En el hospital, junto a Eva, arrasada por el cáncer, paso tres tipos de noches: lúgubres, molestas y horrorosas. La última fue de las horrorosas. Ella, atiborrada de morfina, mira con ojos de ida, los cierra, los entreabre y giran desesperados detrás de los párpados. Apenas llega la noche, después de una tarde amodorrada y tranquila, se despierta el monstruo que la devora y comienza a martirizarla. Me llama cada cinco minutos, reclama mi mano, desvaría, dice disparates, me pide un beso, me grita, quiere agua con sal, quiere que le ponga la cuña una y otra vez, pregunta por cosas que tiene al alcance de la mano, se angustia por su desvarío. Llega un momento en que no puedo colocarle la cuña y le ponen un pañal. Parece que así se tranquilizará, pero no, sigue llamándome, desesperada. Cuando lo peor parece que ha pasado, sobre las cinco de la mañana, comienza a gemir. El dolor se ha despertado, a pesar de la morfina que la anega. Intentan aplacárselo, pero no pueden, me llama con más desesperación, le agarro la mano, le pongo paños húmedos en la frente y en los tobillos, sigue gimiendo, pequeña, casi llorando. Le pregunto, "¿qué quieres que haga?"; me responde, muy firme, con los ojos muy abiertos, "mátame".
Morimos peor que los perros, sin duda alguna. Todos sabemos, los médicos y las enfermeras mejor que nadie, que su dolencia no tiene solución y, a pesar de eso, continúan haciendo análisis clínicos, le transfieren cinco bolsas de sangre, la alimentan a través del gotero. Le alargan la vida con un denuedo que no termino de comprender. Está postrada en la cama, su cuerpo se parece cada vez más al de los judíos de Auschwitz, los parches cubren su espalda, dolorida por las llagas. Su despertar solo tiene una perspectiva, el dolor o el desvarío. Vuelven las enfermeras a entrar en la habitación, le miden la temperatura, la tensión, le introducen unos nuevos cables por la nariz, la médica propone hacerle una gastroscopia... Todos parecen confabulados para torturar sus últimos días y alargar su agonía cuanto más tiempo mejor. Mientras tanto, es verano, el sol abrasa las aceras y los torsos de los bañistas, allá lejos, en la piscina de la azotea, se ven tras la ventana, una imagen tan distante como las de la televisión.
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