Conexiones
Pensamos en la primera comida. Un paseo hasta el supermercado. No, mejor un bar, "frecuentamos tabernas mientras esperamos a la Parca", Valle, también me diría. "El Pajar del Troncho". Nombres recios del Pirineo. Dejamos a la perra en el patio. Siempre me convence (no es cierto). Al salir, vuelvo la vista atrás. El pasillo y la mirada del animal recriminan mi flexibilidad. Tantos años juntos se prestan a sintonías dulces, conexiones. Surgen casi sin hablarlas. Estupefacientes de lo cotidiano.
Me apetece agarrarlo de la mano para celebrar el nuevo asentamiento. A pesar de los muchos años, a pesar del tiempo que araña, desgasta, desmorona. Miramos hacia arriba, no hay otra dirección. Allá, en lo alto, está todo. Quizá nuestro destino. Lo noto acongojado, no sé por qué. Hemos venido a liberarnos del páramo, a respirar. Ese páramo inclemente y árido nos ha quitado tantas cosas. Ese despiadado sol de julio... Queda atrás. Y él tampoco se atreve a meterse nada. Tampoco tiene valor para salirse de sí mismo. Mi influencia, mi mesura.
Alturas
Las chicas de "El Pajar del Troncho" nos esperan. No podemos seguir martirizándonos, estamos en la época del "dolce far niente". La cerveza y el vino atenúan la soledad, el silencio. La terraza de la taberna se abre a la montaña, sin ningún pudor. El Collarada se cierne, majestuoso, sobre las copas y las mesas de plástico; sobre nuestros cuerpos. ¿Nuestros cuerpos? Hay que inspirar muy fuerte este viento puro, ancho, para ahogar las ausencias, los golpes de la desgracia, la vida. Para olvidarnos del páncreas.
Se me van a poner las piernas coloradas. Aunque refresca, el sol pega duro en la terraza y yo lo recibo en pantalones cortos. No importa, ya no importa. Él da un trago a la cerveza y mira hacia arriba: soledad y alturas. El alcohol siempre nos arropó, a los dos, siempre fue un vínculo que nos ayudó a besarnos. Y vuelve a alelarse, a ahogarse en la memoria. Las piernas casi no las siento. Será el sol o la brisa del norte o el despiadado mes de julio. Me gustan las suyas, siempre se lo he dicho. Sé que mi piel transparente y suave le atrae, y mis ojos verdes, también mis ojos, pero él me dosifica los cumplidos, como los adjetivos. "Si se abusa de ellos, pierden sentido, como visitar demasiado la montaña o la morfina. Por eso solo hemos tenido una hija, para no corromperla con la abundancia". Su esfuerzo por ahorrar alabanzas es chocante. También duele un poco.
La tarde
Cae la tarde. El descanso es necesario. Al volver a la casa, yo colocaría todo en su sitio. Prefiero el orden, lo bien hecho, la simetría. A él no le importa, los dos lo sabemos. Siempre juega al caos. Pura pereza. Yo no estoy cómoda en los espacios destartalados. Haría las camas, colocaría los bártulos de la cocina, arreglaría las sillas del patio, vencería su tendencia a abandonarlo todo donde ya está.
El cuaderno impoluto, con la fecha del día, con caligrafía bien clara, con los márgenes firmes, con los colores necesarios, con títulos adornados, con pulcritud de escribano medieval. No sé cómo se aclara entre el desastre. Intento paliarlo, acondicionarlo. No reeducarlo (son muchos años), sino proponerle soluciones. Hasta él mismo se pierde en su propia algarabía. Si alguna vez se queda solo, se perderá en la inhóspita espesura. Antes que en el LSD. Sonrío.
Somnolencia
La tarde se presta a la somnolencia. Nos desparramamos sobre el sofá, conectamos el televisor y buscamos algo con qué sedarnos. Desde hace unos años, nos dormimos con suma facilidad viendo series y películas. Nos ilusionamos ante la perspectiva de encontrar algo parecido a Mad Men, por ejemplo, pero no aguantamos despiertos. No sé qué ha puesto, no conozco la serie y no es el primer episodio. Es igual, a los cinco minutos duerme. No importa.
Una brisa helada se cuela por las rendijas de la puerta. Es extraño. Son las cuatro de la tarde en el reloj. Es escalofriante este helor de agosto. Aún dormido, él tiembla, se estremece con el soplo invernal de este verano incompetente. No conozco la serie. Quizá se turba por alguna otra razón. Puede ser.