lunes, 26 de marzo de 2018

"Orlando" de Virginia Woolf


"Las ilusiones son al alma lo que la atmósfera es a la tierra. Destruid ese tierno aire y muere la planta, palidece el color."

Solo he echado de menos en Orlando, la novela de Virginia Woolf traducida por Borges, un paseo por el mundo cibernético del siglo XXI. Orlando es una historia hipnótica y lírica, que atraviesa cuatro siglos con un mismo personaje. El tiempo, el sexo, el mundo se envuelven en la poesía, en el espacio y en el yo cambiante del (la) protagonista en una especie de caleidoscopio mágico que atraviesa desde 1588 a 1928. Orlando tiene una religión, la poesía; y un hábitat propio, la naturaleza. Orlando se enamora en todas las épocas, como hombre o como mujer, y se queda solo o sola. Su biógrafa se las ve y se las desea por ceñir su yo, un yo poliédrico, confuso, desmesurado, humillado, altivo, desconcertante. Orlando persigue una obra para la posteridad. O no. A veces, persigue solo su deseo exclusivo de escribir, su pasión. O no. En ocasiones busca lectores, lectores que puedan disfrutar de "La encina", su poemario revisado a lo largo de cuatrocientos años y en el que se borra más que se escribe, hasta que se convierte en un libro en blanco. O no. Porque acaba por publicarlo y por obtener premios y éxitos con él.

Orlando se hace una pregunta, "¿qué es la vida?", y, como es lógico, no puede respondérsela ni su propia biógrafa. Cambia de sexo y descubre, en el tránsito de hombre a mujer, cuáles son las peculiaridades de cada uno y cómo resulta especialmente difícil el desempeño de la hembra en un mundo de machos. El tiempo de la historia lo marcan los reyes de Inglaterra y ciertos poetas isabelinos (Shakespeare, Donne, Marlowe y Jonson) y dieciochescos (Pope, Swift...). 

En Orlando la componente metaliteraria es fundamental. Sus reflexiones sobre la poesía y sobre la literatura en general llenan muchas páginas y, no solo eso. El protagonista parece cruzar los siglos para poder saborear la posibilidad de construir un poemario incontestable, porque, "La poesía puede corromper más seguramente que la lujuria o la pólvora (...) Una simple canción de Shakespeare ha hecho más por los pobres y los malvados que todos los predicadores y filántropos de la tierra." Virginia Woolf, como cualquier otro creador tiene dudas serias sobre su creación: "...cómo escribió y le pareció bueno; releyó y le pareció vil; corrigió y rompió; omitió; agregó, conoció el éxtasis, la desesperación; tuvo sus buenas noches y sus malas mañanas; atrapó ideas y las perdió; vio su libro concluido y se le borró; personificó sus héroes mientras comía; los declamó al salir a caminar; rio y lloró; vaciló entre uno y otro estilo; prefirió a veces el heroico y pomposo; otras el directo y sencillo; otras los valles de Tempe; otras los valles de Kent o Cornwall; y no llegó nunca a saber si era el genio más sublime o el mayor mentecato de la tierra." Y llega a pensar que la palabra más poética es la que no existe: "La conversación más vulgar es a menudo la más poética, y la más poética es precisamente la que no se puede escribir." Reniega de la literatura vestida de gris, de la literatura que no arriesga: "Todos esos años había imaginado que la literatura -sírvanle de disculpa su reclusión, su rango y su sexo- era algo libre como el viento, cálido como el fuego, veloz como el rayo: algo inestable, imprescindible y abrupto, y he aquí que la literatura era un señor de edad vestido de gris hablando de duquesas." Porque nuestras pasiones más fuertes, junto con el arte y la religión, son "reflejos que vemos en el hueco negro del fondo de la cabeza cuando efímeramente se oscurece el mundo visible." Nos avisa de los riesgos de ser un genio porque "cuando la Mente es mayor, el Corazón, los Sentidos, la Grandeza del Alma, la Caridad, la Tolerancia, la Buena Voluntad, y el resto casi no pueden respirar." Y de la irresoluble condición de poesía y verdad: "Desesperó de resolver el problema de la poesía y la verdad y cayó en un hondo abatimiento."

El tiempo es otro de los ejes en torno al cual se mueve Orlando. El/la joven de 30 años recorre la Inglaterra isabelina: se desliza sobre un Támesis helado y lleno de vida en el que un Orlando hombre descubre a su primer amor, Shasha. Ya en el siglo XX, rueda en coche como mujer en busca del hombre con el que se casó en la época victoriana. Es la desmesura temporal de la propia vida porque "es difícil contar el tiempo: nada lo desordena más fácilmente que el contacto de cualquier arte."

El paso de hombre a mujer le da pie para hablar de la condición femenina. De quejarse con retranca del comportamiento del hombre: "Y dio en pensar a qué punto habíamos llegado, cuando una mujer tiene que ocultar su belleza para que un marinero no se caiga del palo mayor. ¡Que se los coma la viruela!" Sitúa a la mujer muy por encima del hombre por su habilidad para manejar la mente humana: "Vale más estar libre de ambición marcial, de la codicia del poder y de todos los otros deseos varoniles con tal de disfrutar en su plenitud los arrebatos más sublimes de que la mente humana es capaz, que son: la contemplación, la soledad, el amor." Aprende a ser mujer y a saborear el placer de ser uno y una, de gozar del cuerpo masculino y del femenino con igual delectación.

A pesar de no renegar del amor, hay otra objetivo que ayuda a ser feliz: la soledad. Porque después de hacer el amor se saborea de una manera especial: "Nunca es tan sensible la soledad como inmediatamente después de que a uno le hayan hecho el amor." La búsqueda del silencio, de momentos de pequeñas muertes cada día, revitalizan a Orlando y lo convierten en un dechado de vitalidad:  "Si sus perros no desarrollaban el don de la palabra, si no se le cruzaba un poeta o una princesa, podría vivir los años que le quedaban tolerablemente feliz." "¿Es preciso que el dedo de la muerte se pose en el tumulto de la vida de vez en cuando para que no nos haga pedazos?"

Orlando es un personaje multiforme que nos descubre todos nuestros "yoes", si tuviéramos alguno. Es un ser literario que devora literatura y vida. Es un engendro del tiempo, de la soledad, del amor y de la contemplación. 

domingo, 25 de marzo de 2018

"De la názora y de otros malos desusos del lenguaje" por David Araújo


Hace unos días descubrí que hay un nombre para esa inmundicia que, agazapada en la leche hervida y con el nombre fraudulento de «nata», sin más, me amargó la infancia: «názora». Si esta palabra no hubiera caído en el olvido, yo hubiera podido rebatirles a mis padres su «no seas repunantiño y tómatela, que es la misma que te comes con las fresas». De saber entonces lo que cuarenta años después sé, hubiera podido explicarles que aquello era názora, y que, si venía especificado como «nata de la leche», sería porque no era la misma nata que la de las fresas.
Que «názora» esté, como matiza la RAE, en desuso, puede deberse a un complot; o bien de los fabricantes de coladores o bien de los padres que querían que asumiéramos que aquella nata era la misma que se le echaba al flan y no una cochinada que envenenaba, si no el organismo, sí el espíritu y las ganas de vivir. Pero ¿qué pasa con otras palabras que estamos dejando desaparecer porque sí, sin que haya poderes fácticos que nos inciten a ello? Entre todos las estamos matando y ellas solas se están muriendo.

No soy yo de los que rinda culto a la concisión (véase mi «Alegato en favor de la explayación»), pero siempre hay que tener a mano conceptos a los que podamos recurrir cuando tenemos prisa. Así, por ejemplo, una sola palabra, «filautía», es lo mismo que «amor propio». «En el quinto coño» o «a tomar por saco» son un patrimonio que, como buenos españoles, debemos proteger, pero hay un «sínsoras», parece ser que usado en Puerto Rico, que podría haber tenido más recorrido como «lugar lejano»; «amidos» condensa un «de mala cara o a la fuerza» y «peñolada» significa «acción de escribir algo corto», idea para la cual abusamos del sentido figurado de «un par de líneas», y el sentido figurado es peligroso en el actual contexto de tiquismiquismo, en el que no sabemos quién nos puede echar en cara la literalidad. Algo similar ocurre con «diuturnidad», muy a mano para dar largas, pues no te mete en el jardín de los datos que comprometen, ya que es un ambiguo «espacio dilatado de tiempo». Es cierto que no acabas antes de decir «nocturnancia» («tiempo de la noche muy entrada») que «las tantas» y que esta supone un menor gasto de energía para los órganos articulatorios, pero la primera triunfa en decoro. Y para el «arroz que queda en el fondo de la olla» tiramos del maravilloso socarrat, pero existe una palabra en castellano, «cocolón», que se usa en Sudamérica y que tiene una segunda acepción que significa «hijo menor de una familia»: el símil entre uno y otro concepto es genial. Este hijo pequeño, conocido hoy en día por «benjamín», tiene otros nombres en nuestro idioma, como «caganidos» o «secaleche», menos honorables. Su desuso, o uso restringido a una zona específica, refleja quizá un aumento de la respetabilidad de este miembro de la familia.

Lo que se entiende peor que el arrinconamiento de estas palabras, que al fin y al cabo han sido sustituidas, o absorbidas, por otras expresiones que dicen lo mismo —y que tienen sílaba más, sílaba menos, y nos quitan milésima más, milésima menos—, es el de las que definían con concisión un concepto y cuyo desuso nos sume en el intricado universo de la perífrasis.

Tontos no somos los hablantes, y el idioma evoluciona con la lógica de la selección natural (del «regatón» hablaremos otro día, quizá en la sección de fenómenos paranormales), teniendo en cuenta, entre otras cosas, el encuentro de lo que supone un menor esfuerzo para el transmisor del mensaje con la mayor posibilidad de comprensión para el receptor. Y, por supuesto, atendiendo a lo que se lleva y a lo que no: hay expresiones o vocablos que dejan de usarse sencillamente porque las realidades a las que aludían se dan cada vez con menos frecuencia. Es lógico que la acepción de «cantarada», «obsequio de un cántaro de vino que los mozos de un pueblo exigían al forastero para dejarle hablar la primera vez por la reja a una joven», vaya desapareciendo. O quiero creer que es lógico, porque la RAE recoge este significado sin matizar que sea p. us o desus., lo cual quiere decir que no hace tanto tiempo que era frecuente. Pero hay otras palabras cuya agonía a mí me cuesta comprender. «Columbrón», por ejemplo, «aquello que alcanza una mirada», además de representar un bonito significado (aunque es verdad que el significante no le hace justicia), daría mucho juego en situaciones en las que queremos decir que no vemos algo, pero nos vemos obligados a explayarnos para justificar si esto ocurre porque no estoy acertado en mi ejercicio de ver, o porque hay obstáculos que pueden ocultar lo que pretendo mirar, o porque lo que se pretende que busque no está en mi… columbrón. El «campo visual» del que solemos tirar en estos casos chirría por pedante, suena a terminología científica.

«Asteísmo», que tampoco es una palabra atractiva, nos vendría al pelo para explicar los malentendidos ocasionado por la «alabanza que se dirige con gracia y delicadeza bajo apariencia de reprensión y vituperio». A los que vivimos en Asia, en donde el doble sentido no siempre se capta como queremos que se capte, si ese término tuviera popularidad, nos daría la forma de justificar con exactitud las tan españolas lisonjas «serás hijo puta», «qué cabronazo eres» o «matarte era poco» que dirigimos a personas que estimamos. ¿Qué tenemos ahora? Un «te estoy insultando de broma» o «te lo decía con cariño», pero no hay manera, o yo la desconozco, de plasmar esta idea en una sola palabra. En el Diccionario del castellano tradicional de César Hernández Alonso y María del Carmen Hoyos Hoyos se recoge el verbo «amecer» —y este sí tiene una pronunciación agradecida— como «pelear o luchar de forma amistosa y a modo de juego». También en esa obra nos encontramos «arrancadera»: «Última copa o trago que se toma con los amigos antes de despedirse». En el RAE no está con esta acepción y hoy expresamos la antigua arrancadera con un «va, la última», al que no se le puede negar sencillez y claridad, pero no deja de ser una maniobra de retórica coloquial. Es, asimismo, una pena que se haya perdido «escurrir» como «salir acompañando a alguien para despedirlo». Esta acción sigue perteneciendo, que yo sepa, a la esfera de lo celebrado (cuántas veces hemos considerado un triunfo haber encontrado la manera de sacar de nuestra casa a los visitantes) y, por lo tanto, deberíamos concederle la naturaleza de palabra única y no de perífrasis. ¿Cómo le dices a tu mujer que ya es hora de que vaya echando a sus padres, que se pasaban por casa porque les pillaba de camino, y ya llevan cuatro horas sentados en el sofá? Un «escúrrelos» es lo suficientemente conciso y la mitad de despótico que un «despáchalos», concepto este que además no incluye la diplomática y considerada noción de «salir acompañando».

«Lechigado» es «acostado en la cama». Con ese matiz —no en el sofá, no en la tumbona, sino en la cama— el «no tocar los cojones» queda claro, pero vete tú a saber por qué misteriosa razón hemos despreciado esa palabra. Y hablando de cojones, la historia del español es un continuo ir y venir de términos que, bien por cuestiones eufemísticas, bien porque es el de la salacidad un campo propicio para experimentar con nuestro salero y chispa naturales, nos ha dejado un legado inabarcable de joyas léxicas: «cirio pascual» para el pene (que es un «capirote echado» cuando pasa por su mejor momento), o basándose en cuestiones onomatopéyicas, «dinguilindón» (me pregunto qué golpearían con el pene, o qué se colgarían en él, para obtener un sonido semejante); «cosquilloso» para los testículos, «bostezo» para la vagina, a la que también se aludía con la ampulosa expresión «honsario do fenecen los mortales». En estos casos, el desuso (del significante, no del significado; toquemos madera) se debe a que la mente humana es un continuo bullir de ideas y analogías en el campo de la libídine, y todas las genialidades no caben, por muchas horas de conversación que dediquemos al tema.

sábado, 24 de marzo de 2018

"Papá Goriot" de Honoré de Balzac


«París es un océano. Arrojas la sonda, pero nunca conoces su profundidad. Recórrelo, descríbelo: sea cual sea el cuidado que te tomes para atravesarlo, para describirlo, siempre habrá un lugar virgen, una guarida desconocida, flores, perlas, monstruos, algo inaudito, olvidado por los buceadores literarios».

Papá Goriot es un retrato cáustico del París decimonónico y burgués, pero no solo eso. Es, además, un análisis de la condición, o mejor, de la perversión social del individuo. 
Honoré de Balzac nos introduce en el ambiente opresivo de una pensión, gobernada por la viuda Vauquer y a la que llega un estudiante de Derecho, Eugène Rastignac. Los personajes de la pensión servirán para acompañar la iniciación del joven en la depravada sociedad parisina. Vautrin (criminal y homosexual) intenta inclinar al joven hacia el pragmatismo, la prima Beauseant lo introduce en los salones, el propio Goriot será su más fiel servidor en lo que respecta a la aventura con su hija... Rastignac se enamora de una mujer casada, Delphine, hija de Goriot. Las dos hijas de Goriot tienen amantes con el consentimiento tácito de sus maridos y viven de las rentas que su padre les proporciona. Son personajes absorbidos por la condición perversa de la vida de los salones. Se avergüenzan de su padre, solo lo quieren para que les pague los lujos y llegan al punto de no acompañar al moribundo en sus últimas horas, pese a los requerimientos del propio Goriot y de Rastignac. 
Todos viven obsesionados con el dinero y las apariencias. Todos se desviven por las fuentes de sus rentas: los realquilados (Vauquer), las víctimas (Vautrin), la hacienda (Goriot), el padre (hijas de papá Goriot), el juego y las relaciones (Rastignac), la herencia (Victorine)... Vautrin intentará convencer a Rastignac de que no se deje llevar por los sentimientos, sino por quien le puede proporcionar una buena renta (Victorine).
Papá Goriot es una novela de iniciación, donde la vida se abre camino en una selva de engaños, hipocresía y materialismo, donde solo Goriot se muestra como un ser desinteresado y generoso. Por eso, en ese entramado, Goriot resulta en ocasiones ridículo y patético, porque es el único que no se rinde a las convenciones del lujo y se conduce únicamente por la generosidad y el amor paterno. Es un cuerpo extraño en esa sociedad dominada por el veneno del materialismo y la falta de humanidad. Rastignac, el muchacho que descubre, acompaña al viejo Goriot durante su agonía e intenta que las hijas se acerquen al lecho de su padre. No lo consigue. Solo en alguno de los delirios de moribundo, papá Goriot reniega de sus hijas para, inmediatamente, arrepentirse. Está fuera de lugar, no pertenece a ese mundo. La condición humana lo ha vencido.       

martes, 20 de marzo de 2018

"Las cartas de Rilke a un joven poeta" por Rafael Narbona


La vocación poética siempre nace llena de dudas. El joven poeta busca su voz, su estilo, la palabra que exprese su experiencia del mundo y su idea del absoluto, pero en sus versos se acumulan la perplejidad, la incertidumbre y el miedo. Su ambición corre paralela a su inseguridad. Sabe que la poesía implica una aventura, un viaje interior y quizás una visión mística, pero muchas veces carece de una guía espiritual y estética que oriente sus pasos. Avanza entre tinieblas, con la mirada atenta a cualquier señal que le proporcione algo de luz, preguntándose si hay algo más allá de su penumbra existencial. Es fácil desanimarse y abandonar, pues la palabra común se resiste a transformarse en palabra poética. El verdadero poeta es un alquimista que convierte lo cotidiano en algo extraordinario. Su misión es escuchar, abrir un claro que permita la manifestación de la gracia, rebasar los límites que niegan la posibilidad de una teofanía. A finales del otoño de 1902, Franz Xaver Kappus, cadete de la escuela militar Wiener-Neustadt, soñaba con ser poeta y no cesaba de interrogarse sobre el sentido de la creación artística. ¿Cómo podía madurar? ¿Qué era realmente la poesía? ¿Lograría hallar su voz? ¿Podría conocer a Dios mediante la palabra poética?

Kappus admiraba profundamente a Rainer Maria Rilke, que aún no había alcanzado la madurez creativa de los Sonetos a Orfeo y las Elegías de Duino, pero que ya era una de las voces más poderosas de su tiempo. Rilke había estudiado en la misma academia militar que Kappus y, como él, había asistido a las clases del profesor Horacek, un hombre sabio y bondadoso que ejercía de capellán. Animado por esas circunstancias, el joven aprendiz de poeta se decidió a escribirle, pidiéndole respuestas o simples consejos. Rilke le contestó desde París el 17 de febrero de 1903, iniciando un intercambio epistolar que se prolongaría hasta el 26 de diciembre de 1908. Kappus renunció a la poesía después de varios fracasos, abrazando una profesión convencional, pero nunca se desprendió de las diez cartas de Rilke, que aparecerían publicadas por primera vez en Leipzig en 1929, tres años después de la muerte del autor del Libro de horas. Rilke no se limitó a contestar de una manera afable y superficial. Su ardiente búsqueda de la expresión artística que más se acercara al misterio de Dios convirtió cada carta en una lección magistral sobre la poesía, la verdad y la belleza.

En la primera carta, rehúye valorar los versos de Kappus, alegando que la palabra crítica apenas puede comprender o explicar la palabra poética. Cuando se aventura a hacerlo, solo produce “un malentendido más o menos afortunado”. Rilke se muestra escéptico con el optimismo racionalista, que pretende explicar todos los hechos mediante evidencias objetivas transmisibles mediante el lenguaje: “La mayoría de los hechos son inefables, y se verifican en un espacio en el que jamás ha penetrado palabra alguna, y lo más inefable que existe son las obras de arte”. Al margen de eso, el poeta no debe preocuparse demasiado por las críticas. El poema es una búsqueda interior, no una manera de conseguir la aprobación ajena. Escribir no es un oficio, sino una necesidad, un destino. Y en ese destino, no hay horas vacías o gestos insignificantes: “Su vida habrá de ser, hasta en su hora más indiferente y nimia, manifestación y testimonio de esa necesidad”. El poeta contempla la naturaleza con ojos nuevos, “como si fuera el primer hombre”. Para él, no hay cosas pequeñas. La vida nunca es mediocre y anodina. Cualquier día, por insípido que parezca, contiene infinidad de tesoros que pueden ser recreados en un poema: la primera hora de la mañana, un árbol en primavera, un cielo saturado de colores. “Y aunque se encontrara en un calabozo cuyas paredes no dejasen llegar a sus sentidos ni uno solo de los sonidos del mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, ese tesoro precioso y regio, ese santuario de la memoria?”. Exhumar “ese vasto pasado” proporcionará al poeta algo esencial: una relación más estrecha, más íntima, más fecunda, con su soledad, que no es aislamiento del mundo exterior, sino comunión con la totalidad: “Su soledad se ensanchará y se convertirá en una estancia a media luz desde la que oirá pasar de largo el ruido lejano de los demás”. Rilke finaliza su primera carta aconsejando al joven poeta que se concentre en su vida interior, sin esperar que las respuestas acudan desde fuera, perturbando su evolución: “El creador debe ser un mundo por sí mismo y encontrarlo todo en sí mismo y en la naturaleza, a la que se ha adherido”.

Rilke envía su segunda carta desde Viareggio, Italia, dos meses más tarde. De nuevo, habla de la soledad: “En lo que toca a los asuntos más importantes y profundos, estamos indeciblemente solos”. Esa circunstancia no constituye un obstáculo, pues obliga al poeta a descender hasta lo más hondo, buscando las cosas verdaderamente grandes. En esa exploración, no hay ayuda más valiosa que la lectura. Rilke recomienda al joven poeta que se interne en tres universos: las Sagradas Escrituras, la literatura del escritor danés Jens Peter Jacobsen y las esculturas de Auguste Rodin, “que no tiene parangón entre todos los artistas vivos”. De Jacobsen, destaca su libro de cuentos Seis relatos y su novela Niels Lyhne, que plantea la necesidad de hallar un sentido a la vida desde una perspectiva naturalista. Es paradójico que Rilke invoque simultáneamente la Biblia y una novela que intenta explicar el mundo, prescindiendo de cualquier hipótesis sobrenatural. Rilke no es ateo, pero su Dios no coincide con el de ninguna ortodoxia. Más adelante, aclarará su noción de Dios, que anticipa la interpretación de lo numinoso en Heidegger. En su tercera carta, también enviada desde Viareggio veintitrés días después, Rilke apunta que el poeta madura lentamente, como un árbol “que no apremia a su savia, y se alza confiado en los días ventosos de la primavera sin temer ni por un instante que después pueda no llegar el verano”. La inspiración –o, lo que es lo mismo, la gracia- “solo les llega a los pacientes, a los que viven como si tuvieran toda la eternidad por delante”. Rilke compara la creación artística con la experiencia sexual: “Ambos fenómenos no son más que formas distintas de un único anhelo y una sola bienaventuranza”.

La cuarta carta de Rilke sale con fecha de 16 de julio de 1903. Está escrita desde la colonia artística de Worpswede, Alemania. Otra vez llama la atención sobre lo aparentemente pequeño y sencillo. El poeta debe ponerse al servicio de las cosas para que puedan manifestar su grandeza. Para lograrlo, debe “amar las preguntas mismas, […] vivirlas”. Solo de ese modo podrá captar la plenitud y esplendor del mundo. La semejanza entre el arte y el sexo no procede tanto del placer como de su fecundidad. No conocemos los atributos de la divinidad, pero tal vez el más característico y esencial sea su condición de madre cósmica: “Quizá por encima de todo hay una gran maternidad, un anhelo común a todos. La belleza de la mujer virgen, de esa criatura que (como usted dice tan bellamente) ‘todavía no ha dado nada’, es la maternidad que se intuye y prepara, que teme y anhela. Y la belleza de la madre es la maternidad puesta al servicio de la vida”. En el hombre, también podemos hallar maternidad “física y espiritual”. La renovación del mundo depende de la fusión de los sexos en una tarea común, “de persona a persona”, que exprese la trascendencia de la vida. Durante una estancia en Roma, Rilke escribe su quinta misiva al poeta adolescente, recordándole que “hay mucha belleza en todas partes”. No hay que dejarse aturdir por el ruido del mundo, que alborota y parlotea sin descanso. Hay que aprender “poco a poco a reconocer los escasos objetos en los que perdura una eternidad que se puede amar y una soledad de la que se puede participar quedamente”.

Aún desde Roma, Rilke redacta una sexta carta donde redunda en su elogio de la soledad: “Lo único realmente necesario es la soledad, una gran soledad interior. Entrar en uno mismo y no encontrarse con nadie durante horas: hay que conseguir eso”. La soledad es “un trabajo, un rango y un oficio”, que implica mirar la realidad con los ojos de la infancia. El punto de vista del adulto no vale nada al lado de la mirada de un niño. Ser adulto suele significar, entre otras cosas, perder la fe, dejar de creer en Dios. Rilke recomienda a Kappus que no se preocupe por esta cuestión, pues el Dios que nos han enseñado las distintas iglesias solo es una ilusión. El Dios verdadero “está por venir”. No puede ser de otro modo, pues Dios es el fruto final, la culminación del cosmos: “¿No ha de ser Él por fuerza el último, para abarcarlo todo en Sí? ¿Y qué sentido tendríamos nosotros si Aquel que anhelamos ya hubiera sido?”. Dios garantiza que la cosecha del tiempo no se malogre. Gracias a Él, “los que ya partieron siguen estando en nosotros, […] hechos sangre rumorosa y gesto que se alza desde las honduras del tiempo”. Rilke finaliza su carta, exhortando al joven poeta a no perder la fe. Fechada un 23 de diciembre, sus últimas palabras adquieren la resonancia de una epístola neotestamentaria: “Querido señor Kappus, celebre la Navidad con el devoto sentimiento de que su angustia vital es quizás lo que Él necesita de usted para empezar; acaso estos días de transición para usted son precisamente el momento en que toda su persona se consagra a Él, como hace tiempo, de pequeño se consagrara también a Él con fervor. Tome las cosas con paciencia y buena voluntad, y piense que lo menos que podemos hacer es no poner a Su advenimiento más obstáculos que los que pone la tierra a la primavera cuando llega su hora. Y esté alegre y confiado”.

La séptima carta también se gesta en Roma, seis meses después. Rilke instiga a buscar lo difícil, pues “todo lo vivo busca lo difícil”. El amor es difícil, “quizás el más difícil de los trabajos que se han encomendado”. Es “una ocasión solemne de madurar, de devenir algo en sí mismo, de convertirse en mundo, de ser mundo para sí mismo y por causa de otros”. En el amor, “dos soledades se protegen, delimitan y saludan la una a la otra”. La octava carta, redactada en Borgeby gard, Flädie, Suecia, alaba la tristeza, que “no es sino la señal de que algo nuevo, desconocido, acaba de entrar en nosotros”. Lo imprevisible nos aterra, sin comprender que las vivencias nuevas, incluso cuando son terroríficas, amplían y enriquecen nuestro conocimiento del mundo. Debemos amar los abismos, pues “quién sabe si detrás de lo aparentemente terrible no habrá acaso más que desamparo que espera nuestra ayuda”. La novena carta, escrita en Furuborg, Jonsered, Suecia, mucho más breve, expresa la misma confianza hacia el mundo que había aparecido anteriormente: “Créame: la vida siempre tiene razón, en todas las circunstancias”. Rilke escribirá su última carta a Kappus desde París. Han transcurrido cuatro años y Kappus le ha confesado que su vida se ha estabilizado, adoptando un rumbo poco literario. Ha continuado la carrera militar y no está descontento. Rilke le responde que “el arte solo es una manera de vivir, y es posible prepararse para ella sin saberlo, simplemente viviendo sin más”. No hace falta ser poeta para vivir poéticamente. Es suficiente mantenerse abierto al mundo y cultivar la vida interior. Muchas veces se llama literatura a textos pueriles, sin trascendencia artística. Un gesto de emoción al observar el atardecer puede ser más lírico que un poema mediocre y lleno de lugares comunes.

Las cartas de Rilke contienen una poética que expresa una elaborada interpretación del ser. Para el creador de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, no hay que tomar las apreciaciones de la conciencia como una evidencia. Aunque no lo percibamos de forma inequívoca, Dios es lo primero, ese invisible fondo cósmico del que procede la multiplicidad de lo existente. Eso sí, Dios está incompleto hasta el final de los tiempos, cuando recoge en su seno hasta la última brizna de hierba, presuntamente desechada por un devenir implacable. Dios no está separado del mundo. Dios es presencia, huella, “una conciencia puramente terrestre, profundamente terrestre, felizmente terrestre” que se expande como un círculo cada vez más vasto, donde nada se pierde. El verdadero poeta solo es el testigo de ese Dios que se hace día a día, que se “edifica” con la angustia y la desesperación, la incertidumbre y la calma. En ese proceso hay voluptuosidad, amor. Lo sensual, que nos sacude e interpela continuamente, revela que la materia no es imperfecta, sino trascendente. No hay nada más divino que engendrar vida, asumiendo el cuidado del otro. El otro siempre es el horizonte del quehacer humano. La poesía solo alcanza la plenitud cuando se convierte en un diálogo fructífero de persona a persona, desbordando los límites que nos separan. Las cartas que intercambiaron Kappus y Rilke son un hermoso ejemplo de ese diálogo, donde el amor a las preguntas prevalece sobre el hambre de respuestas. La vida no es una respuesta, sino una pregunta y la misión del poeta es hacerse eco de su inacabable rumor.

domingo, 18 de marzo de 2018

"El enigma de los dos padres" por Álex Grijelmo

Circula por WhastsApp un vídeo con un ingenioso enigma: “Un padre y un hijo viajan en coche. Sufren un accidente. El padre muere y al hijo se lo llevan a un hospital. Necesita una compleja operación. Llaman a una eminencia médica; y cuando llega y ve al paciente, dice: ‘No puedo operarlo, es mi hijo”. ¿Qué explicación tiene eso? El vídeo, elaborado por la BBC en español, ofrece las contestaciones de distintas personas a quienes se planteó por separado el acertijo: “No puede ser”. “Caramba, ni idea”. “El padre es el médico y el padre que murió es un sacerdote”. “Es un padre el que va en el coche, pero no el de ese hijo”. “Es un padre adoptivo”. “Es imposible, porque el padre está muerto”… Hasta que un hombre responde: “El médico es la mamá del hijo”. Y una mujer coincide después: “La mamá es cirujano”.
Los siguientes planos muestran la reacción de los demás interrogados (hombres y mujeres), una vez que conocen esa respuesta, que es la adecuada: “Ah…, dijeron ‘una eminencia médica’, claro. Qué horror”. “Qué fuerte. ¿Esto le pasa a más gente?”. “Es la cultura, nos lo tienen machacado”.
La autora del reportaje, Inma Gil, explica luego: “Hasta las personas más feministas pueden dudar a la hora de resolver este acertijo. Nuestro cerebro inconsciente puede contradecir los valores en los que firmemente creemos, como la igualdad de género”. Todo se debe, añade, a la “parcialidad implícita” de las conexiones neuronales: se vincula “eminencia médica” con la figura de un hombre, porque eso supimos desde niños.
Pero en este caso ni el lenguaje ni el subconsciente han sido discriminatorios: no hay nada machista en el mensaje ni en las respuestas. Incluso la expresión crucial, “eminencia médica”, se formula en femenino. Intentaremos aportar algunas claves diferentes. Se planteó un enigma, y todos ellos se basan en vulnerar alguna de las cuatro máximas necesarias para que se produzca una conversación leal (Herbert Paul Grice, 1975): 1. Hay que dar la cantidad de información adecuada. 2. Se contarán hechos verdaderos. 3. No se debe ocultar lo relevante. 4. Hay que ser claro.
En este caso, el mensaje incumple la primera, la tercera y la cuarta: ofrece menos información de la que se tiene (al decir “una eminencia” oculta el sexo de esa persona), silencia el dato relevante de que se trata de la madre y es deliberadamente ambiguo.
Nos hallamos ante un ejemplo similar a los que exponíamos en un artículo anterior (EL PAÍS del 25 de febrero, No es sexista la lengua, sino su uso). Entonces planteábamos estos dos casos: 1. “En el concurso de belleza participaron veinte jóvenes” (y el receptor entiende “mujeres”); 2. “Entre solo tres policías detuvieron a los diez terroristas” (y se entiende dos veces “hombres” al oír “policías” y “terroristas”). Así que, como se ve, estas trampas funcionan con los dos sexos.
La explicación radica en que resolvemos las ambigüedades proyectando sobre ellas la experiencia más intensa, ya se trate de personas, animales o plantas. Si oímos la palabra “árboles”, también pensaremos en los pinos que tenemos cerca y discriminaremos a los cipreses. Y si en nuestro entorno las eminencias médicas, los policías y los terroristas son hombres, y los concursos de belleza que vemos por televisión muestran a mujeres, no se debe echar la culpa ni al hablante, ni al receptor ni a la lengua, sino a la realidad. Y por tanto es la realidad lo que debemos cambiar.
Por favor, no disparen a las palabras ni al lenguaje sin haber mirado antes a su alrededor.

sábado, 17 de marzo de 2018

"Un hombre sin patria" de Kurt Vonneg


Kurt Vonnegut escribió con 82 años, en 2004, este opúsculo en el que repasa el mundo en el que vivimos desde una perspectiva sardónica, llena de humor y originalidad. Se ríe de todo y lanza una crítica mordaz contra el poder y contra casi todo, empezando por él mismo:
"Yo vengo de una familia de artistas. Y aquí estoy, ganándome la vida con el arte. No ha habido rebelión. Es como si hubiera heredado la gasolinera ESSO de la familia."
"Si de verdad quieren fastidiar a sus padres y les falta valor para hacerse gays, lo mínimo que pueden hacer es dedicarse al arte."

Uno de los objetos centrales del libro es el saqueo de los recursos humanos, que sin duda nos va a llevar a la autodestrucción, y la promoción que de este saqueo hacen los gobiernos occidentales:
"Todos somos adictos a los combustibles fósiles y nos negamos a reconocerlo. Y como tantos otros adictos al afrontar el mono, nuestros dirigentes cometen ahora crímenes violentos para conseguir lo poco que queda de lo que nos tiene enganchados."

La psicopatía en el poder es una de sus grandes preocupaciones:
"¿Qué podemos decir a nuestros jóvenes, ahora que personalidades psicopáticas, es decir, personas sin conciencia, sin sentido de la compasión ni de la vergüenza, se han apropiado de todo el dinero de nuestro gobierno y de nuestras empresas para quedárselas?" "Los psicopáticos son gente correcta y saben perfectamente el sufrimiento que sus actos pueden causar a los demás, pero les da lo mismo." "Muchos de estas personalidades psicopáticas sin escrúpulos ocupan ahora puestos de importancia en nuestro gobierno federal, como si fueran líderes y no enfermos." "En nuestra preciosa Constitución hay un fallo trágico, y no sé qué puede hacerse para arreglarlo. Es el siguiente: solo los casos clínicos quieren ser presidente. Ocurría exactamente lo mismo en el instituto. Solo los que estaban claramente desquiciados se presentaban a delegados de clase." (Hay que recordar que Vonnegut no conoció a Trump presidente).

Los medios de comunicación están vendidos al poder:
"Nuestras fuentes de información diarias (los periódicos y la televisión) son ahora tan cobardes, tan poco considerados con el pueblo estadounidense, tan poco informativos, que solo por los libros nos enteramos de lo que ocurre." (El problema es que el 60 por ciento de la población no lee libros y al otro cuarenta no creo que los libros les sirvan para informarse de la situación real en la que vivimos).

¿Qué opciones tendrá un niño que nace en la América de 2004?:
"La verdad es que la criatura tendría la buena suerte de nacer en una sociedad en la que hasta los pobres tienen sobrepeso, pero también la mala suerte de nacer en una donde no hay un sistema de sanidad público ni una educación pública digna para la mayoría, donde la inyección letal y la guerra son formas de entretenimiento, y donde cuesta un riñón ir a la universidad."

¿Y si un marciano hiciera un estudio sobre las costumbres americanas?:
"Dijo con una voz finita, finita, que había dos cosas de la cultura estadounidense que ningún marciano había podido llegar a comprender. "Vamos a ver", exclamó, "¿qué diantres es lo que le ven a las mamadas y al golf?"

El clero católico y el mismo dios son también objetos de su sarcasmo:
"Me he convertido en un asexual radical. Soy tan célibe como, por lo menos, el cincuenta por ciento del clero católico romano heterosexual."
"Dios tendría que ser ateo, porque la mierda nos inunda y todo esto va a estallar de un momento a otro."

Ironía antibelicista:
"Los chinos eran tan necios que solo utilizaban la pólvora para hacer fuegos artificiales."

Reivindicaciones culturales:
"¿Creían que los árabes eran tontos? Intenten hacer una división larga con números romanos."
"¿Pero qué opinión tienen los humanistas de Jesús? Lo que yo digo de él, como todos los humanistas, es: "Si lo que dijo es bueno, y gran parte de ello es absolutamente hermoso, ¿qué más da si era dios o no?"

Sobre el patriotismo:
"Soy un hombre sin patria, excepto por los bibliotecarios y el periódico de Chicago "In These Times". 
De los prejuicios culturales:
"Primera norma: no empleen el punto y coma. Es un hermafrodita travestido que no expresa nada en absoluto. Lo único que indica es que has ido a la universidad."

Aunque siempre nos quedará la música:
"Por muy corrupto, codicioso e insensible que llegue a ser nuestro gobierno, las grandes empresas, los medios de comunicación y las instituciones religiosas y benéficas que tengamos, la música siempre seguirá siendo maravillosa."

"Héroes de la fe" por Antonio Muñoz Molina


Parece que el éxito de la religión cristiana en sus primeros siglos tuvo algo que ver con la habilidad para obrar milagros que poseían muchos de sus predicadores y sus mártires. El apóstol san Pedro, aparte de resucitar a muertos, de devolver la vista a ciegos y el movimiento a tullidos con solo el roce de su sombra, resucitó también en una ocasión a un atún ahumado. Un perro, bendecido por él, rompió a hablar como un ser humano. A un judío lo dejó ciego en castigo por negarse a ver la verdad de la nueva fe. El apóstol san Juan, al acostarse en una posada en una cama llena de pulgas, les ordenó a éstas que lo dejaran dormir durante toda la noche, y descansar así de la fatiga de su ministerio, y a la mañana siguiente las hizo formar en fila y no moverse hasta que él no hubiera salido de la habitación. Cada milagro traía consigo un aluvión de conversiones fervorosas.

Después de muertos los apóstoles y los mártires seguían haciendo milagros, igual que algunas de sus más pequeñas reliquias. En Menorca, y gracias al influjo de una sola gota de la sangre seca de san Esteban, 500 judíos se convirtieron de inmediato. Este milagro recóndito lo cuenta el gran Edward Gibbon, añadiendo que quizás también influyó en tan multitudinaria conversión el incendio de la sinagoga a cargo de un grupo de fieles cristianos y la amenaza de arrojar por un acantilado a los judíos menorquines que no abjuraran a toda velocidad de sus anteriores creencias. El antisemitismo fue una de las diversas innovaciones que la fe cristiana trajo al mundo, por un doble motivo: los judíos se habían negado a recibir el mensaje evangélico y eran responsables de la crucifixión de Jesús.

Fue Gibbon, en el volumen segundo de su inmensa Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano —inmensa por la extensión, por la erudición histórica, por la fuerza narrativa, por la claridad y la ironía del estilo—, quien aplicó por primera vez el método de la indagación racional a un enigma que para los creyentes en la fe cristiana era un milagro de la divina providencia: cómo había sido posible que una secta marginal de seguidores de un agitador galileo se convirtiera en el espacio de poco más de tres siglos en la religión oficial del Imperio de Roma, condenando primero a la ilegalidad y luego a la irrelevancia a los seguidores de todos los demás cultos, y eliminando tradiciones religiosas y expresiones rituales y culturales que se habían mantenido firmes durante casi un milenio. No es una curiosidad arqueológica: casi nada de la historia de los últimos 15 siglos y del mundo presente sería como es si no hubiera sucedido aquel vuelco lejano.

Gibbon era un ilustrado vividor y erudito del siglo XVIII que llevó a cabo por su cuenta, con una especie de tranquilo optimismo, una tarea que parece inconcebible para un solo ser humano, quizás la obra maestra más extensa de toda la literatura. Un especialista contemporáneo, el profesor Bart D. Ehrman, acaba de publicar un libro que vuelve sobre el antiguo enigma nunca resuelto, o nunca del todo, The Triumph of Christianity. Los hechos básicos son inapelables: en el reinado de Tiberio, uno de los muchos agitadores políticos y religiosos que había entonces en Judea fue ejecutado según el procedimiento infame de la crucifixión, dejando un grupo disperso y atemorizado de seguidores; aproximadamente dos siglos y medio después, el año 312, un emperador de Roma, Constantino, se convirtió al cristianismo; unos 90 años más tarde, otro emperador, Teodosio, declaró el cristianismo la religión oficial del Imperio. La religión de los pobres, las mujeres y los esclavos era ahora la de los poderosos; los postergados se alzaban con la dominación; los perseguidos de otro tiempo se convertían rápidamente en perseguidores. El triunfo del cristianismo provocó, entre otras cosas, dice Ehrman, “la destrucción de obras de arte en una escala nunca vista hasta entonces en la historia humana”. Soldados y fanáticos religiosos asistidos por bandas de monjes asaltaban templos paganos, se esforzaban a veces sin éxito en arruinar sus muros y columnatas formidables, derribaban las estatuas de los dioses, les rompían a martillazos las narices, las orejas, los genitales para demostrar que no eran seres divinos sino bloques de piedra o metal, robaban o destruían los objetos litúrgicos, alzaban grandes hogueras, con una saña agotadora que a Ehrman le recuerda a los yihadistas del ISIS destruyendo los yacimientos arqueológicos en Irak y en Siria.

Tanta furia ayuda a entender también el éxito de una religión que en muchos aspectos no se parecía a ninguna otra, ni siquiera a la más cercana en apariencia, el judaísmo. Judíos y cristianos compartían algo que extrañaba mucho a cualquier persona religiosa de entonces, la creencia en un Dios único que excluía a todos los demás. Pero hay otro rasgo decisivo que es únicamente cristiano: el proselitismo. Los judíos creían en su Dios pero no se ocupaban de las creencias de otros. Los cristianos predicaban para convertir a otros a su fe. En los Hechos de los apóstoles y en las epístolas de san Pablo hay una ansiedad militante de proselitismo que tal vez solo tiene comparación con los movimientos revolucionarios mesiánicos del siglo XX. Se acercaba el fin de los tiempos y el regreso justiciero y triunfal de Cristo resucitado. Solo los que creyeran se salvarían para una vida eterna de dicha, mientras que todos los demás estarían condenados a otra eternidad de castigos feroces, de una prolija crueldad que según Ehrman es otra de las aportaciones del cristianismo a la imaginación humana.

En el amplio mercado de ofertas religiosas del Imperio, la de los cristianos era de una originalidad irresistible: el orgullo de pertenecer a un grupo selecto de elegidos; la exaltación de sentirse poseedores de la verdad suprema en medio de la multitud de los pecadores y los equivocados; la rigidez de un credo meticuloso en el que cualquier desviación era una apostasía; la promesa de la llegada inminente de un paraíso que sería el cumplimiento de un devenir anunciado desde el principio de los tiempos, el ajuste de cuentas definitivo de los inocentes contra los opresores; la alegría “piadosamente inhumana”, dice Gibbon, de asistir al castigo de los incrédulos o de los traidores o los desviados. Y sobre todo la gran coartada virtuosa para actuar sin miramiento contra todos ellos, una vez alcanzado el poder; y la determinación de no soltarlo ya nunca.

No es extraño que siga teniendo tantos seguidores, con la misma vehemencia, con diversas denominaciones.

Historias de amor


"Amor entre cipreses"

Ella era joven, tan joven como para no creer en las peluquerías. Él también era joven y no creía en las pizarras. Él se compró una moto de motocrós con el dinero de la vendimia. Dejó las clases porque no vio nada de interés en ellas. Sus padres lo amenazaban con el subsidio de desempleo. A ella no, porque ella sí seguía estudiando. Estaba de acuerdo con él, pero no quería alejarse de los botellones. 
Se conocieron en los autos de choque. Él conducía con una mano y ella se arriesgó a que la invitara a una ficha, a pesar de que las amigas no hablaban bien de él. Se acababa de comprar la moto y, cuando se detuvo el auto de choque, la invitó a dar una vuelta. Ella se agarró fuerte a su cintura. Le apretó una barriga incipiente que a ella le pareció puro metacrilato. Él no se explicaba cómo ella estaba tras él, de horcajadas en la moto recién estrenada. Sintió las manos de ella a través del chándal de espumilla y se saltó tres stops y un ceda el paso. Ella no se dio cuenta. Apoyaba su mejilla en la espalda de él, con fuerza, para refugiarse de un viento helado que no podía atravesarlo. Él sintió la mejilla de ella a través del chándal y se subió a la acera, atropelló a un perrito y rozó, con los nudillos, la pared de la cooperativa agrícola. Dio dos bandazos que estuvieron a punto de estamparlos en el suelo, pero ella ni se inmutó, sentía el calor de los riñones de él en su mejilla y la digestión del coco y el algodón dulce en la palma de la mano. Nada más. Con lo ojos cerrados se adivina más a fondo. 
Él no sabía adónde iba. Había perdido la orientación desde el momento en que sintió las manos de ella sobre el vientre y la mejilla en sus riñones. Subían a toda velocidad por el camino del cementerio. La moto se paró de repente. No tenía gasolina. Él se avergonzó y ella lo besó, todavía con los ojos cerrados. Se sentaron en un banco y apretaron sus cuerpos hasta no saber de quién era esa mano ni de quién era esa pierna. 
El coche fúnebre subía de camino al cementerio, despacio, muy despacio, seguido por una comitiva que arrastraba los pies. Él y ella no vieron ni el coche fúnebre ni oyeron, por supuesto, el rastro de los penados. Ella acababa de meter su lengua en la de él y él, abrumado, no sabía dónde meter la suya. La moto interrumpía, caída en el suelo, el paso del coche fúnebre. Él seguía sin saber dónde meter la lengua, ni si la pierna que tocaba era suya o de la chica. Ella rastreaba el paladar de él y buscaba su lengua con desesperación, solo halló restos de coco y un sabor dulzón de azúcar sonrosada. 
El conductor del coche fúnebre paró el motor, después de hacer sonar el claxon varias veces, y bajó a apartar la moto. Llamó la atención a los muchachos, pero ellos seguían buscando y rehuyendo sus lenguas. Bramó, los insultó, fue hacia ellos, golpeó el hombro de él (¿o sería el de ella?), pero no se inmutaron. Su tarea era demasiado nueva para que la muerte la detuviera.         

lunes, 12 de marzo de 2018

Cómo convertirte en un personaje distinguido de tu ciudad (si tiene menos de veinte mil habitantes)


1. Vota a tu pueblo como el más bonito de España y alardea de él en cualquier ocasión (aunque el monumento más importante sea el lavadero municipal).

2. Súmate a cualquier tipo de promoción de empresas y fiestas multitudinarias, aunque seas misántropo y anticapitalista.

3. Colabora activamente con asociaciones de amas de casa, de vecinos, con la de ganaderos, con las "ampas", con el equipo de fútbol, con el de petanca, con el de ping-pong, con el de mus... Y compra lotería de todas ellas.

4. Reniega de la ciudad vecina: echa pestes de sus fiestas, de sus monumentos; ridiculiza la fealdad de su reina y menosprecia a su equipo de fútbol.

5. No te dediques a oficios marginales: prostitución, traficante, profesor de secundaria, esquilador, mendigo, poeta (solo como afición para escribir loas a las damas y a la Virgen)...

6. Ensalza sus fiestas y a su patrona con expresiones como las siguientes: "Es lo más grande del mundo...", "esto solo lo podemos sentir nosotros...", "el que no es de aquí no lo puede comprender...", "es algo que sale de las entrañas..."

7. Apoya siempre y en todo momento a tus convencinos en cualquier carrera literaria, artística, deportiva o televisiva; aunque no hayas leído un libro en tu vida, no hayas ido nunca a un museo o te parezca un bodrio lo que hacen.

8. Muéstrate siempre activo y beligerante en favor de tu ciudad (sea la circunstancia que sea) en los grupos llamados "Tú no eres de...si no..." (Que no te importen la coherencia de lo que escribes o las faltas de ortografía, lo importante es la actitud).

9. Saluda a tus convecinos en el extranjero cuando coincidas con ellos, aunque ni siquiera los mires en tu ciudad.

10. Si te entrevista algún medio de comunicación, habla mucho de tu ciudad y de tu amor por ella (la sinceridad no es necesaria).

11. Y, si a pesar de todo esto, no te han elegido hijo predilecto, venera siempre y en cualquier lugar a tu patrón o patrona, métete a obispo o a arzobispo (no estamos en Europa, donde a la superstición religiosa se le puso coto en el siglo XVIII). Adora al ídolo comunal como si fueras miembro de una comunidad medieval poco ilustrada, presume de ello y ataca con saña a cualquiera que se meta con tu icono. No te metas en política y reniega de todo aquel que hable en nombre de un partido o de una ideología. Que tus únicos estandartes sean la patrona de la ciudad y el respaldo incondicional a las tradiciones.

domingo, 4 de marzo de 2018

"La poesía del desconocimiento: hacia un cántico cuántico" por Andrés García Cerdán

Siempre que me pregunto qué sea la poesía acabo recordando las palabras de San Juan de la Cruz: «Y dé­jame muriendo / un no sé qué que quedan balbuciendo». Esa estela de cometa, esa pequeña muerte que viene del no sé qué, esa indefinición me acercan al concepto de poema. Un poema es una posibilidad y un balbuceo, un desconocimiento y, al fin, una inexperiencia. Escribimos lo que no sabemos, lo que desconocemos, su peligro y su bondad. Así creamos: desde la inexistencia, desde la ausencia del lenguaje, desde la inexperiencia. Desde el no existir y el no saber, el lenguaje cr­­­­ea, inaugura el mundo. El poema no describe la experiencia del mundo: es un mundo propio recogido en ámbar, un microcosmos, un nuevo borde de lo real. No haber sabido es la primera de las condiciones para saber. Nos atrevemos a saber, nos atrevemos a decir qué es manzana como por primera y única vez. Con los ojos abiertos, con las palabras abiertas de esta inexperiencia esencial se abre —desde el poema— la realidad.

En verdad, la poesía más moderna —esa que es moderna porque es de todos los tiempos, la que es radicalmente nueva porque es la de siempre— se erige desde dos grandes líneas de fuerza: en primer lugar, la indagación en el lenguaje de la poesía, en sus límites, contornos, profundidades; en segundo lugar, la revelación de la inexperiencia, el dejarse ir por la corriente del lenguaje a la deriva de nosotros mismos, sin saber. Parecería obvio que no se escribe sobre certidumbres, ni siquiera sobre certezas. No escribimos sobre la realidad: escribimos para la realidad, en su crecimiento y su fundación. Se escribe para profundizar en la brecha, en la hendidura, en la fisura que abre las puertas del otro lado. Escribir es, por tanto, un acto ético y un acto poético que en sí mismos llevan aparejada la necesidad de crear y recrear prometeicamente para ser algo, para ser más. De esta forma el poeta predica una destilación en movimiento. El poema es una investigación que se desliza, una intuición, una transición. Se escribe desde el desconocimiento, la inestabilidad, la liquidez.

No es necesario decir que hablo de la poesía que pervivirá, la que entronca con la eternidad homérica, con la liberación órfica, con la ultravisión rimbaudiana. En ningún momento me refiero a este simulacro sentimental contemporáneo que nos acosa en las redes y los medios, a esta deyección pobre y concebida ad hoc para un espectáculo penoso, infame, que solo es comercio. Desde luego, la poesía no es un espectáculo de masturbación pública, no es la esclavitud de estas pésimas pulsiones. Es deleznable prestarse a esta banalización y a este aprovechamiento acaparando portadas y posiciones en listas de ventas. Escribir para ganar o vender es una perversión. Parte de la responsabilidad y de la culpa es, sin duda, de los medios de comunicación, que promueven esta infamia. No importa vender basura, vender humo mediocre.

Convertir al poeta en un bien de consumo, banalizar su acción, simplificar su estar en el mundo, medir su creatividad y su éxito social en ventas ha resultado ser tan peligroso como dejarle a un mono una ametralladora. Duele la reducción de lo poético a la mera simulación de escritura, a la secuela sentimental low cost, al pastiche que es vacío y silencio. Duele el discurso light. Duelen los poetas que siempre son los mismos poetas porque carecen de una voz, de un impulso. Duelen el mal uso y la vacuidad y, sobre todo, la impostación. Gran parte de lo llamado poesía en la actualidad no es sino una acomodación simplista a lo que el lector/espectador desea leer, que no es poesía. Un creciente público lector de poesía se complace en consumir en el escaparate superficial de las redes sociales el pseudodiscurso propio de los libros de ayuda, infinitamente más cerca de Coelho que de Lautréamont. El resultado es catastrófico: poesía horrible, patética, de mala calidad, superficial, contradicha, imitación de modelos, sentimentaloide, para un público incapaz de degustar, muy anestesiado, sin un conocimiento profundo y generoso de la poesía de verdad. No se puede confundir este éxito en red con la auténtica aventura del que se da de lleno en el poema, del que –escritor o lector– se deja llevar por la corriente que lo precede, que viene de algo anterior a sí mismo.

La poesía será inexperiencia, descubrimiento, surf en el misterio, en tanto irrumpe en las aristas de lo no conocido. Como un buscador de tesoros, de metales, de luz, de huracanes, de seísmos, el poeta. Quienes amaron lo desconocido, quienes antes que nosotros sintieron, pensaron y escribieron así se llaman de muchas formas muy parecidas: Robert Walser, cuyos pies desordenados en la nieve nos hablan de nuestro futuro; Anne Sexton, que se desfibrila a sí misma en las copas vacías y en la noche en brazos de quien sea y, una vez agotados los psiquiatras, toma el camino recto hacia la inmortalidad del gas; Antonin Artaud, Pe Cas Cor, Emanuel Swedenborg, Miguel de Molinos, Raymond Carver, Marco Aurelio, Joey Ramone, el dulce Hölderlin, Émile Cioran, Fernando Arrabal, Heisenberg, Max Planck, Friedrich W. Nietzsche, Jacques Lacan, José Angel Valente, Wislawa Szymborska, Leopoldo María Panero. El poema de la inexperiencia hunde sus tentáculos en las ideas del cántico y de lo cuántico. El cántico nos devuelve a la bendición del cantar de los cantares, a la espiritualidad, a la elevación imprevista, a la luz no usada, a la trascendencia del balbuceo. Lo cuántico nos enfrenta a la inquisición de la naturaleza, que tiembla y vibra ante nosotros. Las grandes afirmaciones de la física son absolutamente poéticas. El universo es un poema.

La poesía que es naturaleza, canto, impulso en estado puro, nutrición animal, salvaje, espíritu, exvoto, no cabe en una horma y en ningún caso describe el mundo o nos describe a nosotros en el mundo: lo crea todo, lo inaugura en leyes que sobrepasan la episteme, lo comprobable, la realidad. Ya los filósofos presocráticos hicieron búsqueda en los cuatro elementos naturales primordiales, para entender el alrededor, el más allá y, de esa manera, también a sí mismos. El fuego es para estos filósofos mucho más que el fuego. Igualmente, para el físico o el químico el fuego es otra cosa diferente y más profunda que el propio fuego. Para el poeta, el fuego es algo más que lo que arde. Por todo ello deja de tener sentido hablar de una poesía de la experiencia. Antes bien, deberíamos hablar de una experiencia sobrepasada, de una inexperiencia, y de un poema que huye lo sentimental porque lo sentimental es perversión de la verdad, cáncer de piel.

Es de una ridiculez impropia hacernos creer que el poema se mueve en los dominios de algo que se puede dominar, abarcar, preconcebir pragmáticamente. Es ridículo sostener aún que la poesía es expresión de los sentimientos. También es ridículo pensar que lo que el poema es procede de una experiencia delimitable, tangible, reconocible, o que la función del poema sea transmitir una información o una experiencia. No, nunca. Es otra cosa, es algo más. ¿Tal vez una intensidad? ¿Un orden nuevo, original? ¿Algo que atrapa al mundo en su ubicuidad? Más allá de eso que llamamos mundo, experiencia, cosa, hecho, está la poesía. Más allá de una experiencia comprobable, de una certeza, de una materialidad, de una sentimentalidad prêt-à-porter, ofensiva por superficial, más allá –sí– está la poesía. Lo anterior es un artificio, un simulacro de experiencia, una ficción sentimental humillante, inútil, estéril.

Ni siquiera podemos acogernos a esa otra postura académica que explica que la poesía de la experiencia es aquella que permite el desdoblamiento lírico por el monologo dramático. En realidad, La poesía de la experiencia es el título de un libro de Robert Langbaum, publicado en 1957, por el que Jaime Gil de Biedma se interesó, que se refiere al monólogo dramático en la tradición literaria moderna. Vapuleada, desnaturalizada, la denominación hizo fortuna. A ella se han acogido tendencias y propuestas muy diferentes. Juan Carlos Abril ha llegado a hablar de «mercado de la poesía de la experiencia», aunque no de forma peyorativa. A este respecto, es importante, como reacción a la segunda vanguardia y la estética novísima, el artículo-manifiesto de Luis García Montero, Javier Egea y Álvaro Salvador «La otra sentimentalidad» (El País el 8 de enero de 1983). De su cripticismo délfico, de su provisionalidad, se derivan algunas ideas simples: a) El poema es una puesta en escena, un pequeño teatro para un espectador, con sus reglas y trucos; b) Para darse totalmente en un discurso hay que distanciarse, ver desde lejos; c) Sólo cuando uno descubre que la poesía es mentira —en el sentido más teatral del término—, puede empezar a escribirla de verdad. Hasta entonces nos impone su servidumbre; d) Hay que aceptar que la literatura es un simulacro, un juego de hacer versos, un fingimiento, una actividad deformante, un embuste; e) No nos preexiste ninguna verdad pura (o impura) que expresar.

Sin duda, el primer error de aquel texto de 1983 fue dejar fuera a las poetas Ángeles Mora, Aurora Luque o Inmaculada Mengíbar, que participaban activamente de la misma escena poética. De repente, el manifiesto nació descabezado, antiguo ya. El segundo error es la indefinición glacial, la generalidad pirueteante de la propuesta, que no salvan ni la invocación al heterónimo Juan de Mairena ni el magisterio de Rafael Alberti o Juan Carlos Rodríguez. Se insiste en la necesidad de crear una nueva sentimentalidad, pero vagamente asociada a Machado, y se habla con igual vaguedad de una nueva poesía que debe expresar una nueva moral. En fin, lo necesario para dar lugar a todas las malinterpretaciones posibles. El tercero es la propia inconsistencia inmanente del texto, que da bandazos, es irónico, no sabe a dónde va. El cuarto es que, como el propio Juan Carlos Rodríguez advirtió, el concepto de nueva o de otra sentimentalidad estaba muerto un año después. Y, sin embargo, fue todo un éxito y sirvió de imán y de revulsivo para lo que se suponía que debía ser la poesía de los 80 y los 90. Veinte años después, en ciertos aspectos el panorama es desolador. Si el término «poesía de la experiencia» hizo excesiva fortuna, no es menos importante que la poesía de García Montero se manoseara durante décadas hasta aparecer disecada hoy en sus epígonos. Lo peor, con todo, ha sido la suerte que ha corrido esta idea, mal comprendida y abusada hasta la extenuación. El abuso ha conllevado una simplificación peligrosísima de lo que por poesía se ha de entender. Por otro lado, la idea de esta nueva poesía se convirtió en oficial, en la práctica poética oficial, en tanto Luis García Montero, Joan Margarit, Benjamín Prado, Vicente Gallego, Felipe Benítez Reyes o Carlos Marzal fueron aclamados –de una forma muy amplia– como adalides de esta nueva sentimentalidad o de la experiencia. Sus éxitos recurrentes, endogámicos y continuos, y su omnipresencia en publicaciones y festivales acabaron por asfixiar el panorama, por borrar las diferencias y por imponer un registro que fue imitado hasta la extenuación sin ningún sentido crítico por poetas mucho menos dotados.
Es cierto que, frente al desprecio al lector de los novísimos, la poesía de la experiencia inauguró una relación de complicidad con el lector, muy necesaria siempre. En verdad, la poesía española de hoy tiene los lectores que tiene gracias, entre otras cosas, a estos poetas. Internet ha hecho el resto. Alejada de las grandes fracturas de la vanguardia y de cualquier la radicalidad ideológica o estética, la poesía de la experiencia adopta la línea clara, el tono accesible y comunicativo, la confesión privada y cierta normalidad ciudadana, al tiempo que procura entenderse con el lector al que alude y al que convierte en parte fundamental del poema. El poeta se presenta, además, como un hombre más, sin las magnificencias ni los dones de aquel otro poeta tocado por los dioses. Se trata de una «literatura homologada a la sociedad», dice Juan Carlos Abril. Hay que entender, sin embargo, que el modelo de la experiencia y la nueva sentimentalidad se superó naturalmente. Los propios poetas de aquella poesía han ido virando en sus libros recientes hacia posturas más introspectivas, más metafísicas o más arriesgadas. Es el caso claro de Vicente Gallego, Antonio Cabrera o Miguel Ángel Velasco. Lo que ha ocurrido en estos últimos tiempos, la degeneración de que hablo, tiene que ver con el abuso descarado y sin alma de estos modelos, con la degradación de lo poético a niveles ruinosos, con la vulgarización del lector, al que se empobrece y se envenena porque lo que se le ofrece es pobre y venenoso deliberadamente. Por otro lado, en nombre del comercio se ofrece como poesía lo que no lo ha sido nunca.

Para ser justos, hay que decir que algunas voces se mantienen en su coherencia y siguen trayendo a la poesía, como por arte de magia, aquellas cualidades nuevas: la reflexión moral, el sujeto poético partícipe de la historia, la busca del lenguaje, la ficción y el fingimiento pessoano, la crítica, etc. Finalmente, el libro con que Ángeles Mora ha ganado el Premio Nacional de Literatura 2016 se llama Ficciones para una autobiografía y certifica, aún con dignidad, la defunción de esta clase poesía.

La poesía de la experiencia ha muerto de éxito y es hoy excusa para las aberraciones y los allanamientos más peligrosos. Es miserable y terrible el epigonismo de muchos. Los sobrinos de aquellos poetas de la experiencia escriben una poesía ridícula, sensiblera, superficial, inocua y domesticada. Habría que recordar lo que esgrimieran Montero, Egea y Salvador: «Como decía Machado, es imposible que exista una poesía nueva sin que exprese definitivamente una nueva moral». De falta de novedad y originalidad, de falta total de moral y de ética, de entrega sin reservas al mercado, al ruido y a un público lector mediocre y excesivamente convencional adolece la poesía que se hace llamar poesía y heredera de la experiencia y que copa las bandejas de las librerías.

Por su parte, algunos de los hijos de los sobrinos de todo aquello escriben de otra manera: se entregan a su inexperiencia con los ojos radiantes y hambrientos del explorador y, sobre todo, huyen por otros caminos de esta burda deformación injustificable. Sus guías son poetas del silencio, sociales, realistas, visionarios, sucios, irracionalistas, underground, contraculturales, marginales, raros, punk o filósofos, pero siempre hay en ellos contestación y aventura. De esa estela no domesticada surgen las voces poéticas más atractivas de la actualidad, las únicas que abren vías en la vieja roca del poema.

Por ello, hundamos nuestros cuerpos y nuestras almas en la fuente de la inexperiencia, en lo no sabido de antemano, lo no previsible, lo que no es una convicción ni una solidez, sino apenas la intuición de que algo está latiendo en el interior de algo. Inexperiencia y liquidez en el modo en que se refiere a ellas la modernidad líquida de Zygmunt Bauman. Hacia el cántico que es celebración de lo que hay de más, acercamiento a la divinidad; hacia lo cuántico que vibra y que es incertidumbre, indeterminación, líquido. Hacia un poema que sea inexperiencia, surf, ola. Hacia la inexperiencia inefable del místico y del mito. La intuición del origen de la materia. La púrpura de una tinción púnica, permeable. Sea una poesía del desconocimiento, del descontento, de la inexperiencia, de la falencia, en la que el sujeto lírico deambule por los pasillos desconocidos de una inconsciencia poética primera, única y en flor. Amemos lo desconocido. Recordemos con Gil de Biedma que lo único que ocurre en un poema es el poema.

Maldigamos lo que se entiende por vida, por poema. Maldigamos la manipulación continua de lo que somos o podemos ser. Maldigamos el tiempo en que hemos nacido. Maldigamos esta precariedad espiritual aplastante, descreída de límites, incoherente. Maldigamos el abuso de poder, la vulgaridad sin causa de las sociedades contemporáneas, que adoran la soledad y el olvido, que idolatran el sufrimiento, que mitifican la mediocridad y pretenden vendernos, como si fuera posible, como si fuéramos idiotas, lo que hay de auténtico en el poema.

sábado, 3 de marzo de 2018

"Calígula" de Albert Camus


Una obra de teatro estrenada en 1945, el año en el que concluyó el horror nazi. Camus hace una reflexión en Calígula sobre el sentido de la existencia y el peligro de que un tirano aproveche el poder para su propio capricho. La obra va mucho más allá: llevar el absurdo hasta sus últimas consecuencias genera una tragedia sin límites; si nada tiene sentido, ¿por qué es mejor proteger la vida que la muerte?; y una vez convertidos en dioses, ¿por qué no acabar con el sufrimiento de la existencia? 
Calígula quiere cambiar su mundo. Podría ser perfectamente Hitler o Stalin, pero la profundidad crítica de la obra de Camus trasciende el mero simbolismo político. Calígula se hace hombre, madura, pierde a su hermana y amante Drusila y enloquece: "Con solo mover la lengua, lo veo todo negro y la gente me da náuseas. ¡Qué duro y amargo es hacerse hombre!". Se da cuenta de que el mundo no está regido por el amor, sino por el dinero: "¡El amor, Cesonia! Me he enterado de que no es nada. La razón la tiene el otro: ¡el Tesoro Público!". Descubre la banalidad y cobardía de los cortesanos que lo adulan y lo temen (los patricios) y se queja amargamente de que es muy difícil cambiar la condición de las castas: "Mucho me temo que se necesiten veinte (personas) para convertir a un senador en un trabajador". 
Camus en Calígula analiza su viejo mundo destrozado por la guerra y el nuestro desde la perspectiva de un loco que llega al poder. Pero a ese loco lo han hecho así sus propios cortesanos y la impiedad de un dios que le arrebata el amor. Calígula encarga a Helicón que le traiga la luna, que le consiga un imposible: “No soporto este mundo. No me gusta tal como es. Por lo tanto, necesito la luna, o la felicidad, o la inmortalidad”.  Sus cortesanos lo acercarán a ella. 
Una obra clásica con todos sus atributos.