Jesús salió de la casa y vio a un hombre llamado Mateo, que estaba sentado en su oficina de impuestos, y le dijo: «Sígueme». Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió. (Lucas 5, 27-28)
La novela El nombre de la rosa y su excelente adaptación al cine tenían muchos atractivos y no fue el menor de ellos la manera en que supieron acercarnos a un mundo tan enigmático y lejano como el de una abadía medieval. El scriptorium, la sala capitular, los maitines, la tonsura, los fraticelli… todo ese microcosmos que para los comienzos del siglo XIV ya era tan alambicado y sutil tuvo un origen mucho más sencillo, con aquellos primeros cristianos ascéticos que quisieron seguir el ejemplo de los apóstoles y dejarlo todo atrás ante la llamada de la fe.
En torno a los siglos III y IV en el Bajo Egipto comenzaron a recorrer el desierto unos peculiares monjes solitarios llamados eremitas que renunciaban al dinero, a la familia y los amigos y a las comodidades, a la vida en su conjunto, para abrazar la pobreza y la soledad en la que esperaban encontrarse a Dios y alcanzar la vida eterna. Uno de ellos fue san Antonio, que a los veinte años lo vendió todo y se fue a dormir a un sepulcro, únicamente acompañado de animales. De hecho se le atribuye el haber curado mágicamente la ceguera a un jabalí. Que no es que sea el milagro más portentoso de la historia, pero oye, tiene su mérito. Otro fue Simeón el Estilita, que estuvo treinta y siete años viviendo en lo alto de una columna, lo que no sabemos si le abriría las puertas del cielo, pero al menos alcanzó la fama inmortal gracias a esa película tan graciosa que le dedicó Buñuel. Por su parte san Onofre decidió no cubrirse por otro vestido que una luenga barba con la que se tapaba y a modo de calzoncillos unas hojas de parra.
Desde entonces surgieron en diversas fechas y lugares abstinentes que parecían competir por ver quién vivía con más renuncias, de una manera que en cierta forma evoca a los Monty Python en aquel sketch sobre los viejos tiempos. Así, Romualdo se pasó un año comiendo garbanzos, pero Aero hubiera considerado eso un lujo intolerable, dado que intentó alimentarse únicamente a base de nieve. Algunos permanecían siempre erguidos, sin protegerse de las inclemencias del tiempo, y parte de ellos incluso sobre un solo pie. Frente a los ermitaños que vivían al aire libre disfrutando de la contemplación del paisaje, un paso más allá estaban los ermitaños reclusos. Permanecían encerrados en una habitación tan pequeña que a veces no podían tumbarse en ella y no disponían de ninguna ventana salvo un agujero en el techo. No obstante vivir solo no deja de ser un privilegio, así que Pedro de Gálata consideró mejor martirio compartir su habitación junto a un «poseído por el demonio» que probablemente no fuera más que un loco. Pero las construcciones humanas son signo de comodidad, así que Adhegrino estuvo treinta años viviendo en una cueva de la que solo salía los domingos. Para ir al monasterio, ojo, no por vicio. Salamanes en cambio no era partidario de tales lujos y vivía más modestamente en un agujero en el suelo junto al Éufrates, en tanto que Acepsimas optó por algo aún más austero y pequeño: qué mejor vivienda que el hueco de un árbol.
Mientras tanto, los teóricos de la Iglesia partiendo de la premisa de que cuanto mayor es la renuncia mayor es la virtud llegaron a la conclusión de que el martirio era la mejor opción imaginable… y que por tanto evitarlo era la renuncia suprema, y pasaba a ser entonces una virtud aún más deseable. Aunque por mucho que rivalizasen por llegar un poco más lejos que el resto, por rizar aún más el rizo, estos hipters del ascetismo presentaban además otro inconveniente. No eran auténticamente pobres dado que no habían renunciado al más valioso don de un ser humano: su libre albedrío. Los cenobitas, que surgieron poco después que los eremitas, eran unos monjes que contaban con la ventaja sobre estos de vivir en comunidad, sometidos a un voto de obediencia que los hacía menos libres y por tanto también más santos. Quien vendría a darles la organización y el funcionamiento que caracterizarían a los monasterios fue san Benito. Nacido a finales del siglo V en lo que actualmente es Italia, llegó a ser el autor de los principios fundacionales de los monasterios cristianos, llamados en honor a su nombre la Regla de Benito. Sus ideas al respecto se basaban en buena parte en autores previos, aunque él las desarrolló y las aplicó al fundar un monasterio que alcanzaría un gran renombre no solo por motivos religiosos, la abadía de Montecasino. Ese fue el lugar en el que muchos siglos después se atrincherarían las tropas nazis en una de las batallas más encarnizadas de la Segunda Guerra Mundial, lo que supondría por desgracia la completa destrucción de un edificio de incalculable valor histórico (aquí pueden ver una desoladora imagen de cómo quedó). Una de tantas pérdidas que tuvieron lugar en esta guerra, tal como señalamos en su día en este otro artículo.
Pero como diría Adso no nos detengamos demasiado en los marginalia y volvamos al hilo del relato. Los monasterios creados desde entonces siguiendo este modelo de san Benito se llamaron «benedictinos», aunque dada la extensión tanto geográfica como temporal en que iban apareciendo resultaban poco uniformes. Lo que cambiaría a partir de la fundación a comienzos del siglo X en Cluny de una abadía que serviría de modelo. Sería la regla cluniacense. Dentro de la aversión más o menos subterránea que tradicionalmente ha existido en el cristianismo por el comercio, el dinero y el capitalismo en su conjunto, uno de los principios fundamentales sobre los que debía sustentarse la vida monacal era el voto de pobreza. No solo debían desprenderse de todas sus posesiones personales al ingresar, sino que en él no debían acumular ninguna otra. Todos los bienes eran comunitarios, si bien la riqueza colectiva del monasterio y de la Iglesia en su conjunto sí estaba permitida, aunque ello diera lugar a innumerables disputas teológicas en torno a la pobreza de Cristo y a condenas por herejía a los discrepantes, como era el caso de los fraticelli que menciona en su novela Umberto Eco. Así que junto al voto de obediencia, pobreza, castidad, humildad y penitencia se estableció también el voto de silencio y a diferencia de lo establecido por la Regla de Benito el trabajo dejó de valorarse como remedio contra la ociosidad, que ya se sabe que es la madre de todos los vicios. En su lugar ganaron peso la espiritualidad y la ceremonia, dando pie al canto gregoriano. La posterior llegada de la Orden de Císter recuperaría sin embargo ese valor del trabajo y rebajaría el voto de silencio.
Aunque en general las reglas eran comunes en bastantes aspectos para monjes y monjas e incluso llegó a haber centros en los que estaban juntos pero no revueltos, con una sección masculina y otra femenina, Idungo de Prüfenig explicaba que la clausura debía ser más estricta para estas últimas dado que «el sexo femenino tiene cuatro grandes enemigos. Dos en sí mismo, a saber la concupiscencia carnal y la curiosidad propia de su ligereza. Otros dos están fuera, y consisten en el temerario apetito de placer de los hombres y en la muy perniciosa envidia que impulsa al demonio a hacer el mal». Es decir, que respecto a los monjes no era frecuente que alguna mujer saltara los muros para retozar con ellos, pero a la inversa sí podía ser más probable. De hecho uno de los cuentos del Decamerón gira en torno a una situación así, sobre un convento en el que entraba un joven hortelano fingiéndose mudo y aprovechándose de la circunstancia todas quisieron catarlo. Para evitar esa clase de excesos el reglamento imponía una serie de castigos a los monjes que iban desde los tres años a base de pan y agua por caer en la masturbación, la fornicación o el bestialismo, hasta los diez por la homosexualidad o el asesinato. Además se sancionaba con tres días de excomunión a quien tuviera una polución nocturna y no se lo comunicara al abad.
Un monasterio podía estar formado por unos setenta monjes aproximadamente, si bien aquellos que no eran autosuficientes terminaban generando en su entorno una economía a escala con empleados a su servicio y finalmente llegar a convertirse en un núcleo de población. Su interior estaba organizado en diferentes estancias, tal como recordará todo aquel que haya jugado a La abadía del crimen, como por ejemplo la sala capitular, donde se celebraban las reuniones y se confesaba o se acusaba a los demás por alguna falta cometida. Aunque sin citar su nombre, que hay que señalar el pecado pero no el pecador. También solían contar con una enfermería, a la que llamaban «puertas del cielo», demostrando así que no tenían muchos remedios medicinales a su alcance pero sí un agudo humor negro.
Precisamente uno de sus principales remedios para la salud eran las sangrías, ideales para prevenir toda clase de males, desde la viruela hasta las hemorroides. Se realizaban a cada monje en algunos casos hasta una vez al mes y tenían para ello una sala específica llamada minutorio. Existía todo un ritual para llevar a cabo la sangría que incluía un buen banquete con toda clase de manjares para que el afectado repusiera fuerzas tras la operación, quizá por eso se hacían con tanta frecuencia. Aunque respecto a la comida no puede decirse en general que llevasen una vida de excesiva renuncia. La Regla de Benito desaprobaba la glotonería y establecía que todos los monjes debían ser cocineros, por turnos, así como que debían servirse dos platos para que los comensales pudieran escoger el que les gustase, al que luego se añadía unas frutas como postre. Había días de ayuno como penitencia pero lo más interesante era lo relacionado con la bebida. «El vino hace claudicar hasta a los más sensatos» advierte la Regla mientras desaconseja caer en la embriaguez; sin embargo numerosos monasterios llegaron a convertirse en destacados productores de vino y cerveza, en los que se llegaba a ingerir en ciertos casos hasta diez litros diarios por persona. Cabe suponer que vivirían en un perpetuo estado de espiritualidad y alegría divina.
El mencionado voto de pobreza no estaba reñido con la buena apariencia y mantenían unas rigurosas costumbres en su higiene personal de manera que, hiciera falta o no, cada sábado se lavaban los pies. Además cada día, antes de tercia, se cambiaban coquetamente el calzado y se limpiaban las manos mientras que una vez por semana, en un día variable según el monasterio, tocaba afeitarse. No todos estaban de acuerdo en esto e incluso un tal Burcardo de Bellevaux llegó a escribir en el siglo XII una Apología de las barbas, un libro que lamentablemente no hemos tenido ocasión de leer pero seguro que era muy interesante. Respecto al corte de pelo que les proporcionaba esa característica calva, conocido como tonsura, variaba tanto en su estilo —celta, romano o griego (rapado)— como en la frecuencia, desde los quince días a las tres semanas. Sobre la ropa y complementos, según la Regla se debía proporcionar a los hermanos «cogulla, túnica, escarpines, calzado, ceñidor, cuchillo, estilete, aguja, pañuelo y tablillas ».
Respecto al mencionado voto de silencio, no solo favorecía la introspección y la elevación del espíritu tan características de la experiencia religiosa, además como seres sociales que somos renunciar al placer de la charla y la conversación es también uno de los mayores sacrificios que pueden realizarse y por tanto da más puntos de santidad. Pero la convivencia requiere inevitablemente un mínimo de comunicación y fue desarrollándose una lengua de signos. En algunos monasterios llegaron a contar con un lenguaje con las manos que abarcaba nada menos que cuatrocientos setenta signos distintos, que por tanto podía suplir con bastante solvencia a la lengua hablada. ¿Qué sentido tenía entonces el voto de silencio? Algo parecido pasaba en ocasiones con la flagelación, una práctica recomendada y habitual pero que algunos ejercían con colas de zorro, para no hacerse daño. Lo que me recuerda el caso ya de nuestra época de una chica que, según me contaron, siguiendo las consignas de las monjas del centro en el que estudiaba se metía garbanzos en los zapatos como forma de martirio, pero se los metía ya cocidos porque los otros estaban duros y dolían, decía.
Por último, un aspecto fundamental de la vida en estos lugares fueron los horarios. El monasterio aspiraba a ser una Ciudad de Dios agustiniana a escala, un pequeño espacio de orden, sosiego y regularidad en una época de incertidumbre y violencia. Eso se aplicó a la distribución del espacio, del trabajo y también, en lo que terminaría adquiriendo una gran importancia, del tiempo. Las horas canónicas en las que san Benito estableció la distribución del día según los rezos fueron maitines (medianoche), laudes (3:00), prima (6:00), tercia (9:00), sexta (12:00), nona (15:00), vísperas (18:00) y completas (21:00). El historiador Jacques Le Goff señaló que esta racionalización del tiempo terminaría transmitiéndose a toda la población, sentado así las bases del desarrollo de la economía burguesa y, en último término, de la modernidad. Pero no fue ni mucho menos el único legado de esta institución que debía ser «bastón de los ciegos, despensa de los hambrientos, esperanza de los desgraciados, consuelo de los afligidos». También, en su labor bibliotecaria, conservaron el legado cultural de la antigüedad clásica (exceptuando el tratado sobre comedia de Aristóteles, naturalmente) y por si lo anterior no fuera ya más que suficiente, encima inventaron o mejoraron la mayoría de las bebidas alcohólicas que conocemos, desde el champán hasta el whisky ¿Se les puede pedir más?
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