sábado, 31 de agosto de 2019

"Solo Madrid es corte" por Nieves Concostrina


Hasta que Felipe II instaló la corte definitivamente en Madrid, la capitalidad del reino era itinerante. No solo se trataba de que el Rey evitara mostrar demasiado favor por alguna de sus villas; mudándose de una a otra también asentaba su poder a lo largo de todo el territorio. Algo así como un: “Aquí estoy yo”. Allá donde se instalaran los Reyes se convocaban las Cortes, y ese lugar se consideraba la capital de la monarquía durante el tiempo en el que estuvieran en tal o cual sitio: Toro, Burgos, Valladolid, Carrión de los Condes, Toledo… Esto, además de un auténtico peñazo, era terriblemente incómodo, muy caro y poco práctico. Tanta ida y venida, tanto hacer y deshacer maletas, hizo que Felipe II decidiera fijar la corte en Madrid siguiendo el deseo de su padre, el emperador Carlos V, que vio a la primera la ventaja que suponía que este poblachón castellano estuviera en el centro de la Península.
Antes de dar carácter definitivo a su decisión, Felipe II quiso comprobar si se confirmaban las bondades del lugar. El historiador del Siglo de Oro Luis Cabrera de Córdoba escribió que, si algo decidió al Rey, fue que la villa estaba “bien proveída de mantenimientos por su comarca abundante, buenas aguas, admirable constelación, aires saludables, alegre cielo y muchas y grandes calidades naturales”. (Aires saludables, señora Díaz Ayuso; sa-lu-da-bles, señor Martínez Almeida).
Y hablando de gobernantes capaces… a Felipe II le sucedió su hijo, el tercero de los Felipes, de inteligencia mediocre, floja voluntad y con menos luces que una patera. Felipe III entró en las enciclopedias con el sobrenombre de El Piadoso, porque rezaba nueve rosarios al día, uno por cada mes que supuestamente Jesucristo estuvo en el vientre de su madre.
Con él, terminó la época de los gobiernos personalistas y se inició la edad dorada de los validos, una forma eufemística de decir que el Rey no pegaba sello en beneficio de uno o varios subordinados, que manejaban a su antojo el gobierno del reino y los cuartos. Tal fue el caso del favorito de Felipe III, el maligno Francisco Gómez de Sandoval-Rojas y Borja, el duque de Lerma, un tipo corrupto y malversador a más no poder.
El Rey hizo tal dejación de funciones, que era más fácil acercarse a él que al duque. Se le atribuye un sucedido en el que un soldado logró acceder al Rey para hacerle una petición y Felipe III le dijo: “Acudid al duque”. El soldado respondió: “Si hubiera podido hablar con el duque, no vendría a ver a Vuestra Majestad”.
Cuarenta años llevaba la corte quieta en la Villa de Madrid, cuando el duque de Lerma decidió en 1601 que a su cuenta corriente le vendría bien trasladar de nuevo toda la maquinaria del Estado a Valladolid. La mudanza tenía un doble interés para el duque. Primero y fundamental, su personal enriquecimiento, y segundo y no menos importante, distraer a la plebe para que alejara de sí la funesta manía de pensar.
Mientras la ciudad que despedía la corte lloraba amargamente su pérdida, porque de inmediato sufría un hundimiento económico, la que la recibía lo celebraba con muchos y variados jolgorios. El de Lerma eligió Valladolid porque le tiraba su tierra. Había nacido cerca, en Tordesillas, y tenía varias propiedades en la capital —que fue ampliando con otras muchas— antes de convencer a Felipe III del traslado. El de Lerma adquirió palacetes, inmuebles, solares... Se hizo con la propiedad de medio Valladolid.
Cuando se trasladaba la corte, la familia real y la maquinaria del Estado arrastraban a miles de personas que buscaban prosperar a su sombra: funcionarios, pelotas, jerarcas eclesiásticos y nobles… a los que siguieron, como perrillos sedientos, artistas, cómicos, músicos, libreros, impresores y escritores que buscaban su mecenazgo. Aquella marabunta administrativa y cultural provocó un boom inmobiliario en Valladolid como no han vuelto a vivir otro.
El duque, propietario de casi todo lo construido o de los solares donde se podía construir, se hizo de oro alquilando y vendiendo, mientras Madrid se hundía en una crisis económica y cultural que provocó una espectacular caída de los precios de las viviendas. La defenestrada villa y excorte se despobló, y a ella llegó por aquella época el escritor Agustín de Rojas, que se lamentaba con estas palabras de la profunda soledad que reinaba: “Pues en un lugar tan grande, apenas por calle alguna veía gente… todo era tristeza y melancolía”. Y lo corroboró el cronista León Pinelo, cuando recogió en sus textos que las casas principales se daban gratis e incluso se pagaba a quienes morasen en ellas a fin de detener la desbandada general.
Ajeno a todo, salvo a sus fiestones, sus toros, sus rosarios y sus ocios, andaba Felipe III. Pero la corte tenía los días contados a orillas del Pisuerga. A principios de 1606 se decidió… mejor dicho, el duque de Lerma decidió que ya era hora de regresar a Madrid, porque había que redondear el negocio. Gran parte de lo ganado con la especulación inmobiliaria en Valladolid lo invirtió el duque en comprar en Madrid terrenos y palacios tirados de precio, gracias a la depresión económica que él había provocado con el traslado. Un maldito genio especulador.
En cuanto se supo que el valido había convencido al Rey para que ordenara el regreso de la corte, todo lo comprado a precio de saldo en Madrid por el duque de Lerma se disparó. Vuelta a reorganizar la Administración, vuelta a recolocarse socialmente, vuelta a trapichear con palacetes y terrenos… Se calcula que el de Lerma se llenó los bolsillos con más de un millón de ducados, que al cambio son una exageración de millones de euros.
Madrid volvió a la vida con el regreso de la lumbrera de Felipe III, con parrandas en cada esquina, con la reactivación de la vidilla cultural y la explosión urbanística. La población se triplicó, y a partir del traslado quedó ya para siempre aquello de que “solo Madrid es corte”. Las corruptelas del duque de Lerma acabaron saliendo a la luz, aunque tuvo la suficiente habilidad para evitar las fatales consecuencias que le esperaban: se metió a cardenal.

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