lunes, 14 de febrero de 2022

"Cuando las putas vuelven a la ciudad" por Manuel Recio



Una ciudad que rinde homenaje a sus putas es una ciudad que pervive en la memoria colectiva: al fin y al cabo, estamos hablando de la profesión más antigua y duradera de la humanidad. Por algo será. Nos adentraremos en la historia del Padre Putas, guardián de la Casa de Mancebía y remero ocasional, del jolgorio estudiantil, del desenfreno báquico y pernicioso, del pícaro buscón y de las alegres meretrices que dieron origen a una de las fiestas populares más peculiares e indecorosas que aún hoy pervive: el Lunes de Aguas, en Salamanca. Tal vez la única efeméride «oficial» que rememora el regreso de las prostitutas a la urbe para el disfrute poblacional. Casi nada.

Putas en sobrado, galápagos en charco y agujas en costal no se pueden disimular.

Puta ventanera no está ociosa por buena.

(Refranero popular).

Una garganta desnuda, que precede a un pecho escotado y voluptuoso, se contonea insinuante desde lo alto del balcón al paso de unos desprevenidos estudiantes que, carpeta en mano, deambulan ajenos a cualquier estímulo externo. Discusiones presocráticas, socráticas, platónicas o aristotélicas se ven interrumpidas. Cuando se percatan de la elevada presencia femenina se vuelven todos epicúreos y olvidan sin reparo la reciente lección aprendida en el aula para dejarse hipnotizar por los encantos mundanos de la poderosa Afrodita. Bueno, más que de diosa griega, se podría hablar de deidad andrajosa: las mejillas y los ojos pintarrajeados de mala manera apenas consiguen disimular la falta de benevolencia del creador que no puso en ella especial esmero para obsequiarla con el don de la belleza. Ya se sabe el dicho latino Quod natura non dat, Salmantica non praestat («Lo que la naturaleza no da, Salamanca no lo presta»). Y, a ese respecto, la Salamanca medieval podía prestar efímeros placeres terrenales en correteos nocturnos a cambio de unos maravedíes, pero poco más.

… porque los maestros que muestren sus saberes, é los escolares que los aprendan, vivan sanos en él, é puedan folgar é rescibir placer en la tarde cuando se levanten cansados del estudio.

(Alfonso X el Sabio)

Cuando el rey Alfonso X el Sabio en 1254 dicta las normas para conceder el título de Universidad al Estudio General de Salamanca —fundado en 1218 por su abuelo Alfonso IX de León— establece que el lugar ha de ser «de buen ayre y fermosas salidas». En las estribaciones occidentales de la meseta central, casi lindando con el reino de Portugal, Salamanca se alza con la condecoración, usurpando el ya existente Estudio General de Palencia. Se convierte, por tanto, en la primera universidad peninsular (por aquel entonces España era aún un constructo lejano) y una de las primeras de Europa, tras Bolonia, París y Oxford. Título de «ciudad universitaria» que llevará como una losa a sus espaldas desde entonces. Difícil dilucidar a qué se refería exactamente el monarca con «fermosas salidas» o «rescibir placer en la tarde» y el motivo último por el que eligió Salamanca en detrimento de la capital palentina. ¿Acaso era el rey sabio ya conocedor del dicho popular «En Salamanca la que no es puta es manca» y eso le influyó a la hora de tomar su decisión? Los legajos conservados no dejan claro este punto. El caso es que Salamanca se transformó por completo y unió su historia para siempre a la de su universidad, tanto para los magnánimos acontecimientos trascendentales del ser humano como para erigirse en cuna del saber y la sapiencia universal. Y de la fornicación: donde había estudiantes y juventud abundaban, cómo no, las prostitutas…

Ya en el siglo XVI, uno de los de mayor apogeo de la universidad, de los veinticinco mil habitantes con los que se cree contaba la ciudad, alrededor de ocho mil eran bachilleres. Si lo comparamos con los once mil habitantes de Madrid, uno puede imaginar sin problema el ambiente bullanguero que se respiraba en las calles. Tabernas, tascas y mesones repletos de jóvenes estudiantes y sopistas despreocupados, que no solo se instruían en los saberes del intelecto, sino también en los de Baco. Además, se veían pícaros, buscavidas, buhoneros, feriantes, lavanderas, alcahuetas y celestinas junto a clérigos, nobles y rectores. Y, por supuesto, putiferio, mucho putiferio. Estamos hablando de la Salamanca literaria que inspiró obras de calado como el Licenciado Vidriera de Cervantes, la Celestina de Fernando de Rojas, o el célebre Lazarillo de Tormes. La picaresca en todo su esplendor.

Como en otras muchas ciudades de la época, en Salamanca existían burdeles públicos. Cuentan los cronistas que, junto con Valencia, la Casa de Mancebía charra era uno de los mayores prostíbulos del reino. Por eso de guardar las formas, en lugar de ubicarse en pleno centro se llevó allende el río Tormes, pasando el solemne puente romano, en una zona conocida como el Arrabal (hoy en día aún se llama así ese barrio). No se podía haber elegido mejor ubicación y nombre, desde luego: «Extramuros y alejada, en un extremo del arrabal del puente, exenta de viviendas cuyos vecinos se escandalizasen por la presencia de mujeres públicas o pudieran ser indiscretos testigos de la llegada de clientes», cita el historiador Vicente Martín Hernández en su libro Fragmentos de una historia sociourbanística de la ciudad de Salamanca.

Sin embargo, una de las características del lupanar salmantino, que lo diferenciaba del resto, era que estaba custodiado por un clérigo: el padre de Mancebía. Nombrado por el Consistorio de la ciudad, en cierto modo también para explotar los pingües beneficios de la carne, el páter tenía como misión primordial rentar la casa a las mujeres, asegurarse de que todas las candidatas gozaran de buena salud y de que no estuvieran casadas o fueran mulatas. Asimismo, entre las funciones del eclesiástico estaba mantener las instalaciones a punto: las estancias debían tener cama de dos colchones, almohadas, manta, silla, candil, botica y estera. Entre las más curiosas, velar por su vestimenta: nada de guantes, sombreros o mantos largos, solo mantillas amarillas cortas. El color amarillo, junto con un cintillo pardo en el borde de la falda, las distinguía del resto de féminas decentes. He ahí el origen mismo de la expresión «irse de picos pardos». En definitiva, en Salamanca la madame del burdel —o «mesón del infierno», según se decía en el Licenciado Vidriera— llevaba sotana y crucifijo, no era una elegante señorita, sino un hombre de Dios al que todo el mundo conocía como Padre Lucas o Padre Putas. Pero aún no hemos hablado de la más importante de sus encomiendas, independientemente de que en algún momento dado el sacerdote quisiera probar en persona el servicio antes de ofrecérselo al cliente…

Semana Santa recojan a todos los poetas públicos y cantoneros y

se les aplique tal norma como a las malas mujeres.

(El Buscón, Quevedo)

Cuenta la leyenda que su majestad Felipe II, que a la sazón sería rey del mayor imperio español, llegó a la docta y culta Salamanca, a mediados del siglo XVI, esperando encontrar una ciudad recia y austera donde desposarse con la princesa María Manuela de Portugal. Nada más lejos de la realidad. En su lugar halló una urbe desenfadada y entregada por completo a los placeres de la carne, a la algazara y al barullo, más que al estudio y al recogimiento. A pesar de la juventud del monarca —apenas dieciséis años—, su recta fe, su profunda religiosidad y su gusto por las buenas costumbres le llevaron a tomar una medida drástica: prohibir la prostitución durante el tiempo de Cuaresma. El Padre Putas pensó que podría tomarse unas vacaciones, pero en realidad le iba a tocar hacer horas extra.

«En días de Fiesta, Cuaresma, cuatro témporas y vigilia, no estén las mujeres ganando en la mancebía, bajo pena de dejarle el costillar hecho trizas»: las Ordenanzas de la Casa de Mancebía, que Felipe II instauró en Castilla para el tiempo de Pascua, no se andaban con chiquitas. Desde el Miércoles de Ceniza hasta el fin de la Semana Santa, las meretrices debían abandonar la ciudad y era obligado el cese de toda actividad en el prostíbulo. Para evitar tentaciones, toda carne fresca, mancebía o fresquera era enviada lejos. No parecía de recibo practicar el milenario arte de la fornicación en los días precedentes a la Pasión y Muerte de Cristo. Como reza el refrán: «antruejo buen santo; Pascua, no tanto».

El Padre Putas adquirió, pues, una nueva misión divina, nunca mejor dicho: debería acompañar a sus concubinas a las afueras de la ciudad, en concreto al poblado de Tejares, a unos kilómetros de distancia siguiendo el curso oeste del Tormes. Remos a punto, el Padre Putas atravesaba las aguas tormesinas para emprender la excursión del exilio con coimas y alcahuetas a bordo. No hay registros del número de viajes que tuvo que hacer el buen hombre, pero seguro le quedaron fornidos brazos. Empezaba el periodo de abstinencia. Los desolados fornicarios y amancebados bajaban hasta la orilla para despedirlas y augurarles un pronto regreso. Y ese regreso —convertido en eternidad para algunos— se producía el Lunes de Quasimodo o, lo que es lo mismo, el Lunes de Pascua que sigue al Domingo de Albillo, segundo lunes justo al concluir la Semana Santa con el Domingo de Resurrección.

Para celebrar la vuelta de las cantoneras, los enfervorizados mozos vestían sus mejores galas, envueltos en danzas y cánticos, y se dirigían hasta la ribera del río, bota de vino en mano. Sobraban los motivos para el festejo. Manjares y licores hacían más llevadero el último tramo de la espera. En lontananza se adivinaba el hábito del Padre Putas, rema que rema, acompañado de sus fieles damiselas. Lo que es la vida: él, que había hecho los votos para servir a Dios, y al final reducido a un díscolo —quién sabe si también pecaminoso— proxeneta. Algunos aventurados estudiantes, presos de la impaciencia, se embarcaban en esquifes engalanados para recibirlas en las mismas aguas del río. Toda una flota de embarcaciones adornadas con ramas de árboles, ramos y remos —la expresión de ramera aparece por primera vez en la Celestina— se alineaban por el Tormes en señal de calurosa bienvenida. El cachondeo era infinito, la juerga monumental y tremendísima la bacanal. Los duros tiempos de Cuaresma habían concluido. Ya hay constancia de este hecho cuando un noble estudiante florentino de nombre Girolamo da Sommaia recoge en su diario el «di di passar las aguas» el 18 de abril de 1605.

Esa actividad tan salmantina de recibir rameras a pie de río se convierte en tradición. Con el transcurrir del tiempo, el paso de las aguas se da en llamar Lunes de Aguas. De origen profano o religioso —los historiadores no se ponen de acuerdo en este aspecto— año tras año, durante el Lunes de Pascua, el ínclito Padre Putas de turno devuelve la carne a la mancebía. A partir de ese momento, la fiesta del Lunes de Aguas se recoge en citas y documentación de la historia de la ciudad. Lo mismo aparece en un tratado sobre evolución urbanística salmantina que en coplillas y canciones populares. También en la literatura. Por ejemplo, el poeta y jurista Juan Meléndez Valdés, estudiante de Derecho en Salamanca, escribe en el siglo XVIII una carta a José Cadalso titulada La gran fiesta del Lunes de Aguas: a la gran borrachera.


A la gran borrachera

de Lunes de las Aguas

primer fiesta de Baco

de nuestra Salamanca

y solemnidad ilustre

que ella tan solo guarda

en todas las aldeas

que el claro Tormes baña

donde salirse suele

a la campestre estancia

con opíparas mesas

de corderos de Pascua

y en espumantes copas

del nieto de las parras

dar a la primavera

mil bacanales salvas

brindome el capricho

tras siesta abochornada

y al punto a puto el postre

eché a correr de casa.

Pelanduscas, prostitutas, hurgamanderas, coimas, damiselas, meretrices, cantoneras, busconas, tusonas, gorronas, zorras, zurronas o rameras. El diccionario castellano es generoso en las denominaciones de la prostitución. De ahí a honrarlas en una fiesta oficial hay un trecho. En Salamanca se sigue haciendo, hasta el punto de que el Lunes de Aguas, junto con la Semana Santa, están considerados como Fiesta de Interés Turístico. Ya nadie sale en barca a recibir al Padre Putas. La efeméride se ha convertido en una excursión campestre donde se degusta un arma de destrucción masiva culinaria llamada hornazo, empanada hecha a base de lomo, chorizo y huevo. La carnaza de ahora sustituye a la carne de otrora. La borrachera no difiere mucho. Se juntan estudiantes y pensionistas, locales y foráneos, niños y abuelos vestidos con el traje charro tradicional. Charangas, charradas, dulzainas, tamboriles, bailes, vino y el susodicho hornazo ponen el resto.

«¡A por el Padre Lucas! ¡A por el Padre Lucas!» gritan hoy los niños y jovenzuelos que corren, desaforados, por las callejuelas que van a dar a la plaza Mayor los días de ferias y fiestas. Saltan, brincan, ríen y se burlan de un gigante cabezudo al que siguen los pasos muy cerca. Este se da la vuelta y con fino palo de madera propina algunos ingenuos golpes a la chiquillería. El Padre Putas sigue presente entre los habitantes a través del Padre Lucas, personaje estrella de los pasacalles de todas las fiestas patronales de la ciudad. Los más ancianos del lugar incluso llaman padrelucas a los cabezudos. Aunque todo el mundo conoce su origen, pocos hay realmente que se atrevan a comentarlo en público. No vaya a ser que alguien se escandalice. La verdad es incorrecta. El Lunes de Aguas queda como testigo inerme y enmascarado de que en la meseta también sabemos pasárnoslo bien.

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