domingo, 6 de mayo de 2018

"Chet Baker, el bello monstruo" por Diego A. Manrique


El próximo domingo se cumplen los 30 años de la oscura muerte del trompetista y cantante Chet Baker, que cayó (o fue arrojado) desde el tercer piso de un hotel de Ámsterdam. En verdad, el principal misterio es su resistencia: llegó a los 58 años tras décadas de excesos sobrehumanos, viviendo a salto de mata, girando sin parar para escapar del mono.
Así que saldrán nuevamente los artículos noveleros, ensalzando al James Dean del jazz, bla, bla, bla. Si vamos a ser sinceros, tenía más de conde Drácula: podemos afirmar que Chet Baker (Yale, 1929 - Ámsterdam, 1988) sigue vivo, comercialmente hablando. Pueden buscar Born to Be Blue (Universal), lánguido biopic donde le encarnaba Ethan Hawke. Más estimulante sería sumergirse en el luminoso Baker de los inicios, cuando grababa para Pacific Jazz y era retratado por William Claxton. Y queda la opción de los valientes: la biografía de James Garvin, Deep in a Dream. La larga noche de Chet Baker, ahora reeditada por Reservoir Books.
Gavin, un especialista en jazz vocal, se lanzó a investigar al personaje con la seguridad de que allí había una reconfortante fábula moral: el chico pobre, con un talento innato, que arrasa en los años cincuenta y luego se hunde en la ciénaga de la heroína. Durante años, siguió los pasos de Baker y entrevistó a unas 300 personas que le habían tratado; casi todas se sentían damnificadas por Chet. Pasmo: era más monstruoso de lo que contaba la leyenda.
Profesionalmente, Chet lo tuvo demasiado fácil. En cuestión de días, aprendió a tocar la trompeta. No necesitaba leer partituras: tras una escucha, se aprendía cualquier pieza. Generacionalmente, pertenecía al movimiento be-bop —incluso Charlie Parker requirió sus servicios— pero se presentó con un estilo lírico, que resultaba balsámico tras las turbulencias de los boppers neoyorquinos. Y triunfó a lo grande: en las encuestas de la revista Down Beat, fue votado el mejor trompetista por encima de coetáneos más dotados, como Miles Davis o Dizzy Gillespie. Mientras Davis nunca se lo perdonaría, Dizzy siempre estuvo dispuesto a echarle una mano.
Era guapo, lucía vulnerable y acariciaba un repertorio romántico: nunca le faltaron mujeres. Mujeres sufridas: recibían palizas, perdían sus posesiones, debían arriesgarse a cargar con el contrabando cuando cruzaban las aduanas. Una amiga suya lo califica como relaciones vampíricas: “Chet tenía enganchadas a todas aquellas mujeres, como si fueran drogadictas. Y todas ellas querían eso. Tenía víctimas voluntarias… las novias de Drácula. No es que ellas desconocieran sus malos rollos. Él lo dejaba claro, y ellas tragaban a pesar de todo”. Un detalle más: nunca quiso hacerse la prueba del VIH.
No mostraba mayor consideración con sus compañeros masculinos. Si sufrían una sobredosis, huía en vez de intentar ayudar. Si morían en su cuarto, su única preocupación era que el cadáver terminara en la calle. Si había que delatar a alguien, lo hacía sin complejos. Dejaba atrás un rastro de camas, habitaciones, casas quemadas. Sobrevivir para el siguiente chute es el principal imperativo de un yonqui y Baker se demostró un maestro en esas lides: no aceptaba responsabilidades, no asumía ninguna consecuencia por sus actos.
Dicen que pudo haberse convertido en estrella de cine. Tal vez: su capacidad para embaucar nos deja apabullados. No hablo solo de los centenares de médicos y farmacéuticos europeos de los que conseguía potentes medicamentos: también engatusó a la temida periodista Oriana Fallaci, que le entrevistó tras su estruendoso arresto en Italia. Sabía modular su discurso según las expectativas de los pardillos. Aunque altamente homófobo, cuidaba al fiel público gay. Y se prestaba a sus juegos, si venían endulzados con dinero: quedó inmortalizado por el fotógrafo Bruce Weber en su documental Jazz Image es una serie discográfica que aúna grandes solistas y los fotógrafos que les retrataron. Su nuevo lanzamiento es un impresionante cubo titulado Portrait in jazz by William Claxton, con 18 compactos de Chet Baker (casi todos los discos también se venden en vinilo). Claxton definió el aspecto visual del cool jazz, al que identificó con el relajado estilo de vida californiano. Fuera del escenario, Baker le parecía un poco paleto, hasta cortito. Pero en la cubeta de revelado, descubrió que tenía eso que llaman fotogenia. Además, no era ningún tonto: sabía posar.
Los discos fueron grabados originalmente para el sello Pacific Jazz y conservan su aliento novedoso: Chet probando diferentes formaciones, arriesgándose a perder su reputación como jazzman al ponerse a cantar. Su productor, Richard Bock, intuyó que había encontrado la mina de oro y se mostró respetuoso; luego, perdería el pudor y tomaría decisiones discutibles en posproducción. Let’s Get Lost, rodado en blanco y negro, rodeado de lujo y bellas modelos. Weber consiguió más de lo que esperaba: resultaba desgarrador el desamparo de los hijos de Chet o los odios entre sus diversas mujeres.

Rebosante de carisma

Seguramente, su carisma fue mayor que su arte. Estaba cómodo en su pequeño rincón, donde podía exhibir su inventiva melódica. Como vocalista, se evidenciaban sus carencias pero, demonios, el público siempre quería más. Fue renunciando a su proyecto artístico… si alguna vez lo tuvo. En los sesenta, le encontramos imitando a Herb Alpert al frente de una turística agrupación denominada Mariachi Brass, haciendo música de ascensor con las Carmel Strings y grabando éxitos ínfimos tipo Sugar, sugar.
Hay que agradecer a James Gavin que haya rastreado pacientemente el modus operandi de Chet. Tras ser desahuciado por la industria discográfica estadounidense, se refugió en Europa. Básicamente, se convirtió en un nómada: para huir de Hacienda, renunció a tener una dirección fija. Eso significaba que no podía recibir royalties por las ventas de sus discos, aunque es posible que no le enviaran muchos cheques: había vendido sus derechos a Richard Carpenter, un tiburón que explotaba las debilidades de los jazzmen enganchados.
Se quejaba: su hábito era caro. En Londres, a principios de los sesenta, había disfrutado de un programa gubernamental que proporcionaba drogas a los adictos declarados. Se aficionó entonces a los speedballs, combinados inyectables de heroína y cocaína. En la práctica, si faltaba algún ingrediente, aumentaba la dosis de la substancia disponible y se pinchaba hasta que ya no encontraba venas (y terminaba recurriendo a, uh, partes sensibles de su anatomía).
Baker vivía al día. Formaba bandas con deslumbrados instrumentistas europeos que le seguían a todo club de jazz que se atreviera a contratarlo. Si alguien grababa la actuación, Chet permitía que se publicara por una cantidad modesta: de ahí la inagotable discografía en vivo que todavía sigue creciendo. Así podemos escuchar, por ejemplo, cómo de exquisito sonaba en Tokio, tocando sin heroína: avisado de las draconianas leyes japonesas al respecto, aguantó con la muleta de la metadona. Su road manager, el holandés Peter Huijts, quiso hacerle ver que aquella abstinencia había sido positiva. Baker tenía otro punto de vista: “Sí, ya estoy deseando volver a París para ponerme hasta el culo”.

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