lunes, 8 de marzo de 2021

"Rosalía rima con poesía" por Martha Asunción Alonso



La primera vez que escuché a Rosalía aún no sabía que sus canciones vuelan lejos de ser solo canciones y que requieren por eso ojos como platos. De modo que los cerré como suelo hacer cuando escucho música. En absoluto esperaba que aquella voz trenzada de oscuridades a medias me devolviera los grafitis en los soportales noventeros de mi barrio, como flechas indicando sueños de salida de un laberinto invisible. No confiaba tampoco en recuperar, por espacio de dos minutos y veintinueve segundos, a mis hermanas adolescentes esperando el tren del viernes por la noche, con el eyeliner ligeramente corrido, licra y plataformas para tensar y hacer temblar el andén —la galaxia— a su paso: asustar para sentir menos miedo.

Aquellos acordes motores, los rumores en la escalera, la voz en penumbra y el cristalito crujiendo me acertaron, como a millones de fans, en el centro de la diana. Al abrir los ojos e ir penetrando en la selva de imágenes que constituye el universo Rosalía, la afinidad, el entusiasmo y la emoción no hicieron más que acrecentarse. Tratando desde entonces de ahondar en el porqué, he llegado a esbozar algunas conclusiones.

La primera de ellas tiene que ver, valga la redundancia, con esa primera vez. El primer contacto ciego con las muchas voces dentro de la voz de Rosalía Vila Tobella.

Los entendidos ahora lo llaman beat, aunque ya existía en todos los descansillos de cualquier adolescencia estándar de extrarradio: madres y abuelas que venían de campos del sur meneaban la cabeza preocupadas al ver marchar a hijas y nietas rumbo al chundachunda. Suspiraban. Se santiguaban. Golpeaban el rodapié con la escoba. Palmeaban, repetían refranes y entonaban estribillos que a esas hijas o nietas les seguían zumbando en los oídos, aunque no lo quisieran o supieran, cuando entraban —entrábamos— fingiendo inmunidad en las discotecas de moda. En ese ritmo familiar, la memoria del corazón intercala además los pasos por el aula de todas las maestras de escuela que nos recitaron poemas con los ojitos brillantes. Me consta que no soy la única que en Rosalía volvió a percibir, sin esperarlo, algo muy parecido a ese beat que fuera canción de cuna. La vocación de aprender a respirar entre lo arcaico y lo futuro, lo mamífero y lo eléctrico, ellas y nosotras.

1. Rosalía lorquiana y hernandiana

Basta aguzar el corazón cuando Rosalía canta Que no salga la luna para escuchar de nuevo a aquellas madres y abuelas canturreando coplas, a aquellas maestras explicándonos el significado de los símbolos en la tragedia en verso Bodas de sangre (1931) de Federico García Lorca. El mal augurio de la luna brillando como el filo de un arma traicionera. La corona inmaculada de la novia virgen que, al dirigirse al altar, se arroja sin saberlo hacia un abismo de dolor.

La novia de Lorca, recordemos, avanza tocada de flores blancas de azahar. En el capítulo 2 (Boda) de El mal querer (2018), la de Rosalía lo hace coronada de brillantes y de perlas igualmente blancos.

Esa pureza alarmante del color blanco, esa luna mortal y los destellos metálicos resultan, en efecto, arteriales tanto en la poética lorquiana como en el universo simbólico de Rosalía. En Que no salga la luna nos deslumbra el fulgor amenazante de esta en anillos, puntas de navaja, hojas de cuchillos y esclavas de plata. También, si se mira con detenimiento, en todas y cada una de las visiones convocadas en este álbum nocturno bañado, desde el principio hasta el fin, por su sutil luz; y en pasajes capitales de ese periplo oscuro hacia un resquicio de claridad que es el disco Los Ángeles —escúchese y véase, por poner un único ejemplo, De plata—.

A veces, no se sabe bien si esa luna es la verdadera “o es un anuncio de la luna”, como escribió otro gran poeta andaluz, Juan Ramón Jiménez. Mas no importa, mientras alumbre.

Luna, luna.

La misma que nos vigila, además de en Bodas de sangre, desde textos lorquianos tan de todos como el Romance de la luna, luna, muchas veces musicado:

En el aire conmovido mueve la luna sus brazos

y enseña, lúbrica y pura, sus senos de duro estaño.

Huye luna, luna, luna.

Si vinieran los gitanos, harían con tu corazón collares y anillos blancos.

Niño, déjame que baile.

Cuando vengan los gitanos,

te encontrarán sobre el yunque con los ojillos cerrados.

En estos versos, tiembla la tierra bajo los cascos desbocados de los caballos de los gitanos acercándose a la fragua. Los caballos, en Lorca, a menudo se asocian con el deseo sexual arrollador y con la violencia de cierta masculinidad. Volvemos a presentirlos y a temerlos, por ejemplo, en la Nana del caballo que no quiso el agua o Nana del caballo grande intercalada en la ya mencionada Bodas de sangre (acto I, cuadro II). Camarón de la Isla la versionó magistralmente en su mítico La leyenda del tiempo, del año 1979. Contó entonces con el talento del músico flamenco Jesús Bola para los arreglos. Casi cuarenta años después, el mismo Bola ha sido el arreglista de la seguiriya Reniego (cap. 5: Lamento) de El mal querer.

El original de Lorca y la reinterpretación de Camarón duelen hasta tal punto que “el caballo se pone a llorar”. En Rosalía, sobrecoge el grito de auxilio de una mujer que “ríe por fuera” y llora “por dentro”. Ambas versiones, como si de dos caras de la misma moneda de plata se tratara, lanzan al aire un mismo gemido estremecedor, capaz de romper el corazón en infinitos espejos —los vemos reducidos a añicos, por cierto, en el videoclip del tema de la artista—.

Pero ¿y los caballos? ¿Dónde y cómo trotan, galopan y relinchan los caballos lorquianos en Rosalía, si es que lo hacen? Lo hacen. Son eléctricos. Supersónicos. Motores. Tuneados. Coches, motos y camiones: para ganar carreras, algunas veces; para fingir que se deja ganar y conceder la ilusión de una relativa ventaja, otras. En cualquier caso, sabemos por el tema Con altura que siempre arrancan con “Camarón en la guantera” y que embisten, como la Kawasaki de A palé, “por seguiriyas”.

O como el miura de dos ruedas que derrapa en Malamente. Al hilo del videoclip de este tema plagado de metáforas visuales —los capotes urbanos o el nazareno en monopatín, por citar tan sólo dos—, cabe, por supuesto, seguir teniendo presente a Lorca. Su fascinación por la liturgia del toreo, por la religiosidad y por la cultura popular bien lo permite. No obstante, resulta casi imposible evocar la simbología taurina sin reivindicar la huella del alicantino Miguel Hernández, miembro de la Generación del 27, “poeta del pueblo” en cuya obra el toro sintetiza lo bello y lo terrible tanto del ser humano como del devenir español: amores, deseo, belleza, nobleza, furia, valor, dolor, destino, infortunio, muerte.

Observamos todos esos rostros de la vida, que a su vez nos observan fijamente, en Rosalía. Detengámonos a continuación en el último de ellos.

2. Rosalía elegíaca y matrioska

La muerte parece, sin lugar a dudas, el tema principal de Los Ángeles (2017), que podría por lo tanto clasificarse de trabajo eminentemente elegíaco. La austeridad de su estética en blanco y negro, su asociación con el Guernica de Picasso en una de sus puestas en escena más memorables y la sobriedad sonora —la voz de la artista acompañada en exclusiva por la guitarra española de Raül Refree— parecen subrayar esta dimensión elegíaca.

El título mismo nos remite a las ideas de fe y de tránsito divinos. La ópera prima de Rosalía se abre, de hecho, con el sonido angelical de una voz infantil recitando titubeante a la Niña de los Peines: “Toma este puñal dorado / Y ponte tú en las cuatro esquinas...”. No es en absoluto casual la elección de ese niño o de esa niña para el primer corte del disco. Con su presencia nueva, recién estrenada, nos situamos en el edén perdido, antes de todos los pecados y de la invención misma del llanto. Al inicio de la Odisea. En el nacimiento del río. Muy lejos aún de “ese mar que es el morir”, en palabras del poeta medieval Jorge Manrique en las celebérrimas Coplas a la muerte de su padre (1483).

Para arribar a la absolución del limbo que nos aguarda a todos por igual en la desembocadura al océano —en este disco, se corresponde con las pistas undécima y duodécima: Redentor y I See a Darkness, respectivamente—, hemos de explorar cada recodo del camino. Teniendo en cuenta el potente caudal de simbolismo religioso que contiene el número doce, no parece arbitrario que dicha senda discurra precisamente por una docena de temas. Doce eran los apóstoles de Jesús, doce los Frutos del Espíritu Santo y doce las puertas de la Jerusalén celeste, custodiadas por doce ángeles que esperaban a las doce tribus nacidas de los doce hijos de Israel, abocadas a vagar por los desiertos.

A lo ancho de una docena de temas, pues, confirmamos que en el viaje se suceden la aspereza implacable de la llanura y los oasis. Afectos y soledades, encuentros y pérdidas, guerras y treguas, árboles y aves que, a pesar del llanto, se obstinan en seguir cantando ocultas en “la verde oliva”. Verde esperanza, andaluz y lorquiano, una vez más.

El mensaje de ese color, sumado a la mención del olivo —árbol longevo donde los haya—, permite regresar al influjo hernandiano y descubrir que Los Ángeles, contrariamente a lo que pueda parecer en un primer momento, en realidad no versa en exclusiva sobre la muerte. Porque la muerte nunca existe por sí sola, sino hondamente imbricada en la vida. De modo que lo que vertebra el álbum son los tres grandes temas de toda creación o las tres heridas existenciales que cantara el poeta de Orihuela:

Con tres heridas yo:

la de la vida,

la de la muerte,

la del amor.

Hablando en plata —nunca mejor dicho—, Los Ángeles trata tanto de la vida como de su pérdida, y del amor: de aprender a vivir y de lograr amar incluso en la muerte o en su inevitable cercanía.

Y Rosalía los aborda proponiendo su personal actualización de una serie de cantes flamencos antiguos —alegrías, fandangos, tangos, saetas...— o, dicho de otra manera, de un conjunto de poemas cantados de honda raigambre popular.

Resulta, pues, lógico que la métrica de las reinterpretaciones de Los Ángeles recoja con soltura el testigo folklórico de las formas populares comunes del cancionero clásico flamenco y español. Encontramos, por ejemplo, sextetas o cuartetas. El tema Por mi puerta no lo pasen ofrece un emocionante ejemplo de este último tipo de estrofa, compuesta por cuatro versos octosílabos con rima consonante de esquema ABAB:

Ya yo he dicho que a tu entierro

No lo pasen por mi puerta

Porque mirarte no quiero

A la carita ni viva ni muerta.

Más acá de los aspectos formales —merecerían un análisis exhaustivo por sí solos, que dejaremos para otra ocasión—, lo capital parece comprender que Los Ángeles vibra poéticamente en un plano retórico y simbólico. También El mal querer. Resulta posible e interesante rastrear una poeticidad común a ambos trabajos, que constituyen de este modo los cimientos de un sólido universo poético con nombre propio, engarzado de tradición e innovación.

Aletean querubines, por ejemplo, en ambos discos. En el debut de Rosalía, se trata de una presencia marcadamente polifónica. Se acierta a escuchar un coro de voces seráficas doliéndose a las puertas de la muerte, propia o tan cercana que afecta como tal. Destacan el joven dueto de los huérfanos de madre en Nos quedamos solitos, el “hermanico” querido que asciende al cielo en Día 14 de abril o la joven hija de Juan Simón en la pista 10.

En el capítulo 9 de El mal querer resuenan de algún modo ecos de ese coro celestial, convertido en estremecedora Nana al hijo perdido y entonada por una madre rota por el luto cuyas lágrimas lava la lluvia: “Detrás de cada gota, te mira un ángel”. La fatalidad de la muerte sobrevenida en la flor de la vida o el peso de la vida aún por vivir, aspirando a cierta ligereza y a la lumbre a pesar del trauma de la muerte tempranamente descubierta, se nos muestran desnudos en ambos trabajos.

Algo similar ocurre con la reflexión amorosa, pluralmente entendida. Hay en Rosalía amores románticos, destructores como ciclones; amores filiales, amores espirituales y, por fin, amor propio.

Para llegar a este último y experimentar el renacimiento, el empoderamiento, la libertad y la metamorfosis íntima, en definitiva, que el amor propio procura, se aborda la necesidad de padecer primero el calvario y los múltiples barrotes del amor tóxico. En la apertura de Preso (cap. 6: Clausura), la voz de la actriz Rossy de Palma lo resume como sigue:

Bueno, yo por amor, uf, bueno, hasta bajé al infierno

Eso sí, como subí con dos ángeles

(Duele, duele, duele, duele)

Pues, no me arrepiento de haber bajado

Pero bajar, bajé, ¡eh!

Bajar, bajé

(Duele, duele, duele, duele).

Las imágenes del infierno y de la prisión se relacionan con tópicos literarios cuyos orígenes se remontan a la Francia medieval y a los preceptos del amor cortés, que volveremos a evocar en el epígrafe 3. En la tradición poética clásica, las composiciones que juegan con la alegoría del amor como prisión se denominan “carceleras”. En efecto, ese bagaje queda patente en composiciones como Di mi nombre (cap. 8: Éxtasis), donde se contorsiona la amante literalmente encerrada y esposada; o como A ningún hombre (cap. 11: Poder), que nos sitúa en el momento exacto de la asunción con estos versos:

Hasta que fuiste carcelero

Yo era tuya, compañero

Hasta que fuiste carcelero

La estación central del vía crucis, del purgatorio o de la peregrinación desde la cárcel de amor a la liberación serían los celos, explorados con lucidez por la artista catalana en ambas propuestas. Los ojos-puñales que hienden el pecho del amante celoso en Pienso en tu mirá (cap. 3: Celos) acechaban ya en Los Ángeles, en el tema Día 14 de abril:

Cuando me miras, me matas

Y si no me miras más

Cuando me miras, me matas

Son puñales que me clavas

Y los vuelves a sacar

Y los vuelves a sacar.

Ocurre que, en El mal querer, esta metáfora —popular, flamenca y lorquiana donde las haya— se moderniza visualmente de forma radical, como ya lo hicieran toros y caballos. Los ojos-puñales se trocan, por arte de celos, en modernas armas de fuego, porras y armas blancas de todo tipo esgrimidas en un paisaje industrial hecho de hormigón, remolques, palés y containers.

Quizás haya que buscar una de las claves del éxito rotundo de la retórica de Rosalía justo en esa antagonía, en esa oposición, en esa mudanza de elementos variados de la tradición añeja al horizonte contemporáneo, urbano, obrero y poligonero. A muchas ese decorado nos recuerda dónde permanecen enterradas nuestras raíces.

En mi barrio, cuando empecé a adentrarme en los milagros de la poesía, aún donde no llegaba el metro y los libros de texto, nos enseñaban a buscarla quietecita en una torre de marfil. Pero el vuelo, en cuanto las niñas nos dábamos media vuelta o fingíamos cerrar los ojos para hacernos las dormidas, iba además —sobre todo— por lejanos derroteros. La poesía sobrevolaba nuestras ciudades dormitorio, los descampados, los hangares, las grúas, las fábricas y los pasos elevados, tambaleándose sobre las carreteras de circunvalación.

Encuentro que hablar exclusivamente de música al hablar de Rosalía sería como considerar solo la parte esperada de aquel vuelo. Negar lo salvaje y que la mariposa poética, se pongan como se pongan los académicos, se las arregla para lograrse a sí misma donde y como nadie la aguarda.

La poesía —la buena poesía— sorprende. Brinca. Se disfraza. Aletea con igual brillo donde le da la real gana: en la flor o en el barr(i)o. En un endecasílabo o en un videoclip. En el Palace o en el chino. Decirle dónde debe hacer un alto equivaldría a disecarla.

Reducirla a estrecheces canónicas implicaría afirmar que solo entre las altas murallas inmaculadas de los grandes mu seos cabe el arte o que la música resuena exclusivamente en los refinados escenarios de las óperas. Artificialidad. Taxidermia. Haría falta caminar bajo este sol con el corazón hermético para pensar así. ¡Qué difícil, latiendo sangre, respirar de ese modo!

Defiendo que la obra de Rosalía Vila Tobella, también en ese sentido, rebosa poesía. Me acuerdo, tecleando esta última frase, de una polémica antología de poetas aragonesas que se publicó ya hace algunos años en Zaragoza. La cantante Eva Amaral estaba incluida en la nómina de autoras. Personalmente, me pareció un gran acierto. ¿Qué pasará cuando a alguien se le ocurra la osadía de incluir a Rosalía en una antología de poesía reciente española? ¿Les quedarán a los puristas vestiduras que rasgarse? El argumento que con mayor vehemencia esgrimen en sus juicios es tan manido como soporífero: la pureza. ¿A quién ángeles le importa la pureza? ¡Muera la pureza y sigan los puristas pasando fríos! Existen pocos poemas más hermosos que un uniforme hecho trizas.

Esa pulsión de desgarro recorre la totalidad del trabajo de Rosalía. Tiene que ver con el movimiento de la mirada que se desborda a sí misma: vertical, ancha, porosa y elástica. Ojos que todo lo cuestionan, devoran y redefinen. No entienden de prejuicios. O tal vez sí, pero escogen en su lugar la alegre desmesura. La sorpresa en construcción. La poeticidad del contraste. La hermosura de la adulteración. Los extremos. La hibridación abierta. El sincretismo. El reciclaje. La permeabilidad. El mestizaje. La mixtura. La impureza. Lo plural. Lo cosmopolita. Lo charnego. Lo criollo. El viaje, en fin, por lo abisal de las cuatro esquinas del mapa: por esos cuatro angelitos de la guarda que nos velaban la cama cuando, recién inventadas, aprendíamos a aprender a cantar y, lo que es más importante, a jugar a reinventarnos. Así, en mayúsculas.

En los espejos que Rosalía juega a ponernos ante los ojos cerrados se dan la mano infinitas mujeres. Hijas, madres y abuelas, como ya sabemos. También brujas negras de los juicios de Salem. Inmaculadas azulinas de Murillo. Barrocas Marías Magdalenas esculpidas por Pedro de Mena. Dolorosas sevillanas. Majas goyescas. Gitanas de Julio Romero de Torres. Nazarenas con tacones. Diosas que Miguel Ángel se olvidó de pintar, al otro lado de la mano extendida de Adán, en los frescos de la Capilla Sixtina. Adolescentes anudándose el hiyab a la puerta del instituto. Fridas con la doble columna rota en mil pedacitos de noche llena.

La artista ensambla una poética que desbarata toda lógica jerárquica y logra aunar, en un eficaz caos creativo, un enjambre de apariciones y ecos de muy diversas latitudes. El resultado es una fiesta de los sentidos, como ocurre con todo buen poema. Esa celebración nos habla también de la esencialidad de la poesía. Incluso cuando golpea o desgarra, la lírica se alza en brindis. Levantar la copa cuando más duele es comenzar a curarse. Por eso, al pensar en grandes poemas o en las mejores canciones de Rosalía, algunas vemos esa trenza laaarga por donde se escapan las princesas cautivas de los cuentos.

Y pensamos en conjuros donde retumban palabras como palimpsesto o crisol. En vestidos que se ensanchan para que todas quepamos dentro. En ese prodigio poético que son las muñequitas rusas. Eso es: como en una matrioska. Exactamente así se imbrican en el poema de Rosalía los compases todos, desde el pop a lo sacro, pasando por los ritmos sintetizados, latinos, raperos, traperos, callejeros; la literatura, las artes plásticas, la performance, la fotografía, la interpretación, la escenografía, la danza, la moda, el folklore...

¿Qué hay más poético? No sobra recordar, llegadas a este punto, la etimología del término poesía, pues insinúa sendas posibles donde ensanchar aún más la respuesta al interrogante: no es ningún secreto que ποίησις proviene del verbo griego ποιεῖν, cuyo significado apela a crear. Construir. Y, sobre todo, hacer.

3. Rosalía mística y cortés

Es cosa sabida que el amor se hace. Para los poetas místicos, el amor se hace retirándose al silencio, desapegándose de los placeres mundanos, manteniendo viva la llama de la fe hasta confrontar la “noche oscura del alma”, estremecedora y perfecta, donde el hombre se une al fin con Dios. Rosalía homenajea esta tradición revisitando en Aunque es de noche uno de los poemas cumbres del místico castellano San Juan de la Cruz, ya versionado por el flamenco Enrique Morente en los años ochenta. ¿A nadie más le parece un milagro que millones de personas de todo el mundo entonen con fervor, seis siglos después, la plegaria iluminada del santo de Ávila?

Que bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche.

Aquella eterna fonte está escondida, que bien sé yo do tiene su manida, aunque es de noche...

Aproximadamente dos siglos antes de que San Juan de la Cruz rezara estos versos en una cárcel toledana, allá por el año 1578, manos anónimas escribieron en lengua occitana esa novela anónima, en verso, en cuya heroína —la desdichada Flamenca— sabemos que se inspira El mal querer.

El peregrinar amoroso de Flamenca no se comprende sin el contexto de los tratados poéticos medievales sobre el «fin’ amors», los amores “de lejos” o “de oídas” y, en fin, los preceptos del amor cortés o buen amor. Es preciso pensar, para entender a Flamenca, en juglares y en trovadores, en un mundo donde la poesía irrigaba todas las artes. De modo especial, se impone recordar al primer trovador conocido en lengua occitana, Guillermo IX de Aquitania, para quien el buen querer pasaba por crear, construir, hacer canciones-poemas “non er de mi ni d’autra gen”, es decir, “ni de uno mismo ni de los demás”. Versos entonados “durmiendo a lomos de un caballo”, que trataran “sobre el infierno de nuestro amor y sobre el paraíso de nuestro amor”, “dulces y dañinos” por igual. Así lo abrevia Loquillo en un curioso tema repleto de guiños a la composición más célebre del duque de Aquitania —con letra del poeta Luis Alberto de Cuenca—. Y, por supuesto, hay que evocar a la reina Leonor de Aquitania, nieta de Guillermo IX: mujer, poeta, guerrera, mecenas, amante, poderosa, herida, juzgada, libre...

4. Rosalía criolla y caníbal

No diré nada nuevo, pero igualmente me autorizo a pronunciarlo: Rosalía, al metabolizar desde la frescura todas estas —y otras— influencias heterogéneas, democratiza poesía, flamenco y creación en general. Arranca el cercado de los cotos vedados de la tradición. Sostiene que la ortodoxia, lo castizo, lo selecto y lo inmaculado valen poco. Seamos cristalinas: nada. Lo que se impone como importante, en cambio, es desguazar las puertas del templo para quienes no nacimos dentro. Invitarnos a entrar con los zapatos que traigamos de casa, o incluso con los pies descalzos. Pero entrar. Pasearnos por los altares con los ojos muy abiertos, sin mapa, las manos extendidas; y, sobre todo, sin temor a quebrar las estatuas al rozarlas.

De este modo, siguiendo libre de culpa las miguitas eléctricas de pan, se puede ir llegando, como acabamos de ver, a Lorca, Hernández, Juan Ramón, San Juan de la Cruz, Guillermo IX, Leonor de Aquitania, Camarón de la Isla, Manuel Vallejo, Tomás Pavón, Pepe Marchena, Rafael Farina, La Repompa de Málaga, Gabriel Macandé, Enrique Morente... Poco importa que se llegue tarde, mientras se llegue bien, con ánimo de quedarnos a comprender.

Desde los acelerones o frenazos que se escuchan en muchos de sus temas es imposible no deslizarse a los milagros del cajón, el zapateo que exorciza toda pena y el lirismo del palmeo. Descubrir que no hay emoción comparable a la sentida cuando la bailaora se golpea el pecho o el muslo, zapatea, da palmas; que el sonido y el oscilar del cuerpo —la más primitiva y sublime de las percusiones— conmueven como el soneto más perfecto. Encontrar intacto bajo los samples ese quejío antiguo del verso que pugna por encontrar un idioma para lograrse. Cuerpos para tiritar.

En el temblor se advierte, por cierto, tanta fragilidad como punta de lanza. La explicación poética, por ejemplo, a esas uñas kilométricas decoradas con manicuras vertiginosas, en apariencia siempre a punto de quebrarse. Menos mal que las apariencias engañan. En lugar de romperse, centellean con el brillo de mil cotas de malla. La joya, ante el miedo, se torna arma capaz de rasgar y clavarse como las garras o los colmillos de un animal amenazado.

El imaginario de Rosalía, una vez desbordada la angostura del concepto mismo de poema, se sostiene sobre esa verticalidad siempre perseguida, pero de inagotable resiliencia. Erguirse a pesar de todo y de todos. Como el bambú que tiende hacia el cielo y tal vez se inclina, mas se niega a romperse bajo el vendaval. Sabe aprovechar la violencia del medio, llegado el caso, para volverse daga.

Es justo aclarar que el hallazgo de esta potente imagen de la mujer-bambú inquebrantable, guerrera, en constante pugna contra la horizontalidad de la derrota y del victimismo, se la debo a un poeta antillano de expresión francófona: el guadalupeño Daniel Maximin.

La heroína Rosalía encaja en ese arquetipo de la “mujer bambú”, enraizada en la fragilidad pero capaz de crecer hasta ganarse el nombre de potomitan. Con esta palabra fascinante se refieren en criollo de Haití al pilar central e inquebrantable que sostiene los templos vudúes, lugares por excelencia del culto a lo híbrido.

La matriz de la criollidad amplia y ricamente entendida esconde otra llave maestra para esclarecer la maraña que envuelve el fenómeno Rosalía. Para recordar que nunca escribimos, pintamos, dibujamos, danzamos, componemos, fotografiamos, cantamos, representamos o esculpimos —o todo a la vez— desnudos de genealogía, sino siempre saltando entre islas. O, mejor dicho, con las islas a cuestas.

Toda creación, pues, conlleva cierta apropiación. Alquimia. Asimilación. Masticación. Nutrición. Que la digestión sea buena o mala, al igual que ocurre en la mesa, depende de multitud de factores: el hambre, el plato, la(s) mano(s) que cocina(n)...

En Rosalía, fascinan sobremanera el apetito voraz, pantagruélico; la capacidad de nutrirse al tiempo en los mercados populares y en las cocinas de palacio; la pericia para sazonar en la medida exacta de picante lo agridulce, de salado lo amargo y viceversa; la intuición para propinar los bocados adecuados en el momento preciso, metabolizándolos siempre en nueva avidez poética.

¿En el momento preciso? Quizás sería más apropiado escribir “en el lugar preciso”. Continúo pensando —deformación filológica— en las literaturas caribeñas criollas. Más concretamente, en el Manifiesto antropófago, un ensayo poético firmado por el poeta brasileño Oswald de Andrade (1890-1954) en los años veinte del siglo pasado y que sirvió de inspiración a la novelista caribeña Maryse Condé para escribir un libro apasionante sobre la forja en libertad de una mujer artista: Histoire de la femme cannibale (2003).

El Manifiesto propone un antídoto brillante contra la mediocridad creadora, un método infalible para desbordar la rigidez opresora de los moldes impuestos. Sugiere al artista emular metafóricamente a los indios tupíes, adaptando al proceso creativo una peculiar costumbre: el canibalismo selectivo. Los tupíes, al parecer, creían que cocinar el corazón de sus opresores los volvía mejores: más aguerridos, nobles, inteligentes, bellos, ¡gigantes! Ante la imposibilidad artística de partir de la tabula rasa, la solución creadora para el oprimido pasaría, según de Andrade, por explorar incluso los polos más opuestos con apetito de saborear cada mendrugo de fuerza y de hermosura posibles.

En Rosalía, en fin, nos vive una poeta tupí a quien felizmente sólo le interesa explorar eso que no es del todo suyo. Ni de nadie.

Tupi or not tupi, that is the question.

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