sábado, 1 de diciembre de 2018

Idiocia colectiva



La idiocia es una deficiencia mental adquirida en la niñez y generalmente de origen congénito. Siempre ha existido una idiocia colectiva, una idiocia contraída por contagio social más que por herencia. Arrastra a una comunidad a comportarse como un ente ciego, sin raciocinio. La idiocia colectiva es capaz de aupar al poder a un imbécil, a un inepto y hasta a un psicópata para que rija los destinos de la sociedad. En el siglo XXI, con el acceso fácil a la información y a la cultura, esta idiocia colectiva se tendría que haber atenuado, pero no. La idiocia colectiva sigue vigorosa. Ha llevado a muchos de sus campeones a gobernar países poderosos: Trump, Putin, Bolsonaro, Salvini... Personas que deberían ser tratadas de su dolencia firman tratados y manejan armamento. 
Si bajamos a nuestra cotidianidad, comprobamos que la idiocia colectiva ha aupado a necios declarados en medios de comunicación, cargos empresariales, dirección de hospitales, rectoría de las universidades, en la cabeza de los partidos políticos, en los órganos de decisión de los institutos de enseñanza, de las guarderías, de los clubes deportivos... Es espeluznante ver a los incapaces mentales, a los menguados en cargos de gobierno, enredados en el complejísimo arte de organizar una colectividad. Y lo mejor es que los hemos elegido nosotros, víctimas de una idiocia contagiosa que nos hace votar como si no rigiera la razón en nuestros actos, sino el interés particular, la insania y la irresponsabilidad. 
En nuestros casos domésticos, esta nueva idiocia colectiva se agrava con nuestra atávica propensión a la envidia y a la soberbia. Nos molesta ver a un sabio, a una persona trabajadora, a una mujer competente, a un hombre honesto, dirigirnos, porque nos resulta más complicado criticarlos o arremeter contra ellos. Porque comprobamos, angustiados, que nosotros no podríamos hacerlo mejor. Nos puede la perversión de elegir a un incompetente, a un necio, a un menguado, a un gandul, para tener la sensación malsana de que su papel lo podría hacer uno mucho mejor. Para regodearnos en el barro de su fracaso, que aunque también es el nuestro, sobre todo es el suyo. 
Todo comienza cuando al lelo o al gamberro lo elegimos delegado de clase, para reírnos de él o para provocar conflictos innecesarios (ellos tienen perdón, están sin cultivar). El problema es que el personal de presunta "alta cualificación" es tan propenso a la idiocia colectiva como los infantes. La ética se pierde por los agujeros de los bolsillos (apolillados por los intereses) y la razón se abandona en pro del espectáculo del lelo gobernando asuntos que maneja con dificultad el sabio. Qué eufónica palabra, idiocia, y qué peligrosa.

miércoles, 28 de noviembre de 2018

Diario de jefatura: escatología


Los días de jefatura de estudios están llegando a su fin, pero mientras quede uno, siempre habrá esperanza para la sorpresa y la escatología. La mañana no había ido mal, incluso se podría hablar de calma chicha, que siempre presagia tormenta. No se hizo esperar.

 Un chico de FP, mayor de edad, con objetos de ferretería en orejas y narices conduce a dos muchachos de 3º de ESO. Uno de ellos es bastante conocido en jefatura. No por ser mal chico, sino por estar un tanto alelado y caer en medio en muchos de los jaleos que se montan en el instituto. El otro tiene cara de susto (y de bueno). El de FP comienza el relato de los hechos con firmeza: “Estaba yo haciendo de vientre en el váter…” Primer momento de retención (uno no debe reírse en estas circunstancias). “…cuando oí jaleo fuera, en los urinarios. Se oía cómo la hoja de la ventana golpeaba una y otra vez contra la pared… Me limpio, salgo y cae delante de mí el cristal de la ventana. ¿Quién la ha roto?, no te lo puedo decir porque estaba haciendo de vientre, pero estos dos y alguno más estaban fuera cuando he salido”. Me pasma la responsabilidad del muchacho de la ferretería en la cara. Se muestra con más decisión y civismo que muchos de los profesores  del centro, que ante los altercados suelen hacer la vista gorda para no verse metidos en líos. El alumno alelado dice que él solo estaba allí, no ha golpeado la ventana (ya me lo imaginaba). Tiene la virtud de encontrarse siempre en el lugar adecuado, pero él nunca es autor de nada. El otro se confiesa como el último que tocó la ventana (solo la rozó, según él). Debía estar medio rota porque si no, no se explica cómo ha caído, apenas la ha rozado. Entra el alumno de FP otra vez como testigo escatológico. “Cuando yo estaba haciendo de vientre, oí muchas risas y varios golpes de la ventana contra la pared”. Se confirma pues, según el testigo de la causa, que no ha sido solo un roce ni un accidente, sino algo intencionado. Los chicos de 3º miran un tanto asustados y delatan al resto de los implicados en cuanto se lo pido. No les cuesta nada dar nombres y apellidos. Si se comparten culpas, sabe mejor el castigo. El chico culpable sigue con su cara de bueno (un poco menos) y de asustado (un poco más). El alelado continúa con el gesto de siempre, es incapaz de cambiar su suerte. Lo esperamos próximamente. El alumno de FP está satisfecho, por haber cumplido con su deber de ciudadano y por alguna otra cosa, evidentemente.    

martes, 27 de noviembre de 2018

"En la clase de lengua" por Lola Pons Rodríguez


De la larga lista de preposiciones que aprendíamos en el colegio dos me resultaban intrigantes: cabe y so. No recuerdo si alguna maestra se apiadó de nosotros y nos explicó que esas preposiciones ya no se usaban (como sí antiguamente: cabe el monte, so pena), pero igualmente ahí quedaron ambas en la lista, año tras año. Las preposiciones —en la gramática, básicamente palabras que vinculan elementos entre sí: lápiz con goma, libro sobre arte— se convirtieron para el alumnado de mi generación en una cadena de unidades que funcionaban solo en esa lista. Sabérsela era un fin en sí mismo.

Entre los contenidos que los escolares españoles de primaria estudian antes de los nueve años se incluyen conceptos como saber qué es un determinante, qué es la sílaba tónica o qué es un adjetivo. La que firma es una profesora de Lengua a la que esto le parece espeluznante, ya que, en la práctica, supone que al tiempo que se está enseñando a los niños a leer y a escribir, el maestro se ve obligado a explicar (lo dice la normativa, lo pone en los libros) que un adjetivo acompaña al sustantivo y lo explica o especifica según su posición, o a exponer que este y otro son determinantes, o que hay sílabas átonas y tónicas. La hipertrofia del metalenguaje en primaria resulta llamativa en tanto que estos contenidos no resultan particularmente difíciles de entender ni de aplicar en secundaria. Es lógico que los estudiantes piensen que la gramática sigue siendo para ellos un intangible que les causa extrañeza y es lícito que los profesores bufen porque los alumnos ya no recuerdan un contenido que se les lleva enseñando desde pequeños; transmitir ese metalenguaje en edades cortas roba tiempo para lo fundamental: aprender a expresarse, a leer con gusto, a saber hablar en público... Son los otros objetivos que se recogen en los programas y que resultan perjudicados por el peso de la enseñanza teórica: la inflación de contenidos metalingüísticos en las escuelas merma la capacidad de los profesores para enseñar a expresarse.Enseñar la lengua es, claro, enseñar un lenguaje especializado (que llamamos técnicamente metalenguaje, en tanto que usamos las palabras para hablar de las palabras); tecnicismos de la lingüística son etiquetas como sujeto, oración coordinada o la propia de preposición. Este metalenguaje respalda a una teoría que puede ayudar a mejorar nuestra práctica del idioma: saber de metalenguaje, entre otras cosas, sirve para conocer los componentes que usamos al hablar y sus estructuras subyacentes, y puede ser un buen auxilio cuando se aprende una segunda lengua. Nadie niega que este sea un contenido relevante en el proceso educativo, pero viendo cómo están las cosas en nuestros libros de textos y qué conseguimos con ellos en los resultados de nuestros alumnos, a lo mejor es necesario pararse a reflexionar sobre cuánto metalenguaje enseñamos y, sobre todo, cuándo lo hacemos.

Desconfiaríamos de una profesora de flauta que no consiguiera tras un año entero de clases que nuestro hijo tocase al menos una melodía fácil con el instrumento. Pídale a un niño de primaria que explique qué pasó ayer por la tarde en la plaza y verá si es capaz de hacer un discurso coherente, con riqueza léxica y argumentando un punto de vista. Tal debería ser el objetivo de una clase de Lengua impartida a un niño. De su logro se beneficiarían todas las otras materias escolares.

Por supuesto, las sucesivas reformas educativas (o sea, la reforma de la contrarreforma de la enésima ley educativa no consensuada) han ido introduciendo la necesidad de enseñar a usar la lengua. Y claro que hay maestros que se esfuerzan por poner a sus alumnos a hacer cosas con palabras: los espacios docentes en la Red nos han permitido asomarnos a los blogs de clase de profesores que nos muestran a alumnos escribiendo de forma creativa, argumentando, explicándose. Pero, cuidado: también ellos han tenido que perder un buen rato explicando a los de segundo de primaria qué es un adjetivo.

No tiene sentido que saber usar la lengua sea lo que nos queda cuando olvidamos lo que aprendimos en las clases de Lengua del colegio. Por eso, si usted ve que el maestro de Lengua de su hijo lo pone a preparar una entrevista, o a hacer fotos de carteles de la calle para que entienda que vive en una sociedad multilingüe, si su hija tiene que hacer un trabajo de Lengua que consiste en leer y contar a los demás una noticia de prensa, si la profesora del niño monta una obra de teatro en clase, si entre los deberes del fin de semana está aprender un poema o ir a una biblioteca y hacer una ficha de un libro, o si en el colegio lo están estimulando a leer dos libros al mes, piense que su hijo está recibiendo la enseñanza de Lengua más importante. Está aprendiendo a hacer cosas con, contra, de, para, por, sobre las palabras. Y el resto de preposiciones de esta frase las puede completar el lector si aún recuerda la lista que le enseñaron en la clase de Lengua.

sábado, 24 de noviembre de 2018

Rutas Literarias 2018 III: "Tárraco era nuestra, pero las naves se hundieron en Peñíscola"


Atrapados por la cultura catalana, nos sumergimos, el tercer día de viaje, en su historia más antigua. Los romanos se instalaron en Tárraco porque siempre era primavera allí (y no voy a nombrar al Corte Inglés, coño, ya lo he hecho). Otra guía espigada (los calçots estirán los huesos), joven y educadísima nos conduce extra e intramuros de la ciudad primaveral, por los rincones del siglo II d. C. Es la época del esplendor de Tárraco (treinta mil habitantes, como Tomelloso). Mientras la guía intenta vestirnos el peplum, Alberto no consigue que su botella de agua de medio litro se pose derecha sobre los sillares de Augusto. Violeta pregunta una y otra vez por el tiempo libre (Zara la llama) y Raúl escucha entusiasmado mientras piensa en su abuelo y en su alambique recién fregado. El mar, al fondo, sirve de telón natural al circo romano, aunque la belleza no está reñida con las necesidades físicas: todos al servicio y a almorzar.
En la villa romana de Els Munts, Faustina, una patricia romana de buen ver, a pesar de su más de dos mil años, nos viste con túnicas de esclavos y nos presta un cuadernillo con tablilla de cera incluida para que participemos de la visita activamente. Los romanos lo inventaron todo, ya lo dijeron los Monty Python y Faemino y Cansado, desde las letrinas hasta los métodos de investigación del CSI. Faustina, también joven y amabilísima, nos vuelve a confirmar el talante culto y afable de los pobladores de estos territorios. Será la primavera eterna. Será. 
En Gavá, las banderas españolas le ganan la partida a las esteladas en los balcones. A nadie importa este dato, a mí tampoco. Visitamos unas minas de variscita, arregladas por la inversión pública para que conozcamos nuestro pasado sin banderas. De los romanos hemos descendido hasta los iberos. Yo solo había visto la variscita (un mineral verde) en los collares que los africanos venden en Calpe. Raúl sigue pensando en su abuelo y en una llamada que recibió de su amigo Eduardo a las dos de la mañana. La pregunta de Eduardo era ciertamente misteriosa: "¿Qué haces?" Ni Miguel (el amigo de las apuestas deportivas) habría fallado la respuesta: "Dormir, coño, dormir". Violeta sigue requiriendo tiempo libre. 
Tras sumergirnos en lo más hondo del pasado catalán (y esto es literal), abandonamos la comunidad de Torra y Rosalía. Ellos no lo saben, pero ya han sido colonizados por los japoneses. Pronto veremos a un presidente catalán con los ojos rasgados y un palo selfie sentado en los escaños de la Generalitat. Antes, pasamos por una lonja de pescado en San Carles de la Rápita. Es el último bastión: dinero, mar y tradición. Pulpos de roca y canaíllas. Las mismas que se pescan en Peñíscola, ciudad de Calabuig, del chiringuito de Pepe, de una camarera rumana un tanto ida y del papa Luna (amante de los cascos de astronauta y de los castillos de piedra berroqueña). Raúl se fotografía en su regazo y actúa para todos nosotros interpretando un papa demasiado honesto. Violeta vuelve a preguntar por el tiempo libre con escasa convicción (Zara ya no está). 
La playa de Peñíscola nos atrae, nocturna y sola. Nos rendimos a ella. Es noviembre y solo queremos mojarnos los tobillos para mejorar el riego sanguíneo y para bañarnos de luna, que ilumina el castillo con ansia de travesura. Una ola traicionera nos alcanza las rodillas y después las ingles. Admirar la luna desde el paseo marítimo habría sido suficiente ofrenda. El mar, la mar no respeta ni los pantalones remangados ni las fronteras. Lo mismo ahoga a un catalán que le encoge las pelotas a un utielano. Después paz, la misma que se respira en el empedrado de las calles de Peñíscola en otoño. Raúl sigue pensando en su abuelo, ahora enfundado en un chubasquero que recuerda mucho al del protagonista de Viernes 13 o a doña Rogelia. Me rindo a su estética: jersey de lana, polo, cazadora de cuero y chubasquero XXL con capucha abotonada. Ni el papa Luna lo habría vestido mejor. Seguimos al estandarte, una palma mustia que sirve de bandera a los entusiastas de la cerveza, la cultura y el mar nocturno. 
Violeta duerme. Sueña con los pasillos iluminados de las galerías comerciales de Valencia.            

viernes, 23 de noviembre de 2018

Rutas Literarias 2018 II: "Copito de Nieve y un director casteller"


Nos vamos a jubilar como ejército. Después del primer día del viaje comprendimos que no íbamos a conquistar nada porque Barcino ya está asolada por los japos y porque aquí prima la educación y la cultura. Un pueblo bárbaro tiene poco que hacer en estos lares.
"Cacaolat" fue de Rumasa, sí, del Superman cañí de los 90. No sé cómo un personaje de esta catadura se hizo con una empresa catalana de raigambre, pero lo cierto es que se apropió de ella y la hizo quebrar, como a cualquier otra. Al entrar en sus instalaciones, nos reciben Copito de Nieve (ya difunto) y un equipo de baloncesto de los setenta con bigotes camp. Las técnicas de marketing las dominan los catalanes como verdaderos americanos. El "Cacaolat", sí, el "Cacaolat" tiene una fórmula secreta, como la Coca-Cola. Así reza en grandes letras en una de las misteriosas oficinas que no podemos fotografiar. Nuestro héroe, Raúl, pretende importar esa misma técnica de marketing para darle realce y caché al aguardiente de miel que elabora su abuelo en un alambique traído de Portugal: "Aguardiente de Pozoamargo. Fórmula secreta".  
La amabilidad de los catalanes con los que nos vamos encontrando me preocupa. ¿A ver si no va a ser real la maldad intrínseca que se nos vende de ellos? ¿A ver si no todo va a ser odio y manifestaciones contra Piolín?
En el parque arqueológico de las minas de Gavá, sus guías también van contra la idea que nos habíamos forjado de los catalanes a través de los medios: nos hablan en español perfectamente, no echan fuego por la boca y ni siquiera tienen rabo. Eso sí, en el neolítico catalán ya lo dominaba todo el dinero y las piedras preciosas. 
El colmo de esta impresión la recibimos en la visita a una "colla de castellers" en Sitges. No solo nos tratan en su casa como a amigos de toda la vida, no solo nos hablan con amabilidad, sino que, además, nos arropan y nos invitan a participar en sus tradiciones. A Javi, director fornido, lo envuelven con una faja negra para que sirva de base a un "castell". En lo alto, uno de los chicos de Fuenlabrada; alrededor, nuestros guerreros, transformados en dóciles "castellers". Visto desde dentro, desde el lugar en el que ensayan sus montañas humanas, se respira camaradería, emoción y buen rollo. Nuestros guerreros, ya sin armas ni armaduras, disfrutan abrazando y subiéndose a hombros de catalanes y madrileños (no, aquí no hay japoneses de momento). Laura, la presidenta de la "colla" es una chica altísima, de trato dulce y verbo cultivado. 
¿Por qué?, a ver, ¿por qué no encontramos a los endriagos y dragones que escupen fuego por la boca? ¿Por qué no nos hemos topado con los energúmenos que aparecen en televisión devorando escudos reales y toreros? No hay derecho a que uno venga a Cataluña y no respire odio en cada esquina. A ver si la mayor parte de la gente va a ser normal aquí, como en cualquier otro lado, y no vamos a tener ni la más mínima oportunidad de enfadarnos. 
Cunit, tranquila ciudad costera en otoño, nos abraza y nos acuesta, nos mece en su regazo de matrona nutricia. Mañana nos espera Tarraco y los guerreros (por la noche vuelven a convertirse en hordas que asolan los pasillos de los hoteles) deben estar despiertos y ágiles para sortear sonrisas y buenas palabras.         

Vida de Petrarca


lunes, 19 de noviembre de 2018

Rutas Literarias 2018 I: "La conquista de Barcino, kalité, kalité, chiqui, chiqui, chiqui, chiqui"


A veces, las batallas para conquistar una plaza no son tan feroces como cuentan las crónicas. El 12 de noviembre de 2018, 24 guerreros y dos profesores de San Clemente viajaron hasta Cataluña con el firme propósito de asaltar la villa de Barcino, baluarte de la burguesía y algo más. Antes del enfrentamiento, visitaron el templo para rendir honores. En la Sagrada Familia ya se dieron cuenta de que la empresa tendría sus puntos de extravagancia: los vitrales aéreos y las filigranas místicas se conjugaban con unas esculturas sin rostro que poco tienen que ver con las de otras latitudes. Las audioguías nos sometieron a la maldición de Babel y los encantadores japoneses, coreanos y chinos nos despistaron y nos abrumaron, casi tanto, como la inmensidad de las bóvedas de cuento de terror. 
Como todos los ejércitos clásicos, nosotros también tenemos nuestros héroes. El de hoy se llama Raúl, joven espigado y severo que encanta con su labia de otros tiempos. Pero se encuentra flojo de ánimo. Una noche toledana de pasta de dientes y endriagos lo tiene como a Aquiles sin Briseida. Como los ejércitos griegos, esperamos ansiosos su vuelta al combate. 
La incursión en el barrio gótico ha supuesto una derrota anunciada. Una guía locuaz, de espíritu dramático nos desactiva el espíritu bélico y nos dispone a la admiración. Sus explicaciones sociológicas sobre el poder eclesiástico y burgués nos desarman: la catedral, los edificios urbanos, hasta el pavimento, son una muestra obscena de dinero y poder. Incluso el tránsito del románico al gótico tiene una explicación que pasa por las veleidades de los que deseaban seguir ostentando los privilegios. Rebeca, así se llama la encantadora, nos conduce, a través de la anarquía, hacia la delicia del desprecio al poderoso. Mientras escuchábamos su interpretación, una modelo posaba ante un fotógrafo, como los siervos de la gleba se prestaban a los abusos del burgués mangante de turno. Sí, Barcino se fundó en el año 10, y desde entonces el dinero corrompe al ciudadano y a su circunstancia (como en cualquier otro lugar). 
La tropa toma un refrigerio: pollo de payés y patatas de las de siempre. 
Por la tarde, Gaudí, ese empleado de la burguesía y del clero. Ese genio entregado a la religión y al dinero nos muestra de nuevo su locura en columnas de insania, bosques de piedra y naturaleza sinuosa. Es el parque Güell, donde se encierran los vicios y los sueños burgueses de un bohemio sin tranvía. Raúl, nuestro héroe de andar por casa, asegura que su tío es familia del negrero Güell. Esta revelación nos anima: es posible que uno de nuestra soldadesca sea heredero del dinero catalán. Sin embargo, Raúl solo reza por poder comprar un número de lotería y para que su abuelo mejore de su tendón roto. Los héroes de verdad son así: llanos y sin elevaciones, como quería don Quijote. 
En las Ramblas el ejército se vuelve a encoger ante el poder artístico de la burguesía catalana: la Boquería, el Liceo, la plaza del Rey (donde leemos a George Orwell para contrarrestar el gran hermano que llevamos dentro). Nuestro héroe, Raúl, despierta ante la adversidad. En un quiosco de las Ramblas le ofrecen un condón de propiedades extraordinarias, según su vendedor oriental: "Kalité, kalité, chiqui, chiqui, chiqui, chiqui". Raúl sonríe victorioso. 
El ejército se deprime en el autobús bajo los ritmos de Estopa y Bisbal. Esto mata a cualquiera y eso que, en un último intento por reactivar a la tropa, nuestro héroe se lanza a cantar "La Campanera". El trajín del día hace estragos y otro de nuestros héroes, Pedro,  "el de la vejiga breve", se muestra más humano que nunca. Detiene nuestro camino porque se mea, porque no puede aguantarse, como si fuera un simple mortal. Los dioses no están con nosotros. El retraso puede llevarnos al fracaso. Y esto no lo dice Herodoto, sino la Terremoto de Alcorcón, que suena a toda mecha por los altavoces.  
El descanso del guerrero es necesario. Encontramos un "rockódromo-bar" muy peculiar. Mientras sorbemos nuestras pintas, admiramos las proezas de los escaladores. Un magíster con rastas parece encargado de varear las costillas de quienes no consigan encaramarse con soltura al muro. Pero no. Al poco, lo vemos enredando su lengua con una escaladora. Definitivamente, en Barcino solo hay amor... y japoneses. Los conquistadores estamos de más. Por eso rendimos nuestras armas y nos dedicamos al sabio oficio de la observación y del aprendizaje. Seguro que nos da más alegrías que las espadas. Todos nuestros soldados están de acuerdo, incluidos Enrique "el Largo", Patiño "el Mentalista de mapas" y Sonia "la escudera fiel". 

martes, 6 de noviembre de 2018

"¿Por qué escribir?" por Rafael Narbona


Philip Roth murió sin recibir el Nobel. Igual que Borges, Joyce, Henry James, Proust y otros grandes escritores. En una entrevista, afirmó con ironía que si hubiese titulado de otro modo El lamento de Portnoy, una feroz introspección sobre las filigranas y paradojas de la mente humana para abordar y satisfacer el deseo sexual, quizás la Academia sueca se hubiera decidido a concederle el ansiado galardón. Probablemente, un título más pomposo, como ‘El orgasmo bajo el capitalismo rapaz', habría vencido todas las objeciones y reparos. Provocador nato, a Roth nunca le preocupó molestar, incomodar o incluso perturbar. En ¿Por qué escribir?, una recopilación de ensayos, entrevistas y discursos, confiesa que nunca ha experimentado la creación literaria como un placer. Durante cincuenta años, se enfrentó a la página en blanco con angustia y sentimiento de indefensión. “Para mí, escribir era una hazaña de supervivencia. La obstinación, no el talento, me salvó”. 
Para escribir, según Roth, hay que olvidarse de cualquier anhelo de felicidad. El escritor se impone a sí mismo una “tarea irrealizable”. Si se compadece de su sufrimiento, abandonará su trabajo. Roth admite que escribir es una forma de huir de la culpabilidad, la autodestrucción y el nihilismo. Tal vez por eso nunca ha dejado de realizar incursiones en la literatura de Kafka. Aficionado a las ucronías, Roth inventa una vida alternativa para el autor de La metamorfosis, que titula “Siempre he querido que admiraseis mi ayuno”. Kafka emigra a Estados Unidos y se establece en Newark, New Jersey, enseñando hebreo y la Torá en una sinagoga. Entre sus alumnos, se halla el niño Philip Roth, que le adjudica un mote despectivo. Sus padres invitan a comer a Kafka y organizan un encuentro con la tía Rhoda, con la intención de poner en marcha un romance que acabe en boda. Kafka actúa con la máxima corrección, pero cuando al fin se cita con Rhoda, su inhibición emocional y sexual provoca una catástrofe. El tímido y discretísimo profesor de hebreo nunca podrá formar una familia, ni mantener una relación normal con una mujer. Solo es feliz en la seguridad de su madriguera. Fallece en 1948. No deja supervivientes. Ni libros. Sólo cuatro cartas enfermizas que conserva tía Rhoda, sin prestarles mucha atención. 

La “otra vida” de Kafka es la única pieza de ficción. En los ensayos y entrevistas, Roth habla de muchos temas, pero concede una especial atención a la creación literaria y a la identidad judía. En el siglo XX, el escritor se ha despegado de la realidad. Su prosa, en particular cuando es musculosa y enfática, gira alrededor de su ego, incurriendo en el onanismo, lo cual reduce faltamente sus posibilidades narrativas. Ese fenómeno no constituye un brote de narcisismo, sino la constatación del divorcio entre el escritor y la sociedad. Roth se ha ocupado de su yo, pero no ha descuidado los problemas de su tiempo. 

Su estilo ha pretendido captar “la espontaneidad y la soltura del lenguaje hablado”, pero con las dosis de “ironía, precisión y ambigüedad” que han caracterizado a la retórica literaria más clásica. Se ha negado a amordazar su pluma con tabúes e inhibiciones. La función del escritor es incordiar. Con frescura, descaro y valentía.

Adoptar esa actitud con el tema de la identidad judía, le ha causado muchos disgustos. Acusado de antisemitismo, ha respondido que airear las manías y los vicios de la comunidad judía, no implica un odio patológico. Roth no reniega de su condición de judío. Solamente quiere dejar claro que la mayor virtud del pueblo judío es su capacidad de renacer y reinventarse después de siglos de persecuciones y pogromos, no la de imitar la beligerancia de otras naciones. 

Ante los reproches de supuesta misoginia, Roth aclara: “No he entonado la alabanza de la superioridad masculina, sino que más bien he presentado a la masculinidad vacilante, constreñida, humillada, devastada y derribada”. Más que entrevistar, Roth dialoga con Primo Levi, Aharon Appelfeld, Milan Kundera y otros escritores. Appelfeld apunta que el pueblo judío, a pesar de todos los agravios y matanzas, “no ha perdido su rostro humano”. Kundera afirma que la novela no puede prosperar en países gobernados por el fanatismo político y religioso. Primo Levi, un hombre lleno de “vivacidad y arraigo”, elogia el trabajo como vocación, tan distinto del Arbeit de Auschwitz, fuente inagotable de padecimientos. 

En un breve y esclarecedor ensayo, Roth reconoce su deuda con Saul Bellow: “Fue el Cristóbal Colón de la gente como yo, de los nietos de inmigrantes que quisieron ser escritores norteamericanos”. Después de releer todos sus libros y dar por finalizada su trayectoria como escritor, Roth utiliza unas palabras del campeón de boxeo Joe Louis para formular una conclusión: “Lo he hecho lo mejor que podía con lo que tenía”. 

¿Por qué escribir? es un festín para la inteligencia. Divertido, irreverente, lúcido, imprevisible. Cuando Philip Roth pide a Wikipedia que corrija un error en su entrada sobre La mancha humana, la enciclopedia le contesta que sin duda es la mayor autoridad sobre su obra, pero no puede atender su petición, si no le facilita una fuente secundaria fiable. En sus últimos años, Roth dejó de maltratarse a sí mismo con el áspero oficio de escribir, limitándose a esperar la venida de la muerte con la mayor dignidad posible.

domingo, 28 de octubre de 2018

"Gabriel Miró y los gitanos" por Rafael Narbona


Gabriel Miró (Alicante, 1879-Madrid, 1930) es uno de los mejores prosistas de la Edad de Plata, pero su obra apenas se lee. Para algunos, solo es un autor costumbrista, apegado a lo rural y con un estilo innecesariamente moroso, que impide a sus novelas adquirir el ritmo necesario para emocionar al lector. Ortega reconoció su maestría formal, pero le acusó de malograr el conjunto con un esteticismo que convertía cada página es un deslumbrante (y extenuante) prodigio, incompatible con la construcción de una trama y unos personajes. Yo no aprecio nada de eso. Miró no es un autor costumbrista, pues rehúye el tópico y el color local. Su mirada es profunda, crítica e innovadora. No es un espectador, sino un testigo que viaja al fondo de las cosas, expresando su malestar cuando presencia una injusticia. Su visión de España no es autocomplaciente. No le tiembla la pluma al hablar de la violencia que soportan los niños, los animales, las mujeres y los grupos sociales más vulnerables. Más cerca de Ortega que de Unamuno, sueña con la reforma social de un país política y culturalmente atrasado, pero sortea con elegancia la trampa del radicalismo, que sí sedujo al último Valle-Inclán. Su pasión por el campo no es una veleidad provinciana, sino la expresión de una honda inquietud espiritual. Al igual que un fenomenólogo, Miró observa la naturaleza, intentando capturar esencias, no simples reflejos. Su prosa se muestra tan exigente como la de Proust, Joyce o Virginia Woolf. No hay esteticismo, sino una aguda exigencia intelectual que no cesa de buscar el punto de encuentro entre la palabra y la materia.

“Gitanos” es una estampa o capítulo de Años y leguas, su último libro. Publicado en 1928, el protagonista una vez más es Sigüenza, trasunto o posible heterónimo de Miró, que deambula por el Levante como un peregrino con sed de absoluto. El escritor siempre profesó un cristianismo semejante al de Pérez Galdós, lejos de cualquier forma de intolerancia o dogmatismo. Su ternura con los más débiles nace de su identificación con las enseñanzas del Sermón de la Montaña. Poco amigo de penitencias, su literatura rebosa misericordia y un ardiente deseo de renovación espiritual e institucional. El obispo leproso (1926) ha pasado a la historia como una obra anticlerical. Miró estudió con los jesuitas y se mostró muy crítico con su modelo de enseñanza, autoritario e intransigente. Sin embargo, ese punto de vista convive con una fe firme, sin fisuras. No es Unamuno, atrapado por terribles dudas. Al igual que el prelado de El obispo leproso, Miró cree que es posible otra Iglesia, con un mensaje más humano y compasivo, opuesta al fanatismo y la dureza de corazón. “Gitanos” es un ejemplo de la sensibilidad del verdadero cristiano, que “no odia porque sabe comprender” y manifiesta “sentimientos de paz, porque ama” (Es Cristo que pasa). El capítulo comienza con una alusión humorística al trabajo literario, que presupone orden, disciplina, claridad. Sigüenza se rodea de libros, tabaco y promesas, pero su sosiego se quebranta cuando una mosca logra burlar la red metálica concebida para cortar el paso a los insectos. En un pequeño cuarto encalado, con una mesa sin barnizar y unas sillas de esparto, una mosca “con sus ojos hinchados de color café” y su trompa latiendo, puede ser más perturbadora que “un grito”. La irrupción de una avispa añade dramatismo a la situación, pues su aguijón puede hundirse dolorosamente en la carne. Sigüenza logra aplastarla con un “bárbaro golpe”. Después, contempla de cerca “su cintura, su vientre, su corpezuelo afilado, su vello estremecido”. La muerte no ha logrado borrar su belleza. El escritor puede parapetarse en una trama de palabras, pero el mundo nunca se cansará de convocarle, mostrándole la ambivalencia de la vida, con su carga de sufrimiento y sus explosiones de júbilo.

Sigüenza se asoma al balcón y se embriaga con “la avidez del verano”. En el medio rural, se nota más el peso del tiempo, el tránsito “del paisaje tierno a los campos en rastrojos”. De repente, se escucha la voz “maja y zalamera” de un gitano, que habla con la labradora del casalicio donde el escritor se ha alojado. Se trata de una labradora “vieja y desmedrada” que no disimula su miedo ante “un mozallón, roído de viruela, con un alboroto de tufos de pringue, la mirada caliente y los colmillos blancos como de mastín”. Al joven le acompaña “una tribu andrajosa”, con niños sucios, viejos flacos como galgos, mujeres con ropa mugrienta y jumentos que tiemblan de hambre y miedo. El conjunto desprende una sombra lúgubre, casi podrida, que se tiende en el camino como un animal extenuado. El gitano pide un costal de paja para “una mujer enferma, que no tiene dónde recostarse, lo mismo que la Virgen Santísima”. La labradora se niega con terquedad, alegando que la paja no es de su propiedad, sino de los campesinos que trillan en la era. El gitano gime, se desespera, escupe y acecha el interior de la casa, con ojos de aguilucho. Sigüenza interviene, pidiéndole contundentemente que se marche con su gente. Su puño crispado en el bolsillo de la americana insinúa que tal vez esconde un arma. El gitano baja la cabeza y, humillado, se retira, no sin murmurar y maldecir. La rabia y la consternación se reflejan en la mirada de viejos, mujeres y niños, que reemprenden la marcha, levantando “un polvo y vaho de muladar”, mientras se lamentan de su negra suerte. La labradora agradece a Sigüenza su gesto, con una exclamación que parece “un salmo”. El escritor vuelve a su aposento y saca la mano del bolsillo, depositando sobre la mesa una petaca de cuero, el estuche de unos anteojos, yesca para hacer fuego y una pluma estilográfica. En su rostro resplandece “una sonrisa de buen sabor de vida”. Piensa que ha obrado como un héroe.

A la caída de la tarde, Sigüenza parte hacia el pueblo más cercano para realizar unas compras. La labradora le advierte que los gitanos quizá le esperen en un recodo del camino para vengarse, especialmente si se entretiene demasiado y anochece. Sigüenza está a punto de desistir, pero el orgullo le anima a no renunciar a su plan. Se adentra en la carretera, escrutando la lejanía. Cuando llega a su destino, despuntan las primeras estrellas. Entra en la tienda y hace sus compras, rodeado de labradores y mujeres de negro. Aún le queda tiempo de subir a la diligencia y no hacer el camino de vuelta de pie y a oscuras, pero quiere demostrarse a sí mismo que no tiene miedo. Se despide del tendero, comentando que espera tener suerte y no toparse con los gitanos. Está a punto de narrar su proeza, pero el comerciante se adelanta, explicándole que ya están muy lejos: “Yo los vi. No tenían paja; y una de sus mujeres daba compasión porque había parido en el suelo como una borrega…”.

El conmovedor texto de Gabriel Miró es un acto de desagravio particularmente necesario en nuestras letras. Aún cuesta digerir las duras e injustas palabras de Cervantes en La gitanilla (1613) sobre una comunidad que ha sufrido toda clase de ultrajes y persecuciones. Las grandes dotes de narrador de Gabriel Miró se ponen de manifiesto en este capítulo. El paisaje no es un telón de fondo, sino una realidad viva y cambiante que se concierta con las emociones de los personajes. Sigüenza no es un simple contemplador. Su aguda conciencia estética y moral alumbra un lenguaje sensual, pictórico, reflexivo. Comencé a leer a Gabriel Miró en ediciones sueltas. En 1931 apareció en Madrid la primera edición de sus obras completas, elaborada por los “Amigos de Gabriel Miró”. En 1942, Biblioteca Nueva publicó toda su obra en un solo volumen. Entre 2006 y 2008, la Biblioteca Castró reunió todos sus libros en tres volúmenes, incluyendo sus dos primeras novelas, repudiadas por el autor, y varios textos inéditos. Se hizo cargo de la edición Miguel Ángel Lozano Marco, catedrático de la Universidad de Alicante, que elaboró excelentes estudios introductorios y una exhaustiva y selecta bibliografía. Gabriel Miro es uno de nuestros clásicos más olvidados, pero en sus libros fulgura la belleza y se intuye la eternidad.

sábado, 20 de octubre de 2018

FOTOS CON HISTORIA: "LA ESPERA"

Me dijo que vendría antes del otoño, que no esperaría a las lluvias para rescatarme. Me dijo que nunca había querido a nadie como a mí: por encima de las estaciones, por encima de los cambios de tiempo, por encima de la caída de hojas. Me dijo que saldría de casa en verano para ir juntos al parque y lanzarnos al estanque del mediodía. Me dijo que no era de aquí, que vendría sin falta antes del otoño para abrazarme con los brazos desnudos. Me dijo que esperara, que fuera paciente, que no huyera del calor, que él refrescaría mis pasos y luego podría enjugarme durante todo el otoño con su piel de esponja. Me dijo que solo era un minuto, que no detuviera el motor del coche, que cruzar la calle era la última escena que viviríamos separados. Me dijo todo esto con la cara vuelta hacia mí, antes de que un autobús lo levantara por los aires como a un globo sin amo.

Sintaxis para 2º de Bachillerato C


Para que sigamos gozando a tope del maravilloso mundo de la sadosintaxis (en el que seguro que habéis disfrutado mucho durante la primera parte de la evaluación), aquí os dejo unas oraciones para hacerlas en casa (como os dije en clase) y revisar vuestros errores con el modelo que podréis recoger en conserjería.

1- Es una evidencia el hecho de que Pedro se caerá de la silla si sigue balanceándose.

2- Aunque no conozcáis a Rubén Darío, estoy seguro de que os habría caído muy bien y os habría invitado a algún refresco.

3- Siempre que cantemos en clase, haced el favor de entonar como corresponde porque, de lo contrario, yo pierdo el ritmo y no se entiende la letra.


miércoles, 17 de octubre de 2018

"Miguel Mihura: el sentido cómico de la vida" por Rafael Narbona



El humor no es simple ingenio, sino una actitud existencial. Miguel Mihura es uno de los representantes más destacados de “la otra Generación del 27”. Pedro Laín Entralgo fue el primero en señalar que existía una generación olvidada, “la de los renovadores –los creadores más bien–, del humor contemporáneo”. Dejo a un lado la polémica sobre el concepto de generación, no sin señalar que esa distinción no me parece desdeñable, pues cada época afronta su circunstancia histórica con una perspectiva vital diferente, forjando una peculiar visión del mundo. La “otra Generación del 27”, compuesta por Miguel Mihura, Edgar Neville, Antonio de Lara “Tono”, Enrique Jardiel Poncela y José Luis López Rubio, seguía la estela de humor chispeante y disparatado de Ramón Gómez de la Serna, Wenscelao Fernández Flórez, Julio Camba y K-Hito (Ricardo García López). Jardiel Poncela subrayó la enorme deuda contraída con el ingenio de Ramón, pionero del humor alternativo: “Sin Ramón Gómez de la Serna, muchos de nosotros no seríamos nada. Lo que el público no pudo digerir entonces de Ramón, se lo dimos nosotros masticado y lo aceptó sin pestañear siquiera”. Edgar Neville no se muestra menos agradecido con el magisterio de Ramón desde el altar del Café Pombo: “Iconoclasta solo de lo podrido y lo falso, nos enseñaba los caminos de la vocación pura”.

Cuando el 5 de junio de 1983 José López Rubio dedicó su discurso de ingreso en la Real Academia Española a “la otra Generación del 27”, Lázaro Carreter contestó que esa atípica y tardía nómina de autores “cultivó géneros muy distintos, y nunca la lírica. Tuvo una vocación pública, un deseo de instalarse y de afirmarse multitudinariamente, por los cauces de la revista de quiosco y de los escenarios céntricos. El lema juanramoniano de la escondida senda, del destino minoritario del arte, no le sedujo, o fue fugaz en ella. Eso establece una diferencia cualitativa de cierta entidad entre ambos grupos, y tan difícil es que uno aceptase la fusión como que el otro la pretendiera”. Elegantemente, Lázaro Carreter introducía la distinción entre alta y baja cultura, que rebajaba la repercusión e importancia de la “otra Generación del 27”, más volcada en la prensa, la comedia y el humor gráfico. Creo que el genial Tono nos proporciona una réplica impecable a esta apreciación levemente despectiva: “Fue nuestra generación una verdadera generación precursora, pues todavía se están riendo de nosotros”.

El poeta, ensayista y crítico literario Guillermo de la Torre no advierte ningún desdoro en las revistas de quiosco. De hecho, opina que “la revista anticipa, presagia, descubre, polemiza”. En La deshumanización del arte, Ortega y Gasset, que había estrenado su pluma en la prensa y expandía su mente en la plaza pública, elogia la “gran modestia” de las vanguardias, que conciben el arte como juego, farsa, pirueta. Al igual que los románticos del siglo XIX dirigidos por los hermanos Schlegel, opinan que la ironía es la máxima categoría estética. Esa actitud explica que la “otra Generación del 27” se instale cómodamente en semanarios como Buen Humor y Gutiérrez, apelando no tanto a las carcajadas banales como a la sonrisa inteligente.

Bohemio, indisciplinado, caprichoso, inconstante, perezoso e hipersensible, Miguel Mihura nació en Madrid el 21 de julio de 1905. Hijo de Miguel Mihura Álvarez, actor, empresario teatral y autor de piezas dramáticas y musicales breves, abandonó tempranamente sus estudios con el propósito de escribir historietas cómicas para semanarios “galantes” –es decir, eróticos– y para el diario El Sol. Colaboró con Buen Humor, Muchas gracias y Gutiérrez. Sus dibujos esquemáticos y minimalistas impulsaban eficazmente sus ocurrencias narrativas. En ocasiones, prescindía de los textos a pie de viñeta e incluso de los bocadillos, logrando despertar la hilaridad con un garabato que representaba a un personaje sobre un fondo vacío. En Gutiérrez, comenzó a colaborar con Tono. La pareja desarrolló un humor absurdo que oponía el despiste crónico, la incongruencia autocomplaciente y la torpeza patológica al orden, la seriedad y la sensatez. Ambos autores invocaban la infancia como un paraíso perdido. En ese período de la vida, lo poético y lo imaginario prevalecen sobre lo prosaico y ordinario, celebrando los disparates y los despropósitos. Se podría confundir este humor con el mero escapismo, pero sería más exacto afirmar que Tono y Mihura, escépticos ante la posibilidad de transformar el mundo, prefieren divertirse a su costa, mostrando sus aspectos más grotescos.

Aunque Mihura afirmó que su paso de la “zona roja” a la “zona nacional” no tenía “nada que ver con las ideologías”, fundó en 1937 con su amigo Tono la revista semanal de humor gráfico La Ametralladora, que en sus primeros números se llamó La Trinchera, dejando claro desde el título su posición beligerante. Después de la Guerra Civil, La Codorniz tomaría el relevo de La Ametralladora, pero con un humor más abstracto y menos combativo. La dura posguerra demandaba formas de evasión. Ya no era posible burlarse del mundo. Sólo cabía soportarlo, sin perder la sonrisa. Director de La Codorniz hasta 1944, cuando Álvaro de la Iglesia –hasta entonces redactor jefe– ocupó su puesto e imprimió un carácter más crítico y social a la revista, Mihura recuperó el sentido del humor previo al estallido de la guerra, exponiendo claramente sus intenciones: “El humor es un capricho, un lujo, una pluma de perdiz que se pone en el sombrero; un modo de pasar el tiempo. El humor verdadero no se propone enseñar o corregir, porque no es ésta su misión. […] El humor es ver la trampa a todo, darse cuenta de por dónde cojean las cosas; comprender que todo tiene un revés, que todas las cosas pueden ser de otra manera, sin querer por ello que dejen de ser como son, porque esto es pecado y pedantería. El humorismo es lo más limpio de intenciones, el juego más inofensivo, lo mejor para pasar las tardes”.

A semejanza de Valle-Inclán, Mihura recurre a la imagen de los espejos para formular su estética, pero con una importante diferencia. No pretende suscitar la mueca que produce la deformidad, sino el gesto de asombro que surge ante lo inaudito e insólito. “Lo único que pretende el humor –apunta Mihura– es que, por un instante, nos salgamos de nosotros mismos, nos marchemos de puntillas a unos veinte metros y demos media vuelta a nuestro alrededor contemplándonos por un lado y por otro, por detrás y por delante, como ante los tres espejos de una sastrería y descubramos nuevos rastros y perfiles que no conocíamos”. Años más tarde, Mihura evocaría los primeros años de La Codorniz como un período “lleno de fantasía, de imaginación y de grandes mentiras, sin malicia”. Sin vocación política, ni servidumbres de ninguna clase, el periódico fue “como una pieza musical, como una canción, como un disco de música de baile que se escucha para pasar el rato y nada más”.

Edgar Neville, Tono, Jardiel Poncela y López Rubio probaron suerte en Hollywood. Todos regresaron decepcionados por las exigencias de la industria del cine, que les pedía chistes fáciles y argumentos pueriles, rechazando su humor sofisticado. Solo Mihura se quedó en Madrid, tal vez por no separarse de una ciudad con la que mantenía una relación muy peculiar: “Cuando yo estaba a punto de nacer, Madrid no estaba inventado todavía y hubo que inventarlo precipitadamente para que naciese yo y para que naciese otro señor bajito cuyo nombre no recuerdo en este momento y que también quería ser madrileño”. Muchas veces se minimiza el valor del humor y la comedia, pero lo cierto es que Mihura aportó una de las obras más innovadoras del teatro español del siglo XX, Tres sombreros de copa. Si hubiera salido de la pluma de un autor extranjero, tal vez la crítica internacional habría proclamado que se trataba de una de las creaciones más originales del siglo. Mihura acabó Tres sombreros de copa el 10 de noviembre de 1932. Tras una operación de pierna, se enfrentó a una larga convalecencia y tuvo que elegir –según su propia confesión– entre hacer solitarios, aprender húngaro por correspondencia o jugar a la “patita coja”. Aconsejado por unos amigos, se lanzó a escribir una comedia, sin sospechar que la obra tardaría veinte años en estrenarse. Admirador de Carlos Arniches, que sufría terriblemente en los estrenos, y amigo de Pedro Muñoz Seca, “tan cordial, tan simpático, tan señor, tan optimista”, Mihura no idealiza a los cómicos, “que mienten descaradamente, que convierten un fracaso en un triunfo –si el fracaso ha sido suyo– y un triunfo en un fracaso, si el triunfo ha sido el de un compañero”.

Mihura se inspiró en su gira como director artístico de la compañía de su amigo “Alady”, compuesta por un ballet de seis chicas vienesas, dos negros y una domadora de serpientes, que no hacía nada, salvo acompañar a las chicas. Sabía que había escrito algo diferente, pero se quedó sorprendido cuando los empresarios teatrales rechazaron estrenarla, con distintos pretextos. Algunos alegaban que era la creación de un demente; otros se disculpaban, asegurando que el público aplaudiría a rabiar o quemaría las butacas. Mihura no entendía lo que sucedía: “Y, de pronto, sin proponérmelo, sin la menor dificultad, había compuesto una obra rarísima, casi de vanguardia, que no sólo desconcertaba a la gente sino que sembraba el terror en los que la leían”. La Guerra Civil abrió un paréntesis trágico que pospuso el estreno de forma indefinida.

Durante los años en que los españoles competían en barbarie e incivismo, Mihura escribió con Tono Ni rico ni pobre, sino todo lo contrario, que estrenó en 1943 en el Teatro Nacional María Guerrero. Mihura y Tono se enfadaron durante los ensayos, retirándose la palabra. Utilizaban a terceros para comunicarse, aunque se encontraran a un palmo de narices. Afortunadamente, hicieron las paces por iniciativa de Mihura, que deseaba “defraudar a los amigos de Tono”, partidarios de que siguieran a la gresca. Durante las primeras representaciones de Ni rico ni pobre, sino todo lo contrario, “había señoras gordas que empezaba a patear en un palco, indignadas; y otras más delgadas, que, en pie, aplaudían”. La crítica se dividió entre los que halagaban el ingenio de Tono y Mihura, y los que preferían tacharlos de majaderos incurables. Apareció un artículo en una revista médica que calificó a la pareja de “infraseres”. Mihura no se planteó volver a escribir hasta que se le acabó el dinero. Solía comentar que había dejado la dirección de La Codorniz por “serios motivos de vagancia”, pues prefería echarse la siesta a escribir o dibujar. En una entrevista, se presentó como “un fatalista terrible”, explicando que se atribuía esa etiqueta porque era “la forma más elegante de ser un vago elevado al cubo”. Su máxima aspiración era presentar su “pereza en la primera exposición de perezas internacionales que haya y ganar la medalla de honor”. Se consideraba “un maestro en el arte de no hacer nada”. Confesaba que el mar le parecía “una memez en movimiento” y que soñaba con “morir de risa”.

Tres sombreros de copa no se estrenó hasta que el Teatro Español Universitario, una agrupación teatral creada en 1941 e inspirada en La Barraca, logró llevarla al Teatro Español el 24 de noviembre de 1952. Se trató de una sola sesión de cámara con un joven Gustavo Pérez Puig como director de escena. El público, joven y universitario, la acogió con entusiasmo, pero cuando empezó a circular por los teatros tradicionales sólo duró 48 representaciones. El público le dio la espalda, incapaz de comprender su humor. En sus obras posteriores, Mihura adoptaría un estilo más convencional, alegando que “la señora o el caballero que pagan cuarenta pesetas por butaca tienen derecho a ser complacidos en sus gustos, a menos que sean repugnantes”. La trama de Tres sombreros de copa es muy sencilla: Dionisio, un joven tímido, convencional y algo cursi, se aloja en un pequeño hotel de provincias la noche antes de su boda. Se casa porque tiene veintisiete años, la edad a la que se casan todos los hombres, y “porque ir al fútbol siempre, también aburre”. Su futuro suegro, Don Sacramento, es el típico burgués de provincias: solemne, estirado y sin imaginación. Don Rosario, el dueño del hotel, le prepara la habitación con esmero, pensando en el hijo que perdió. Todos los planes se alteran cuando Paulina, una de las bailarinas del ballet de Buby Barton, se cuela en la alcoba. Es una muchacha jovencísima, rubia y atractiva, que finge peleas con su novio Buby para abordar a los hombres y sacarles el dinero con mentiras, chantajes y falsas promesas. Buby y Paula son unos buscavidas, unos timadores sin escrúpulos, pero esta vez surgirá la chispa del amor entre la bailarina y su víctima, frustrando el ardid.

Mihura respeta las tres unidades del teatro clásico, con una trama que ocupa unas pocas horas y transcurre en un solo lugar. La novedad no reside en el aspecto formal, sino en un humor disparatado que prefigura el teatro del absurdo. Así lo reconoce Eugène Ionesco, según el cual “Tres sombreros de copa tiene la ventaja de poder unir el humor a lo trágico, la verdad profunda a la gracia, que, en tanto que es elemento caricaturesco, subraya y hace destacar, agrandándola, la verdad de las cosas”. En la Advertencia preliminar, Mihura apunta que “todos sus personajes están siempre un poco en la luna; un poco sin darse cuenta de las cosas; un poco azorados”. Tres sombreros de copa es “la comedia de las muchachas pelirrojas que no tienen madre y adoran la música de los gramófonos”. Se avergüenza de su personaje principal. Por eso lo hace desaparecer de escena siempre que es posible y, cuando no lo es, lo fastidia con molestas intromisiones en su alcobita color rosa. Se disculpa por inventar a Buby Barton, “el negro más falso de la Negrería”, aconsejando a los negros de verdad que no vean la obra. Sólo elogia a Paula, que “vive su romance con una gran verdad. Ella únicamente se salva de todo lo ridículo, de todo lo imbécil que la rodea…”. Mihura no maltrata a sus personajes con la crueldad de Valle-Inclán, pero su humor es sumamente incorrecto. Aunque trata con simpatía y ternura a una joven con un estilo de vida execrado por la sociedad de la época y, en menor medida, a don Rosario, un anciano solitario que añora a su hijo prematuramente fallecido, nunca desperdicia la ocasión de introducir el punto de vista cómico y deformante. Don Rosario es un personaje simpático o, por lo menos, a mí me lo parece. Cuando hace frío, mete botellas de agua caliente en la cama de sus huéspedes. Si están constipados, se acuesta con ellos para darles calor y sudar. Si no pueden dormir, les interpreta antiguas romanzas con su cornetín de pistón. Y cuando se marchan, los despide con un beso paternal. Sin embargo, Mihura nos cuenta su tragedia, empleando un humor cruel. Cuando aún era un niño, su hijo se asomó a un pozo para coger una rana y se cayó al agua: “Hizo ‘¡pin!’ y acabó todo”. Una y otra vez repetirá el fatídico “¡pin!”, asociando la muerte a la farsa y la inoportunidad.

El humor cruel de Mihura se agudiza con Buby Barton. Dionisio le pregunta la primera vez que se cruza con él: “¿Y hace mucho tiempo que es usted negro? […] ¿Y de qué se quedó usted así? ¿De alguna caída?…”. Paula no se muestra más considerada con Buby: “Eres un negro insoportable, como todos los negros. […] ¿Es que tú crees que puedo enamorarme de un negro? […] He sido novia tuya por lástima… Porque te veía triste y aburrido… Porque eras negro… Porque cantabas esas tristes canciones de la plantación… Porque me contabas que, de pequeño, te comían los mosquitos, y te mordían los monos, y tenías que subirte a las palmeras y a los cocoteros…”. Paula añade que siempre preferirá casarse con una persona educada y blanca. Paula está fingiendo ante Dionisio, pues no es la novia de Buby, sino su compinche para desplumar a “primos” e ingenuos, pero sus frases son despiadadas.

En nuestros días, esa clase de humor sería impensable. No puedo decir que me agrade especialmente, pero siempre es preferible a la autocensura impuesta por la presión externa, ya sea social, moral o legal. De todas formas, sería un desatino acusar de racismo a Mihura, que se limita a no dejar títere con cabeza, disparando sarcasmos en todas direcciones. Su humor corrosivo elige a la burguesía de los años 30 como blanco principal de sus burlas. Don Rosario es un buen hombre, pero su cursilería es insufrible. Utiliza la expresión “carita de madreselva” para darle las buenas noches a Dionisio. Dionisio es rematadamente tonto. Cuando Fanny, otra chica del ballet de Buby Barton, le dice: “Oye, tienes unos ojos muy bonitos…”, contesta: “¿En dónde?”. Aunque se enamora de Paula, Dionisio acabará casándose con su antigua novia. El anhelo de seguridad vencerá al fuego de la pasión y la aventura. Bohemio recalcitrante, Mihura nunca ocultará su desdén por la vida burguesa, que exige madrugar, trabajar, acudir puntualmente a las citas, crear una familia y morirse de aburrimiento los fines de semana, jugando a las cartas con la suegra o viendo el fútbol con una patulea de cuñados, primos y sobrinos.

Mihura ridiculiza a la burguesía con una galería de personajes donde conviven lo ridículo, lo grotesco y lo mezquino. Sus caracterizaciones desbordan ingenio y cierta malicia. Poderoso y acaudalado, el Odioso Señor presume de ser el propietario de cuatrocientos elefantes en la India, a los que ha equipado con “trompa y todo”, y de sus baños en Noruega en compañía de las focas. Posee, además, grandes campos de trigo y tres lujosos automóviles, pero no le gustan demasiado, pues le parece monótono que “vayan siempre las ruedas dando vueltas…”. Don Sacramento sólo piensa en las apariencias y habla como Rubén Darío: “La niña está triste y la niña llora. […] La niña está pálida… ¿Por qué martiriza usted a mi pobre niña?”. El Anciano Militar con el que flirtea Fanny presume de haber luchado contra los indios sioux, y el Cazador Astuto admite que los conejos pueden cazarse o pescarse, según la borrachera que se lleve. Dionisio, con su bobería habitual, reconoce que se casa “pero poco…”. Su futuro suegro se indigna con él cuando afirma que no le gustan los huevos fritos, asegurando que a todas las personas decentes les gustan los huevos fritos, particularmente en el desayuno.

Después de despellejar a la burguesía, Mihura ensalza la vida bohemia, relajada e improductiva. Dionisio lleva tres sombreros de copa en la maleta. Son para la boda, pero con Paula improvisará un juego absurdo, fingiendo que es un malabarista. Su pasión por Paula no le librará de su destino: comer huevos fritos, soportar la ñoñería de su prometida y sufrir problemas digestivos. Paula seguirá con el ballet de Buby Barton, sin hacerse ilusiones sobre su porvenir: “Las muchachas como yo se mueren de tristeza en las habitaciones de estos hoteles”. Los tres sombreros de copa, que simbolizan la fantasía, la libertad y el humor, sucumben ante los sombreros de hongo, tediosos, estólidos y opresivos. Mihura no es un revolucionario, sino un anarquista existencial que reivindica la risa y la imaginación. Frente al Odioso Señor y otros ejemplares de la burguesía, Paula, Buby Barton y Madame Olga, la mujer barbuda, encarnan otra forma de vivir, donde lo absurdo es hermoso. En ese mundo ilógico y delirante, no hay que comer huevos fritos a las seis y media de la mañana, ni sufrir a un suegro que hace reproches, imitando malamente los versos de Rubén Darío. Madame Olga considera que su marido tuvo mucha suerte, pues nació con cabeza de vaca y cola de cocodrilo, lo cual atraía a mucho público. Siempre es preferible eso a levantarse temprano para acudir a la oficina y pasar las horas sobre un triste escritorio, aguantando los bocinazos de un jefe con cara de bulldog.

Eugène Ionesco afirma que el estilo irracional de Tres sombreros de copa “puede desvelar, mejor que el racionalismo formal […], las contradicciones del espíritu humano, la estupidez y el absurdo. La fantasía es reveladora; es un método de conocimiento: todo lo imaginario es verdad; nada es verdad si no es imaginario”. Miguel Mihura corrobora esta tesis: “Tres sombreros de copa no es de esas comedias en las que parece que todo es verdad; es, por el contrario, la comedia en la cual todo parece que es mentira”. La risa es libertad, proclama Ionesco. Por eso, Hitler y Stalin no la toleraban. Más allá de las intenciones del propio Mihura, Tres sombreros de copa transmite que la risa puede salvar al ser humano de sus propios demonios, mostrando la inconsistencia del conformismo, la mediocridad y el odio. Ionesco sostiene que el humor es la única visión crítica que desmonta los tabúes y nos vacuna contra el fanatismo. La obra de Mihura nos invita a “pasar de un plano de la realidad a otro; de la vida al sueño; del sueño a la vida. […] Lo trágico se une a lo cómico, el dolor a lo bufo, lo irrisorio a lo grave. Es una excelente gimnasia intelectual”.

Mihura nos ayuda a soportar la imperfección de la vida y a afrontar la muerte con una sonrisa.En su epitafio, hizo escribir: “Ya decía yo que ese médico no valía mucho”. Magnífica despedida de un hombre que jamás incurrió en el peor de los vicios: tomarse a sí mismo en serio.

domingo, 14 de octubre de 2018

"Los verbos reiterativos" por Álex Grijelmo


Una nueva clase de verbos se incorpora al español periodístico de España. Teníamos verbos transitivos, intransitivos, copulativos, irregulares, defectivos… Ahora se suman los verbos reiterativos. No hay sección que se les resista. Ocupan ellos solos el espacio que antes compartían con otros, que ahora parecen apestados. He aquí algunos de esos verbos depredadores.

Arrancar. Todo arranca. Arranca la temporada, arranca la reunión, arranca la tormenta, arranca el acto, arranca la ceremonia, arrancarán las obras, arrancará un congreso, arranca el juicio, arrancó el conflicto, arranca el minuto de silencio, arranca el partido… (Pronto dirán “arranca el descanso”).

Antes de esta plaga, el partido empezaba, la temporada se iniciaba, la reunión se emprendía, la tormenta se desataba, la ceremonia comenzaba, las obras se acometían, el congreso se abría, el juicio se emprendía, el conflicto se desencadenaba… y se daba paso al minuto de silencio.

Dejar. Este verbo reiterativo se manifiesta con todo tipo de catástrofes, contexto en el que se le despoja de sus significados genuinos (soltar algo, apartarse, permitir…). Así, el terremoto dejó víctimas, el incendio dejó cuerpos carbonizados, las inundaciones dejaron daños, el huracán dejó destrozos.

Qué tiempos aquéllos, cuando el terremoto causaba víctimas, el incendio carbonizaba los cuerpos, las inundaciones dañaban los caminos, el huracán destrozaba las casas. Ahora en cambio un huracán deja 20 víctimas, como si las llevara puestas y las hubiera soltado de repente.

Generar. Oímos continuamente que una cosa genera otra. Un insulto genera un conflicto, un alimento genera diarrea, una patada genera la expulsión, una pregunta genera una respuesta, una agresión genera una guerra, una guerra genera miles de muertes.

Antes los insultos causaban un conflicto, un alimento producía diarrea, una patada ocasionaba la expulsión, una pregunta incitaba a una respuesta, una agresión abocaba a una guerra, una guerra provocaba miles de muertes. El verbo generar ha generado una generosa reiteración general.

Hacer. Este verbo está muy manoseado, en parte porque a menudo cumple la función de un proverbo que sustituye a otro verbo del mismo modo que un pronombre sustituye a un nombre. Decimos “mi prima jugó al baloncesto en su juventud y mi hermana también lo hizo”. Por eso un buen estilo debería huir de su uso en casos como éstos. “Hizo un error”, “hoy hacen una película en la tele”, “haré vacaciones en diciembre”, “mi padre ha hecho 60 años”, “yo le hacía más joven”, “hace cara de pocos amigos”.

Para expresar esas ideas disponemos de verbos más precisos: “Cometió un error”, “hoy emiten una película en la tele”, “tomaré vacaciones en diciembre”, “mi padre ha cumplido 60 años”, “yo le suponía más joven”, “pone cara de pocos amigos”.

Realizar. Para evitar “hacer”, muchos acuden a “realizar”. Se realiza una obra, se realizan las vacaciones, se realiza un edificio, se realiza un atraco, se realiza un adelantamiento, se realiza una pregunta, se realiza una exposición, se realiza un regalo…

Antes se ejecutaba una obra, se tomaban las vacaciones, se construía un edificio, se cometía un atraco, se adelantaba, se preguntaba, se exponía, se regalaba…

Para escribir mejor, vale la pena huir de éstos y otros verbos reiterativos. Y no lo reiteraremos más.

domingo, 7 de octubre de 2018

"Usos amorosos de la postguerra española" de Carmen Martín Gaite


Al leer el ensayo de Carmen Martín Gaite de 1986, Usos amorosos de la postguerra española, me ha recorrido un profundo escalofrío. El sometimiento de la mujer durante la posguerra y su reeducación a cargo de la Sección Femenina me han recordado, y mucho, a la novela (y después serie de televisión), El cuento de la criada. Atwood inventa un mundo futuro en el que la mujer se ve sometida a unos rituales aberrantes por parte de una sociedad autoritaria de hombres religiosos. Es sorprendente, pero es así, la sociedad distópica de El cuento de la criada la inventamos en España. Es más, la actriz que interpreta el papel de ama de las criadas se parece sospechosamente a la jefa de la Sección Femenina, a la hermanísima, Pilar Primo de Rivera. 
Parecidos usos impuestos en la posguerra española por el Movimiento y por la Iglesia, resultan espeluznantes en la ficción de Atwood. Estas eran las asignaturas que se cursaban en los seis meses de Servicio Social obligatorios para toda mujer que quisiera obtener trabajo: Religión, Cocina, Formación familiar y social, Conocimientos prácticos, Nacionalsindicalismo, Corte y Confección, Floricultura, Ciencia Doméstica, Puericultura, Canto, Costura y Economía Doméstica. Además de este adoctrinamiento explícito, la convención social y las leyes exigían de la mujer sumisión al marido y preparación para ser madre, solo eso. Eso, participar en las tradiciones y no salirse de las convenciones estrictas y castradoras de la Iglesia y el poder político. Tal y como le ocurre a las esposas y criadas del cuento de Atwood. 
Como en El cuento de la criada, durante el franquismo, el sexo solo se menciona para procrear y hay una obsesión en favor de limpio contra lo sucio, de lo sano contra lo malsano. "La afición al aire libre y al sol era un antídoto contra el ambiente impuro de bares, cines y tertulias". 
Esas criadas vestidas de rojo, que sirven para la procreación de familias pudientes, cuyas mujeres son estériles, son nuestras madres y abuelas de la posguerra. A la mujer española se le impuso la perversión de los rituales religiosos y sus usos morales. Se la sometió violentamente, como se somete en la novela a esas muchachas fértiles, con una diferencia. En la ficción, la protagonista es consciente de este sometimiento y quiere escapar. En la realidad española, la mayoría de las protagonistas no eran conscientes de su suerte. Ni siquiera ahora, más de cincuenta años después, son conscientes de la bilis que arrastramos.    

sábado, 6 de octubre de 2018

"Juan Codina, memorable Max Estrella" por Liz Perales


Cuando veo Luces de bohemia no puedo eludir plantearme las dos cuestiones controvertidas que los estudiosos del teatro de Valle suelen sacar a colación: si el final de la obra es el que se merece; y si es una pieza extraordinaria como texto literario pero de difícil representación. La producción dirigida por Alfredo Sanzol en el Centro Dramático Nacional, y estrenada ayer en el María Guerrero, despeja estas cuestiones.

El anecdotario teatral recuerda que ya el mismo José María Rodero, actor que interpretó el papel de Max Estrella en la primera producción profesional que se hizo de la obra en nuestro país, la dirigida por José Tamayo en 1970, se preguntó más o menos lo siguiente: “¿Por qué sigue la obra cuando yo me muero?”. Y efectivamente, es imposible escapar a esta pregunta también en la sencilla y despojada puesta en escena de Sanzol.

Me aventuro a pensar que Sanzol-autor también comparte que la obra debería acabar en la escena XIII, o sea, en el velatorio de Max Estrella en su casa, y así lo da a entender cuando decide terminarla haciendo que Max Estrella se levante del ataúd, coja la mano de su mujer Colette y ambos esperan a que se una su hija Claudinita para hacer mutis.

Las siguientes escenas, las XIV y la escena última, alargan la producción hasta las dos horas y media, el ritmo decae y desde el punto de vista de la acción no añade nada. Oímos un fantástico diálogo en el camposanto y ante la tumba de Max entre Rubén Darío y el Marqués de Bradomín (alter ego de Valle) sobre la muerte y la religión. La última escena tampoco nos dice nada que no sepamos, y que no se hubiera podido deslizar antes: Don Latino gastándose el premio del billete de lotería que robó a su “amigo” Max. El hecho de que Valle-Inclán publicara esta obra por entregas en un periódico es una razón pecuniaria que explicaría estos dos añadidos.

Respecto a las dificultades de escenificación de un texto como el de Luces… hay una corriente de opinión que piensa que la obra -con un diálogo muy literario y elaborado, que incorpora argot bohemio o cheli de la época, y con continuas referencias a la actualidad del momento en que fue escrito, 1920-, está pensada para un estilo de intérprete declamatorio y que, además, acusa el paso del tiempo. Pero esta puesta en escena de Sanzol lo desmiente categóricamente.

Dos grandes virtudes le encuentro yo a este montaje: la unidad de criterio del director que aplica tanto en los aspectos estéticos como ideológicos, y el tono tragicómico en el que actúa este elenco, todos a una y haciendo “naturaca” un texto realmente hermoso pero endiablado, y sacándole mucha punta al humor que contiene.

El criterio es el despojamiento, la absoluta desnudez pues hasta se nos muestran los huesos del mismo escenario, o sea, la caja, sin telones que la cubra. No hay tramoya, solo personajes que también vemos reflejados en un desfile de espejos que van paseándose por el escenario y que los mismos intérpretes mueven; vemos la realidad del personaje y su apariencia grotesca reflejada en el espejo (definición del esperpento según Ruiz Ramón). O sea, un dispositivo de una sencillez apabullante, que funciona en el teatro María Guerrero, pero también podría hacerlo en un escenario alternativo, y que deja todo el campo abierto a los actores, auténticos protagonistas.

No es fácil armar un elenco tan numeroso y que el resultado sea equilibrado. Aquí se consigue. Al frente de todos un actor que hace un trabajo magistral. Diría que ha sido Max Estrella quien se ha apropiado de la personalidad de Juan Codina pues con su menuda figura da cuenta de la tragedia del poeta ciego y bohemio con la ironía, sarcasmo, lucidez y sensibilidad que transmite el texto. Este Max de Codina es uno de los mejores que he visto y llevo ya tres grandes producciones de esta obra. Es una gozada verlo. Su pareja no le va a la zaga, Chema Adeva es Don Latino, el grotesco y desaliñado “amigo” de juerga, su compañero en una noche por un Madrid absurdo, brillante y hambriento, un canalla que acaba dejándole muerto en la puerta de su casa. Una pareja de actores compenetrada y… bendecida.

El resto del elenco ofrece grandes momentos, algunos muy divertidos. Casi todos los actores se multiplican en varios personajes, menciono solo a algunos: fantástico Jesús Noguero, especialmente en las escenas como Filiberto, el director de El Popular, y como Marqués de Bradomín; Angel Ruíz llega a un nivel de detalle extraordinario como Rubén Darío, personaje muy distinto a Serafin el Bonito, que también interpreta; muy potente Paula Iwasaki como la Pisa-Bien; Jorge Kent, otro gran actor doblándose en varios personajes; graciosísimo Paco Ochao como Don Peregrino Gay; Natalie Pinot y su moderna Colette; la versátil Ascen Lopez como vieja pintada o Merceditas del Corral (licencia que se permite Sanzol al cambiarle el sexo a Don Diego del Corral); Lourdes García, una actriz con un encanto muy especial como se pone de manifiesto haciendo de La Lunares…

Luz de tono expresionista (Pedro Yagüe) al igual que la música que ilustra la función, interpretada en directo por Fernando Velázquez y que introduce dos canciones que entonan los actores, escenografía y vestuario de Alejandro Andújar. Sanzol es fidelísimo al texto original, solo se ha permitido una licencia sobre la monarquía, y está totalmente justificada, ayuda a comprender bien las intenciones de Valle al hablar de ella.