono; una capacidad para volver transparente o al menos inteligible lo complejo sin banalizarlo ni simplificarlo; una preferencia por la eficacia expresiva sobre los despliegues de virtuosismo; una fluidez unas veces directa y otras ondulante que se aproxima al discurrir de los procesos mentales; una disposición para volverse invisible, haciéndose táctil, visual, oral, apasionada, irónica, grave, según la materia que trate en cada momento; una actitud tan respetuosa hacia el lector como hacia el propio tema tratado: el tema es digno de conocerse y explorarse; el lector posee su propia inteligencia soberana, de modo que se ofenderá si se le trata como un ignorante o un convencido de antemano, y si hay que persuadirlo habrá que hacerlo con la mejor información posible y con los razonamientos más claros.
Es muy probable que esa prosa, que se formó entre el siglo XVII y el XVIII, llegara a la lengua inglesa desde dos culturas extranjeras: la castellana y la francesa. La prosa de ficción viene de Cervantes; la reflexiva, de Montaigne. En el prólogo del primer Quijote el amigo ingenioso y anónimo le hace al novelista una descripción muy precisadel tipo de escritura en prosa que requiere su gran empeño narrativo, tan nuevo que no hay modelos en los que apoyarse: “No hay (...) sino procurar a la llana que con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo, pintando, en todo lo que alcanzárades y fuese posible, vuestra intención, dando a conocer vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos”.
La prosa del retruécano y la de la mala leche quevedesca son muy adecuadas para los regímenes autoritarios
De la prosa limpia de Cervantes, culta sin pedantería y llana sin vulgaridad, tan flexible que se adapta a cualquier escenario, personaje, forma de habla, proviene directamente todo el primer gran tirón de la novela inglesa, desde Fielding y Swift a Dickens. Y de las traducciones al inglés de Montaigne, que hizo un amigo heterodoxo de Shakespeare y de Giordano Bruno que se llamaba John Florio, viene la prosa del ensayo, que es muy pronto la de la reflexión política y la de la crítica de la religión y del conocimiento, y también la de la literatura científica, que tantas veces se mezcla jugosamente con la literatura de viajes. No es una prosa de adoctrinamiento, ni de misticismo religoso o patriótico, ni de mareo verbal. Le sirvió a Charles Lyell para contar con una riqueza literaria extraordinaria susPrincipios de Geología, sin los cuales Darwin no habría dispuesto del marco temporal muy poco antes inconcebible que daba solidez a su teoría de la evolución. Le sirvió admirablemente a Darwin, que fue, de una manera inseparable, un gran científico y un gran escritor. Es la prosa en la que David Hume examinó las sutilezas y los engaños de la conciencia y las fantasías adormecedoras o tóxicas de la religión, y en la que Mary Wollstonecraft vindicó luminosamente los derechos de la mujer.
Estoy convencido de que la fuerza misma de esa tradición de escritura en prosa afiló la inteligencia de George Orwell para no dejarse nunca seducir por las promesas del totalitarismo y denunciar antes que nadie sus crímenes, asentados sobre la corrupción del lenguaje. Él mismo lo resumió mejor que nadie: “Una escritura que tenga algo de relevancia solo puede producirse cuando un hombre siente la verdad de lo que está diciendo”.

martes, 17 de noviembre de 2015

"Que tire la primera piedra" por Ernesto Filardi


En el principio todo era claridad en la literatura. Sentimientos puros, moralinas, moralejas y amor más allá de lo concebible. La justicia poética garantizaba que el justo sería salvado y el pecador condenado a muerte, al infierno y la mayoría de las veces a ambos. El Romanticismo trajo sus nubecillas oscuras, claro está, con esos chiquillos revoltosos que gritaban al borde de los acantilados y coqueteaban con quitarse la vida a sí mismos y devolvérsela a otros. Parecía más sensato dejarles que hicieran, porque es lo que tiene la juventud, que es muy escandalosa y le gusta provocar. Y mejor permitir que se desahogaran por escrito, no fueran a liarla como años antes había pasado en la Bastilla. Que Victor Hugo incitara a una nueva revolución en sus novelas o sus piezas teatrales era algo incluso tolerable. El sistema podía hacerse cargo de ello. Las formas no es que fueran las adecuadas, pero de algún modo aquellos ruidosos iconoclastas buscaban algo noble: una nueva jerarquía social que, aun basada en ideas escandalosas, pretendía instaurar una nueva definición de la justicia y el orden.
Todo era, por decirlo así, manejable. Tuvo que ser Baudelaire el que hiciera saltar todo por los aires al escribir que es el diablo quien empuña los hilos que nos mueven. Invocaciones a Satán, cuerpos humanos descomponiéndose en un camino, hombres que se sienten libres tras matar a su esposa o mujeres que maldicen a Dios mientras planean matar a su hijo recién nacido. Un estilo tan novedoso y catárticamente cruel no podía dejar indiferente a nadie: sus seguidores e imitadores surgieron como la espuma en poco tiempo y el mal y el pecado se adueñaron de lo que hasta entonces había sido, por lo general, un inventario controlado de costumbres, hazañas y miserias del ser humano.
Jamás el mundo cambió tanto y tan deprisa como en el periodo que transcurre entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX. Una globalización 1.0 a la que no todos supieron adaptarse. Al hablar de esta época suelen venirnos a la mente el colonialismo, el avión, el cine, el psicoanálisis… Y es también el momento en que el diablo entra por la puerta grande del arte para ser algo más que un villano de comparsa. La gran literatura comienza a llenarse de protagonistas oscuros y malvados, algo que hasta el momento se reservaba para los mal llamados géneros menores. Los escritores se entregan con ardor a su nuevo objetivo: indagar en las raíces del mal, retratar lo que de podrido tiene nuestra sociedad. Mirar a la cara al diablo para tenerlo como compañero de juegos. En algunos casos no era más que una provocación para epatar beatas y en otros un nuevo modo de reivindicar la bondad y la belleza del mundo dando un gran rodeo, como la vacuna recién descubierta que inocula la enfermedad para poder curarla.
En una categoría especial están los textos en que el pecado y el diablo son el arma con la que el escritor da un golpe sobre la mesa para mandar al cuerno a la sociedad que le ha tocado en suerte. Oscar Wilde lo hizo varias veces tanto con su Salomé, que es el más hermoso canto al exceso de los siete pecados capitales, como con El retrato de Dorian Gray, una reivindicación del horror como forma de escapar de un mundo insensible y enmohecido.
En España, quien mejor y con más elegancia supo llevar el pecado por pancarta fue don Ramón María del Valle-Inclán. Aunque Max Estrella considera a Goya el verdadero autor del esperpento, es en las llamadas obras míticas donde las pinturas negras del sordo de Fuendetodos toman vida en el escenario. Y qué vida, válgame Dios. La Galicia rural de la santa compaña, de los cruceiros y los trasnos, es el marco ideal para recrear las pasiones enajenadas de los héroes clásicos. Si el esperpento —y volvemos a las palabras de Max Estrella— es Aquiles reflejado en los espejos deformes del callejón del Gato, en la Galicia mítica Ulises es un forajido que gusta de matar a sus amantes y Andrómaca una alcohólica lasciva a quien el diablo le lame la entrepierna.
Son varias las obras que Valle sitúa en Galicia, siendo su trilogía de Comedias bárbaras el gran canto épico de la avaricia, la lujuria, la soberbia y sus cuatro hermanas en la España profunda. Y sin embargo, pocos textos de la literatura pecaminosa universal pueden presumir de la fuerza expresiva y demoledora que tiene Divinas palabras ya desde su mismo arranque: sentados a la puerta de una parroquia está una pareja, la mujer con su recién nacido en brazos y sangrando tras la bofetada que el hombre le ha dado porque ella se niega a abandonar al crío. Pedro Gailo, el sacristán, sale de la iglesia no para ayudarla sino para echarlos de allí, no sea que espanten a los fieles:
Pedro Gailo —¡A otro lugar era el iros con vuestros malos ejemplos, y no venir con ellos a delante de Dios!
Lucero —Dios no mira lo que hacemos. Tiene la cara vuelta.
Pedro Gailo —¡Descomulgado!
Lucero —¡A mucha honra! ¡Veinte años llevo sin entrar en la iglesia!
Pedro Gailo —¿Te titulas amigo del Diablo?
Lucero —Somos compadres.
Poco después de este diálogo, Lucero matará a la madre y al crío para librarse de ambos. Así, teniendo a uno de los personajes principales sintiéndose libre como el sol cuando amanece sobre las flores del mal, Valle podrá comenzar tranquilamente a plantear la trama principal. La semejanza con lo que hemos contado de Baudelaire en el segundo párrafo no es casual, pero se ve que a este don Ramón de las barbas de chivo tal sarta de pecados y delitos no le parece suficiente. No deja de ser fascinante que la exuberancia demoníaca del poeta francés sirva aquí tan solo de pequeño aperitivo para presentar a un personaje. Estamos en una pieza teatral, recuerden, y sobre el escenario se puede y se debe añadir más chicha que a un poema, por muy diabólico que este sea. Si Baudelaire forjó su obra sin más ayuda que la de su inspiración y un poco bastante de opio, hachís y alguna otra cosa, ¿qué podría conseguir un admirador suyo que además contaba con las pinturas negras de Goya, un entorno tan propicio para la brujería como la tierra de las meigas y un país convulso como lo fue la España deMaura y Alfonso XIII al poco de estallar la Revolución bolchevique? La respuesta, porque no es una pregunta retórica, es todo. Todo lo que se propusiera. Y por suerte, Valle-Inclán se propuso mucho literariamente hablando.
La historia gira en torno a Laureaniño el idiota, un enano hidrocéfalo cuya madre lo lleva en una carreta por ferias y mercados para sacar unas monedas a quien quiera ver al niño de cerca. Cuando ella muere, el niño será la herencia suculenta que se repartirán con avaricia desmedida los hermanos de la difunta. Uno de ellos, el ya mencionado sacristán Pedro Gailo, dejará que sea su esposa Mari-Gaila quien se encargue de continuar sacando tajada de la malformidad del crío en los días que les corresponden de custodia. Pero Lucero, ahora llamado Séptimo Miau tras volver a la soltería, no dejará que se le escapen ni las monedas de los viandantes ni las piernas de Mari-Gaila.
Por si todo esto fuera poco, y para evitar dudas sobre la condenación de las almas de estos personajes, la musa más expresionista de don Ramón se viste de gala para ayudarle a llenar el tablado de engendros demoníacos, lujurias incestuosas y exabruptos en bocas desencajadas. Aún faltan tres años para que Murnau estrene suNosferatu, pero da un poco igual porque ya sabemos que en el mundo no hay vampiros. Otra cosa, claro, son las meigas de Galicia, que rondan a sus anchas en Viana del Prior y en las pedanías de alrededor, como aquella en la que morirá el pobre Laureaniño por culpa del alcohol que le ofrecen unos cuantos farandules de farra mientras la esposa del sacristán se entrega a Miau. Llegados a este punto, el público comienza a impacientarse esperando a que de un momento a otro llegue el juicio final que borre a tanta calaña de la tierra.
Pero aún estamos a mitad de obra. Aún tenemos que ver al sacristán borracho y muerto de celos que pasa de querer limpiar su honra presentándose ante la justicia con la cabeza rebanada de Mari-Gaila a intentar vengar su cornamenta encamándose con la hija de ambos. Nos queda ver la escena que haría sonreír al Goya que pintó los aquelarres más oscuros, cuando el mismo demonio ayuda a Mari-Gaila a regresar volando a casa con la pesada carreta y el cadáver de Laureaniño a cambio de un viaje entre sus piernas:
El macho cabrío revienta en una risada y desaparece del campanario cabalgando sobre el gallo de la veleta (…) Mari-Gaila se siente llevada en una ráfaga, casi no toca la tierra. El impulso acrece, va suspendida en el aire, se remonta y suspira con deleite carnal. Siente bajo las faldas las sacudidas de una grupa lanuda, tiende los brazos para no caer, y sus manos encuentran la retorcida cuerna del cabrío.
El cabrío —¡Jujurujú!
Mari-Gaila —¿Adónde me llevas, negro?
El cabrío —Vamos al baile (…).
Mari-Gaila —¡Ay, que desvanezco! ¡Temo caer!
El cabrío —Cíñeme las piernas.
Mari-Gaila —¡Qué peludo eres!
Mari-Gaila se desvanece, y desvanecida se siente llevada por las nubes. Cuando tras una larga cabalgada por arcos de luna abre los ojos, está al pie de su puerta. La luna grande, redonda y abobada, cae sobre el dornajo donde el enano hace siempre la misma mueca.
Hace más de ciento veinte años que se estrenó la Salomé de Wilde mientras su autor estaba en la cárcel por delitos contra la moral pública. Casi cien desde que Valle publicó Divinas palabras, aunque tardó catorce años más en llevarse a escena. Desde entonces, decenas de miles de obras se han escrito en todo el mundo. Unas cuantas de ellas, y algunas muy recientes, pretendieron recuperar esa orgía inexplicable de pecado, destrucción y belleza. La realidad es que muchos de esos textos solo llegaron a ser un modo ridículo e impostado de corearcaca y pis para que las señoras que pagaban de más para presumir de perlas falsas se hicieran las escandalizadas removiéndose en sus palcos reservados. No sería justo, sin embargo, decir que ningún dramaturgo ha estado a la altura lírica y diabólica de Wilde o de Valle: bastaría mencionar a Genet o a Koltèspara desmontar esa falacia. Aun así, hablamos de obras que, un siglo después, siguen fascinando a un público entregado y quebrando la cabeza a escenógrafos y directores que no terminan de saber bien cómo transmitir esa fuerza teatral y poética al escenario sin que quede ni ridículo ni pasado de rosca. A ver quién es el listo que sabe encontrar el punto medio de la credibilidad en las mieles del exceso.
Al igual que en Baudelaire, el tránsito por el pecado de Valle es una búsqueda de lo eterno. Si el poeta maldito bendecía a Dios por dar el sufrimiento como divino remedio a nuestras impurezas, la obra de Valle termina con Mari-Gaila recibiendo el cálido cobijo de la voz divina tras ser apedreada por los vecinos del pueblo por adúltera. Será su propio marido quien pronuncie las consabidas divinas palabras en latín a las que se refiere el título: «Qui sine peccato est vestrum, primus in illam lapidem mitta». Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Y el pueblo, por supuesto, detiene la lapidación. Cómo no hacerlo, si cada uno de los personajes es una radiografía de esa España envidiosa, egoísta y soberbia que tanto conocemos y reconocemos.
Nosotros, público de hoy, seguimos siendo vecinos de Viana del Prior. Es por eso que también bajamos las manos. Nuestras conciencias se vuelven a conmover por aquella emoción litúrgica que no terminamos de comprender. Nuestras viejas almas infantiles respiran un aroma de vida eterna al ser testigos de que otra realidad es posible. Una realidad cruel y escatológica, impregnada del olor dulzón de los pecados más ocultos. Algo más resuena en el aire mientras el telón desciende lentamente. Es un susurro, un eco apenas perceptible pero creciente: el aliento trágico de los héroes míticos que están regresando al hogar de nuestras vidas. Los desterramos de ellas cuando nos metieron en la cabeza aquello del racionalismo y el orden social, y en este tiempo sin nosotros han conocido la imperfección, la gula, la soberbia y el incesto. Es en textos como estos donde aprendieron a sentirse cómodos, donde consiguieron instalar su nuevo reino. Un reino amargo, épico e infernal en el que refugiarnos, por fin, cada vez que necesitemos escapar de este valle de lágrimas y bostezos en que hemos convertido nuestros pasos.


domingo, 15 de noviembre de 2015

Recomendaciones lectogastronómicas: hoy, Miguel de Cervantes


Cervantes es un huevo frito en sartén de hierro acompañado por unas patatas a lo pobre con aroma de ajo y aceite de oliva. Todo servido en una cazuela de barro desportillada, para comerlo con las manos, empapando el pan de hogaza en el huevo y atenazando con los dedos las patatas chorreantes. Una delicia sencilla que muy pocos aborrecen y muchos celebran, un manjar de pobres que se amansa en el paladar como el rodar de un carro de bueyes. De segundo, Cervantes es un guisado de caza, de los que se dejan cociendo en las ascuas a fuego lento hasta que el caldo se puede apresar entre los dedos como materia sólida. Carnes recias que por la magia del fuego y del tiempo van dejando su aspereza en el agua que los riega y se enternecen como los infantes cuando embocan el pezón de la madre.
Cervantes es aire, fuego, tierra y sobre todo... vino, vino con cuerpo que atraviesa el paladar y el esófago para caldear las tripas y hacer hervir la cabeza con imaginaciones y ocurrencias que despiertan risa y melancolía, a partes iguales. "Dadme de lo caro, que el agua no alimenta" dice Sancho a una ermitaña para reclamar lo que pide el cuerpo. ¿Y dónde quedan los tan cacareados "duelos y quebrantos"? Esos se los comió todos don Miguel, a carrillos llenos y masticando con las encías, que las muelas ya habían naufragado en el asendereado trajín de los años.  

domingo, 8 de noviembre de 2015

De San Clemente a la playa de Barcleona IV: "Don Quijote en la playa y Frank Sinatra en Igualada"


Llegan don Quijote y Sancho a Barcelona la noche de san Juan para ser derrotados, para descender a los infiernos de la realidad. Quedan impresionados por el mar, más extenso que las lagunas de Ruidera, y por el estruendo de las galeras. Llegan para comprobar la malicia de los muchachos, la sensibilidad de sus caballerías y el espíritu burlesco de los poderosos. Llegan para visitar la ciudad, para que las gentes gocen del placer de reírse del caballero loco que ya andaba en libros. Llegan pues para comprobar que en todas partes cuecen habas y en Barcelona a calderadas. Llegan para visitar una imprenta y ver cómo se componen los libros. Llegan para ver una galera y comprobar cómo esos ingenios con la ayuda de los vientos y del látigo se mantienen sobre las aguas para hacerle frente al turco. Llegan para que en la playa de Barcelona sufra el caballero un revés definitivo. Derrotado por el Caballero de la Blanca Luna, volverá a su vida de hidalgo y morirá cuerdo y llorado con sentimiento por su escudero. En Barcelona, como cuenta Cide Hamete, no se hace nada distinto a lo que ya se ha hecho con la figura del caballero: todos lo conocen, todos se ríen de él, todos lo utilizan como un pelele al que zarandear..., las ansias de diversión tienen a veces como instrumento la mala baba de toda la vida.
En los paseos de don Quijote por la ciudad no tuvo la oportunidad de ver los edificios modernistas, ni la Sagrada Familia, ni el mercado de la Boquería, ni las plazas abiertas y espaciosas, ni turistas orientales; pero sí disfrutó del puerto, del mar. A nosotros no nos estaban esperando los muchachos para poner aliagas en el culo de las caballerías; los muchachos los llevábamos nosotros, en modernos jumentos de chapa y cristal. Ellos, como don Quijote, se enfrentaron al mar con la boca abierta y la respiración entrecortada. El mar siempre ahoga al hombre del interior. El mar y las grandes ciudades portuarias. "Esto es mejor que Madrid", se les oía decir a algunos cuando hablaban a través de los móviles con sus familias. La chanza, la burla y las ganas de diversión, eso sí, también se han mantenido con el tiempo.
Por la noche, en Igualada, un karaoke se convirtió en el escenario perfecto para desarrollar ese espíritu jocundo que nos vincula a los personajes del Quijote. Algunos de los lugareños parecían sacados de la España profunda de los 70. Se cantaba a Manolo Escobar, a Eros Ramazzoti, a los Chunguitos... No sé si es un truco de la memoria, pero creo que alguno de los intérpretes vestía pantalones de campana y camiseta remangada hasta el hombro. Y no sería de extrañar, porque cuando salió al centro de la pista el Frank Sinatra de Igualada, el público enmudeció. Cantó "A mi manera" en español con la pasión que el Fary ponía en su torito guapo. Indescriptible. Hay que ir a la ciudad textil para deleitarse con el poder de la máquina del tiempo. Los chupitos de melocotón volaban en el interior del local, mientras el galán local cantaba con voz meliflua el "Jardín prohibido" de Sandro Giacobbe. Puro Cervantes o Torrente, no sé, las bolas de cristales me confunden.        

miércoles, 4 de noviembre de 2015

De San Clemente a las playas de Barcelona III: Cavas, vinos y modernismo.


Entre los viñedos próximos a San Sadurní de Noya, despiertan artísticas masías que esconden lo más auténtico de la cultura popular catalana. En una de ellas, disfrutamos del modernismo bucólico: el interior de las estancias habilitadas como restaurante ofrecen al visitante una muestra de buen gusto, sencillez, modernidad y sosiego. La comida no desmerece el decorado de interiores y aún menos la calidad de sus vinos. Un doble barcelonés de Álvaro Vitali nos deleita con "seny" y chistes de los 70. El otoño nos espera con el dorado de las vides y la humedad de la tierra. En otra de las masías camuflada entre lomas y parras, un "celler" sencillo y transparente nos deleita con una clase magistral sobre la elaboración del cava. Su castellano asciende con pausa, se detiene, se preocupa por nuestra atención, nos regala los oídos con una calma extraída del degüelle del brut. El producto de sus cepas y de su dedicación acaricia el paladar sin agresividad, con la frescura seca del cava bien labrado.Una tarde en el centro de Cataluña, en la vena más atractiva de su sangre, saboreando el agradable espíritu de los payeses, de las cremas de calabaza, de sus vinos. Una tarde en la corriente sanguínea del espíritu popular, que sabe tan antiguo y amable como el tinto manchego o el bobal de Utiel.      

lunes, 2 de noviembre de 2015

Revisión de los tópicos: "Beatus Ille"


Dichoso aquel que huye
del mundanal ruido
y sigue la escondida senda...
Dichosos los pastores
que se solazan
con el ganado dócil
entre carrascas,
en vías nacionales
y hasta extranjeras.
Que recogen los restos
de las ovejas muertas
en las cunetas
y pierden los pleitos
entre moquetas.
Dichoso aquel que huye
del mundanal ruido
(y subrayo) y sigue la escondida senda (¡escondida!)...
Dichosos campesinos
que en soledad
recogen la cosecha,
se parten el lomo
y de mayores
apenas se enderezan.
(Quitemos el dichoso)
...aquel que huye
del mundanal ruido...
y sigue...
Dichoso aquel que huye
de las redes sociales
de los móviles,
de las televisiones,
de la tecnología,
y vive bajo un puente,
al albur de los vientos
y tempestades.
Dejémoslo así:
...aquel que huye
(y no es un refugiado,
ni un paria, ni un mendigo...)
Dejémoslo en aquel que 
y terminamos.