sábado, 24 de noviembre de 2018

Rutas Literarias 2018 III: "Tárraco era nuestra, pero las naves se hundieron en Peñíscola"


Atrapados por la cultura catalana, nos sumergimos, el tercer día de viaje, en su historia más antigua. Los romanos se instalaron en Tárraco porque siempre era primavera allí (y no voy a nombrar al Corte Inglés, coño, ya lo he hecho). Otra guía espigada (los calçots estirán los huesos), joven y educadísima nos conduce extra e intramuros de la ciudad primaveral, por los rincones del siglo II d. C. Es la época del esplendor de Tárraco (treinta mil habitantes, como Tomelloso). Mientras la guía intenta vestirnos el peplum, Alberto no consigue que su botella de agua de medio litro se pose derecha sobre los sillares de Augusto. Violeta pregunta una y otra vez por el tiempo libre (Zara la llama) y Raúl escucha entusiasmado mientras piensa en su abuelo y en su alambique recién fregado. El mar, al fondo, sirve de telón natural al circo romano, aunque la belleza no está reñida con las necesidades físicas: todos al servicio y a almorzar.
En la villa romana de Els Munts, Faustina, una patricia romana de buen ver, a pesar de su más de dos mil años, nos viste con túnicas de esclavos y nos presta un cuadernillo con tablilla de cera incluida para que participemos de la visita activamente. Los romanos lo inventaron todo, ya lo dijeron los Monty Python y Faemino y Cansado, desde las letrinas hasta los métodos de investigación del CSI. Faustina, también joven y amabilísima, nos vuelve a confirmar el talante culto y afable de los pobladores de estos territorios. Será la primavera eterna. Será. 
En Gavá, las banderas españolas le ganan la partida a las esteladas en los balcones. A nadie importa este dato, a mí tampoco. Visitamos unas minas de variscita, arregladas por la inversión pública para que conozcamos nuestro pasado sin banderas. De los romanos hemos descendido hasta los iberos. Yo solo había visto la variscita (un mineral verde) en los collares que los africanos venden en Calpe. Raúl sigue pensando en su abuelo y en una llamada que recibió de su amigo Eduardo a las dos de la mañana. La pregunta de Eduardo era ciertamente misteriosa: "¿Qué haces?" Ni Miguel (el amigo de las apuestas deportivas) habría fallado la respuesta: "Dormir, coño, dormir". Violeta sigue requiriendo tiempo libre. 
Tras sumergirnos en lo más hondo del pasado catalán (y esto es literal), abandonamos la comunidad de Torra y Rosalía. Ellos no lo saben, pero ya han sido colonizados por los japoneses. Pronto veremos a un presidente catalán con los ojos rasgados y un palo selfie sentado en los escaños de la Generalitat. Antes, pasamos por una lonja de pescado en San Carles de la Rápita. Es el último bastión: dinero, mar y tradición. Pulpos de roca y canaíllas. Las mismas que se pescan en Peñíscola, ciudad de Calabuig, del chiringuito de Pepe, de una camarera rumana un tanto ida y del papa Luna (amante de los cascos de astronauta y de los castillos de piedra berroqueña). Raúl se fotografía en su regazo y actúa para todos nosotros interpretando un papa demasiado honesto. Violeta vuelve a preguntar por el tiempo libre con escasa convicción (Zara ya no está). 
La playa de Peñíscola nos atrae, nocturna y sola. Nos rendimos a ella. Es noviembre y solo queremos mojarnos los tobillos para mejorar el riego sanguíneo y para bañarnos de luna, que ilumina el castillo con ansia de travesura. Una ola traicionera nos alcanza las rodillas y después las ingles. Admirar la luna desde el paseo marítimo habría sido suficiente ofrenda. El mar, la mar no respeta ni los pantalones remangados ni las fronteras. Lo mismo ahoga a un catalán que le encoge las pelotas a un utielano. Después paz, la misma que se respira en el empedrado de las calles de Peñíscola en otoño. Raúl sigue pensando en su abuelo, ahora enfundado en un chubasquero que recuerda mucho al del protagonista de Viernes 13 o a doña Rogelia. Me rindo a su estética: jersey de lana, polo, cazadora de cuero y chubasquero XXL con capucha abotonada. Ni el papa Luna lo habría vestido mejor. Seguimos al estandarte, una palma mustia que sirve de bandera a los entusiastas de la cerveza, la cultura y el mar nocturno. 
Violeta duerme. Sueña con los pasillos iluminados de las galerías comerciales de Valencia.            

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