Este oficio nuestro, tan aclamado en público, tan denostado en privado. Este oficio, a menudo en boca de todos y en la cabeza de ninguno. Este oficio de histrión sin argumento, de actor cuyo público no ha pasado por taquilla, ni conoce la obra, ni ama el teatro. Este oficio de abrazos y esputos, que te da aire y te lo quita hasta la asfixia. Este oficio exprime, en una hora, más vida de la que se puede aguantar si uno no está listo para el espectáculo.
Chicos desclasados, sin brújula, con padres de barro, nos escupen sus miserias y su desencanto a la cara porque no tienen ni siquiera bacía para arrojar los salivazos. Y uno se esmera por enfrentarse a estas vidas sin norte, a estos adolescentes de espinas, con el guante más curtido de su experiencia. A veces no es suficiente. Se acaba desangrado, exhausto, sí, herido en el ánimo y en la profesión. Es difícil tratar con la mala vida, cuando esta no se comprende, cuando no se dispone de respiradores para muchachos que carecen de oxígeno en casa. Y ellos te abofetean porque eres su desahogo y sales de estos encuentros desconcertado, confuso, vapuleado. Por suerte, a la hora siguiente, en una clase de sintaxis abrumadora, salta la chispa de una chica que se entusiasma con un predicado y hasta con un complemento agente y tú, otra vez, perplejo, no das crédito, feliz, con el pulmón azotado. El fenómeno es continuo. No sabe uno a lo que se va a enfrentar al día siguiente: si al esputo o al abrazo espontáneo e inesperado.
Este oficio nuestro, que no necesita leyes, sino entusiasmo, que oye el rumor de fondo de los que arman ruido con la tramoya. Este oficio me mata y me da la vida, me ahoga y me reanima, lo odio y me enamora, me agarra de la garganta y me dice: respira ahora si puedes, gilipollas. No hay medias tintas, o le sacas el tuétano y te deleitas con la víscera o claudicas y te conviertes en funcionario.
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