martes, 22 de mayo de 2018

"Breve elogio del sexo" por Carlos Mayoral


Como uno tiende, habitualmente, a buscar en la literatura lo que no encuentra en la vida, es muy común que el lector (o el escritor, si es que no es lo mismo) idealice la página por encima de sus posibilidades. Creo firmemente que el arte es una vida hiperbolizada. El amor es más amor si lo descubres en un soneto medieval, como la amistad es más amistad si sirve para que caballero y escudero derroquen a gigantes o la infidelidad es más infidelidad si aparece en una novela rusa. También Londres es más Londres si se narra bajo la pluma de Dickens o, yo qué sé, la vida en un monasterio de los Apeninos es atractiva si la describe Umberto Eco. Y ojo, esta exageración no tiene por qué tener un tono alegre. También el miedo es más miedo bajo las teclas de Maese Pérez, el asesinato duele más en los renglones de Capote que durante los treinta y cinco minutos de telediario y la agonía se saborea con más amargura si es Iván Ilich el que la padece. Hasta aquí, todo bien. Ahora, ¿qué ocurre con el sexo? Pues que si ya de por sí es el motor de las fantasías del ser humano, tiene que ser necesariamente el leitmotiv de la creación literaria. Y, como en la vida, en las páginas hay expresiones sexuales sucias, animales, furtivas, elegantes, anodinas, turbulentas, fugaces… Allí donde el deseo pase por ser el tema principal de la obra, habrá sexo, real o imaginario.

Y no piense el lector que esto es cosa de la contemporaneidad. Ya desde la Edad Media uno se percata de hasta qué punto los placeres carnales marcan al ser humano. Boccaccio, en el siglo XIV, dibuja en su Decamerón el retrato de la lujuria hecha cuento. Aún quedaba lejos el Renacimiento, pero el narrador florentino sabe que se han acabado los preceptos de la Iglesia, y que la vida terrenal es mucho más importante de lo que le quieren hacer creer. Más allá de un puente hacia la eternidad, esta vida terrenal debe tener algo que llevarse a la boca. O al menos eso piensa Boccaccio, que lanza a sus personajes a la vida licenciosa olvidándose de las obligaciones morales marcadas por Roma, y alude en varios pasajes al disfrute carnal de todos ellos. Muy pronto, claro, apenas unos decenios más tarde, el marqués de Santillana, uno de los faros de la literatura medieval en castellano, preso de todo lo que contara con un aroma italianizante, tuvo que subirse al carro de liberación artístico-moral con sus célebres Serranillas. En ellas, además del tema clásico de elogio lírico de la serrana (muy itálico todo), se dan escenas de sexo donde el marqués (o la primera persona que habla por él) acaba retozando con la mujer en cuestión. Este modus operandi lo abrazan también otros ilustres poetas medievales, como el gran Arcipreste de Hita, quien deja que sus personajes den rienda suelta a la pasión amatoria escondidos entre matorrales y fauna.

Asy concluymos
el nuestro proçesso
sin facer exçesso
é nos avenimos.


É fueron las flores
de cabe Espinama
los encobridores.


La moçuela de Bores, fragmento.

Si el Medievo, época de recato al furor interior, ya le entreabría las puertas a una aceptación de los placeres sexuales, el Renacimiento, más abierto y hedonista, no podía quedarse atrás. La Celestina, obra que juzgo ya renacentista a pesar de que muchos la incluyan entre la opacidad de la Edad Media, es la encargada de sujetar el pomo. La anciana anima a Calixto a confundir sexo y amor, algo común hoy, inimaginable entonces. También son carne de imaginario los célebres dobles sentidos que los místicos, comandados por santa Teresa, le dan al amor e incluso al gusto que proporciona el amor. No debemos olvidar que atravesamos ese siglo, el XVI, que vio nacer las teorías de Erasmo. Si la religión había sido el principal dique para contener la marea sexual que reposa dentro del ser humano, las teorías eramistas suponen un respiro espiritual para el ser renacentista. Europa dobla la cerviz ante esta especie de alivio moral (España no tanto, sujeta por el peso del mango de la espada contrarreformista), y se suceden los aguijonazos sexuales en cada texto. El propio Maquiavelo lo había sugerido en su El príncipe, esa guía del gobernante que rigió las conductas de los mandamases durante muchos años. Allí, separando moral y política, habla del sexo como medida de poder, único objetivo del italiano. De hecho, en su literatura, el sexo no tiene nada de trascendente, y solo busca el interés propio (¿qué es el placer sino interés propio?). En su «Mandrágora», por ejemplo, el personaje femenino inventa una pócima para practicar el fornicio con diversos hombres. Ya se veía la luz al final del túnel.

Voyme que me hazés dentera con besar y retoçar.

La Celestina, acto VII.

La llegada del Barroco solo acentúa la tendencia. La obra más grande entre todas las obras, El Quijote de Cervantes, está plagada de escenas de velado erotismo. Desengañadas como Leandra, imparables como Maritornes, sugerentes como Altisidora, onanistas como Vicente… El juego con el que Cervantes escapa de la recatada censura del XVII es extraordinario. Mismo simbolismo podemos encontrar en su hermano shakespeareano, y ese erotismo difuso se mastica en cada obra. Desde la elegantemente sexualizada muerte de Romeo y Julieta (el cáliz, símbolo vaginal por excelencia; la daga de Romeo penetrando en la carne de Julieta) hasta la soez entrepierna abultada del sir Falstaff. Este erotismo lo trasladan los grandes dramaturgos a la escena española. Desde Lope, que no solo se llevó ese erotismo al teatro, sino también a poesía e incluso a la vida; o Tirso en el celebérrimo don Juan, burlador mayor de Sevilla.

Había el arriero concertado con ella que aquella noche se refocilarían juntos, y ella le había dado su palabra de que, en estando sosegados los huéspedes y durmiendo sus amos, le iría a buscar y satisfacerle el gusto en cuanto le mandase.

El Quijote. Primera parte, Capítulo XVI.

El XVIII es el siglo Sade en lo que a materia sexual se refiere, hasta el punto de incluir todavía hoy su huella en el diccionario de lengua española. Es este un siglo que continúa con la tendencia aperturista que venía digiriéndose, aunque esa apertura no fuese lo suficientemente amplia como para dejar pasar a un genio intelectual de la categoría del Marqués de Sade. Más que su polémico discurso, de su figura molestaba la capacidad para conseguir que el lector se replantee hasta el último de sus cimientos morales. En este plano, claro, está incluido el sexo. Ya se ha dicho en este párrafo: Sade molestaba. Y como molestaba, fue recluido en mil y un manicomios primero; en el olvido más triste después. Lo que no pudieron parar es su legado, que recogido por plumas tan majestuosas como las de Flaubert, Dostoievski o De Beauvoir fue alzado y colocado para siempre en el centro del imaginario universal. Hay un antes y un después en la percepción de la vida sexual después de Sade.

El vicioso sacerdote la forzó a colocarse boca arriba, y pegó su odiosa boca a la de ella, como si tratara de arrebatarle de los pulmones los gritos que su látigo no había podido arrancarle.

Justine, primera parte del Libro 4.

Con este impulso, el desenfreno del XIX se convirtió muy pronto en un hecho. Es todavía un erotismo velado, una pasión clandestina que le hace mucho bien al párrafo, alejada de esa lujuria del XXI que se cincela entre la pornografía de cartón piedra y los libros que arrojan más de cincuenta sombras a la libido. Este XIX, por ejemplo, es el XIX de Baudelaire y de sus flores del mal, ese tratado sobre el vicio y la degeneración que hubo de prohibirse por miedo a la reacción popular. Por el mismo precio se censura la Madame Bovary de Flaubert, por lo que tiene de cierta liberación femenina que más tarde guiaría a la Karénina de Tolstói o a la Ozores de Clarín. El carruaje en el que Emma y León dan rienda suelta a sus instintos carnales es ya un símbolo de la literatura universal. Nótese cómo esta liberación femenina solo se plantea desde el prisma del hombre. Si bien algunas pioneras como Rosalía de Castro en España, las Brönte en Reino Unido, Aurore Lupin en Francia o Louise Aston en Alemania habían conseguido desnudar espíritus sobre el papel, todavía quedaban décadas para hacer lo propio con el cuerpo. Sin embargo el XIX avanzaba. Los románticos, con Byron a la cabeza, se llevan la lujuria del papel a la vida. En España, los Bécquer retratan y cantan a la reina Isabel rodeada de su corte practicando el fornicio en todas sus formas. En novela, el siglo va consumiéndose con burdeles de Sawa o López Bago. En poesía, Darío pone el punto final rimando, así en frío, no sé qué palabra con «sagrado semen». Dorian Gray esconde en el sótano el resultado de todos sus impulsos sexuales. A su creador, Wilde, lo digo por terminar el siglo con vergüenza, acaban encarcelándolo precisamente por sus inclinaciones amatorias.

La gente del pueblo se quedaba pasmada ante aquella cosa tan rara en provincias, un coche con las cortinillas echadas, y que reaparecía así continuamente, más cerrado que un sepulcro y bamboleándose como un navío. […] Después, hacia las seis, el coche se paró en una callejuela del barrio Beauvoisine y se apeó de él una mujer con el velo bajado que echó a andar sin volver la cabeza.

Madame Bovary. Capítulo 1, tercera parte.

El tono sexual de una narración o de un discurso poético ya es capaz de mostrar todas sus vergüenzas sin pudor y sin recato al otro lado del siglo XX. Y fue Freud quien a principios de siglo hablaba de la naturaleza humana como un impulso con dos caminos: la bestia salvaje o el eros. Por el primer camino se pasea el siglo de la infamia: cien años de guerras mundiales, civiles, frías; cien años de holocaustos, de bombas nucleares, de muros, de terrorismos. Por el segundo trayecto, el del erotismo, los escritores ya caminan sin que nada ni nadie les afee su libertinaje, intentando aplacar los horrores de la naturaleza animal freudiana. Joyce relata las virtudes de una buena paja en el libro que cambiaría el destino de la narrativa mundial. La Lolita de Nabokov radiografía la lascivia de un monstruo. No menos escandalosa es la Lady Chatterley de D. H. Lawrence, quien antepone el sexo a la razón. Bukowski relata en sus cuentos, en primera persona, con todo lo que eso supone desde el punto de vista emocional, el fornicio desde todos sus prismas. Marguerite Duras proyecta su vida en El amante, donde el sexo es casi el protagonista principal de la obra. También describe los hábitos sexuales con franco detalle Henry Miller en su Trópico de Cáncer, lo que le llevará a los tribunales para escarnio de la libertad de expresión. En este país, cuarenta años de dictadura desembocaron en un estallido que, más allá de ciertos problemas sociales que trajo consigo, supuso una liberación para un país que había vivido pegado al cilicio y al rosario. Almudena Grandes, Leopoldo María Panero, Mercedes Abad, Luis Antonio de Villena, Ana María Moix… Proponerse componer aquí una lista de autores que recurran al sexo en sus páginas durante estas últimas décadas es imposible: nadie puede labrarse una carrera literaria en condiciones sin que el erotismo y la palabra se fundan.

Algo despertó en ella mientras él la penetraba, descargas intensas como campanadas.

El amante de Lady Chatterley.

martes, 8 de mayo de 2018

"La vida inacabada de Antón Chéjov" por Rafael Narbona


Agnóstico, liberal y pragmático, Antón Chéjov quizás es el autor más occidentalizado de su generación. Si identificamos el latido del alma rusa con el paneslavismo y la espiritualidad ortodoxa, no cabe otra alternativa que situar al escritor en una órbita muy alejada, donde prevalecen el sentimiento cosmopolita y el escepticismo religioso. Como afirma Nabokov en su Curso de literatura rusa, “Chéjov era, antes que nada, individualista y artista”. Conviene aclarar que su conciencia artística jamás desembocó en el esteticismo o la amoralidad. En sus páginas no circula la angustia que impregna toda la obra de Dostoievski, pero jamás peca de ligereza o frivolidad. Su dura infancia, soportando el maltrato de un padre alcohólico y despótico, y la aparición de la tuberculosis en 1887 cuando solo tenía veintisiete años, le revelaron tempranamente la fragilidad de la existencia humana. La expectativa de la muerte sobrevuela por sus textos como una melodía recurrente. Sin embargo, no lo hace de una manera trágica y sombría, sino con la serenidad del pensador que ha meditado sobre la finitud y ha comprendido su necesidad. Todos tenemos que morir, pero eso no resta valor a nuestros actos. No se vive dos veces y, por ese motivo, debemos apreciar cada día, cada instante. Demasiado inteligente, Chéjov no incurre en el tópico literario del “carpe diem”, que aconseja no pensar en el mañana. No se trata de buscar el placer inmediato, sino de imprimir un significado a nuestras vivencias. Solo de este modo podremos unificar e impregnar de sentido los distintos tramos de nuestro paso por el mundo.

A diferencia de Nikolái Gógol, Chéjov era un firme partidario del progreso y el cambio social. En una carta de 1894 a su editor y amigo Alekséi Suvorin, explica su punto de vista, forjado por las amargas experiencias de su niñez: “Adquirí mi fe en el progreso cuando era niño; no podía dejar de creer en él, porque la diferencia entre el período en que me daban palizas y el período en que dejaron de hacerlo, era enorme”. Aunque admiraba a Tolstói, nunca se dejó seducir por su anarquismo cristiano, que supeditaba la regeneración moral de la sociedad a la propagación del ascetismo como modelo de vida: “Algo me dice que hay más amor a la humanidad en la energía eléctrica y la máquina de vapor que en la castidad y el vegetarianismo”. Chéjov era un hombre reservado y modesto, con una madurez prematura, casi innata, y una ilimitada generosidad. Maksim Gorki admite que en su presencia: “todos sentían un deseo inconsciente de ser más sinceros, más sencillos, más ellos mismos”. Chéjov siempre obró desinteresadamente. Mientras estudiaba medicina en la Universidad de Moscú, comenzó a escribir relatos humorísticos a una velocidad vertiginosa para costearse la carrera y mejorar la situación económica de su familia. Su padre, que poseía un comercio, se había arruinado y tuvo que ocultarse para no acabar en la cárcel. Aunque no era el hermano mayor, sino el tercero de seis, Chéjov asumió el cuidado de toda su familia, escribiendo a destajo para garantizar su bienestar. Su éxito como autor de cuentos y obras teatrales no le empujó a desentenderse de los problemas ajenos. En un cuaderno de notas, escribió: “El turco abre un pozo para la salvación de su alma. Sería bueno que cada uno de nosotros dejara tras de sí una escuela, un pozo o algo semejante, de suerte que nuestra vida no pasara a la eternidad sin dejar una huella tras de sí”.

Chéjov no se limitó a expresar un deseo con hermosas palabras. Su altruismo fue real y se materializó en iniciativas concretas, que aliviaron el sufrimiento de los más vulnerables y desdichados. Durante una epidemia de cólera, prestó sus servicios como médico desde su dacha de Mólijevo, situada en las afueras de Moscú. Atendió a veinticinco pueblos sin cobrar nada. Solía decir: “La medicina es mi esposa legal; la literatura, sólo mi amante”. Cuando regresaba de sus viajes, alzaba una banderita roja para anunciar que podían acudir a su consulta los enfermos de la zona. Para organizar mejor su trabajo, construyó un dispensario cerca de su vivienda e impartió gratuitamente clases de higiene, con el fin de frenar las epidemias. Su hermana María Pavlovna, que le ayudaba como enfermera, relata que al año atendía de forma gratuita a más de un millar de campesinos, suministrándoles sin ningún coste todas las medicinas. Más adelante, ayudaría a recaudar fondos para combatir la hambruna desatada por la pérdida de las cosechas en Samara. Cuando su tuberculosis se agravó, se trasladó a Yalta con su esposa, la actriz Olga Knipper. A pesar de su creciente deterioro, continuó ocupándose de los enfermos sin recursos e incluso adoptó a dos perros. Su actividad filantrópica coexistió con una fuerte inquietud social. En 1890 realizó un viaje de ochenta y dos días en coches de caballos, vapores y destartalados carruajes para visitar la colonia penitenciaria de la isla de Sajalín, un verdadero infierno que lo dejó conmocionado, mostrándole la faceta más inhumana de la Rusia zarista. Su clarividencia moral nunca se convirtió en arrogancia. Dos años antes, había escrito en una carta dirigida al novelista y dramaturgo Iván Scheglov: “Debemos dejarnos de charlatanería y declarar con franqueza que en este mundo no hay nada claro. Solo los tontos y los charlatanes lo comprenden todo”. No es posible comprenderlo todo, pero no debemos abstenernos de especular, inquirir, razonar. Por eso, creó tres escuelas para proporcionar instrucción a los hijos de las familias campesinas.

Chéjov no pretendía ser un narrador omnisciente, ni un moralista: “El artista no debe convertirse en juez de sus personajes y de lo que dicen; su única tarea consiste en ser un testigo imparcial, […] presentarlos bajo una luz apropiada y hacer que hablen con su propia voz”. Chéjov no dedicaba mucho tiempo a sus cuentos: “No recuerdo un solo cuento en el que haya trabajado más de un día”. Su forma de escribir estaba más cerca del periodismo que de la poesía, lo cual no significa que no fuera capaz de introducir un delicado lirismo en sus textos: “He escrito mis relatos de la misma manera que los reporteros redactan sus notas sobre los incendios, de manera mecánica, apenas consciente, sin preocuparme lo más mínimo por el lector o por mí mismo”. Chéjov era más cuidadoso con los jardines de sus sucesivas casas que con su propia prosa. Paradójicamente, su forma ágil y fluida de escribir jamás incurrió en la estridencia o el desaliño. Su pasión por los jardines parece una metáfora de su incapacidad de escribir novelas. Si hubiera sido músico, no habría compuesto sinfonías, sino tríos, cuartetos o, a lo sumo, quintetos. No le atraía lo sublime, sino lo bello y simétrico. Ese talante explica su desconfianza hacia las ideologías. Aunque detestaba el régimen de servidumbre, casi podemos aventurar con certeza que jamás habría apoyado la dictadura de los soviets. Su desconfianza hacia las ideologías incluía los dogmas religiosos: “He perdido la fe hace mucho tiempo y siempre me he quedado perplejo ante el espectáculo de un intelectual que sea al mismo tiempo un creyente”. Cuando Tolstói, al que apreciaba y admiraba, le hablaba de la inmortalidad reaccionaba con incredulidad e ironía. El autor de Guerra y Paz especula que “todos nosotros (hombres y animales) seguiremos viviendo en algún principio (como razón y amor), cuya esencia es un misterio. Pero solo puedo imaginarme ese principio o fuerza como una masa gelatinosa; mi yo (mi individualidad, mi conciencia) se fundiría con esa masa; no siento la menor necesidad de esa clase de inmortalidad, no la comprendo”. El escepticismo de Chéjov nunca implicó cobardía o tibieza moral. Cuando la Sección de Letras de la Academia de la Ciencia, a la que pertenecía desde 1900, vetó el ingreso de Gorki por sus actividades políticas, protestó enérgicamente y presentó su dimisión.

Chéjov detestaba la imagen del artista maldito, atormentado. En 1901, Olga le escribe: “el corazón se me encoge cuando pienso en el silencioso y profundo pozo de melancolía que hay dentro de ti”. El escritor responde: “¿Qué tontería es ésa, querida? No soy un hombre melancólico y nunca lo he sido; me siento tolerablemente bien y cuando estás conmigo, completamente bien”. Hay varias versiones sobre la muerte de Chéjov. Algunos aseguran que cuando Olga se disponía a ponerle una bolsa de hielo en el pecho, se dirigió a ella con una triste sonrisa, rogándole que no lo hiciera: “No pongas hielo en un corazón vacío”. Sin embargo, otros testimonios modifican la frase, afirmando que en realidad dijo: “No pongas hielo en un estómago vacío”. Eso sí, hay consenso en que, poco antes de expirar, susurró en alemán: “Ich sterbe” (Me muero). Chéjov murió el 15 de julio de 1904 en Badenweiler, un balneario de la Selva Negra. Su cadáver fue trasladado a Moscú en un vagón refrigerado que se utilizaba habitualmente para transportar ostras, lo cual indignó a Gorki. Pienso que a Chéjov, en cambio, no le habría molestado, pues nunca le agradó lo trágico y solemne.

Maestro del relato, Chéjov nunca se sintió satisfecho con su producción teatral. Aunque nos dejó piezas tan notables como La gaviota (1896), Tío Vania (1900) y El jardín de los cerezos (1904), se mostró implacable con su faceta como dramaturgo: “He desaprovechado los temas, los he desaprovechado para nada, de una forma escandalosa y estéril. […] No estoy hecho para el teatro”. Sabemos que no es así, que sus creaciones teatrales abordan magistralmente los problemas del hombre moderno, acosado por el desencanto, el tedio y el escepticismo. No son piezas coloristas e ingeniosas, sino estudios sobre la infelicidad, el hastío, la soledad y el fracaso. Chéjov escenifica con elegancia y delicadeza la incertidumbre de una época de transición. La Rusia tradicional se deslizaba por una pendiente de decadencia y disgregación, pero el porvenir se perfilaba incierto y quizás igualmente imperfecto. Sin el misticismo de Tolstói, la angustia metafísica de Dostoievski o el conservadurismo de Gógol, Chéjov compone cuadros sumidos en la penumbra. Es el cronista de lo cotidiano, el testigo desapasionado de un mundo sin belleza ni heroísmo, el frío psicólogo de las pasiones ajenas. No pretende cautivar, ni deslumbrar. Solo desea narrar lo que acontece a su alrededor. Durante el otoño de 1945, Isaiah Berlin se encontró con Anna Ajmátova y hablaron de literatura. Berlin reprodujo su entrevista con notable elocuencia: “Se movía y actuaba como una reina trágica. De inmensa dignidad, con gestos pausados, una noble cabeza, rasgos hermosos y algo severos, y una expresión de inmensa tristeza, […] me preguntó qué leía: antes de que pudiera responderle, atacó el mundo de color de barro de Chéjov, sus aburridas obras de teatro, la ausencia en su mundo de heroísmo y martirio, de profundidad, oscuridad y sublimidad”. Ajmátova concluyó su diatriba, observando que en Chéjov “no brillan las espadas”. No se equivocaba, pero nada de eso resta mérito a la obra de Chéjov. “La dama del perrito”, uno de sus cuentos más perfectos, discurre en una atmósfera de tristeza y tedio. No hay espadas, heroísmo ni sublimidad, pero sí indulgencia y compasión. Las vidas fracasadas de sus personajes nos conmueven, sin la necesidad de movilizar las notas grandilocuentes de un poema trágico.

Publicado en 1899, “La dama del perrito” se concibió como una respuesta a Anna Karenina. Chéjov deseaba contar la historia de dos amantes sin condenarlos. El adulterio no es algo ejemplar, pero no debería considerarse una grave falta que exige un castigo y una redención. Por eso, no maltrata a sus personajes e intenta explicar sus motivaciones. Gúrov, un banquero de mediana edad, y Anna Serguéievna, un joven triste e insatisfecha, no son felices en sus respectivos matrimonios. Se conocen en Yalta e inician un romance con una fuerte carga sexual. Gúrov es un donjuán que presume de su misoginia, pero no soporta la compañía masculina. No sabe cómo hablar, ni cómo comportarse entre amigos de su sexo. En cambio, habla animadamente con las mujeres y entiende su mundo. De nuevo, la sombra del donjuanismo aparece asociada a cierto afeminamiento, escarneciendo la virilidad del hombre con un hambre insaciable de conquistas. Gúrov, que engaña sistemáticamente a su esposa, considera a la mujer “una raza inferior”, pero es incapaz de respetar un compromiso. Su idilio con Anna está contaminado desde el principio por su egoísmo. De hecho, no ignora la vulnerabilidad de su amante: “Hay algo en ella que inspira piedad”. Anna se desprecia a sí misma por su comportamiento. “Parece la pecadora de un cuadro antiguo”, con su rostro desolado y su mirada húmeda.

Los amantes viven una mentira, pues en realidad apenas se conocen. Solo les une su insatisfacción. Después de una breve separación, su breve idilio se transforma en encuentros mensuales en un hotel de Moscú. Llevan una doble vida, soportando el dolor que acarrea cualquier impostura. Por un lado, mantienen la apariencia de normalidad, fingiendo emociones falsas. Por otro, cultivan el secreto, amándose furtivamente. Ninguno es feliz con esa situación, que les condena a ocultarse como ladrones. Confinados en un espacio opaco, se preguntan si alguna vez podrán salir a la luz y vivir sin mentiras. La historia finaliza sin moralejas, pero sin omitir que el paso del tiempo ya afecta a los amantes. Las canas de Gúrov y las incipientes arrugas de Anna ponen de relieve que han comenzado a dejar sus vidas atrás, casi sin advertirlo. No son culpables de un horrible delito. Simplemente, son desgraciados, como la mayoría de los seres humanos.

Los cuentos de Antón Chéjov no son obras dispersas, sino fragmentos de un gigantesco mosaico que nos ofrece una visión panorámica de un tiempo de cambios y transformaciones. Muchos relatos parecen inacabados, como la vida del escritor, que se interrumpió prematuramente. No es un defecto. En la existencia del individuo y del cosmos no hay finales concluyentes, sino saltos y cortes abruptos. Lejos de cualquier forma de nostalgia por el pasado, la literatura de Chéjov se adelanta a su época, mostrando que el hastío, el desarraigo y la frustración dominarán el siglo XX y que sólo podrán aplacarse mediante el humor, la tolerancia y la ternura.

lunes, 7 de mayo de 2018

"Pícaros: los bajos fondos en la España del Siglo de Oro" por Francisco Núñez Roldán


La voz "pícaro" –derivada del verbo picar o de la pica del soldado (una lanza larga)– comenzó a usarse a finales del siglo XVI. La expresión se extendió hacia 1580, cuando en toda Castilla proliferaban mendigos y vagabundos, hasta el punto de alarmar al poder. Eran jóvenes que vivían al margen del sistema, fuera del entorno familiar, robando y evitando con astucia caer en manos de la justicia.

La eclosión del pícaro tuvo que ver con el progresivo empobrecimiento de la población española y europea desde principios del siglo XVI. El crecimiento demográfico expulsaba del campo a la gente joven, que marchaba a unas ciudades entonces florecientes gracias al auge del comercio y las manufacturas; pero muchas veces esos jóvenes caían en la indigencia y recurrían a todo tipo de artimañas para subsistir. No es casualidad, por tanto, que Miguel Giginta, en 1583, utilizara por primera vez el término "picarismo" para aludir a la otra cara de la pobreza y el vagabundeo en su Exhortación a la compasión. A diferencia de los verdaderos pobres, el pícaro era un personaje desarraigado, al margen de todo, sin patria y sin expectativas de tenerla, sin amores que lo atasen y lo vinculasen, obsesionado con sobrevivir sin valorar moralmente medios para conseguirlo, casi siempre perseguido por la ley, vagabundo de un lado a otro.

Aunque el pícaro estaba en el punto de mira de la autoridad establecida, no tenía espíritu de anarquía o de protesta. Rozando el cinismo y la egolatría, nada le interesaba seriamente a excepción de su propia suerte. Considerado por sus coetáneos y por Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua –el primer diccionario general del castellano– como alguien que nada tiene y que nada desea porque es un holgazán, dañoso y malicioso, astuto y taimado, el pícaro formaría parte del hampa o estaría al borde de introducirse en ella; en todo caso, se encontraba fuera del orden social. Estos rasgos eran tan nítidos que dieron lugar a la novela picaresca, el género literario que consagró este tipo humano como un personaje característico de la época.

La novela del pícaro

En 1599 se publicó con inusitado éxito la Vida del pícaro Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, la obra que acuñó definitivamente el término "pícaro". Su estructura narrativa remitía al Lazarillo de Tormes: al igual que Lázaro –que comienza sus andanzas de niño, como criado de un ciego–, el pícaro abandona su hogar y sale de su tierra natal. El recurso técnico para contar su biografía es ponerlo al servicio de distintos amos, que representan modelos sociales criticados por el autor.

El género se extendió y se popularizó muy pronto con La pícara Justina, atribuida a Francisco López de Úbeda (1605); Rinconete y Cortadillo (1613), de Cervantes; La vida del Buscón (1626), de Quevedo; Las aventuras del bachiller Trapaza (1637), una alegre sucesión de bromas y travesuras escrita por Alonso del Castillo Solórzano, y el Simplicius Simplicissimus (1668), de Grimmelshausen, novela alemana deudora de los textos hispánicos que la precedieron.

Para escribir el Guzmán, Mateo Alemán partió de su profundo conocimiento de Sevilla, su ciudad natal, sin la cual no se entiende el alcance de su obra. Sevilla y Madrid eran los grandes focos de atracción de la picaresca española. Pero, a diferencia de Madrid, sede de la corte, Guzmán "hallaba en Sevilla un olor de ciudad, otro no sé qué, otras grandezas […]porque había grandísima suma de riquezas"; allí "corría la plata en el trato de la gente, como el cobre por otras partes". Y es que la populosa Sevilla era el corazón del tráfico comercial con América, lo que la convertía en el escenario ideal para situar el inicio de las peripecias y andanzas de cualquier género de pícaro.

Pero la picardía no solo nace en un ambiente de trasiego de personas y riquezas. Necesita el acicate de la holgazanería propia y de la simpleza y la credulidad ajena. El pícaro no trabaja. Bajo el esplendor de la sociedad mercantil hervía en Sevilla un variopinto inframundo al acecho de cualquier oportunidad para explotar la ingenuidad de la gente, hasta el extremo de transformar la metrópoli en Babel del Engaño. El pícaro, sea de baja estofa o de altos vuelos, hace fortuna en medio del exceso de confianza y utiliza la simulación y la mentira como herramientas de su oficio.

O rentista, o pillo

En una España donde se ponía la honra en huir del trabajo cabían dos salidas: el vivir de las rentas o su imitación fraudulenta, la picardía, fuese alta o ruin, velada o explícita. Y en Sevilla abundaban quienes, no teniendo rentas, vivían a la sombra de quienes sí gozaban de ellas. Eran lo que Cervantes, en El celoso extremeño (1613), llamaba "gente de barrio": "Gente ociosa y holgazana", "baldía, atildada y meliflua", de cuyo modo de vida "había mucho que decir". Gente como don Lope Ponce de León, prototipo de fanfarrón protegido por ciertos elementos de la nobleza más poderosa de la ciudad, capaz de cometer todo un ramillete de fechorías gratuitas y caprichosas.

Hijo espurio del vicario de Carmona (localidad próxima a Sevilla), don Lope terminó sus días en la horca el año 1594 no por un crimen, que sí confesó haberlo cometido, sino por el rapto de una mujer casada quien consentía con él engañando y robando a su esposo. La historia de los últimos días de este mozo de veintitantos años, camarada de bravuconerías del entonces marqués de Peñafiel, con quien recorría las calles de Sevilla junto a otros jóvenes de alta cuna haciendo de las suyas, la contó en sus memorias de la cárcel Real Pedro de León, un jesuita confesor de condenados y presos.

Lope Ponce estaba preso por el rapto de la mujer, pero cuatro años antes había sido investigado y no condenado por el crimen que cometió en la persona de don Jorge de Portugal. Al no probársele el delito, amparado por tan influyentes amigos, "con un destierro se pasó el negocio entre renglones" apuntaba el jesuita. Pero se hallaba tan cómodamente instalado en la cárcel que no quiso salir al destierro porque con el favor del marqués de Peñafiel "dejábanle entrar y salir libremente y salía a cuantas bellaquerías él quería [...] y cuando se le antojaba se volvía a la cárcel adonde tenía una tabla de juegos para presos y libres que jugaban sin temor a la justicia [...] y su aposento era una cueva de malhechores, pues todos los valentones, rufianes y gentes de mal vivir de la ciudad eran sus amigos y se atrevía a cuanto quería y nadie a él y de todos hacía burla".

Hasta que llegó a Sevilla un juez imparcial, el alcalde Velarde, que a denuncia y petición del marido de la mujer raptada por don Lope intervino, sustanció el proceso y lo sentenció a muerte en la horca, cosa "muy bien recibida en Sevilla y en haz y en paz de toda ella, porque todos le traían entre ojos y era muy mal quisto". Aunque la vida de Ponce de León se aparte del rígido modelo picaresco de baja estirpe, líbrese el lector de pensar que se trata de un caso raro y excepcional.
Los niños abandonados

Si contemplamos la gran ciudad del Guadalquivir en sus capas sociales más humildes, las sombras que se proyectan oscurecen el esplendor. El pícaro por excelencia nace y se hace en un medio hostil abundante de miserias, como les sucede a algunos de los protagonistas novelescos. En el mundo de la infancia está la respuesta a las incógnitas. Un observador alarmado escribía por el invierno de 1593 que veía por Sevilla "andar los niños de siete y ocho años desamparados, rotos y aún en cueros por los rincones y poyos de la ciudad donde se quedan a dormir, que en este tiempo aún los muy arropados y abrigados lo pasan con dificultad y trabajo". La imagen se repetía una y otra vez: "Grandísimo número de niños y niñas huérfanos y forasteros y sin tener quien los ampare y gobiernen andan vagando ociosos, aprendiendo vicios como jurar, jugar, blasfemar y aún hurtar y cometer otros graves delitos y las niñas ser deshonestas, y las unas y los otros acaban por perderse y lo menos dañoso que hacen es pedir limosnas por las puertas todos los días". Fatídica era la frontera entre el niño inocente y el niño pícaro.

Entre los años 1584 y 1592, la Hermandad del Santo Niño Perdido recogió a más de mil niños abandonados de edades entre dos y catorce años y sin oficio conocido. Carecían de educación, padres, parientes o amos, estaban desnudos, enfermos de tiña o de lepra; y los adolescentes estaban a las puertas de la delincuencia. Era fácil encontrarlos, como lo hiciera Cervantes, en lugares que después la novela picaresca recreará: el puerto y el Arenal, las plazas del Salvador y del Pan, las Gradas, sitios de trajín de gente con dinero donde parecía fácil robar, pedir limosna, o situarse bajo la protección de un pícaro adulto gracias a cuya enseñanza se convertían en ladrones de oficio. Rinconete y Cortadillo, a pesar de ser forasteros, constituyen un modelo de niños educados así.
La forja de un pícaro

En la novela Pedro de Urdemalas (1615), también obra de Cervantes, la biografía literaria del pícaro coincide con la de los niños perdidos sevillanos: abandonado al nacer y acogido por una casa de expósitos, pasa después a la Casa de la Doctrina, una institución sevillana semejante a un correccional que los mantiene "con dieta y azotes", les viste y calza, les enseña a leer, a escribir, las oraciones diarias, la doctrina cristiana, pero también a hurtar la limosna y "disculparme y mentir". Liberado o huido, el niño hecho pícaro en el mismo seno de la institución actúa fuera de ella al ritmo que marca la necesidad, solo o en grupo y a merced del destino.

Un destino que para muchas niñas ya estaba escrito: engrosar el extraordinario número de prostitutas –más de tres mil, al parecer– que a tantos viajeros sorprendía y que constituía otro rasgo singular de la marginalidad hampesca sevillana del Siglo de Oro. Muchas de esas pequeñas irían a parar a la mancebía, la zona donde las prostitutas ejercían su oficio, extramuros de la ciudad, en el barrio del Arenal. A finales del siglo XVI, el jesuita Martín de Roa, hablando de la mancebía, explicaba cómo se explotaba "la miseria y desamparo de muchas niñas a quien o la pobreza o la necesidad de sus padres o la orfandad traía por la ciudad a sus aventuras. Acogíanlas [las prostitutas] en sus casas servíanse de ellas y como criadas en tal escuela salían maestras de pestilencia".

Como sucedía con las muchachas sin familia, cuando los niños criados en la calle o en la Doctrina se convertían en adultos les esperaban los bajos fondos, las cofradías de malhechores y rufianes, la violencia callejera.
Tiempo de violencia

Entre 1578 y 1616 fueron condenadas a muerte en Sevilla 309 personas por delitos comunes, según el jesuita Pedro de León; en realidad, la cifra debió de ser mayor y estar en torno al medio millar. Gran parte de los ejecutados lo fueron por haber cometido uno o más asesinatos. La irritabilidad social era característica de una urbe donde se daban cita el poder del dinero, el miedo a la pobreza, la frustración de las expectativas de felicidad de quienes aspiraban a una vida mejor y la cólera de aquellos a quienes todo se les negaba. ¿Cómo podríamos explicar, si no, que la mayor parte de los heridos en el abdomen o en las espaldas por arma blanca que ingresaron para morir en el hospital del Cardenal fuesen inmigrantesvenidos desde los puntos más lejanos de Castilla y Portugal en busca de una fortuna que se tornó en muerte?

En mal estado se hallaba el madrileño Pascual de Medina cuando fue a morir de una herida en la cabeza y otra en la garganta en 1602. Duros fueron los meses de la primavera y el verano del año 1622: marzo vio morir a Francisco Afanador, de Béjar, herido de dos estocadas; a Pedro de los Reyes, indiano de Monterrey, de una en el pecho, y de manera similar a dos portugueses de Braga. En julio y septiembre declararon sus últimas voluntades por la misma causa un francés criado de un clérigo, un portugués, un extremeño de la Serena y un asturiano de Amieba. Eran gente de fuera, buscavidas en una ciudad de competencia y desacomodo.
Penas y castigos

El peligro que suponía vivir en Sevilla era real. Las cofradías de ladrones y matones no eran una parodia cervantina. Robos y asesinatos estaban a la orden del día, las penas que se aplicaron a los ladrones eran de una desproporción inhumana y se multiplicaron en tiempos de incertidumbres y quiebra.

La mayoría de los testimonios son de esas fechas, y algunos casos fueron espectaculares y famosos. El 27 de enero de 1604, unos ladrones forzaron las puertas de la casa de don Juan Antonio del Alcázar, uno de los hombres más ricos de la ciudad, y después de descerrajar nueve cofres le sustrajeron más de 12.000 ducados en dineros y piezas de oro, plata y brillantes. En la primavera de 1629 y en la estrecha calle del Agua, detrás del corral de doña Elvira, tres individuos mataron a un alférez de galeones para robarle el dinero, la capa y la espada. Uno de los autores era criado de la víctima y para no levantar sospechas en su amo se había puesto de acuerdo con una mujerzuela que lo atrajo hasta el callejón. Detenidos con prontitud por la justicia, el criado y uno de sus compinches fueron ahorcados en poco más de una semana y al primero se le cortó la mano para ser expuesta como público ejemplo en el lugar del crimen

Éste era el trasfondo de la picaresca: un tiempo y un lugar donde, como dice el protagonista del Guzmán, "todos vivimos en asechanzas los unos de los otros, como el gato para el ratón", donde "todos roban, todos mienten, todos trampean; ninguno cumple con lo que debe, y es lo peor, que se precian de ello".

domingo, 6 de mayo de 2018

"Chet Baker, el bello monstruo" por Diego A. Manrique


El próximo domingo se cumplen los 30 años de la oscura muerte del trompetista y cantante Chet Baker, que cayó (o fue arrojado) desde el tercer piso de un hotel de Ámsterdam. En verdad, el principal misterio es su resistencia: llegó a los 58 años tras décadas de excesos sobrehumanos, viviendo a salto de mata, girando sin parar para escapar del mono.
Así que saldrán nuevamente los artículos noveleros, ensalzando al James Dean del jazz, bla, bla, bla. Si vamos a ser sinceros, tenía más de conde Drácula: podemos afirmar que Chet Baker (Yale, 1929 - Ámsterdam, 1988) sigue vivo, comercialmente hablando. Pueden buscar Born to Be Blue (Universal), lánguido biopic donde le encarnaba Ethan Hawke. Más estimulante sería sumergirse en el luminoso Baker de los inicios, cuando grababa para Pacific Jazz y era retratado por William Claxton. Y queda la opción de los valientes: la biografía de James Garvin, Deep in a Dream. La larga noche de Chet Baker, ahora reeditada por Reservoir Books.
Gavin, un especialista en jazz vocal, se lanzó a investigar al personaje con la seguridad de que allí había una reconfortante fábula moral: el chico pobre, con un talento innato, que arrasa en los años cincuenta y luego se hunde en la ciénaga de la heroína. Durante años, siguió los pasos de Baker y entrevistó a unas 300 personas que le habían tratado; casi todas se sentían damnificadas por Chet. Pasmo: era más monstruoso de lo que contaba la leyenda.
Profesionalmente, Chet lo tuvo demasiado fácil. En cuestión de días, aprendió a tocar la trompeta. No necesitaba leer partituras: tras una escucha, se aprendía cualquier pieza. Generacionalmente, pertenecía al movimiento be-bop —incluso Charlie Parker requirió sus servicios— pero se presentó con un estilo lírico, que resultaba balsámico tras las turbulencias de los boppers neoyorquinos. Y triunfó a lo grande: en las encuestas de la revista Down Beat, fue votado el mejor trompetista por encima de coetáneos más dotados, como Miles Davis o Dizzy Gillespie. Mientras Davis nunca se lo perdonaría, Dizzy siempre estuvo dispuesto a echarle una mano.
Era guapo, lucía vulnerable y acariciaba un repertorio romántico: nunca le faltaron mujeres. Mujeres sufridas: recibían palizas, perdían sus posesiones, debían arriesgarse a cargar con el contrabando cuando cruzaban las aduanas. Una amiga suya lo califica como relaciones vampíricas: “Chet tenía enganchadas a todas aquellas mujeres, como si fueran drogadictas. Y todas ellas querían eso. Tenía víctimas voluntarias… las novias de Drácula. No es que ellas desconocieran sus malos rollos. Él lo dejaba claro, y ellas tragaban a pesar de todo”. Un detalle más: nunca quiso hacerse la prueba del VIH.
No mostraba mayor consideración con sus compañeros masculinos. Si sufrían una sobredosis, huía en vez de intentar ayudar. Si morían en su cuarto, su única preocupación era que el cadáver terminara en la calle. Si había que delatar a alguien, lo hacía sin complejos. Dejaba atrás un rastro de camas, habitaciones, casas quemadas. Sobrevivir para el siguiente chute es el principal imperativo de un yonqui y Baker se demostró un maestro en esas lides: no aceptaba responsabilidades, no asumía ninguna consecuencia por sus actos.
Dicen que pudo haberse convertido en estrella de cine. Tal vez: su capacidad para embaucar nos deja apabullados. No hablo solo de los centenares de médicos y farmacéuticos europeos de los que conseguía potentes medicamentos: también engatusó a la temida periodista Oriana Fallaci, que le entrevistó tras su estruendoso arresto en Italia. Sabía modular su discurso según las expectativas de los pardillos. Aunque altamente homófobo, cuidaba al fiel público gay. Y se prestaba a sus juegos, si venían endulzados con dinero: quedó inmortalizado por el fotógrafo Bruce Weber en su documental Jazz Image es una serie discográfica que aúna grandes solistas y los fotógrafos que les retrataron. Su nuevo lanzamiento es un impresionante cubo titulado Portrait in jazz by William Claxton, con 18 compactos de Chet Baker (casi todos los discos también se venden en vinilo). Claxton definió el aspecto visual del cool jazz, al que identificó con el relajado estilo de vida californiano. Fuera del escenario, Baker le parecía un poco paleto, hasta cortito. Pero en la cubeta de revelado, descubrió que tenía eso que llaman fotogenia. Además, no era ningún tonto: sabía posar.
Los discos fueron grabados originalmente para el sello Pacific Jazz y conservan su aliento novedoso: Chet probando diferentes formaciones, arriesgándose a perder su reputación como jazzman al ponerse a cantar. Su productor, Richard Bock, intuyó que había encontrado la mina de oro y se mostró respetuoso; luego, perdería el pudor y tomaría decisiones discutibles en posproducción. Let’s Get Lost, rodado en blanco y negro, rodeado de lujo y bellas modelos. Weber consiguió más de lo que esperaba: resultaba desgarrador el desamparo de los hijos de Chet o los odios entre sus diversas mujeres.

Rebosante de carisma

Seguramente, su carisma fue mayor que su arte. Estaba cómodo en su pequeño rincón, donde podía exhibir su inventiva melódica. Como vocalista, se evidenciaban sus carencias pero, demonios, el público siempre quería más. Fue renunciando a su proyecto artístico… si alguna vez lo tuvo. En los sesenta, le encontramos imitando a Herb Alpert al frente de una turística agrupación denominada Mariachi Brass, haciendo música de ascensor con las Carmel Strings y grabando éxitos ínfimos tipo Sugar, sugar.
Hay que agradecer a James Gavin que haya rastreado pacientemente el modus operandi de Chet. Tras ser desahuciado por la industria discográfica estadounidense, se refugió en Europa. Básicamente, se convirtió en un nómada: para huir de Hacienda, renunció a tener una dirección fija. Eso significaba que no podía recibir royalties por las ventas de sus discos, aunque es posible que no le enviaran muchos cheques: había vendido sus derechos a Richard Carpenter, un tiburón que explotaba las debilidades de los jazzmen enganchados.
Se quejaba: su hábito era caro. En Londres, a principios de los sesenta, había disfrutado de un programa gubernamental que proporcionaba drogas a los adictos declarados. Se aficionó entonces a los speedballs, combinados inyectables de heroína y cocaína. En la práctica, si faltaba algún ingrediente, aumentaba la dosis de la substancia disponible y se pinchaba hasta que ya no encontraba venas (y terminaba recurriendo a, uh, partes sensibles de su anatomía).
Baker vivía al día. Formaba bandas con deslumbrados instrumentistas europeos que le seguían a todo club de jazz que se atreviera a contratarlo. Si alguien grababa la actuación, Chet permitía que se publicara por una cantidad modesta: de ahí la inagotable discografía en vivo que todavía sigue creciendo. Así podemos escuchar, por ejemplo, cómo de exquisito sonaba en Tokio, tocando sin heroína: avisado de las draconianas leyes japonesas al respecto, aguantó con la muleta de la metadona. Su road manager, el holandés Peter Huijts, quiso hacerle ver que aquella abstinencia había sido positiva. Baker tenía otro punto de vista: “Sí, ya estoy deseando volver a París para ponerme hasta el culo”.

jueves, 3 de mayo de 2018

Doce años de participación en "El País de los Estudiantes"


Estas son las cabeceras de los diez periódicos con los que he participado como coordinador en el programa de prensa escuela "El País de los Estudiantes". Hemos entrevistado a todo tipo de personajes célebres, desde Joselito hasta José Luis Cuerda, pasando por Paloma Chamorro, Juan Carlos Izpisúa, Joaquín Reyes, Juan Luis Galiardo, Romay, el Gran Wyoming, Elvira Lindo, María Isbert, Víctor Claver, Amaya Valdemoro, Fernando Savater, Echávarri, Juan Carlos Monedero, Luis Gordillo, Luis G. Martín... Y otros muchos no tan conocidos, que nos dieron tanto o más juego que ellos: Emencio, el maqui; Antonio Pérez; el bombero y el guardia civil en Haití; un exheroinómano; tres reclusas; unas abuelas comprometidas... Una labor que trasciende lo periodístico porque se elabora con chicos de ESO y bachillerato. Las experiencias vividas por ellos y por mí no han tenido precio. Y, además, hemos cosechado dos primeros premios nacionales (2006 y 2017), un tercer premio nacional (2010), cinco primeros (2006, 2008, 2010, 2015 y 2017) y dos segundos premios regionales (2009 y 2012), un premio a la mejor infografía (2008) y otro a la mejor sección en inglés (2017).Y no quiero olvidar los nombres de todos los alumnos que han participado en este proyecto:

2006
"SIERRALDÍA"
PRIMER PREMIO REGIONAL Y PRIMER PREMIO NACIONAL
VIAJE A PRAGA. 

MARIO MARÍN, ROCÍO MORENO, ESTRELLA JOVER, MIGUEL ÁNGEL CUENCA, ERNESTO PÉREZ, AMALIA PÉREZ, LIDIA CLAVIJO, GEMA CRESPO, ROCÍO MUÑOZ, SILVIA PEINADO, JORGE RUIZ, MARÍA RUIZ.

2007

"EL GAMBITERO"

ROCÍO ANDÚJAR LAPEÑA, PAULA ALCARRIA AROCA, DOLORES MARÍA BREIJO MARTÍNEZ, VERÓNICA MADRIGAL ALARCÓN, NAILA SÁNCHEZ CUENCA, CARLOS PATIÑO GARCÍA, GEMMA HONRADO GIRÓN, DÁMARIS JIMÉNEZ LÓPEZ, MÓNICA JIMÉNEZ MOTA, MARÍA RUEDA SEVILLA, BEATRIZ GRANERO MELCÓN, NURIA ORTEGA ARROYO, ANA FERRANDEZ MARTINEZ, JENNIFER MORATALLA CALVO, ALBA MARTINEZ DELGADO, LETICIA ORTEGA ALARCÓN, NATALIA GIL MARIANO, ELENA DÍAZ GIRÓN.

2008
"EL GAMBITERO"
PRIMER PREMIO REGIONAL Y MEJOR INFOGRAFÍA

IRENE GIRÓN, BEATRIZ GRANERO, RAQUEL ORTEGA, JÉNNIFER MORATALLA, LETICIA BUENDÍA, JORGE CABRERA, ALMUDENA LAOSA, GEMMA   JIMÉNEZ, MARIO RUBIO, NAILA SÁNCHEZ.

2009
"EL VIPERINO"
SEGUNDO PREMIO REGIONAL

LOURDES HERRAIZ, NATALIA ANGULO, LAURA ARCAS, JÉNNIFER REDONDO, ESTHER MARTÍNEZ, LETICIA BUENDÍA, GEMMA JIMÉNEZ, JÉNNIFER MORATALLA, MÍRIAM ARRIBAS.

"EL GAMBITERO"
JAVIER CUENCA, MARTA CEPEDA, NATALIA HONRADO, PAULA HARO, RAFAEL ESTESO, REYES LÓPEZ, CARMEN GARCÍA, DANI GARCÍA, ANA FERNÁNDEZ.

2010
"EL GAMBITERO"
PRIMER PREMIO REGIONAL Y TERCER PREMIO NACIONAL
VIAJE A ROMA

PATRICIA MOYA DONATE, FERNANDO RUBIO ORTIZ, IRENE QUINTANILLA MARTÍNEZ, ANA ORTEGA GIRÓN, PAULA MEDINA GARCIA, LOURDES HERRAIZ RECUENCO, ARANTXA MARTÍNEZ MARTÍNEZ, LETICIA BUENDIA CASAMAYOR
LAURA ARCAS SÁNCHEZ-MANJAVACAS, NATALIA ANGULO HERRERA, MIRIAM ARRIBAS GIRÓN, JENNIFER REDONDO MADRID, PALOMA FERNÁNDEZ MONDÉJAR, EDUARDO CABRERA FELIU.

2012
"EL GAMBITERO"
SEGUNDO PREMIO REGIONAL

MIGUEL TOLEDO, ALBA GARCÍA, ANDREA NIEVES, ANDREA VALLADOLID, ELENA RUBIO, IRENE LAPEÑA, ITZIAR PRIETO, LUIS MIGUEL MARTÍNEZ, Mª CARMEN QUINTANILLA, PAOLA CASTILLO, PEDRO BRIONES, RAQUEL TOLEDO, ROCÍO HERRAIZ, SUSANA GONZÁLEZ, TAMARA LAPEÑA, VICTORIA CUÉLLIGA, Mª JOSÉ PÉREZ.

2015
"EL GAMBITERO"
PRIMER PREMIO REGIONAL

NOELIA PARREÑO, LAURA FERNÁNDEZ, ÁNGELA LOZOYA, IRENE LEÓN, JESÚS OLIVARES, BALBINA ESCRIBANO, ESTHER ESTEBAN, NURIA CABRERA, RAQUEL LAPEÑA, VÍCTOR RUBIO, OLGA MEDINA, MONTSE LASERNA, IRENE GARCÍA, LAURA TALAVERA, PABLO TOLEDO, ANA JIMÉNEZ, MIGUEL BROX.

2017
"EL GAMBITERO"
PRIMER PREMIO REGIONAL, PRIMER PREMIO NACIONAL Y MEJOR SECCIÓN EN INGLÉS.

ARANCHA HORTELANO, IRENE LEÓN, SANDRA NAVARRO, SANDRA CALVO, VERÓNICA GARCÍA, CELIA ORTEGA, ELISABETH VILLAR DEL SAZ, MARTA TELLO, ANDREA HUERTA, DAVID BEAS, PABLO TOLEDO, ESTHER ZAMORA, MARÍA MARTÍNEZ, NOELIA PARREÑO, VIVIANA DEL OLMO, ADNANA CALINESCU.

miércoles, 2 de mayo de 2018

"Los viajes de Gulliver" de Jonathan Swift


Hay que tener muy mala voluntad para convertir Los viajes de Gulliver en un cuento infantil. O muy mala conciencia o muy poco criterio literario. Es cierto que si a esta novela del dieciocho le arrancamos la ironía, los diálogos, la sátira, se queda en un cuento infantil; sí, un cuento infantil que no tendría nada que ver con la obra original. Es como si a una pastilla de Omeprazol le vaciáramos el polvillo que contiene y nos tragáramos únicamente la cápsula que lo envuelve. Desde luego, no curaríamos nuestra indigestión y, por supuesto, el plastiquillo tampoco dejaría efecto alguno. 
Los viajes de Gulliver es un libro para adultos, qué duda cabe. Hiere la piel sensible de muchos próceres de su tiempo y su retrato sarcástico de la sociedad inglesa (por extensión la occidental) disgusta en grado máximo a los biempensantes. En sus páginas hay reflexiones irónicas (atentos) sobre la justicia, la corrupción, el progreso científico, la guerra, la administración del poder político, la elección de los cargos, la modernidad, la cultura, la intelectualidad y sobre el comportamiento humano en todas sus vertientes. 
Era el siglo XVIII. En España estaba vigente la Inquisición y en Inglaterra también se perseguían las obras que tenían el descaro de meterse con las instituciones. El propio autor temió al publicarla por su integridad y, de hecho, la primera edición es anónima. 
Convertir una agria sátira contra la vanidad y la maldad del ser humano en un cuento infantil es muy propio de la factoría Disney y sus antecesores. Una forma de desactivar el poder de la literatura (si alguna vez tuvo alguno). Desnaturalizar una obra como esta y situarla en la estantería de los libros de aventuras es, sin duda, una tarea malintencionada de todos aquellos que tildaron a su autor de obsceno y de los que lo declararon "incapaz mental". Comenzaron por cambiar el título original, Viajes a las remotas naciones del mundo y hemos terminado por convertirlo en una película vomitiva de humor para tarados. Es muy ilustrativo que las versiones para jóvenes se centren sobre todo en los dos primeros viajes (Liliput y  Broddingnag), porque son los menos ácidos; y pasen por alto los otros dos (la isla de Laputa y el país de los caballos sabios) porque en ellos se profundiza con más agudeza en las críticas al género humano. 
Era el siglo XVIII, pero muchas de los pasajes los podríamos aplicar a la actualidad con poco esfuerzo. Parece un tópico, pero no lo es, Los viajes de Gulliver es un clásico intemporal con la mordacidad propia de las obras eternamente útiles. Y, por supuesto, no es un libro juvenil de aventuras, eso no.   

lunes, 30 de abril de 2018

"Clavícula" de Marta Sanz


Clavícula es como un largo poema en el que se nos descubre nuestro pequeño mundo burgués de pequeños ridículos. El detonante del dolor, de un dolor quizá imaginario, quizá hipocondríaco, quizá real, descubre el mundo íntimo de la narradora, que es menos suyo cuanto más nuestro es. Nos identificamos enseguida con esa mujer de mediana edad que acaba de llegar a la menopausia y disecciona su vida con la originalidad y la profundidad sarcástica de un ser doliente. La introspección de la autora en su cotidianidad no es píldora indigesta ni bolo egotista imposible de tragar, todo lo contrario. La autoficción se resuelve con naturalidad y se presiente la sinceridad y el buen oficio de una narradora lírica, sencilla, sin oropeles, aunque bien armada de cargas de profundidad. 
Desde santa Teresa  ("estoy condenada a pensar con retruécanos como santa Teresa de Jesús") hasta Zenón de Citio pasando por Nietzsche ("Nietzsche afirmó que no existe dolor más intenso que el referido por una señorita burguesa bien alimentada y bien educada") son objeto del rodillo irónico y humorístico de la autora. Para ella la creación es algo como esto: "Escribir para que no me vea, como si hiciera algo malo, como cuando me masturbaba siendo demasiado niña, me estimula." 
El pasar feliz de una occidental con éxito se ve contrariado por un dolor agudo sin diagnóstico, un dolor necesario. Un dolor que convierte la mirada sobre sí misma en un arma de distancia cáustica, un arma con la que herir al occidental bien alimentado. El poema sobre su viaje a Manila sirve para reflexionar sobre la consternación y la idiotez burguesa que provoca el aterrizaje en un mundo desvalido e inseguro: "Cada occidental, cuando va de viaje, guarda en la cartera un pederasta, un patriota, un hipocondríaco, y un ministro de Dios o del Interior (...) cada occidental, cuando va de viaje, guarda en la cartera un sommelier, un meteorólogo, un futbolista y un bardo (...) Al otro lado, nos aguarda la frescura del aire acondicionado, el sushi y los siberian husky que caminan con patuquitos de perlé (...) Guardamos en la cartera. un pediatra, un futbolista, un ingeniero de caminos, un cantante muy apenado, un quesito de "La vaca que ríe" light, un solidario, un compulsivo, toallitas perfumadas y un contador de historias." La experiencia en un crucero le sirve para lanzar un mensaje cosmopolita que da cuenta del clasismo: "Las nacionalidades se anulan en la alianza crucerista. No somos españoles, italianos, rusos, franceses, ingleses o alemanes, somos gente zafia, que está por encima del servicio." 
Y finaliza con una serie de alegatos estoicos contra la banalidad del mundo posmoderno: "Soy una clienta perfecta a la que quieren vender pastillas para todo. Pastillas porque no quiero y pastillas si quiero demasiado." "Mataré al vendedor a domicilio que me venda un deseo que siempre será una emulación. Impostura. Falsedad." 
Descubro a Marta Sanz y me relamo con su voz doméstica. Frescura narrativa y autoficción no impostada. Lirismo, al fin y al cabo, tan carnal como distante del instinto suicida de los románticos: "Quejarse y patalear no se parece nada al deseo de desaparecer. De hecho, yo no deseo desaparecer y me encantan las explicaciones materialistas de las psicofonías."  

domingo, 29 de abril de 2018

"La hija del sepulturero" de Joyce Carol Oates


Verdadero novelón (en el buen sentido) casi decimonónico que se lee con avidez. La historia de Rebecca Schwart, luego Hazel Jones, plasma las vicisitudes de una mujer que recorre los últimos casi 70 años del siglo XX (de 1936 hasta el 2000). Los obstáculos casi insalvables con los que se encuentra son los hombres de su vida. Entre otros, primero su padre, Jakob Schwart; luego su primer marido, Nile; y su propio hijo (Niles o Zacharias): los ama, la aman, la violentan, la ignoran, la desprecian, la humillan y, a pesar de todas estas vicisitudes, ella sale adelante. Es una verdadera heroína moderna que pasa por encima de las neurosis y frustraciones del padre (exiliado alemán con su familia desde 1936, sepulturero en EE.UU. y profesor de Matemáticas en Alemania), por encima del desprecio social: es judía, pobre y alemana. Se salva, junto a su hijo, de la locura violenta del primer marido, recorre la América profunda en su huida y, con identidad falsa, rehace su vida y la de su hijo. Lo que podría ser un culebrón melodramático, lo convierte Joyce en una historia angustiosa, siempre interesante y con el estilo cuidado de los grandes novelistas tradicionales.
Después de leída, podríamos hacer un dibujo psicológico minucioso de la personalidad de Hazel / Rebecca, de sus temores, vergüenzas y neurosis; de sus patologías y frustraciones. Y también de la América profunda de los años 40 y 50. Parece un personaje de Zola al que le hubieran inyectado una fuerza especial con la que superar el terrible determinismo social que no termina de destruirla, pese a los esfuerzos de unos y otros. Solo el recuerdo de su madre, el instinto materno y una prima que nunca verá (o sí) impulsan la vitalidad de Rebecca. Judía en una sociedad antisemita; mujer, en una sociedad patriarcal y violenta; pobre, en una sociedad capitalista.   

"La vuelta de mi abuela Lola" por Javier Marías

QUE ME DISCULPEN los memoriosos, porque sé que esto lo he contado, aunque no seguramente en esta página: mi abuela Lola era una mujer muy buena, dulce y risueña, lo cual no le impedía ser también extremadamente católica. Y recuerdo haberle oído de niño la siguiente afirmación, dirigida a mis hermanos y a mí: “A ustedes les hace mucha gracia” (era habanera), “y quizá la tenga, pero yo no voy a ver películas de Charlot porque se ha divorciado muchas veces”. Hasta hace cuatro días, este tipo de reservas pertenecían al pasado remoto. Mi abuela había nacido hacia 1890, y desde luego era muy libre de no ir a ver el cine de Chaplin por los motivos que se le antojaran, como cualquier otra persona. Lo insólito es que esta clase de argumentos extraartísticos y pacatos hayan regresado, y que los aduzcan individuos que se tienen por “modernos”, inverosímilmente de izquierdas, educados, aparentemente racionales y hasta críticos profesionales.

Este Cousins es tan libre como mi abuela, y lo que haga me trae sin cuidado. Pero, claro, no es un caso aislado, ni el único primitivo que abraza esta visión retrógrada del arte. Constituye toda una corriente que amenaza no sólo el oficio de crítico, sino la libertad creadora. ¿Qué es un “comportamiento íntegro”, por otra parte? Dependerá del criterio subjetivo de cada cual. Para los cuatro ministros de nuestro Gobierno que hace poco cantaron “Soy el novio de la muerte” en una alegre concentración de encapuchados, el concepto de “integridad” será por fuerza muy distinto del mío. Y luego, ¿cómo se averigua eso? Antes de ir a ver una película —de “visitar la imaginación” de un director, como dice Cousins con imperdonable cursilería—, habrá que contratar a un detective que examine la vida entera de ese cineasta, a ver si podemos dignarnos contemplar su trabajo. En algunos casos ya sabemos algo, que nos reducirá drásticamente nuestra gama de lecturas, de sesiones de cine y de museos. Nada de “visitar” a Hitchcock ni a Picasso, de los que se cuentan abusos, ni a Kazan, que se portó mal durante la caza de brujas de McCarthy, ni a Caravaggio ni a Marlowe ni a Baretti, con homicidios a sus espaldas, ni a Welles ni a Ford, que eran despóticos en los rodajes, ni a Truffaut, que cambió mucho de mujeres y algunas sufrieron. Nada de leer a Faulkner ni a Fitzgerald ni a Lowry, que se emborrachaban, y el tercero estuvo a punto de matar a su mujer en un delirio; ni a Neruda ni a Alberti, que escribieron loas a Stalin, ni a García Márquez, que alabó hasta lo indecible a un tirano; no digamos a Céline, Drieu la Rochelle, Hamsun y Heidegger, pronazis; tampoco a Stevenson, que de joven anduvo con maleantes, ni a Genet, que pagaba a chaperos, ni a nadie que fuera de putas. Ojo con Flaubert, que fue juzgado, y con Cervantes y Wilde, que pasaron por la cárcel; Mann se portó mal con su mujer y espiaba a jovencitos, y no hablemos de los cantantes de rock, probablemente ninguno cumpliría con el “comportamiento íntegro” que exigen el pseudocrítico Cousins y las legiones de policías de la virtud que hoy lo azuzan y lo amparan. Leo en un artículo de Fernanda Solórzano un resumen de otro reciente de un conocido crítico cinematográfico británico, Mark Cousins, titulado “La edad del consentimiento”. Cuenta Solórzano que en él Cousins anuncia que a partir de ahora “dejará de habitarla imaginación de directores como Woody Allen y Polanski”, a los que “negará su consentimiento”. Compara ver películas de estos autores con visitar países con regímenes dictatoriales, o aún peor, con contemplar vídeos del Daesh con decapitaciones reales. “Aunque sus ficciones no muestren violencia, son imaginadas por sujetos perversos”, explica. Se deduce de esta frase que las películas que sí muestren violencia —ficticia, pero el hombre no distingue— serán aún más equiparables a los susodichos vídeos del Daesh, por lo que, me imagino, Cousins tampoco podrá ver la mayor parte del cine mundial de todos los tiempos, de Tarantino a Peckinpah a Coppola a Siegel a Ford a todos los thrillers, westerns y cintas bélicas. Lo absurdo es que no haya anunciado de inmediato, en el mismo texto, que renuncia a las salas oscuras y por lo tanto a su labor de crítico, para la que es evidente que queda incapacitado. Al contrario, entiendo que asegura, con descomunal cinismo, que su adhesión a “lo correcto” no afectará su juicio estético. Un disparate en quien se propone juzgar desde una perspectiva moralista, “edificante” y puritana. Ojo, no ya sólo las obras, sino la vida privada de sus responsables. Siempre según Solórzano, “en adelante Cousins sólo visitará la imaginación de artistas de comportamiento íntegro”.

Ya es hora de que toda esta corriente reconozca su verdadero rostro: se trata de gente que detesta el arte y a los artistas, que quisiera suprimirlos o dictarles obras dóciles y mansas, y además conductas personales sin tacha, según su moral particular y severa. Es exactamente lo que les exigieron el nazismo y el stalinismo, bajo los cuales toda la gente de valía acabó exiliada, en un gulag o asesinada, lo mismo que Machado y Lorca en España. No a otra cosa que a la represión y la persecución está dando su consentimiento esta corriente de inquisidores vocacionales. Al menos mi abuela Lola no ejercía el proselitismo, ni intentaba imponer nada a nadie. 

"Los pantalones de Zidane" por Álex Grijelmo


Cuéntase entre periodistas el chascarrillo de que el arzobispo de Canterbury arribó a Nueva York en un viaje oficial, y que un reportero le pidió su opinión sobre la notable presencia de prostitutas en aquella ciudad estadounidense. El primado de la iglesia anglicana se sorprendió por la pregunta y, quizás con la intención de tomarse unos segundos para pensar una contestación, respondió: “¿Ah, pero hay prostitutas en Nueva York?”. Al día siguiente, un diario local publicó: “El arzobispo de Canterbury pregunta si hay prostitutas en Nueva York, nada más llegar a la ciudad”.

La anécdota se suele datar unas veces en 1905 y otras en 1911, pero cabe la posibilidad de que jamás ocurriera. Sin embargo, ilustra muy bien lo que sucede cuando se ofrece al público la contestación de alguien y se silencia la pregunta que se le formuló, porque esta omisión altera ante el lector el sentido de la respuesta a pesar de que se reflejen con toda fidelidad las palabras pronunciadas.

Algo muy parecido sucedió esta semana cuando diversos medios españoles (radio, televisión, Internet y prensa) reprodujeron unas declaraciones del entrenador del Madrid, Zinedine Zidane, en las que afirmaba durante una rueda de prensa previa al partido de ida ante el temible Bayern Múnich: “Nosotros no nos vamos a cagar en los pantalones, no existe eso, nos gusta jugar estos partidos”.

Muchos telespectadores, radioyentes y lectores se habrán extrañado de que un entrenador que suele expresarse con corrección y buenas maneras usase palabras tan vulgares, cuando le habría bastado señalar con mayor elegancia: “Nosotros no vamos a tener miedo al Bayern Múnich”.

Seguramente el público habrá interpretado que la expresión “no nos vamos a cagar en los pantalones” fue pronunciada por Zidane de repente en la rueda de prensa y por propia iniciativa, lo que constituiría una vulgarización repentina del diálogo, quizás una falta de respeto a sus interlocutores. Porque con ella descendía varios escalones en el registro formal de toda rueda de prensa.

Sin embargo, no fue él quien introdujo esa locución en el diálogo, sino un periodista. Y éste, a su vez, lo hizo citando lo que había declarado 16 años atrás Hasan Salihamidzic, jugador bosnio del Bayern, quien dijo tras el partido disputado en Múnich ante el Real Madrid en abril de 2002: “En el segundo tiempo mostramos que si se les presiona se cagan en los pantalones”. A Zidane le hizo gracia la expresión recordada por el periodista, se rio con ella y la repitió en su respuesta.

Muchos trabajos periodísticos se basan en tomar declaraciones de alguien y exponerlas (tras cortar y pegar) como si formaran parte de un discurso decidido y estructurado por el entrevistado. Sin embargo, a menudo esas expresiones no responden al deseo del personaje de abordar un asunto, ni determinadas palabras han sido activadas por él, sino que se relacionan con las interrogantes planteadas. Se trata de una técnica legítima si se aplica con talento y con respeto ético, pero en ciertas ocasiones favorece la manipulación, sea ésta inconsciente o voluntaria.

Gabriel García Márquez, que llegado cierto momento decidió no conceder más entrevistas, se quejaba de los redactores que preguntan y preguntan a un personaje con la sola intención de que acabe diciendo lo que no piensa. Es muy probable que conociera la anécdota del arzobispo de Canterbury.

sábado, 28 de abril de 2018

"Contra el miedo y la vanidad" por Juan Arnau

Cultiva el espíritu porque obstáculos no faltarán. El consejo de Confucio podría haberlo firmado cualquiera de los filósofos estoicos. Una versión moderna de esta máxima se la debemos a Woody Allen: “Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”. Un poeta barcelonés la remató con un verso lapidario sobre el inexorable juicio del tiempo: “Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde”. Esos son, a grandes rasgos, los tres vértices del estoicismo antiguo, que parece resurgir en nuestros días. ¿Se trata de un espejismo? Las sociedades modernas se encuentran dominadas por la rentabilidad tecnocrática del selfie, la autoindulgencia (todo nos lo merecemos, sobre todo si hay desembolso) y el capricho. Se trata de fabricar un ego frágil e injustificadamente vanidoso. Una situación que supuestamente podría remediar una buena dosis de estoicismo. Dado que no podemos controlar lo que nos pasa y vivimos totalmente hacia afuera, atemorizados y estresados, dado que somos más circunstancia que nunca, quizá pueda ayudarnos esta antigua filosofía que inspiró a Marco Aurelio, un hombre que, dada su posición, conoció el estrés mejor que nadie.

Pero en ese desplazamiento, en esa búsqueda de inspiración en el pasado grecolatino, se corre el riego de confundir, y de hecho se hace, estoicismo con voluntarismo, tan vigente y puritano. La cultura del esfuerzo y la búsqueda del éxito dominan las sesiones de coaching, que es, según sus proponentes, el arte de ayudar a otras personas a cumplir sus objetivos o a “llenar el vacío entre lo que se es y lo que se desea ser”. No cabe mayor traición al legado estoico. El voluntarismo reseca el alma y uno de los fines del estoicismo es recrearla. Lo que llamamos “retos” o “metas” no son sino anteojeras que no permiten ver más que un único aspecto de la realidad y uno acaba estrellando el avión contra la montaña, como en el caso de Germanwings. Esas metas nos trabajan por dentro y parecen diseñadas para excluir la contemplación y la observación atenta y desinteresada. Frente a la tiranía de la meta, los estoicos pretendían desembarazarse de pasiones demasiado apremiantes y acaparadoras. De hecho, uno de sus signos distintivos fue considerar la poesía como medio legítimo de conocimiento. La lírica nos mantiene en una actitud abierta y nada sabe de metas y objetivos. La poesía era para los estoicos, sobre todo la de Homero, genuina paideia. Entender esto requiere ganar una libertad interior, no estar eternamente abducidos por el circo o las pantallas, una independencia moral, no la opinión general o el vocerío de Twitter, y trascender la dependencia de la persona respecto a su parte animal (en el supuesto de que el hombre es ese ser singular que, como decía Novalis, vive al mismo tiempo dentro y fuera de la naturaleza). Con ese “cuidado de sí”, que Marco Aurelio llamaba meditaciones, era posible lograr una autarquía ética que tendría una importancia decisiva en el pensamiento político griego.

No quedan muy lejos algunos ejemplos de estoicismo moderno. Wittgenstein cuenta que de joven experimentó esa sensación de que “nada podía ocurrirle”. Era un modo de decir que, ocurriera lo que le ocurriera (una bala perdida, un cáncer), sabría aprovechar la experiencia. Una actitud que le permitió asumir el puesto de vigía en medio del fuego cruzado durante la primera gran guerra. Algo parecido encontramos en Simone Weil, siempre arriesgándose, ya fuera en la fábrica de la Renault o en los hospitales de Londres, con la humildad como valor supremo, que hace que el ego no apague la llama de lo divino. Curiosamente, la actitud de estos dos grandes filósofos, en los que reviven los viejos ideales grecolatinos, contrasta con algunas obsesiones actuales. Desde el miedo al propio cuerpo, que requiere un examen continuado, hasta la obsesión por la seguridad (to feel safe, to feel at home). Como si un escáner o un refugio pudieran otorgar esa tranquilidad, como si hubiera que encerrarse para sentirse seguro. Mientras un mandatario reciente se preguntaba cuánto dinero necesitaba para sentirse seguro y, al no hallar la cifra, se consagró a amontonar capitales, Wittgenstein se exponía en la trinchera y Weil en la columna de Durruti.

El estoicismo supone, como apuntó Zambrano, la recapitulación fundamental de la filosofía griega. En este sentido fue y es tanto un modo de vida como un modo de estar en el mundo. Zenón de Citio, natural de la colonia griega de Chipre, figura como fundador de la escuela. Tenían algo en común con los cínicos, sobre todo la vida frugal y el desprecio de los bienes mundanos, y reflexionaron sobre el destino y la relación entre naturaleza y espíritu. Hubo un estoicismo medio (platónico, pitagórico y escéptico), pero los que dieron fama a la escuela fueron sus representantes romanos: un emperador, un senador y un esclavo. Todos ellos surgieron, como ahora, al abrigo del Imperio. Aquel imperio era militar, el de hoy es tecnológico. Imaginen ustedes a Zuckerberg abrazando el estoicismo; pues bien, eso es lo que hizo el emperador Marco Aurelio. Séneca nació en la periferia del Imperio, en la colonia bética de Hispania, pero fue una figura fundamental de la política en Roma, senador con Calígula y tutor de Nerón. Epicteto había llegado a la ciudad siendo un esclavo. Cuando fue liberado fundó una escuela, y aunque, siguiendo el ejemplo de Sócrates, no escribió nada, sus discípulos se encargarían de trasmitir su legado.

Moralistas y contemplativos, todos ellos defendieron la vida virtuosa, la imperturbabilidad y el desapasionamiento, sentimientos todos ellos muy poco rentables para una sociedad del entretenimiento. El estoicismo conquistó gran parte del mundo político-intelectual romano, pero, a diferencia del 15-M, no cristalizó en “partido”, sino que se decantó en norma de acción y su influencia alcanzaría a grandes filósofos como Plotino o Boecio. No entraremos a describir su refinada lógica, pero merece la pena recordar que la subordinaban a la ética. Al contrario de hoy, al menos en el mundo financiero, donde el algoritmo domina la moral. Destaca en ella su doctrina de los indemostrables, probablemente de origen indio. Concebían el alma como un encerado donde se graban las impresiones. De ellas surgen las certezas (si el alma acepta la impresión) y los interrogantes (si es incapaz de ubicarla). Para los estoicos, el mundo era, como para nosotros, sustancialmente corporal, pero su física no niega lo inmaterial. Concibe la naturaleza como un continuo dinámico, cohesionado por el pneuma, un aliento frío y cálido, compuesto de aire y fuego. Heredaron de Heráclito el fuego como principio activo y primordial, del que han surgido el resto de los elementos y al que regresarán. Como el humor o el llanto, el pneuma no se desplaza, sino que se “propaga”, contagiando alegría o enfermedad.

Hoy no estaría de más poner en práctica algunos de sus principios. El imperativo ético de vivir conforme a la naturaleza, que nuestro planeta agradecería. El ejercicio constante de la virtud, o eudemonía, que permite el desprendimiento. Y, finalmente, lo que Nietzsche llamó el amor fati, la aceptación y querencia del propio destino, remedio eficaz para todo aquello que produce desasosiego. No puede decirse que estos principios proliferen en nuestros días. Si un viejo estoico pudiera asomarse a nuestro tiempo, vería, en las grandes desigualdades propiciadas por la economía financiera, un descuido de sí, un olvido de esa autonomía moral que evita que se desaten emociones como el miedo y la vanidad, que crean la codicia. Emociones contrarias a la razón del mundo que, en nuestro caso, es la razón del planeta.

martes, 17 de abril de 2018

Historias de amor IV: "Amor depravado"


En un lugar de La Mancha, vivía no ha muchos años un depravado de los de moto Guzzi en el garaje, calzón largo en invierno y puro retorcido después de las comidas. El caballero solía, muy de mañana, arrancar su máquina y lanzarse a la puerta del instituto de bachillerato en busca de aventuras no del todo santas. Era de complexión menuda, mejillas hundidas y pilosas, y de una edad más propia de partida de dominó que de botellón de explanada. Había que verlo en la cancela del instituto a la espera de que las muchachas salieran de estampida hacia la libertad de los patios y veredas. Allí plantado, junto a su Guzzi trucada y a su puro retorcido de media mañana, con la digestión en ciernes y el regüeldo en el pico de la boca, esperaba la salida de las púberes con la esperanza de que alguna se rindiera a sus proposiciones. 
Cuando las veía, con la pernera suelta y el canalillo rendido a las reverencias, se le deshacía en ríos el paladar y el puro se le remojaba hasta caer de la boca como soletilla empapada en chocolate. Agarraba entonces la cornamenta de su Guzzi y caminaba al husmeo del rastro de las "lolitas" filibusteras que le habían robado el corazón, la digestión y el puro. Regoldaba restos agrios de coliflor hervida y sesos de cordero, se relamía la rebaba y continuaba tras ellas con la vista prendida en unas medias de rejilla o en el borde carnoso de una cintura. 
Las chicas lo conocían, sabían de sus extravagancias y se reían de sus propuestas cuando las abordaba entre los troncos firmados de una alameda. Nunca se les ocurrió llamar a la policía, ni a la guardia civil, ni siquiera a sus padres, para que detuvieran a ese viejales que se recreaba con sus carnes bullentes; en parte porque nunca habían percibido ningún peligro, en parte porque les divertía reírse de un pirado de bragueta rendida y cabeza sin norte. 
Se sentaban ellas en un banco de granito que recogía con solidez y recato sus confidencias y desvelos. Gritaban, reían y observaban con disimulo el acercarse ruinoso de la Pantera Rosa. Así lo llamaban, por su arrastre de suelas y por su afición a no abrocharse los botones de la bragueta."¡Eh, niñas, niñas!" Ellas ignoraban las primeras llamadas de atención de la Pantera, pese a haberlas escuchado con toda claridad y ¿quién no?, con ese chirrido lastimoso de la Guzzi que avisaba de su reclamo. 
Cuando las chicas tenían ganas de chanza se le acercaban y le preguntaban qué quería. Él, con los ojos perdidos en las lozanías, les proponía siempre la misma extravagancia: "Si me enseñáis una tetilla, os doy veinte duros". Ellas fingían escandalizarse y asustaban al de la Guzzi haciendo ademán de avisar a los cuadrilleros. Al oírlas gritar y pedir ayuda para que las salvaran de quien las desnudaba con la vista y les proponía zorrerías, él se apresuraba por arrancar la Guzzi, saltaba sobre el pedal y se desmedraba ante la posibilidad de que un hombre de su talla acudiera al aviso. Se divertían las púberes viendo cómo el hidalgo salía haciendo eses hacia un destino incierto: quizá su casa; quizá el amparo de una inocente desgraciada, incapaz de advertir su chochería malsana.