Al observar la deriva cada vez más estricta, racista y desunida de
Europa, es inevitable preguntarse dónde quedaron los valores sobre los que se
edificó nuestra sociedad. Seguimos escuchando "libertad, igualdad,
fraternidad", lema de la Revolución Francesa adoptado después por toda la
civilización occidental, pero los tiempos actuales contradicen el significado
de aquellas palabras elevadas. Entre el bullicio del presente convendría
atender a los que reflexionaron sobre esas bases, a los que creyeron en una
Europa que se sustentaba en el humanismo, y que a la vez detectaron los
primeros síntomas del declive. Sería un momento idóneo para conocer el
diagnóstico de Krzysztof Kieslowski, cuya
trilogía Tres colores permanece
como la visión cinematográfica más profunda e ineludible sobre esos pilares. El
objetivo era despojarlos de su halo etéreo, debatir sobre ellos observando su
funcionamiento en la práctica, desde una perspectiva íntima que se
materializaba en personajes solitarios.
Se cumplen exactamente 20 años de la muerte del realizador polaco, un desenlace prematuro (tenía apenas 54 años) provocado en gran medida por su empeño en completar un proyecto monumental, demasiado exigente para su salud. La sobredosis de trabajo, café y tabaco le desgastó hasta llevarle al retiro. Justo cuando preparaba su regreso al cine con un tríptico consagrado al Paraíso, Purgatorio e Infierno, un infarto terminaba con su vida el 13 de marzo de 1996.
El tríptico fue la culminación de una filmografía que desde el inicio desafió al pensamiento absolutista y escapó del reduccionismo. Cada una de las entregas del ciclo tomaba una franja de la bandera francesa como clave estética y temática. En ellas Kieslowski insistía en que la libertad absoluta no existe, la igualdad no es más que una quimera en este mundo de feroz materialismo, la fraternidad resulta imposible mientras los interlocutores mantengan su sordera y su tendencia al monólogo.
En Azul (1993) la muerte se convierte en el detonante de revelaciones dolorosas. Su protagonista, Julie, sobrevivía a un brutal accidente en el que fallecían su hija y su marido, un afamado compositor que dejaba inacabado su Concierto para Europa, concebido como una celebración de la unidad del continente. Abocada a un aislamiento total, angustiada por la pérdida y también por el descubrimiento de la infidelidad de su esposo, la mujer interpretada por Juliette Binoche afronta su reinvención, el regreso al presente junto a los vivos, superando una memoria marcada por la traición. El amor se articula como una prisión, pero la impermeabilidad emocional conduce también a la privación absoluta de la libertad.
Blanco (1994) aportó un enfoque irónico sobre esta misma cuestión.
El peluquero polaco Karol deambula hundido en una miseria económica y anímica
por las calles de París tras ser abandonado por su mujer. Sufre su última
humillación cuando regresa a Varsovia embutido en una maleta, y a partir de ahí
decide entregarse a negocios dudosos que le reportarán una fortuna. La
imposibilidad de olvidar a su mujer le lleva a elaborar un juego macabro en el
que finge su propia defunción, cargando a ella con las culpas. El romance
fallido se transforma en una tragicomedia de muertos vivientes. Blanco exhibe tanta mordacidad con
esa Francia altiva y despiadada, extremadamente hostil con el extranjero, como
con la Polonia que había abrazado el capitalismo más salvaje, mezclándolo
además con los viejos vicios de la etapa comunista. Por un lado, Kieslowski
muestra las barreras infranqueables que separan a la Europa Occidental de la
del Este. Por otro, apunta que con dinero se pueden tender todos los puentes.
Contrapunto a la devastación de Azul y la crueldad de Blanco, Rojo (1994) culminó la trilogía ofreciendo una vía de redención, un punto de luz que congregaba a todos los protagonistas de la saga por medio del azar. El filme propone la unión de dos caracteres opuestos: un juez en el ocaso de su existencia, agrio, desgastado; y una joven modelo que mantiene intacta su inocencia. Como de costumbre en Kieslowski, los personajes sobrevuelan los estereotipos. El juez pasa sus días cometiendo una actividad delictiva y la modelo esquiva la frivolidad con unos ideales firmes y al mismo tiempo ecuánimes. El hombre de ley se mueve por algo tan poco empírico como la intuición, mientras que la joven mantiene una relación con un hombre obsesivamente celoso. Tomando la incomunicación como punto de partida, Rojo defiende la posibilidad del entendimiento entre personas antitéticas mediante un encuentro propiciado por un animal herido.
Si en su serie de mediometrajes El Decálogo, Kieslowski recorrió los diez mandamientos bíblicos desde la perspectiva más terrenal, en la trilogía abordó los cimientos del laicismo dejando paso a la trascendencia. Sus películas identifican los errores del ser humano sin caer en la condena, reconociendo esas fisuras como rasgos inherentes e incluso potencialmente esclarecedores. Con el paso del tiempo, algunos elementos de sus últimas obras se han resentido (su simbolismo, la tendencia al barroquismo visual y la construcción milimétrica de tramas que refuerzan de manera ciertamente forzada el sentido final de las películas), pero la relevancia de su discurso no ha hecho más que aumentar.
Nacido en 1941, Kieslowski pasó parte de su infancia viajando de
sanatorio en sanatorio, acompañando a su padre enfermo de tuberculosis por las
profundidades de la Polonia que se reconstruía lentamente tras la II Guerra
Mundial. Fue entonces cuando aprendió a observar a los otros, rostros del
silencio y el desamparo que retrataría primero desde el documental más
crudo y sobrio, después desde ficciones notablemente sofisticadas. Su
filmografía es un viaje del realismo al artificio, de lo inmediato a lo eterno.
Kieslowski indicó que para evitar que los términos libertad, igualdad y fraternidad queden reducidos a un leitmotiv anquilosado y vacío, para que Europa frene su tendencia agonizante y deshumanizada, es preciso recuperar de una vez por todas nuestra capacidad afectiva.
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