Bertín Osborne está a punto de aplastar el escenario del Benidorm Palace con sus kiobas de la talla 48 cuando llega detrás del telón y le da por improvisar. “Mejor salgo entre las mesas del público”, piensa, “eso las vuelve locas”.
La obra se llama “Mellizos”. La parió al alimón con Arévalo una noche que se fueron de putas con Carlos Herrera. El cómico sugirió que deberían hacer una obra de teatro juntos. ¿Teatro? Eso son palabras mayores. Aunque fue una vez y le gustó, sobre todo la parte en que Marlenne Mourreau enseñaba las tetas. Herrera encendió su Partagás, espetó que podrían hacer de gemelos y se rió con lo tronchante de la premisa. Pero a Bertín le parecía poco creíble que Arévalo y él poseyeran rasgos univitelinos, así que decidieron dejarlo en mellizos. En los meses previos al estreno, Arévalo se lanzó a la carretera, recorrió casinos y salas de fiesta, verbenas de pueblo y teles autonómicas, escribiendo y reescribiendo cada chiste, cada punchline, cada acento regional. Hacía años que no generaba nuevo material, pero el que tuvo retuvo. Sus chistes de gangosos mariquitas seguían matando de risa. Mientras tanto, Bertín se distrajo con su recién adquirida pasión: disfrazar a sus caballos de personajes históricos y soltarlos por el campo para asustar a los labriegos.
Ahora Bertín está al fondo de una sala llena de mil seiscientas personas que han pagado treinta euros por una cena-espectáculo (cena no incluida). Ese es su público. Los conoce como si los hubiera parido. Le quieren, le adoran, le desean. Ha visto cómo Arévalo ha arrancado una risa tras otra en los veinte minutos con los que ha calentado al personal. Ese loco bajito no ha perdido su toque. Es el Messi del humor. Gangosos mariquitas, ¿por qué no se le ocurriría a él? Menuda mina de oro. Los cheques de SGAE por sus cassettes de gasolinera siguen llegando en fila india. Pero, claro, él tuvo que ir a lo fino, a las rancheras. Se folla más, cierto, pero esto es otra liga, amigo. Esto es TEATRO. Shakespeare, Ozores, y ahora… Osborne. Siente la presión. Comprueba cuán despechada lleva la camisa. ¿Tres botones? Perfecto. ¿Quién necesita guión cuando se tiene el pecho como una alfombra persa? Arévalo se golpea la boca con la palma de su mano, emulando una botella de champán al descorcharse, porque eso es lo que hacen todos los gangosos. Esa es la señal. A por ellos, tigre. Bertín se tambalea por entre las mesas. El del cañón de luz no tarda en localizarle, un focazo cegador le nubla la vista. Se lleva el micro a los labios, “Quítame eso, que no veo un coño”. Primera línea improvisada, primera carcajada. Sigue siendo el rey. ¿Cómo ha podido ponerse nervioso? Esto del teatro es pan comido. ¿Fernando Fernán QUIÉN?
Bertín llega al escenario donde le espera su falso hermano y un pianista, único salvavidas que exigió antes de embarcarse en este transatlántico. Arévalo le choca la mano y, tras un par de referencias a lo gracioso que resulta ser mellizos cuando uno es alto y otro es bajo, se dan el relevo como dos corredores keniatas. Hay que ver cómo corren los negros, los jodíos… Pero no hay tiempo para distracciones. Arévalo se ha ido, el escenario es todo suyo. La gente quiere teatro, quiere arte. Y lo van a tener. Pero antes hay que allanar el terreno, no puede entrar a calzón quitao. Se gira al pianista y le pide un acorde. Su voz de barítono rompe la noche: “Buenas noches, señora; buenas noches, señora…” orienta el micro hacia el público. La mitad de jubiladas de España responden salivantes: “Hasta la vista…” Juego, set, y jaque mate. Chúpate esa, Luis Merlo. Un par de rancheras más y el público está en el bolsillo. Ahora podría leerles el BOE y seguirían amándole. Pero es hora de su monólogo.
“Monólogo mis huevos”, le dijo a Arévalo cuando éste le sugirió que contratase a alguien para que le escribiera un texto. El texto es para maricas. Él contará una anécdota. Una anécdota real. No se ha pegado una vida acojonante para ahora callarse las anécdotas. Además, él las cuenta muy bien, con su sus pausas y sus cosas. Coño, ¿ya nadie recuerda Contacto Contacto? ¿Nadie recuerda cuando le invitaban a Tómbola? Los primeros diez años de Canal 9 se nutrieron de sus anécdotas y mira qué bien les ha ido. Hoy opta por una que nunca le ha fallado: cuando aprendió a esquiar. Lo tiene todo: romance, aventura, paisajes exóticos, humor, giros inesperados…Y lo mejor: ese aire de galán cateto que le ha pagado tres casas, tres range rover y tres piscinas con forma de espuela. Comienza a contar su historia: risas, risas, risas… Pero no nos confiemos, para contar esta anécdota necesita los cinco sentidos. Primer giro de la trama: cuando se subió al telesilla y le tocó al lado de una señora gorda. Siguiente giro: cuando apareció la jamelga del mono fucsia, here comes the girl. Tensión sexual, chascarrillo, otro chascarrillo… ¿Qué venía ahora? ¿Cuando no había esquís de su talla o cuando el profesor le enseñó a ponerse en cuña y a él se le escapó un pedo? Mierda, está perdiendo el hilo. ¿Cuánto tiempo lleva hablando? ¿Puede cantar otra ranchera? Mira su rolex de reojo. ¿Cinco minutos? Calor. La garganta le raspa. Le gente ha terminado el primer plato. La moqueta de la sala empieza a llenarse de cabezas de gambas. No nos volvamos locos, saltemos al tercer acto: cuando empieza a tirarle cacho a la jamelga y aparece el marido. ¿Había dicho ya que ella estaba casada, no? Me cago en… esto no le pasaba en el Gran Prix. Y encima nadie se acuerda de que él presentó ese programa, sólo se acuerdan de Ramón García. Vuelve para atrás, a la parte del telesilla. Si lo vende bien, colará como un flashback. El flashback es cuando las cosas en vez de ir para alante, van para atrás, como en las repeticiones de los toros. Cómo echa de menos a Antoñete. Una señora empieza a toser. Señora, no me joda, que está en el teatro. ¿Usted tosería en mitad de Cinco horas con Mario? Él nunca ha visto esa obra, pero Carlos Herrera dice que está muy bien. El cabrón de Carlos Herrera, esto le pasa por irse con él de putas. De pronto, Bertín oye algo. Algo que no ha oído en ninguno de sus treinta y un años sobre el escenario: oye el silencio.
Ni risas, ni piropos, ni coros. El silencio atronador roto sólo por las pulsaciones de su alfombra persa. Siente tanto frío que se abotona la camisa. Hay que reaccionar: empieza a hacer de gangoso mariquita, pero no mide bien las cantidades y acaba pareciendo simplemente mariquita. Durante lo que parecen eones, Bertín piensa en mil posibilidades, pero ninguna lo suficientemente buena para levantar esto. Hasta que, finalmente, ve la luz. A tomar por culo. Se gira al pianista, pide un acorde: “Buenas noches, señora, buenas noches señora…” El coro griego replica “Hasta la vista”. Bertín sonríe. Los vuelve a tener en su mano. Definitivamente, el texto es para maricas.
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