lunes, 7 de marzo de 2022

Realismo sucio I: retratos de profesores según sus alumnos



En el servicio de caballeros alguien ha tirado de la cadena. Podría apostar de quién se trata, a pesar de conocer a más de 60 profesores del instituto (la mitad de ellos varones). Se abre la puerta del excusado y aparece la figura de quien esperaba, ¡bingo! El oráculo de Delfos lo tenía más difícil que yo. La taza del váter, seguro, está regada de sus “golden pearls” (así las llamaría él). La señora de la limpieza está encantada de rebañar el zumo dorado (se lo he oído comentar). Lo veo alejarse con parsimonia pasillo adelante, con un sobre importantísimo entre las manos (exámenes de la evaluación final). Se los ha pedido el director a instancias de dos padres que han solicitado verlos. El cultivador de las “golden pearls” no tiene como costumbre enseñarnos los exámenes, entre otras cosas porque no tiene tiempo de corregirlos. Él sabe perfectamente qué nota va a sacar cada uno de nosotros y poco va a ganar revisándolos. El resultado numérico que aparecerá en las actas será el mismo, los corrija o no. Hoy está feliz porque el Atlético de Madrid ganó su partido de Champions y lo comenta con el conserje animadamente. El sobre sigue en sus manos. Sabe que debe garrapatear el examen antes de que el padre se presente a por él, pero una buena charla sobre fútbol le pierde. Su cabeza pétrea se mueve con el mismo ritmo que sus piernas, apenas gesticula, y los brazos no parecen estar del todo articulados. A primera vista, es un hombre de lo más normal, pero esconde muchas más “golden pearls” de las que aparenta. Habla con una cadencia sosegada, con gravedad de sabio griego, aunque la mirada ovina y el contenido de lo que dice desmontan enseguida la potencial profundidad de sus palabras. Se acerca una y otra vez al jefe de departamento, al jefe de estudios y al director para plantear dudas un tanto chocantes: “¿Se firma encima o debajo del nombre?”. Esta pregunta trascendental la hace a todos los compañeros con los que se encuentra a su paso. No sabemos si está elaborando una encuesta o si necesita un quórum de diez personas para tomar una decisión tan trascendente. 
Lo veo aproximarse hacia nosotros quince minutos tarde, con el sobre entre las manos. Llenar la botella de agua en el baño más alejado del aula cuesta lo suyo. No se consigue así como así. Hay que colocar la boca del recipiente en el grifo y esperar pacientemente a que se llene. Si rebosara, habría que vaciar el contenido y proceder otra vez a llenarla para que no gotee en el pasillo. Si de camino a clase, te topas con alguien a quien no has preguntado sobre el lugar en el que hay que firmar, debes hacerlo para no quedarte con la duda. Cuantas más opiniones, mejor, para dedicar tiempo a reflexionar sobre tan interesante cuestión. Las gafas de pasta no le restan profundidad a su rostro. Mira desde lejos como quien no ve bien el horizonte, y abre los ojos, como si tuviera miedo de que se le fueran a pegar los párpados. Casi está ya en el aula, pero no se decide a entrar. El escándalo dentro es considerable. Han transcurrido veinte minutos desde que sonó el timbre de cambio de clase. El asunto de la firma no le ha quedado claro y vuelve sobre sus pasos en busca del secretario, a quien todavía no le ha preguntado. Conforme se aleja de nosotros, el bullicio se va amortiguando y él se tranquiliza. Qué lástima que el Atlético no tenga una defensa tan firme como la del año pasado. Podríamos ganar la Champions. La carpeta ya no la lleva entre las manos, seguramente se ha quedado en el baño. Habrá que volver a por ella.

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