Por la mañana, todo se ve distinto, aunque el calor recuerda tanto al de España, que nos parece no haber viajado a ningún sitio. La calina también asuela Centroeuropa. Recorremos las grandes avenidas, la Unter der Linden Strasse, hasta llegar a la puerta de Brandeburgo. Antes hemos disfrutado de la delicadeza umbrosa de la isla de los museos. En sus jardines, Diana cazadora se disputa las piezas con un sátiro y con una ninfa. Holderlin bailaría de contento paseando entre estos setos mitológicos. Yo no puedo apartar a Eva de mi paseo. Me duele, me duele su ausencia como un cuchillo que uno no se puede sacar del estómago, una sangría constante que no detiene ningún apósito, una hemorragia de bilis que no permite disfrutar de la belleza con sosiego.
Es curioso que en estas avenidas populosas, el silencio, el susurro, domine al bullicio de la multitud. Sí, somos distintos, diferentes. Los alemanes recogen al niño recién caído sin estridencias, con calma. Su padre no escandaliza a los que le rodean. Todo es más tenue, apagado, tranquilo, muerto.
En el restaurante pedimos codillo y cerveza. La comida no es para recordarla, el trato de los camareros tampoco, salvo el de un griego que se esfuerza por hablarnos en español, “parakaló”. Nos habla de su experiencia en un país tan hostil como rico. La lengua, la fonética, dice mucho de nosotros. El alemán suena agresivo, cortante, duro, como una bofetada inesperada. Su escucha nos intimida, nos reduce a la vergüenza del turista de segunda. ¡Ay que ver lo que las lenguas han hecho por el clasismo!
Y detrás de cada monumento, de cada sorbo de cerveza , de cada foto, de cada paseo, ella me ronda y me susurra al oído: “Llévame contigo”.
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