Un amigo de Facebook decía hoy que para él la estación más triste del año es el verano. No solo eso, el sol para mí está indisolublemente unido a la muerte. No la luna, no, el sol, ese sol impío del verano, que no permite respirar, que estrangula, que seca los campos, que agosta las azoteas, que devasta los montes y las almas pálidas. Ese sol impenitente de julio que me ha dejado solo, que me ha convertido en un paria, en un vagabundo con alucinaciones. Ese sol de Valencia que te exprime la piel hasta sacarte el jugo de los huesos, ese sol es la cara brillante y falsa de la muerte, el rostro de la aspereza, de la sequedad. Ese sol me ha robado el futuro, me ha truncado el rumbo, me ha dejado solo, sí, sol viene de soledad, de angustiosa y cruel soledad. Ese sol de cáncer, de dolor, de sufrimiento, de cama de hospital, ese sol de sanatorio tan despiadado como un huracán, como el fuego.
A pesar de estar rodeado de amigos, de familiares que me arropan, que cuidan de mí, que me llaman, que me abrigan, no puedo evitar sentirme solo, solo, mirando al sol con los ojos abiertos, deslumbrado, abrasándome las pupilas y los proyectos. Tengo los cajones llenos de cuadernos en blanco de ella, algunos todavía envasados en plástico. Quiero llenarlos de lluvia, para que los lea, para librarla del fuego, del verano implacable, del futuro que no pudo ser.
Agradezco de corazón a mis compañeros de mi último viaje el cariño, la compañía, las cervezas, los paseos, hasta los codillos les agradezco, pero no puedo arrancarme esta pena negra que me abrasa y me carboniza. Y por qué digo todo esto por aquí: porque necesito desahogarme, necesito el alivio alucinógeno del arropamiento, de la compañía virtual. Sí, ahora no es exhibicionismo, no, os lo juro, ahora soy un cuerpo quemado que desea que lo toquen y no puede rozar a nadie.
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