martes, 17 de abril de 2018

Historias de amor IV: "Amor depravado"


En un lugar de La Mancha, vivía no ha muchos años un depravado de los de moto Guzzi en el garaje, calzón largo en invierno y puro retorcido después de las comidas. El caballero solía, muy de mañana, arrancar su máquina y lanzarse a la puerta del instituto de bachillerato en busca de aventuras no del todo santas. Era de complexión menuda, mejillas hundidas y pilosas, y de una edad más propia de partida de dominó que de botellón de explanada. Había que verlo en la cancela del instituto a la espera de que las muchachas salieran de estampida hacia la libertad de los patios y veredas. Allí plantado, junto a su Guzzi trucada y a su puro retorcido de media mañana, con la digestión en ciernes y el regüeldo en el pico de la boca, esperaba la salida de las púberes con la esperanza de que alguna se rindiera a sus proposiciones. 
Cuando las veía, con la pernera suelta y el canalillo rendido a las reverencias, se le deshacía en ríos el paladar y el puro se le remojaba hasta caer de la boca como soletilla empapada en chocolate. Agarraba entonces la cornamenta de su Guzzi y caminaba al husmeo del rastro de las "lolitas" filibusteras que le habían robado el corazón, la digestión y el puro. Regoldaba restos agrios de coliflor hervida y sesos de cordero, se relamía la rebaba y continuaba tras ellas con la vista prendida en unas medias de rejilla o en el borde carnoso de una cintura. 
Las chicas lo conocían, sabían de sus extravagancias y se reían de sus propuestas cuando las abordaba entre los troncos firmados de una alameda. Nunca se les ocurrió llamar a la policía, ni a la guardia civil, ni siquiera a sus padres, para que detuvieran a ese viejales que se recreaba con sus carnes bullentes; en parte porque nunca habían percibido ningún peligro, en parte porque les divertía reírse de un pirado de bragueta rendida y cabeza sin norte. 
Se sentaban ellas en un banco de granito que recogía con solidez y recato sus confidencias y desvelos. Gritaban, reían y observaban con disimulo el acercarse ruinoso de la Pantera Rosa. Así lo llamaban, por su arrastre de suelas y por su afición a no abrocharse los botones de la bragueta."¡Eh, niñas, niñas!" Ellas ignoraban las primeras llamadas de atención de la Pantera, pese a haberlas escuchado con toda claridad y ¿quién no?, con ese chirrido lastimoso de la Guzzi que avisaba de su reclamo. 
Cuando las chicas tenían ganas de chanza se le acercaban y le preguntaban qué quería. Él, con los ojos perdidos en las lozanías, les proponía siempre la misma extravagancia: "Si me enseñáis una tetilla, os doy veinte duros". Ellas fingían escandalizarse y asustaban al de la Guzzi haciendo ademán de avisar a los cuadrilleros. Al oírlas gritar y pedir ayuda para que las salvaran de quien las desnudaba con la vista y les proponía zorrerías, él se apresuraba por arrancar la Guzzi, saltaba sobre el pedal y se desmedraba ante la posibilidad de que un hombre de su talla acudiera al aviso. Se divertían las púberes viendo cómo el hidalgo salía haciendo eses hacia un destino incierto: quizá su casa; quizá el amparo de una inocente desgraciada, incapaz de advertir su chochería malsana.

domingo, 15 de abril de 2018

"Limónov" de Emmanuel Carrère


En el epílogo de Limónov, la biografía novelada del escritor y político ruso Eduard Veniamínovich Savenko, Emmanuel Carrère afirma que este personaje, por su trayectoria personal y política, es un doble de Vladimir Putin; con la única diferencia de que Eduard Limónov ha fracasado en todos sus intentos por llegar al poder. Hoy más que nunca está de actualidad esta biografía porque, si hacemos caso a las palabras de su autor, nos podría servir para analizar la mente autoritaria y destartalada de un hombre poderoso que amenaza con una nueva guerra fría, Vladímir Vladimirovich Putin. Incluso para comparar, desde un punto de vista patológico, una afición común: enseñar el torso musculado a todo el mundo. 
La biografía de Limónov no puede ser más novelesca, ni más estrafalaria. Carrère cuenta con estilo ágil y distante (a veces no tanto) cada una de las peripecias en las que se ve envuelto el autor ruso, desde sus experiencias en la indigencia y en la prostitución masculina, hasta las de su encarcelamiento por terrorismo, pasando por su participación en la guerra de los Balcanes del lado de Miloseviç y Karaciç. 
Limónov nos ayuda a comprender desde dentro la rápida desintegración de la URSS y la entrada de Rusia en el más feroz capitalismo; así como el conflicto de los Balcanes. Es curioso cómo dibuja la subida al poder de Putin: en un principio elegido por los magnates de la economía rusa para que les sirviera como un títere fiel, se rebela contra ellos hasta el punto de encarcelar a dos de ellos a los tres meses de ser elegido. Las contradicciones de Limónov, los excesos de Limónov, los bandazos ideológicos de Limónov, las aventuras literarias y periodísticas de Limónov..., todo ello lo trata Carrère con agilidad y buen oficio; aunque adolece la novela, como El Reino, de la intromisión excesiva y poco justificada de la vida personal del propio autor. 
De todas formas, Limónov podría ser, sin ninguna duda, la novela que nunca pudo escribir Javier Cercas; aunque lo ha intentado ya varias veces con Soldados de Salamina, Anatomía de un instante y El impostor. Así como Prohibido entrar sin pantalones de Juan Bonilla, donde se cuenta la vida de Maiakovski (otro ruso excesivo), sería la versión mejorada de la historia de Carrère desde el punto de vista literario.  

sábado, 14 de abril de 2018

"La inmortalidad a la vuelta de la esquina" por Manuel Vicent


La Pascua cayó en pleno equinoccio de primavera en 2008. Ese año los cristianos celebraron la Resurrección el 23 de marzo y a la mañana siguiente de gloria, entre aleluyas y campanas, también pasó a la inmortalidad Rafael Azcona. Los amigos lo supimos unos días después porque había dejado escrito que no se diera a nadie la noticia de su muerte hasta que su cuerpo hubiera sido incinerado. Fue una elegante manera de esfumarse de este mundo por la puerta de atrás, ya que nos ahorró contemplar destruido aquel rostro, que tantas carcajadas albergó. Cuando Azcona supo que su enfermedad era un morlaco imposible de lidiar, dejó de ver a los amigos y solo atendía por teléfono o email con el humor y la generosidad de siempre. Su retiro de preparación para abordar la barca de Caronte duró un año. Estuvo bien, sin sufrir demasiado, revisando sus primeras novelas, escribiendo algunos guiones. “Le sobraron solo ocho días”, me dijo su médico. Se despidió de la vida con estas dos palabras, las últimas, bien sencillas. “Ya está”, dijo y a continuación se largó sin más.

Han pasado 10 años de su muerte. La Academia de Cine acaba de celebrar un homenaje en memoria de este guionista genial y en el acto han hablado los amigos, sus compañeros de oficio, sus admiradores. Durante un tiempo en los almuerzos los amigos inclinábamos su silla contra la mesa para tenerle presente. Solo faltaba ponerle plato, cubierto, servilleta y llenarle el vaso de vino. Lo hacíamos a veces. Con ocasión del décimo aniversario de su muerte la editorial Pepitas de Calabaza ha publicado una recopilación de sus primeros escritos (19521959), dispersos en varios diarios y revistas, Viaje a una sala de fiestas, que contienen todas las semillas del genio de este escritor, el humor ácido, el ingenio irónico, la percepción lúcida, la literatura pegada a la vida de los seres subalternos que se mueven en la parte sumergida de la historia. Es un Azcona puro con el oído ya desarrollado para captar el sonido auténtico de las palabras.En las vacaciones de Pascua del año anterior a su muerte, cuando todo Madrid huía hacia las playas, le pregunté: “Rafael, ¿tú no sales?”. Me respondió: “Yo ya salí de Logroño”. En efecto, un amor contrariado y el sueño de ser escritor lo trajeron a Madrid en 1950. Después de realizar la visita obligatoria al café Gijón y calentar el peluche sin más esperanza de gloria que soñar con un imposible pepito de ternera, se empleó de contable en una carbonería, luego fue recepcionista en un hotel de mala muerte, y vivió en una pensión de la plaza del Carmen especializada en opositores a Correos de donde sacó su novela Los ilusos, una obra maestra del realismo social. Su padre era azconiano, sastre y cojo, cantaba fragmentos de zarzuela en el taller y las oficialas hacían los coros, había fundado una cuadrilla de toreros, afición heredada por su hijo, que un día soñó con ser novillero con más miedo que arte. El amor contrariado que había dejado en Logroño le propició los primeros versos en las justas poéticas del café Varela a cambio de que no le obligaran a consumir ni un café con leche y le dieran el agua gratis. De esa bohemia lo rescató Mingote para llevarlo a La Codorniz.Yo admiraba mucho los artículos y dibujos de Azcona de esa revista de humor, que siendo adolescente recibíamos en casa. Uno de mis propósitos al llegar a Madrid era conocer a este personaje. Alguien en el café Gijón me dijo que solía andar por el Comercial. Empecé a merodear por allí hasta que un día después de comer descubrí que en el local casi vacío un tipo repantigado en uno de los peluches dormía la siesta con la cara cubierta con una servilleta blanca. Le pregunté a un camarero si por allí caía alguna vez el famoso humorista y dibujante Rafael Azcona. El camarero me dijo: “Es ese señor que está debajo de la servilleta”. No me atreví a despertarlo, pero después de varias consumiciones, viendo que no arriaba el paño para mostrar su rostro, abandoné el establecimiento. Me consolé pensando que, al menos había visto qué jersey y pantalones vestía, qué zapatos calzaba mi héroe.Como a muchos hombres enteros, a Rafael Azcona lo definían sus zapatos. Usaba un calzado resistente, cómodo y apropiado para el barro, aunque los zapatos de Azcona eran de una marca especial: habían salido de fábrica preparados para no pisar ninguna mierda ni tener que meterse en charcos innecesarios. Siempre miraba dónde ponía el pie. Tal vez esa lección la había aprendido una noche oscura en aquella Ibiza prehippy cuando volvía a casa en bicicleta después de una fiesta y llevado por la emoción poética le dio por levantar los ojos hacia las estrellas y se dio un batacazo. Una y no más. Había que dejar las constelaciones en su sitio allá arriba y poner la metafísica al nivel de las hormigas. Puede que el mundo de Azcona haya pasado, pero su genio seguirá siempre en pie.

martes, 10 de abril de 2018

Historias de amor III


"Amor de madre"

Chocolate y María se casaron con muy poca convicción, por inercia, sin apenas mirarse, sin mediar siquiera un interés económico. Chocolate era asiduo a los bares, tabernas, cafés, cantinas y urinarios. Tenía el talante de un gato de cámara y una sola afición, la pérdida de dientes. Durante el noviazgo, no se besaron. No porque ella se negara (debería haberlo hecho), sino porque para él un beso era un acto absurdo de gente de otra especie. Él solo perseguía la penetración de la hembra y para eso no era necesario andar mezclando labios, lenguas, dientes y salivas. 
Desde muy joven, Chocolate perdió el pelo y con él, lo poco que tenía de cromañón. Pertenecía a una especie más antigua. Era pendenciero, intrigante y del Real Madrid. Le gustaba hablar mal de unos y de otros, sin tener en cuenta las ofensas ni la verdad. Tenía mal vino, no reparaba en diplomacias de ningún tipo. Le solían partir la cara, aunque menos frecuentemente de lo que era de esperar.
Si el noviazgo de Chocolate fue triste, el matrimonio aún lo fue más. Al principio, ella también se tuvo que dar a la bebida para aguantar las arremetidas del neandertal. Llegaba a casa Chocolate dando tumbos y con ganas de penetrarla como a una vaca o de golpearla como a un televisor estropeado. Ella intentaba evitarlo, primero bebiendo más que él; luego, refugiándose en casa de su madre, la única mujer a la que Chocolate no era capaz de ponerle la mano encima. No por nada, sino porque era una señora leída, racional y de carácter: se rumoreaba que había matado a su marido de un sartenazo en la cabeza cuando él le puso la mano encima. 
María nunca pensó en separarse de Chocolate. Corrían tiempos en los que apartarte de tu marido no era de ley (en un pueblo menos). Las mujeres soportaban a cualquier energúmeno con tal de no aguantar las afrentas que la comunidad guardaba para las que no respetaban la convención. María quería a su madre con delirio, con arrobo: como un beato adora a la virgen del pueblo o un hooligan, al equipo de sus amores. La madre de María era su protectora, su refugio, el vientre al que volver. Su ermita, su campo de fútbol.
Cuando murió su madre, María quiso, desde ese mismo instante, caer muerta con ella. El día del entierro, Chocolate lo celebró con una tremenda curda. Se plantó en casa más descompuesto que nunca. Ella no sabía dónde esconderse. Su madre vivía al lado, pero ya no estaba. María salió por la ventana, perseguida con torpeza por el bulto calvo, deforme y maloliente. Él era un tentetieso con halitosis; ella, un personaje de Dickens. Corrió por la calle, a oscuras, sin saber dónde parar. El berrido del marido al fondo. Sus pies la conducían al cementerio. Una vez allí, se dirigió hacia el nicho donde habían encerrado el cuerpo de su madre. Todavía no habían colocado la lápida. En la pared enlucida que ocultaba el cadáver, el sepulturero había grabado el nombre y las fechas de nacimiento y muerte. 
María se quedó ante el nicho, sudorosa y desconcertada. Oyó el crujir de unos pasos titubeantes y, al poco, el bramido vinoso de Chocolate agrió el silencio de los muertos. Sin saber qué hacer, María, sin resuello y sin sentido, comenzó a picar con un trozo de mármol el murete de yeso, que cedió enseguida. Abrió el ataúd y allí estaba su madre, rígida, pero reconocible. Se tumbó junto a ella, la abrazó y la besó. El cuerpo largo y lánguido de María no cabía en aquel hueco, era bastante más alta que su madre. Sus piernas revoloteaban en el aire fuera del agujero. Cuando Chocolate llegó frente a la tumba de la suegra, vio unos pies agitándose con desesperación. Asustado, por la posibilidad de que la madre de María hubiera vuelto de entre los muertos, salió corriendo, tropezó con unas coronas y cayó a una fosa que el sepulturero había dejado a medio cavar.
Ya no se oía el resuello de aguardiente de Chocolate y remitió el pataleo de María. El cementerio recuperó el canto del autillo y la madre, de nuevo, amparó entre sus brazos a la hija que nunca había sido besada.      

"Barojiana: juventud, egolatría" por Rafael Narbona


Pío Baroja fue un artista del exabrupto. No se me ocurre ningún autor de nuestros días con un grado de ferocidad verbal semejante. Se puede afirmar sin miedo a equivocarse que el malhumor era su estado natural, pues casi todo le irritaba: el ejército, la iglesia, el nacionalismo, el socialismo, la música de Wagner, la filosofía de Hegel, la vida bohemia, el matrimonio, los toros, los cambios sociales, el Estado. En 1917, con cuarenta y cuatro años, estimó que ya era viejo y que podía escribir unos apuntes autobiográficos donde expresara una vez más sus antipatías y sus pasiones, sus fobias y sus afectos. Su pereza incurable le eximió de urdir un plan previo que evitara las divagaciones y los desbordamientos. Su mente era muy española, muy cervantina, y despreciaba el cálculo, el orden y el equilibrio. Pensó que escribiría quince o veinte cuartillas, pero el libro creció ligeramente, transformándose en un pequeño ensayo titulado Juventud, egolatría. Entendió que sería saludable para su vida apacible y rutinaria -que nadie se engañe, nunca fue un aventurero- escarnecer su vanidad, explorando el egotismo que alimenta la vocación literaria. De paso, podría despacharse a gusto con sus coetáneos, expresando sin disimulo el fastidio que le producían sus deplorables hábitos y sus ridículas ideas. Baroja no adoptaba una pose para la posteridad. Simplemente, tenía muy mal genio y, si las circunstancias lo justificaban, prescindía de la sensatez, la moderación y los buenos modales. “Yo tengo cierta fama de atravesado -admite-, y quizás lo sea”.

El mal carácter del escritor no era una máscara para ocultar su autocomplacencia o un cargante moralismo, sino una actitud vital y filosófica. Quizás por eso a veces podía ser amable y acogedor, franqueando las puertas de su casa a cualquier escritor en ciernes. Su ira solía reservarla para los hombres de éxito, rebosantes de vanidad y acostumbrados al halago. De entrada, Baroja admite que su vida no es ejemplar. No se cree mejor que los demás, pero tampoco se considera un caso de depravación. Su apego a las charlas de sobremesa con una manta sobre las rodillas constituye un sólido freno a cualquier clase de vicio. Su vida hogareña, casi ascética, no obedece al noble propósito de buscar la verdad, sino a un sincero aprecio por la tranquilidad y la rutina. Opina que es viejo, pero no sabio. Admite que no tiene grandes cosas que enseñar. Nunca ha soñado con crear escuela y atraer discípulos. Entonces, ¿por qué escribe sobre sí mismo? Simplemente por la misma necesidad que respira o suda. De hecho, define sus notas autobiográficas como “una exudación espontánea”. No obstante, pues sabe que la escritura a veces desemboca en lo inesperado, frustrando los ardides de la discreción: “Porque allí donde menos lo ha querido el hombre que escribe, se ha revelado”.

Pío Baroja esboza una semblanza de sí mismo en las primeras páginas de Juventud, egolatría. Cuando se instaló en el caserón de Vera de Bidasoa, adoptó como primera medida ahuyentar a los niños que jugaban en la huerta y el portal, cometiendo toda clase de tropelías. Los expulsados se vengaron, llamándolo “el hombre malo de Itzea”, una expresión que hizo fortuna entre los vecinos de la zona. Su mala fama se recrudeció con los comentarios de los curas de las parroquias cercanas, que le acusaban de impío, apóstata e inmoral. A Pío Baroja nunca le quitó el sueño ser difamado por clérigos y beatas. Eso sí, rehuía el engreimiento y la petulancia. Cuando le ofrecieron firmar en el libro de visitas del Museo de San Sebastián, prescindió de títulos y distinciones, escribiendo: “Pío Baroja, hombre humilde y errante”. Poco después, ironizó sobre sus palabras: “Yo de humilde no tengo ni he tenido más que rachas un poco budistas; de errante tampoco, porque hacer unos viajecillos de poca monta no autorizan a llamarse uno a sí mismo errante”. Desde su punto de vista, cualquier ejercicio de introspección es deshonesto, pues no es posible ser objetivo. El mero hecho de observarse a uno mismo deforma el juicio, alumbrando una imagen engañosa: “Cuando el hombre se mira mucho a sí mismo, llega a no saber cuál es su cara y cuál es su careta”. ¿Es cierto que Rousseau abandonó a sus hijos o, simplemente, poseía un patológico sentimiento de culpa que inventaba pretextos para despertar el odio ajeno? ¿Acaso no hizo lo mismo Dostoievski, atribuyéndose la violación de una niña ante un asqueado Turguénev, que le apartó de su lado con violencia? Baroja no menciona estos hechos vergonzosos, pero valen como ejemplo de su desconfianza hacia el género de las confesiones, que abusa de una falsa sinceridad para deslizar -o encubrir- vivencias, cuyo significado último apenas puede atisbarse o descifrarse.

En las primeras páginas de Juventud, egolatría, Baroja se define como agnóstico, pero estima que sería más exacto afirmar que profesa “una dogmatofagia incurable”. Detesta los dogmas políticos, religiosos y morales. Desearía masticarlos y disolverlos con su jugo gástrico. Se declara materialista e interpreta la religión como un engaño. Aventura que si los obispos recuperaran el poder de antaño, las hogueras crepitarían de nuevo con furor. La tragedia de Giordano Bruno se repetiría, evidenciando una vez más la tenaz oposición del clero al progreso. No le molesta ser acusado de ateísmo: “Eso de ateo, yo no lo consideré un insulto, sino como un honor”, replica a un periodista tradicionalista, que intentó ofenderle con ese calificativo. En el terreno político, Baroja se declara europeísta o, más concretamente, “archi-europeo”. Y no reconoce otra moral que las enseñanzas del epicureísmo. “Yo también soy un puerco de la piara de Epicuro”, confiesa con regocijo. Piensa que el hombre no es malo, sino egoísta, pasivo, torpe. Desconfía de lo presuntamente excelso y sublime. No simpatiza con la Institución Libre de Enseñanza, donde sólo advierte “el optimismo de los eunucos” o, lo que es lo mismo, una anodina corrección. Admite que prefiere una canción popular a una ópera grandilocuente. Las cosas pequeñas siempre le han seducido más que las grandes. Prefiere los jardines de Bóboli a los de Versalles: “Los grandes Estados, los grandes capitanes, los grandes reyes, los grandes dioses, me dejan frío”. El europeísmo es una vigorosa objeción contra el imperialismo. A los europeos les gustan “los pequeños estados, los pequeños ríos, los pequeños dioses a los que podemos hablar de tú”. Baroja confiesa que no vendería su alma a Mefistófeles por un título o una condecoración, pero sí por algo sentimental, humilde, entrañable y pequeño, como una melodía de acordeón, un vaso de vino o una buena siesta. No se hace ilusiones sobre sus posibilidades de cambiar o mejorar como ser humano. Solo los genios y los santos protagonizan una segunda vida que rectifica los errores de la primera.

No le cuesta trabajo reconocer que de pequeño era tozudo y algo cazurro. Sus maestros le repetían: “Nunca llegarás a nada”. A pesar de eso, recuerda con cariño su infancia en las provincias vascongadas. Su aprecio por el terruño natal nunca implicó fantasías separatistas: “Yo quisiera que España fuera el mejor rincón del mundo, y el país vasco, el mejor rincón de España”. Baroja reconoce dos patrias regionales: Vasconia y Castilla la Vieja. Además, tiene “dos balcones para mirar el mundo: uno, de casa, en el Atlántico; otro, de cerca de casa, en el Mediterráneo”. Anarquista sentimental, no esconde su rabia contra la moral represiva de su tiempo, alentada por curas y carlistones: “…la odio cordialmente y la devuelvo en cuanto puedo todo el veneno de que dispongo. Ahora, que a veces me gusta dar a ese veneno una envoltura artística”. Eso no significa que sea un libertino. De hecho, opina que “el sexo no es más que una fuente de miserias, de vergüenzas y de pequeñas canalladas”. No sin cierta sorna, afirma que no le hubiera importado ser impotente. Se pregunta si tener hijos no constituye un crimen en un mundo dominado por el hambre y la injusticia. No le gustan las masas, brutales y ciegas como un animal herido.

Su concepción de la literatura es tan directa y desinhibida como su visión de la sociedad. Detesta la retórica cuando es simple afectación, pero entiende que se convierte en estilo si brota como una forma que expresa el mundo interior de un autor. Su estilo no se basa en la sintaxis, ni en la adjetivación, sino en “una manera de respirar que no es la tradicional”. Esa manera de escribir podría definirse como “retórica de tono menor”, con “un ritmo más vivo, más vital, menos ampulosa” que la “retórica de tono mayor” heredada del latín clásico, donde resuena “un paso ceremonioso y académico”. Para dejar claro su ideario estético, el escritor pone como ejemplo a Verlaine, con su “lengua […] disociada, macerada, suelta”. No le causa problemas admitir que los libros antiguos le suelen aburrir, cuando no le parecen ininteligibles. Nunca le ha sucedido con Shakespeare, ni con la Odisea, pero sí con muchos autores venerados como clásicos inmortales. No le pasa lo mismo con la pintura. Prefiere los cuadros de Velázquez, El Greco, Botticelli o Mantegna a los de los pintores modernos. Sin miedo a las posibles réplicas o reproches, Baroja dispara en todas direcciones: Cervantes le parece “vulgar y pedestre”; Molière, “triste”; Goethe, “antipático”; Flaubert, “estúpido”; Zola, “sudoroso”; Clarín, “pesado”; Larra, “un tigrecillo amaestrado”. Solo absuelve a Dostoievski, “uno de los acontecimientos más extraordinarios del siglo XIX”, Tolstói, “un griego”, con una prosa limpia y serena, Stendhal, un gran “psicólogo”, y Dickens, “hombre admirable que quiere hacerse pequeño y que, sin embargo, es tan grande”. En el campo de la filosofía, admite su deuda con Nietzsche y reconoce que se aburrió soberanamente con La República de Platón. Prefiere la metafísica a la teoría política y las ensoñaciones utópicas. No soporta el Antiguo Testamento. Salvo el Eclesiastés, sus libros se caracterizan por “una crueldad y una antipatía repulsivas”. Sabe que sus opiniones son extremadamente subjetivas y algo arbitrarias, pero una vez más airea su individualismo irreductible, descartando buscar justificaciones: “Yo no pretendo ser hombre de buen gusto, sino hombre sincero; tampoco quiero ser consecuente, la consecuencia me tiene sin cuidado”.

Su sinceridad se extiende a su San Sebastián natal. Su gente le parece “zafia, bestia y sin ningún talento”. La influencia de los jesuitas ha contaminado la ciudad y se ha propagado en todas direcciones. En Pamplona, cuando apenas tenía nueve años, un “canónigo gordo y seboso” abandonó el confesionario y le agarró del cuello por canturrear en la catedral poco después de un funeral. No le parece un incidente casual, sino el perfecto ejemplo de lo que representa la iglesia católica, con sus curas chabacanos, groseros y vesánicos. Su opinión sobre la escuela y la universidad no es mucho mejor: “En la Facultad, en mi tiempo, ni se aprendía a discurrir, ni se aprendía a ser un técnico, ni se aprendía a ser un practicón. Es decir, no se aprendía nada”. Ser hijo de un ingeniero liberal que combatió en las guerras carlistas, le eximió del servicio militar obligatorio, pero cuando por error le citaron para incorporarse a su quinta, apenas pudo contener las náuseas: “Yo soy un antimiltarista de abolengo. […] Yo siempre he tenido un asco profundo por el cuartel, por el rancho y por los oficiales”. La medicina no le repugna pero jamás tuvo vocación. Ejercer en Cestona solo le proporcionó una satisfacción: “tener una casa solitaria y un perro”. Huyendo de una profesión que no iba con su temperamento, probó suerte como pequeño industrial, explotando un horno de panadería. No sospechaba que esa iniciativa sería ridiculizada hasta el aburrimiento en el futuro, adjudicándole el sambenito de ser un escritor con “mucha miga”. Dado que no le marchó demasiado bien con la panadería, empezó a escribir a los treinta años, pensando que era un oficio entretenido y con un amplio margen de libertad. Al principio, no tuvo mucha suerte. Sus primeros libros apenas se vendieron, pero al menos conoció a Azorín, “maestro del lenguaje y un excelente amigo”, y a Ortega y Gasset, “el viajero que ha hecho el viaje por las tierras de la cultura”. Al mismo tiempo, se ganó la enemistad de Alejandro Sawa, Joaquín Dicenta y otros escritores, que no se tomaron de buen grado su carácter áspero y sarcástico.

“Yo siempre he sido un liberal radical, individualista y anarquista”, afirma Baroja. Se trata de una declaración más retórica que real, pues su anarquismo consiste básicamente en odio a la autoridad, desconfianza hacia las leyes y desprecio por la clase política. No cree que el obrero sea mejor que el burgués. Cuando el obrero mejora su posición social, adopta las mismas malas artes que la burguesía. Baroja no lamenta hacerse viejo: “Siento que toco con el pie un suelo más firme que en la juventud. […] Es el momento de mirar las llamas en la chimenea. […] La puerta de mi casa está abierta de par en par. Que entre quien quiera, sea la vida, sea la muerte”. Pío Baroja no fue un hombre valiente. Su fama de energúmeno se basaba en sus frases tremebundas, no en sus actos. De hecho, Juan Benet lo evoca en su artículo “Barojiana” (1972) como un buen anfitrión en su piso de la madrileña calle Ruiz de Alarcón, más proclive a escuchar que a perorar. Como cualquier personalidad interesante, albergaba contradicciones, a veces muy acusadas. No se opuso a la dictadura de Primo de Rivera, se declaró amigo de la Unión Soviética, flirteó con el fascismo y el antisemitismo, criticó la Segunda República, se libró de milagro de ser fusilado por los requetés a causa de su anticlericalismo y, finalmente, se adaptó sin problemas al régimen franquista. Su meta jamás fue otra que disfrutar de una existencia plácida y sin sobresaltos. Sin embargo, finaliza Juventud, egolatría execrando la tranquilidad burguesa y fantaseando con echarse a la mar en un pequeño falucho con “la bandera roja revolucionaria”. Se objetará que corría el año 1917, pero la fecha no importa demasiado. Como escribió Juan Benet, Pío Baroja siempre vivió en “un castillo inexpugnable”, fuera del tiempo, sin otra convicción que el desencanto. No era un ogro, sino un burgués gruñón que hubiera deseado vivir en una novela de Julio Verne. “Mucho tiempo me resistí a creer que tendría que vivir como todo el mundo -admitió con pesar-; al último no hubo más remedio que transigir”. No creo descubrir nada, si afirmo que muchos hemos experimentado la misma desilusión.

sábado, 7 de abril de 2018

"Acerca de los clásicos" por Rafael Narbona


Los clásicos literarios son puntos de fuga hacia el infinito. Detrás de una página de Moby Dick, late el inmenso océano, con sus interminables abismos. Detrás de Madame Bovary, ruge el tedio de millones de vidas condenadas a una insípida rutina. Los clásicos no son meras expresiones de una subjetividad privilegiada, sino hitos de la memoria colectiva que labran poco a poco el retrato la humanidad.

Quizás los clásicos más perfectos son los que no pueden atribuirse con certeza a un autor, como la Ilíada y la Odisea. Homero, el improbable ciego de Quíos, encarna la maldición del aedo clarividente. Shakespeare, el joven palafrenero que “sabía algo de latín y menos de griego”, aviva el sueño del genio anónimo, cuyo furor creador convive con la infelicidad cotidiana y una refinada timidez. Aunque los clásicos proceden del talento individual, su virtud consiste en pertenecer a todos. Es absurdo creer que prolongan la vida de su creador. La muerte es irreversible e impersonal.

Los clásicos no son un simulacro de eternidad, sino un punto de inflexión en la memoria de las sucesivas generaciones. Nos obligan a mirar el mundo con otros ojos. El Quijote abunda en descuidos, digresiones y negligencias. Su estructura narrativa es primaria y reiterativa. Su prosa se despeña en muchas ocasiones por el prosaísmo y la confusión. Sin embargo, nada logra rebajar su credibilidad. Su carga de tristeza y desengaño nos apena tanto como la pérdida de un amigo muy querido. Alonso Quijano está dominado por la misma locura que el joven rabí de Galilea. Ambos desafían al poder por una ilusión tan necesaria como irrealizable. Mejor dicho: desafían a la realidad, incapaces de soportar sus límites, tristemente incompatibles con nuestros sueños más ambiciosos. Su final sólo puede ser la befa y el escarnio.

Es evidente que cada lengua posee sus clásicos. Sin embargo, las diferencias culturales no afectan a las preocupaciones esenciales. Todos los pueblos meditan sobre la muerte, el destino individual y los dioses. Los apaches carecen de tradición escrita, pero podemos comprender su valentía, su apego a la tierra, sus ansias de libertad, su resistencia a ser colonizados. Sus tradiciones orales han penetrado en la historia y han despertado en el ser humano la nostalgia de una vida nómada e incierta.

No sabemos cuáles serán los clásicos del porvenir, pero quizás podamos anticipar que redundarán en la desdicha del ser humano, inevitablemente derrotado por el tiempo y la historia. Quizás los clásicos solo son los testigos de nuestros fracasos, la sombra de nuestras ilusiones malogradas. La felicidad casi nunca es el destino de los héroes que perduran en nuestra memoria. Aquiles nos parece más grande que Ulises porque su final es más trágico.

Los clásicos ponen el infinito en nuestras manos. Podemos recorrerlos incontables veces, pero nunca llegaremos a conocer su verdadera extensión. En cada lectura, descubriremos nuevos pasajes, nuevos abismos. Un clásico puede confundirse con una zona de paso. Podemos experimentar la ilusión de atravesarla, pero en realidad quedamos atrapados en su interior. Cuando cerramos el libro, su historia ya se ha alojado en nuestra mente y, con menor o mayor intensidad, nunca dejará de fascinarnos, invitándonos a repetir la experiencia. Pero no nos engañemos. Nos atrae en la misma medida que un abismo. El infinito no es un milagro, sino una abominación, “una idea que corrompe a todas las demás”, según Jorge Luis Borges. El infinito es el martirio recurrente de Prometeo y Sísifo. O la interminable caída de Geoffrey Firmin por una sima volcánica, confundiéndose con un perro muerto. Malcolm Lowry escribió: “Todo es una maldita mentira”. Los demonios están en todas partes. En nuestro interior, en el exterior, en nuestros sueños. La dicha –continúa Lowry- se parece a “un pequeño tiovivo” que intentamos abordar una y otra vez, “perdiendo la siguiente oportunidad, y la siguiente, perdiendo todas las oportunidades hasta que es demasiado tarde”. Tal vez los clásicos son los libros que nos muestran lo que desearíamos no ver, revelándonos que hemos convertido el jardín que debíamos cuidar en un infierno del que es imposible escapar

"Días de pasión" por Antonio Muñoz Molina



En el retiro voluntario de la Semana Santa me gusta volver a las palabras y a las músicas del relato evangélico. Muchas personas se han ido de Madrid. En la tarde del miércoles va notándose gradualmente que se han ido y se siguen yendo en coche. La mañana del Jueves Santo tiene una santidad laica de recogimiento y silencio. No hace falta afiliarse a ninguna ortodoxia y a ningún credo para mantenerse alerta a la sensación de lo sagrado, que puede intuirse en la quietud de una calle sin tráfico a primera hora de la mañana, en la absolución de tantas obligaciones aplazadas por los días de fiesta. Ha llovido generosamente en las últimas semanas y los días de sol tienen una tersura de aire fresco. Ese es otro motivo de gratitud. En los senderos del parque, tan ásperos hasta hace muy poco, ahora se nota una elasticidad de tierra prieta y fértil bajo las pisadas. Los canales públicos de televisión transmiten procesiones sin descanso y en directo. Los telediarios informan de las procesiones de Semana Santa más extenuadoramente aún que de los partidos de fútbol. Una parte de la vida española parece varada sin remedio en la Contrarreforma, en las exhibiciones públicas de penitencias, de imágenes ensangrentadas de martirios. Como este año la lluvia no ha frustrado ninguna procesión, los informativos no muestran a penitentes llorando sin consuelo por no poder sacar los tronos de su cofradía. Lo que sí hay son testimonios espontáneos de asistentes a las procesiones que informan de la vehemencia de su fervor: “Esto no se puede explicar. Esto hay que vivirlo. Hay que sentirlo”.
Con vítores taurinos y caras arrasadas de lágrimas, chicas jóvenes que ya nacieron en un país descreído con las iglesias desiertas se rompen las manos aplaudiendo a los legionarios que sostienen en alto una imagen de Cristo en la cruz en una procesión de Málaga. Yo me acuerdo de cuando era niño y veía en las procesiones de mi ciudad los tronos escoltados por guardias civiles con mosquetones al hombro.
Pero todo vuelve. Todo vuelve porque nunca se ha ido. Vuelve la religión ostentosa y milagrera de la Contrarreforma católica, la de las exhibiciones públicas de ortodoxia que fueron obligatorias durante el franquismo. Vuelve porque nunca se fue la mescolanza de lo político y de lo eclesiástico, la ocupación irrespetuosa de los espacios públicos, la afirmación jactanciosa de una sola tradición por encima de todas las otras: el espectáculo católico como maciza identidad, unas veces española y otras veces andaluza, o castellana, o de donde sea. El ministro de Justicia y el de Educación y Cultura se persignan ante el Cristo legionario y alzan sus voces para cantar con desmayado entusiasmo Soy el novio de la muerte. La ministra de Defensa, que también participa en la celebración, ha ordenado que en los cuarteles españoles ondee a media asta la bandera como signo de luto por la crucifixión de Cristo.

Todo son recuerdos. Los peores recuerdos son los de ciertas cosas que se obstinan en no quedarse en el pasado. Me acuerdo de cuando era soldado y en las misas de campaña sonaba el himno nacional en la consagración y teníamos que arrodillarnos quitándonos la gorra y sosteniendo el fusil en un gesto de psicomotricidad tan complicada que se tardaba mucho en aprender, y que se llamaba “rindan armas”. Un soldado español solo rendía su arma ante la hostia consagrada. Hablo de 1979, 1980, otra época. Hablo de ahora mismo. El ministro de Educación y Cultura que se declara novio de la muerte con tanta convicción es responsable del mayor desguace cultural y educativo de un país al que las castas dirigentes bendecidas por eclesiásticos y defendidas a mano armada por los militares mantuvieron durante siglos en una ignorancia tan infame como la pobreza. Mientras el ministro canta su pasodoble festivo y mortuorio, la investigación científica se hunde ante la indiferencia general y el sistema público de enseñanza cada vez puede cumplir menos su tarea ilustradora e igualitaria. Hay desolaciones españolas que no se curan nunca: melancolías civiles que atraviesan intactas las generaciones. La pesadilla de Juan Ramón Jiménez de hace un siglo conserva intacta su realidad, y su pavor: una mesa de campaña en una plaza de toros.

Por fortuna, Madrid es grande y descreída, incluso en la mañana del Viernes Santo. Un taxi para a mi lado en la acera y de él salen, con dificultad y pericia, dos señoras con altas peinetas de carey y mantillas de encaje negro. Allá cada cual. Yo voy escuchando en Spotify la Pasión según san Mateo. La escucho también en casa, con la opulencia sonora del amplificador y los altavoces, leyendo el libreto, que respeta en gran medida la simplicidad del relato evangélico. Es una costumbre que he mantenido desde hace ya muchos años, desde que compré una grabación histórica dirigida por Furtwrängler. Algún Jueves o Viernes Santo la he escuchado en directo, en austeras iglesias luteranas de Nueva York. Ahora la versión a la que vuelvo siempre es la de Nikolaus Harnoncourt con el Concentus Musicus de Viena. Dirigida por Furtwrängler, la Pasión según san Mateo es imponente como una catedral gótica. La de Harnoncourt no es menos sobrecogedora, pero sí más cercana a la llaneza y el despojamiento del texto evangélico.

Vuelvo a esos capítulos finales a los que se atiene Bach. Hay un sigilo de drama que sucede entre sombras, en descampados nocturnos, un drama íntimo de miedo, de traición, de vergüenza, de huida, de debilidad ante la cercanía terrible del dolor, de incierta esperanza. El corazón de esa noche me ha parecido siempre la deslealtad del discípulo Pedro, que su maestro ha presentido con extraña agudeza: el que se declara tan firme y tan fiel cuando no hay peligro comete a la hora de la verdad una cobardía para la que tal vez habrá perdón, pero no consuelo. No hay otro momento así en la literatura. Tampoco lo hay en la música. En la pintura se ha representado muchas veces. Pero solo Caravaggio llega a lo más hondo de la negrura del miedo y el remordimiento, en una Negación de san Pedro que está en el Metropolitan de Nueva York, y que fue uno de los últimos cuadros que pintó en su vida. En el retiro breve de la Semana Santa, escuchando a Bach, leyendo a san Mateo, acordándome de ese cuadro de Caravaggio que he visto tantas veces, agradezco que el arte sea capaz al mismo tiempo de retratar el sufrimiento y consolarnos de él, y además refugiarnos de la intemperie pública.

sábado, 31 de marzo de 2018

"Escribir novelas" por James Salter


Las novelas son más largas que los cuentos y, en virtud de esa extensión, o digamos amplitud, tienen la oportunidad —la obligación, de hecho— de ser más complejas y posiblemente implicar a más personajes, llámeseles personas. La mayoría de las novelas son narrativas, o sea, lineales en la forma y fieles a la cronología, van hacia delante o fluctúan en idas y venidas en el tiempo. La narrativa cuenta una historia, y las historias son la esencia de las cosas, el elemento fundamental.

Pero la trama es algo más que la historia. Incluye los elementos causales y las sorpresas. La historia de Lolita es sencilla: Humbert descubre a Lolita, y digamos que la seduce, la hace pasar por su presunta hija, una situación detestable pero embriagadora, y un rival se la roba. Él se lanza en su búsqueda, los encuentra y mata al ladrón. Pero es la trama, con sus muchos destellos cómicos, la progresiva revelación de los motivos y los incidentes grotescos, la que lo engrandece. Lolita al principio fue malinterpretada, como es natural, y se salvó del previsible olvido o de acabar en el anaquel de los libros picantes gracias a Graham Greene, que la incluyó en su lista en el Times como uno de los tres mejores libros del año, y le concedió de ese modo respaldo literario. Nabokov era entonces un escritor poco conocido.

Es difícil escribir novelas. Has de tener la idea y los personajes, aunque quizá se añadan personajes sobre la marcha. Necesitas la historia. Necesitas, si me permiten decirlo así, la forma: ¿Qué extensión va a tener el libro? ¿Estará escrito en párrafos largos? ¿Cortos? ¿En qué persona narrativa? ¿Mantendrá un hilo conductor o se dispersará en todas direcciones? ¿Cómo será de denso? Cuando tienes la forma, puedes escribir la novela. Cuando tienes el estilo. El estilo. Dónde te sitúas como escritor. Tus prejuicios. Tu posicionamiento moral. El modo en que ese libro debería leerse. Y después necesitas un comienzo. “Dos cordilleras atraviesan la República, casi de norte a sur…”, las contenidas primeras palabras del suplicio final del cónsul en Bajo el volcán. El comienzo es de suma importancia. Una de las cosas más difíciles, según decía García Márquez, es el primer párrafo. Había pasado meses con un primer párrafo, explicaba, pero una vez lo consiguió, el resto fue sencillo. Tenía el estilo, el tono, pero el problema era cómo empezar a plasmarlo. El primer párrafo daba la pauta de lo que sería el resto del libro.

El principio, cómo empieza. Después de eso, escrito en orden o en desorden, viene el resto, escena a escena, página a página. Es una tarea prolongada. Como escritor, te enfrentas constantemente a la necesidad de visualizar una escena, o una secuencia, o un sentimiento, para a continuación, de la manera más cabal que puedas, ponerlo en palabras. Hay muchos intentos fallidos, al tratar de arrancarse de dentro algo que a veces es inexpresable. Es una labor con muchos aspectos, demasiados, y al menos uno de ellos debe quedar al fin escrito de un modo lineal, palabra por palabra, hasta el punto de llegar casi a perder el interés. Hay siempre demasiadas opciones, o no hay ninguna, ninguna vía posible. Al principio eres capaz de escribir en cualquier sitio, pero has de dedicarle tiempo a escribir, has de escribir en lugar de vivir. Has de dar mucho para recibir algo. Recibes solo un poco, pero es algo. No hay valores establecidos; das mucho a cambio de nada; haces todo a cambio de apenas nada, como al principio Justine hacía el amor a cambio de una camisa de algodón.

Si de verdad es así, si es tan difícil y para casi todo el mundo hay tan poco que ganar, poco dinero… Bueno, de hecho, es una manera de ganar dinero; no necesitas nada para empezar, salvo las palabras. Pero ¿cuál es el impulso? ¿Por qué se escribe? Ahí está la esencia. Entonces, ¿por qué?

Bueno, ciertamente por placer, aunque está claro que no es un placer tan grande. En ese caso, para complacer a otros. He escrito con eso en mente a veces, pensando en ciertas personas, pero sería más honesto decir que he escrito para que otros me admiren, para que me quieran, para ser elogiado, reconocido. A fin de cuentas, esa es la única razón. El resultado apenas tiene nada que ver. Ninguna de esas razones da la fuerza del deseo.

Siempre pienso en Paul Léautaud, un viejo crítico teatral, pobre, casi olvidado. Al final, cuando vivía solo con una docena de gatos, escribió: “Écrire! Quelle chose merveilleuse!”.

Eres el héroe de tu propia vida: te pertenece solo a ti, y a menudo es la base de una primera novela. Ninguna otra historia está más a tu alcance para que dispongas de ella. Philip Roth escribió su primer libro, Goodbye, Columbus, sobre sí mismo y un amor de juventud con una chica en Nueva Jersey. Ese segmento de su vida es la historia, y sus complicaciones conforman la trama.

Voltaire escribió Cándido como crítica social, lo hizo de un tirón cuando tenía 65 años. Theodore Dreiser visitó a su amigo Arthur Henry el verano de 1899 en Maumee, Ohio. Henry estaba trabajando en una novela. “¿Por qué no escribes una tú también?”, le sugirió a Dreiser. Éste se sentó, cogió una hoja de papel y escribió en la parte superior: Nuestra hermana Carrie.

"Puro fuego" de Joyce Carol Oates


Puro fuego es una novela juvenil tan hábilmente escrita que parece una novela para adultos (o viceversa). De una fluidez y dinamismo en la redacción, muy adecuados con la vertiginosa aventura que viven las adolescentes protagonistas. Es cierto que la historia de la pandilla, formada en un principio por cinco chicas defensoras del honor femenino y enderezadoras de tuertos machistas, peca un tanto de fantasía pueril y no del todo creíble. Pero la habilidad narradora de Joyce hace olvidar los primeros tanteos inverosímiles de la trama. 
Las cinco chicas fundadoras del grupo "Foxfire" son una especie de "señoritas andantes" que se enfrentan a las tropelías y abusos de los hombres. Como doñas "quijotas" o, mejor, "amadises" en estado puro, castigarán a los abusadores y le darán su merecido a los pandilleros que campan a sus anchas en la América de los años 50. No son hidalgas, eso no, sino jovencitas desclasadas y hartas de ver a su alrededor violencia machista e injusticias. La cabecilla de "Foxfire", Legs, tiene un mentor viejo y alcohólico que la introduce en el marxismo y en el anticapitalismo. Ella será la intrépida defensora del honor femenino y, junto a sus compañeras, emplearán sus encantos de "lolitas" para engañar y castigar a los endriagos del machismo. 
Su derrota hacia la delincuencia las situará fuera de la ley y las enviará a un destino tan angustioso como excitante. La sociedad las ha rechazado y ellas solo se sienten seguras en el seno de su propia comunidad, creada precisamente para luchar contra la exclusión que sufren como mujeres y como víctimas del capitalismo feroz. Oates fabula un deseo de juventud que se convierte en una crítica potente contra una sociedad injusta, patriarcal y materialista.        

miércoles, 28 de marzo de 2018

La educación como castración y Emilio Lledó


A raíz de un artículo sobre Emilio Lledó y la educación, reflexiono sobre dos extractos del mismo. En el primero de ellos, Lledó afirma de forma contundente que el "asignaturismo" (hacer exámenes continuamente) mata la cultura. En el segundo, el sabio profesor dice que la escuela y la universidad maltratan la mente de los alumnos, "solo hay que ver el paletismo de los últimos másteres". 
Del mundo universitario solo puedo hablar por referencias, pero de los institutos de secundaria, y, en concreto de la enseñanza de las humanidades, sí tengo cierta experiencia. 
Coincido en las críticas del maestro Lledó, hacia el "asignaturismo". Ahoga toda necesidad de saber y toda pasión por conocer. Y lo que es peor, como acostumbramos al alumno a ser un objeto de exámenes continuo desde la enseñanza primaria, acaba convertido en un mero contestador de preguntas y memorizador de datos inconexos. El único objetivo es aprobar todos los exámenes que se le pongan por delante. Lo de disfrutar del aprendizaje, gozar de la lectura, descubrir el mundo o desarrollar espíritu crítico no es algo que se pueda hacer en un instituto. Resulta difícil extirpar del cuerpo del alumnado esa obsesión por el examen, y, cuando se consigue, es complicado encauzarlos hacia un nuevo método de trabajo. 
Lo vengo intentando desde la materia de Literatura Universal (ahora en 1º de bachillerato) desde hace unos años. Me olvido de embutir fechas y listas de nombres interminables y nos centramos en, por ejemplo, conocer algunas obras de Shakespeare durante un trimestre, con métodos muy variados (desde lo visual hasta lo musical). Es difícil extirpar del todo el EXAMEN, pero se observa enseguida que el alumno reacciona de forma muy distinta ante la literatura cuando se presenta con otros mimbres.
Sí, como dice Lledó, no nos cansamos de maltratar la mente del alumnado. Y como consecuencia, también la nuestra. No hay nada más árido que dar clase de forma mecánica, sin reparar en otra cosa que en las notas de los exámenes. No hay nada más insatisfactorio que convertirse en un mamporrero de los libros de texto. Y no hay nada más castrador, para alumnos y profesores, que los currículos cerrados y la conversión de la docencia en una especie de funcionariado con público. Un público al que acabamos por desesperar y nos acaba desesperando.

"El ´asignaturismo`, hacer exámenes continuamente, es la muerte de la cultura" por Pilar Álvarez


Cuando Emilio Lledó recuerda a aquellos alumnos, cita un verso de Lope de Vega: “España, madrastra de tus hijos verdaderos”. Corrían los años cincuenta y acababa de mudarse a la Universidad de Heidelberg, en Alemania, donde transcurrieron algunos de los años más reveladores de su carrera docente. Poco después de que se trasladara, comenzaron a llegar a las fábricas de las localidades de alrededor oleadas de obreros españoles. Eran hombres jóvenes y sin estudios, con un castellano rústico y un alemán inexistente que “habían nacido con un no de plomo en la cabeza” por carecer de un verdadero acceso a la educación.

Lledó (Sevilla, 1927) se hizo amigo de un grupo de ellos y les ofreció reunirse en una cafetería un par de veces al mes. La excusa fue enseñarles alemán, pero acabaron aprendiendo unos y otros de la vida. “El entusiasmo, la inteligencia y la sensibilidad de esos jóvenes han quedado para mí como la experiencia docente más maravillosa que he tenido”, asegura más de 60 años después el filósofo sentado en el sofá de su piso, junto al Retiro madrileño. “Y mira que me he llevado bien con mis alumnos”, cuenta quien también ha sido catedrático de instituto en Valladolid y en las universidades de La Laguna, Barcelona y la UNED en Madrid.El filósofo vive en una casa llena de luz y de libros (más de 10.000) entre los que encaja las fotografías de sus hijos y nietos. Sobre el piano, reposan dos cuadritos pintados con un paisaje y una casa roja que le han regalado sus nietas pequeñas en su reciente 90 cumpleaños.

Acaba de presentar su último libro, Sobre la educación (Taurus), un compendio de sus artículos y reflexiones sobre la enseñanza, los exámenes, el papel que tiene la filosofía en las aulas o el de la Universidad en la vida de los alumnos. El lema del libro, de Aristóteles, es una defensa de la igualdad en la educación: “Puesto que toda la ciudad tiene un solo fin, es claro que también la educación tiene que ser una y la misma para todos los ciudadanos”. No cree que España se esté encaminando a esa igualdad. “Es el camino absolutamente equivocado, en mi opinión”. Vuelve a los obreros con los que se cruzó en Alemania y lamenta que, sin un sistema que garantice que el aprendizaje del más humilde es equiparable al del más pudiente, los que quedan atrás salen perdiendo, pero la sociedad también: “Se pierden talentos extraordinarios para la música, para la poesía, para la literatura”.

Enseñar la libertad
El profesor recuerda a don Francisco, su primer maestro, que les enseñaba en el entonces pueblo madrileño de Vicálvaro, hoy un distrito de la capital: “Nos hacía leer el Quijote y también a otros autores. Y luego nos pedía sugerencias de la lectura. Solo con eso, preguntando qué podía sugerir Miguel de Cervantes Saavedra a niños de nueve o diez años, aniquilaba el asignaturismo”. 
En su obra y durante la charla defiende saltarse las costuras de las materias y las asignaturas, no obligar a memorizar nombres o fechas de nacimiento en literatura, “sino enseñar a leer un libro clásico porque pasar un semestre con Galdós, Baroja o, no digamos, Cervantes, no es un invento utópico”. No se trata de no evaluar, sino de no hacerlo como en la actualidad. “El asignaturismo, hacer exámenes continuamente, es la muerte de la cultura”, recalca. Es la diferencia, añade, entre el conocimiento profundo o “los grumos pringosos que te meten en la cabeza, que están desconectados y no te dejan fluir las neuronas. Hay que enseñar a los niños la libertad”.

El subtítulo de su nuevo libro es La necesidad de la literatura y la vigencia de la filosofía. Esta última materia quedó arrinconada con la actual reforma educativa. Su reducción en los currículos desembocó en una movilización de filósofos y docentes en la que Lledó estuvo implicado. Aún lo está: “Son los profesores los que tienen que darse cuenta del carácter crítico y formativo que tiene esa disciplina. Quererla quitar es un crimen pedagógico, un crimen cultural contra el desarrollo mental del país”.

Emilio Lledó escribe en su último libro que el paso por la escuela y la universidad maltrata la mente de los alumnos, que acaban “pensando que el apasionante mundo del saber y de la ciencia es ese horroroso organismo de mediocridad”. Cuando se le lee la frase, apunta: “No sé en qué año lo escribí, pero sigue vigente. Fíjese en los másteres que, en general, son de un paletismo terrible”.

martes, 27 de marzo de 2018

Historias de amor II


                                                Rosita

"Amor caprino"

Todos los miércoles aparecía por la tienda de comestibles sobre las diez de la mañana. Se proveía de víveres: latas de fabada, callos, garbanzos con chorizo, jurel... Era un hombre sencillo. Bajaba todas las semanas desde un pueblecito de la serranía conquense porque se alimentaba de conservas. Le gustaban los sabores conocidos: ese regusto metálico de los guisos recalentados en la estufa de leña. 
Todos los miércoles lo recibía el tendero, a quien conocía desde hacía muchos años, desde que acompañaba a su padre. Hicieron desde el principio buenas migas. Los dos eran apretados como la mojama, pero se reblandecían con la historia de su amorío. Y no es que hubiera que contar demasiado, porque su romance siempre fue sosegado y de pocas palabras. Un amor sin saliva. Sin los aditivos de la retórica ni del estridente romanticismo. 
"Y cómo va Rosita". "Pues tranquila, como siempre. Ella pide poco: algo de hierba y un paseo por la tarde, ya la conoces. Ahora, eso sí, la lana cada vez más suave. Le sienta bien estar conmigo. Yo, para mí, que me entiende. En cuanto entro en casa, me recibe con un balido. Se pone a mi lado cuando recojo sus miserias y no me deja solo ni un minuto. Por eso no puedo perder el tiempo cocinando, porque me quiere cerca. De vez en cuando, me suelta un "beeee.." que me deshace. Sobre todo cuando tengo intimidad con ella. Si la vieras volver la cabeza... Me mira y bala con agradecimiento. Y no dice nada más. Me siento en el sillón, miro la montaña a través de la ventana y pienso que no puede haber nadie más feliz que yo, mientras le acaricio el morrillo. A las mujeres ni las miro".
Un miércoles, como otro cualquiera, apareció por la tienda un poco más tarde de lo habitual. No parecía el mismo. Se limitó a darle la nota del pedido al tendero con la cabeza gacha, sin decir ni buenos días. 
"¿Te pasa algo?" "No tengo ganas". "¿No tienes ganas de hablar?". "No. Se me ha muerto la Rosita". "Pues te acompaño en el sentimiento". Levantó la cabeza y el tendero vio cómo se empañaban los cristales de sus gafas. "El moquillo". Mejillas abajo le corría una lágrima. Sacó el pañuelo, se sonó con fuerza y se despidió sin dar las gracias, sin las conservas y sin poder aguantarse el soponcio. No lo volvimos a ver.