sábado, 24 de febrero de 2018

"El tiempo amarillo" de Fernando Fernán Gómez


En las memorias de Fernando Fernán Gómez, me ha alegrado encontrar referencias muy cariñosas del escenógrafo y dramaturgo Enrique Rambal:


"A mi abuela le hubieran entusiasmado las representaciones teatrales de Rambal que pocos años después nos encantarían a mis primos y a mí..."
"Rambal fue sobre todo, además de un actor eficaz para el género que cultivaba, un extraordinario director, excepcional en el panorama español y que no tuvo continuadores."

Son muy curiosas sus apreciaciones sobre la experiencia en un colegio de la Institución Libre de Enseñanza:

"Otro de los atractivos del colegio era que las horas de recreo duraban más que la clase y que la maestra no enseñaba nada. Hubo que comprarme un plumier y más lápices de colores de los que ya tenía y cuadernos para pintar. A mi abuela le parecía que eso eran cosas para tener en casa y jugar con ellas, pero no para llevar al colegio (...) -¿Qué has hecho hoy en el colegio? -Hemos estado cantando."

Y también su opinión sobre los padres y la educación de sus hijos:


"Que los padres sean los encargados y los responsables de la educación de los hijos siempre me ha parecido un disparate. La inmensa mayoría de los padres no solo no está capacitada para educar a niños, sino ni siquiera para elegir colegios."


Otras curiosas citas:

"Cuando a William Saroyan, en su viaje por España, le preguntó un periodista qué le había parecido la gente de Madrid, respondió que a los que iban por las calles, entraban en las tiendas y despachaban en las cafeterías, los había visto ya en California."

"Si las revoluciones sientan tan mal a los camareros, quizás vaya siendo cosa de pensar en no hacerlas."

"Respecto a la felicidad, siempre he estado de acuerdo con la respuesta de Einstein a una interviú:
-¿Es usted feliz?
-No, ni falta que me hace."

viernes, 23 de febrero de 2018

Dragánov y la juventud


Al llegar a cierta edad (madurez la llaman los sociólogos, con no mucho acierto), el búlgaro Anastás Dragánov se dispuso a revisar los principios de su última obra. El análisis arrojaba un resultado demoledor: la vulgaridad se había adueñado de su palabra. Las reflexiones de Dragánov se malograban a causa de los tópicos, las ideas preconcebidas, los lugares comunes y los argumentos ajenos. 
No había nada original, por ejemplo, en sus estudios sobre la juventud. Eran pastiches que recogían ideas ya deglutidas hasta la náusea por los viejos eruditos. En esencia, todos ellos trataban la actualidad a través de rancias anteojeras que concluían en la siguiente tesis: las nuevas generaciones son lamentables y están convirtiendo el mundo en un lugar insufrible. Todo se reducía a lo que ya Sócrates, en el siglo IV a. C., expuso, cuando hablaba de la perversión de los muchachos: "Los jóvenes hoy en día son unos tiranos. Contradicen a sus padres, devoran su comida y le faltan al respeto a los maestros". Los textos de Dragánov abundaban en esa idea: los adolescentes eran cada vez más necios y les interesaba cada vez menos la cultura y el bien común. Auguraba una próxima desaparición de la tradición libresca a manos de los bárbaros jóvenes, que abandonaban sin remedio las bibliotecas y la civilización.
Tras analizar todas estas manoseadas predicciones, llegó a una conclusión: la alarma sobre la podredumbre de los muchachos es producto de la idealización de los mayores respecto a su propia juventud. Los adultos defienden su estatus y se consuelan de la vitalidad perdida acusando a las jóvenes de incultura, indecencia y despreocupación (las revolución tecnológica ofrece una excusa perfecta para ensañarse con ellos). Lo podrido no es el tejido social emergente sino él mismo. Se había alimentado con la carne agusanada de los que no se pasean por los callejones, sino entre las despensas del viejo pensamiento. Se había recreado en vilipendiar a la juventud para consolar la rabia que provoca el envejecimiento. No había rastreado con criterio empírico los hábitos de su entorno. Al contrario, hacía ya muchos años que se encontraba al margen de la realidad, no pisaba la calle desde hacía mucho tiempo. Los huesos se le habían desgastado y los músculos se habían reblandecido hasta no poder caminar entre los vivos.
De la desolación, nació un firme propósito: todo lo que saliera de su pluma a partir de entonces, sería producto, no de una revisión de ideas amortajadas, sino de la disección que su pobre criterio pudiera descubrir. Se trataba de escrutar el mundo desde dentro, sin reparar en bibliografías, para intentar recuperar la mirada de la inocencia, la espontaneidad y la originalidad. Debía huir del ridículo corporativismo generacional y de la amargura que proporciona el paso del tiempo. Lo que surgiera de estos principios sería tan fresco para los lectores como para él mismo. Ese sería su propósito.
Cualquiera que se acerque a la última obra de Dragánov descubrirá a un nuevo hombre, no demasiado lúcido, ni tampoco muy escrupuloso con las fuentes, aunque siempre con el marchamo de autenticidad en sus lomos.

sábado, 17 de febrero de 2018

Decálogo del profesor burgués


Una vez que hayas aprobado unas oposiciones (o incluso sin haberlo hecho), hay que plantearse qué tipo de profesor quieres ser. Si eres un enamorado de la rutina, la tradición y la comodidad burguesa, te interesa no abrasarte los cascos y no pringarte demasiado. Sigue el siguiente decálogo:

1. Programar clases de forma personal es un engorro. Sigue un libro de texto como dios manda y no te salgas de él, salvo caso extremo. Redundará en la serenidad de tu cerebro. 
2. Dicta mucho, manda muchos ejercicios en clase y explica lo justo. Es posible que con este método te quemes pronto, pero no hay nada como la rutina y el sosiego.
3. No te enredes en proyectos, actividades extraescolares o metodologías innovadoras. Cumple tu horario y vete a casa, no se te ocurra alternar más de la cuenta con profesores o alumnos con ganas de enredar. Si no te significas, no te buscarán.
4. No entres en muchas intimidades con compañeros intrépidos o muy activos, trastornarán tu rutina, te meterás en líos bohemios y en discusiones sobre la pedagogía que no son aceptables para un buen burgués.
5. Acude a las reuniones obligatorias (que ya son suficientes), nunca a las alternativas. Si te involucras en muchas actividades y novedades, luego no podrás criticarlas. 
6. Haz muchos exámenes (si puede ser, tipo test, por la corrección). Tendrás menos clases que dar y los chicos estarán más callados.
7. Si tienes problemas de disciplina en clase, nunca pidas ayuda ni recomendaciones sobre lo que hacer. Dicta más y pon más exámenes.
8. Si impartes clase a cursos de ESO, intenta aprobar a mucha gente (el criterio es lo de menos, lo importante es tu tranquilidad). Si tus cursos son de bachillerato, suspende a muchos (ya sabes, el criterio es lo de menos). Los alumnos mayores creen que un buen profesor es el más duro y lo respetan más (mayor comodidad).
9. Huye de las responsabilidades, bastante tienes con meterte en clase y lidiar con los chicos. No se te ocurra ingresar en equipos directivos, coordinaciones, comisiones o asuntos por el estilo (te comerás marrones indigestos para tu correcto tránsito intestinal).
10. Critica cualquier novedad que se introduzca en las actividades del centro o en el currículum o en el gobierno del instituto (interfiere en el exceso de vitalidad, para que no muevan tu cadáver). 

11. La culpa de las deficiencias del sistema educativo siempre reside en las leyes o en la falta de trabajo de los alumnos. Tú estás exonerado de antemano (ya lo sabes). La Institución Libre de Enseñanza nunca existió.
12. Jubílate en cuanto puedas porque, con esta forma de actuar, vivirás cómodo y tranquilo, pero no te aguantarás ni tú mismo (imagínate los alumnos).  

"Poesía y tiempo: la muerte del poeta" por Juan Antonio Fernández


«Las palabras nombran lo ausente, lo distante, lo que ha de venir».
Emilio Lledó, El silencio de la escritura

Aurora, alba o claror. El no-tiempo que precedió al Tiempo; la absoluta nada anterior a la gran explosión; el apeiron de Anaximandro; el verbo encarnado judeocristiano; el presocial Génesis bíblico; la oscura caverna platónica; la forma-sueño zambraniana; el Gran Tiempo de Mijail Bajtin o el Tiempo del Mito de Octavio Paz; el tránsito del venerable mythos, al reflexivo logos. Íncipit, agon, esto es, arcano conflicto de fuerzas, primera tensión que en el silencio nos hizo y, aún hoy, nos sedimenta. Porque antes de cualquier imaginable comienzo, hubo otro. El pretérito es una imagen en la que nos reflejamos; un relato que nos contamos a nosotros mismos, para sabernos.

En cierta ocasión, según explica Hugo Friedrich en Estructura de la lírica moderna, le preguntaron a Mallarmé qué hubo antes de Homero, a lo que contestó: «Orfeo». Para el poeta simbolista, Homero supuso una «aberración», que lapidaría el vuelo del canto órfico bajo el peso solemne del hexámetro. María Zambrano, por su parte, también nos advierte de que tuvo lugar: «un momento peligroso para la suerte de la poesía: el de la Épica». Fue con Orfeo y no con Homero, con quien dialogaron los nueve poetas mélicos de la antigua Grecia: Safo, Simónides, Píndaro… Siendo así, la monolítica Épica hace las veces de insondable pared, la cual nos oculta el verdadero origen material de la lírica, que no es sino el trino del mirlo; el balbuceo ininteligible del bárbaro. No es casual que, en su etimología, la voz bárbaro entrañe una onomatopeya nacida por la aglutinación del sonido bar-bar-bar, que rememora la inasible lengua de los pájaros. Porque existió un tiempo en que la incomprensión del insondable misterio fue explicada como materialización del lirismo. Atestiguan los textos bíblicos que al principio fue el verbo. Sin embargo, en términos poéticos, al inicio no fue ese verbo, −hacedor y omnipotente−, en tanto que objetivación del logos o razón platónico-aristotélica, sino que la poesía enraíza remontándose hasta phoné, −puro cántico o sencillo vagido−, el cual ya palpitaba, con anterioridad, «por de dentro» del tejido ciego que asentaron el mythos y el logos. Mientras que el cuento habita el «érase una vez…», la poesía se remonta a un orden de cosas anterior, hasta incardinarse en ese tiempo desdibujado por el eco de la oralidad.

En la noche de los tiempos, el gorjeo de un somormujo rasgó el silencio. Así brotó en nuestro mundo la poesía. El «[…] silencio se nos aparece como el lugar de la palabra poética. Un lugar al par limitado y limítrofe», dejó escrito María Zambrano. La poesía, asimismo, también está vinculada con la «virtud» (areté, en griego). Sobre ésta cuestión diserta Platón, en su diálogo Protágoras o los sofistas, concluyendo que la areté, más allá de la mítica cadena de los inspirados, constituye un término sin concepto, una suerte de impulso imposible de ser enseñado o transmitido, que es inherente a quienes contemplan, interpretan y crean. Luego, poeta se es o no se es. Sin ambages. No hay grises en esta cuestión.

No obstante, bien es cierto que como en todo oficio, la poesía exige cierta orfebrería, techné, susceptible de ser transmitida y mejorada. Sea como fuere, a pesar de que el mundo helénico nos legue una imagen, ciertamente, divinizada del poeta, hemos de olvidar aquella romántica y trasnochada concepción huidobriana del poeta como «pequeño dios». Convicción que sólo colabora a la hora de hacerle el juego al capital, perpetuando la jerarquización y el elitismo, a través de una imagen inaccesible del mismo, elevándolo a una categoría superior de lo humano. A pesar de ello, el mundo griego también nos da la solución a esta disyuntiva, pues el quehacer poético, más que un «don» demiúrgico y divino, es una facultad llana, humana y terrenal, una suerte de «gracia», carites, que inclina a quien la posee al juego con la sintaxis, al paladeo de los nombres. Carites no entiende de riqueza, ni de pobreza. Pertenece al orden de la tierra y donde anida, ilumina. Sin distinciones, de forma gratuita. En cualquier caso, al margen de nociones, la poesía es, como toda literatura, una construcción ficcional eminentemente lúdica, un «como si…» donde se hace realidad, presentizándose, «lo que no es».

Como es sabido hace unos 2500 años, allá por el siglo V a. C., se produjo un notable ataque a los poetas por parte de los filósofos. Platón, sin ir más lejos, expulsa a los primeros de su polis ideal. En aquel entonces, habida cuenta de la extendida cultura oral epocal, poesía y filosofía funcionaban como dos herramientas transmisoras de conocimientos. Esto nos revela que hubo un tiempo en que ambas disciplinas estuvieron disputándose la hegemonía por ocupar el centro del espacio del saber. La condena platónica de la poesía exilia al poeta, lo expulsa la polis, condenándolo a vagar extramuros. De ahí que el poeta sea o, tal vez, esté condenado a ser un outsider proscrito que asalta la ciudad y escribe desde los márgenes del silencio: extrarradio, afueras y arrabales, para poner en cuestionamiento los aparatos de poder. En las antípodas del ruido urbano reina el silencio. El espacio del folio en blanco limita con lo silente. El silencio que rodea al acto poético es idéntico al silencio de la lectura. En este sentido, el silencio lírico es crucial, ya que violenta los ciclos del capital, quebranta la sobrexposición hiperactiva a lo massmediático y pausa la desincronía del tiempo actual. La poesía anula el des-tiempo, esto es, colma el tiempo vacío propio de las sociedades posindustriales, referido por Byung Chul-Han, hasta trascenderlo.

La poesía es tiempo. Ya lo dejó escrito Antonio Machado en Nuevas canciones (1924): «Ni mármol duro y eterno / ni música ni pintura / sino palabra en el tiempo». Y por extensión, al igual que todo ser viviente, quien escribe poesía es un ser transido por el mismo. Lejos de la divinidad, el poeta es tan sólo un individuo señalador. Su función social es deíctica, pues pone el punto de mira en aquello que ha sido reificado, plastificado y fosilizado por el sistema, hasta conseguir que todo cuanto señalado sea; refulja y cante con un color renovado. Para que ello se produzca el poeta ha de deshacerse de su identidad, permitiendo que el mundo hable a través de él. Sobre esta cuestión, el romántico inglés John Keats, en una carta fechada en octubre de 1818, que envía a Richard Woodhouse, escribe: «Un poeta es lo menos poético de la existencia, ya que carece de identidad desde el momento en que se ve continuamente en la necesidad de ocupar el cuerpo de otro, el sol, la luna, el mar, los hombres y mujeres […]». Chameleon poet, escribirá en otro lugar Keats, pues el poeta, cuando habita la polis, canta por todos, vacío de sí. Por ello, después de décadas disertando sobre la «experiencia» en poesía española: mueran los poetas; olvídense, vacíense de sí.

Las palabras de Keats nos recuerdan aquellas otras que usara Sócrates, cuando hablaba de sí mismo en calidad de amante. Así las cosas, el filósofo ágrafo se definía como sujeto átopos, esto es, como no-lugar o ser sin identidad. No-ego, a la postre. El átopos socrático viene a significar algo así como «lo indefinido» o «lo inclasificable». Y, precisamente, esta indefinición es la naturaleza constitutiva del poeta, −individuo vacío de sí, capaz de eyectar su ser, en aras de colmarse del Otro−, en tanto en cuanto está atravesado por lo Otro ajeno: «el sol, la luna, el mar, los hombres y mujeres». Ahora bien, dejemos claro que el poeta solo alcanzará esta suerte de anulación del ego mediante un estado letárgico y meditativo, muy próximo a la inacción de la vita contemplativa. Someterse, por el contrario, a la neurosis compulsiva de la vita activa intrínseca al modus neoliberal y a la tiranía productiva del «estar haciendo», eliminaría cualquier rastro de lirismo. Llegados aquí es estimulante traer a colación aquel agudo artículo de Andrés García Cerdán, La poesía del desconocimiento: hacia un cántico cuántico, pues pone de manifiesto la acuciante necesidad de: « […] una poesía del desconocimiento, del descontento, de la inexperiencia, de la falencia, en la que el sujeto lírico deambule por los pasillos desconocidos de una inconsciencia poética primera, única y en flor. Amemos lo desconocido».

El no saber es germen de la lírica. Y lo inefable, es decir, aquello que no se puede fablar, su andadura. «No sé con qué decirlo / porque aún no está hecha / mi palabra» escribe Juan Ramón Jiménez al inicio de Eternidades (1918). El estatismo de la inexperiencia, que plantea García Cerdán, nos remite hasta Mandorla (1982) de José Ángel Valente, porque «escribir no es hacer, sino aposentarse, estar». Este estático recogimiento del ser, carente de acción y experiencia, choca frontalmente con la temporalidad atomizada de nuestros días.

Octavio Paz, en algún lugar de El arco y la lira, distinguió tres tipos de instantes: amoroso, místico y poético. Para el ensayista y poeta mexicano el instante amoroso es un solo segundo en que «el tiempo no fluye colmado de sí». No obstante, como veníamos diciendo, nuestro presente no solo está vacío, sino también truncado. Habitamos un tiempo sin colmo, que no rebosa, ya que adolece de cuerpo, de anclaje, de sustancia. Así, respiramos fatigados, porque no hay esencia que nos calme. Solo un tiempo líquido tolera su desintegración y su consiguiente evaporación. Nada es asible, porque todo se diluye. El tiempo esquizofrénico, sincopado y frenético del siglo XXI expulsa de su seno a la poesía, dado que esta pide duración, demora y contemplativa espera. Los instantes amoroso, espiritual y lírico no tienen cabida en nuestro tiempo. Nuestro «ahora» no contiene tiempo alguno que los acoja.

Mientras que la poesía brota del interrogante, de la duda; la máquina no duda. Solo avanza, solo acelera. El zapping inquisitivo de nuestra sociedad elimina cualquier posible demora; toda lentitud existencial perece. Han muerto el sum y el essere filosóficos, esto es, aquel antiguo «dejarse ser» frente al mundo. El zapping quiebra la sintaxis del silencio poético. De ahí que Byung Chul-Han, en El aroma del tiempo, asevere: «La aceleración [del mundo actual] remite a la falta de fundamento, de estancia, de sostén». En cambio, por su parte, lo poético sustenta, detiene y fundamenta el tiempo, profundizándolo. «Vaciar el espíritu, liberarlo de los deseos, da profundidad al tiempo», reconoce el filósofo surcoreano. Es tarea del poeta devolvernos a la caverna, al vagido y al balbuceo del tiempo primero anterior a todo tiempo; a la pre-comprensión que en su día dialogó en el lenguaje de los pájaros. Remontarnos a las profundidades donde, desnudos y manchados por lo oscuro, fuimos criaturas primitivas, vacías de sí. Porque el silencio lírico, hoy por hoy, perdura por encima del poder, de sus aparatos. Y, sin duda, nos trascenderá, hasta que sobre la Tierra no haya más que ceniza. El silencio, ese reino que nos espera; esa sola verdad que nos acompaña, recordándonos qué somos o quiénes fuimos: lejana procesión de soles y de lunas; un antiguo rumiar del horizonte; este lento solfeo que «ni palabras pide», para llorar el tiempo.

viernes, 16 de febrero de 2018

Decálogo del escritor de culto


Si ya estás en alguno de los muchos círculos de escritores y quieres seguir prosperando en el mundillo intelectual, sigue este sencillo decálogo:

1. En las redes sociales, sé mordaz y sarcástico con cualquier realidad ajena a los contactos de tu círculo o a los de círculos superiores.
2. Si no eres mordaz y el sarcasmo no es lo tuyo, siempre puedes hackear los tuits o los estados de gente inferior que no frecuentan tu círculo (sin mencionarlos, por supuesto).
3. Muéstrate indiferente ante la propaganda de tu propia obra y finge que no te importa que los lectores la compren o no. Tú estás por encima de esas menudencias.
4. Cita con frecuencia a autores poco conocidos y menciona libros raros con toda naturalidad, como si en realidad los hubieras leído o te interesaran. Da una pátina (si podéis, repetid con frecuencia esta palabra) de intelectual marginal muy "cool" (y no entiendo ni "papa" de inglés).
5. Comenta la actualidad desde un púlpito de superioridad desinteresada, como si contigo no fuera nada o como si el mundo lo vieras desde un coche Tesla enviado al espacio.
6. Da "me gusta" y comenta los tuits y los estados de autores de tu círculo intelectual o de alguno superior, sin que se note mucho que lo haces para dorar la píldora o para que no te olviden en la vida interna de las editoriales (o, bueno, sí, que se note. A nadie le amarga una lamida de culo) .
7. Nunca des un "me gusta" a los don nadie que pululan por la red, por muy fino o acertado que te parezca un comentario. Recuerda que has de mantener tu estatus jerárquico y conservar tu perfil de elegido por los dioses.
8. Quéjate de los pesados que se comunican contigo para que leas su obra y vapulea a los inferiores que intentan llegar a tu círculo (son competencia; cuantos menos seamos, mejor). Es una conveniente pátina (así se hace) de esnobismo que queda muy "cool" (otra vez) en el mundillo de los elegidos.
9. Nunca digas cómo conseguiste publicar tu primera obra. No hay que dar pistas y, además, ese misterio deja el clásico tufillo de ser un elegido que impresiona a los don nadie.
10. Extrae todas las críticas que hagan de tus obras y ponlas en tu red social con las siguientes introducciones: "El amigo X vuelve a tenerme en cuenta"; "Sé que soy muy pesado, pero no puedo aguantarme. Ahí va otra reseña sobre mi obra"; "Los medios me siguen, qué le vamos a hacer"; "Yo no quería, pero la actualidad me persigue"; "Espero que sea la última, aunque no lo aseguro"...

11. Sigue practicando el egotismo sin ningún pudor. Aunque tu obra no valga una mierda (tú nunca vas a ser consciente de ello), lo importante es seguir en los corrillos intelectuales y participar de la vida literaria como si en verdad fueras un escritor (¿desde cuándo te ha importado a ti la creación artística?)

jueves, 15 de febrero de 2018

"Newton y los mojigatos" por José A. Pérez Ledo


Cuando se ejerce una fuerza sobre un objeto, este devuelve otra idéntica en sentido opuesto. Así suele enunciarse el principio de acción y reacción, formulado por Isaac Newton en 1687.
A nadie se le escapa que nuestra sociedad globalizada está siendo objeto de una intensa fuerza. Opera de diversas maneras, en distintos frentes, siempre con un mismo objetivo: el exterminio del librepensamiento y de su principal manifestación, la libre expresión.
Atravesamos una época de oscuridad. Hace tiempo que los intelectuales, reducidos a objeto de burla, fueron sustituidos por expertos en el debate público, igual que los expertos son ahora sustituidos por influencers. La mentira se difunde hoy más rápido que la verdad, y tiene el mismo impacto que los hechos demostrados. El gran arte es considerado obsceno, inadecuado, tóxico. Se censuran cuadros, películas y libros en una suerte de reedición del Index librorum prohibitorum. Como en el Antiguo Régimen, las autoridades se rinden a los caprichos de los guardianes de la moral, los vigilantes de lo correcto. Las hogueras vuelven a iluminar las ciudades.
El sistema de valores neoconservador se impone en la batalla de las ideas, convenciendo a la sociedad de que solo lo económicamente útil merece sobrevivir. Solo lo rentable importa. Así, se arranca la filosofía de las aulas y la cultura de la agenda. ¿De qué sirve Sócrates, Kant o Heidegger? ¿De qué sirve Klimt, Schubert o Joyce?
Las nuevas tendencias pedagógicas, germinadas en ese caldo de cultivo, animan a rechazar los libros y a primar los sentimientos y las capacidades de los niños y las niñas. ¿Para qué leer cuando todo lo que merece ser recordado está al alcance de un clic, convenientemente indexado por una empresa de California?
La fuerza opresora es enorme y, bajo su empuje, el mundo empieza a convertirse en un lugar asfixiante y sombrío. Pero confiemos en Newton. Esperemos que, en algún momento, unos cuantos (los necesarios) se pongan en pie y ejerzan una fuerza igual en dirección opuesta. No solo la mecánica, también la historia nos ha enseñado que es así como funciona. Tarde o temprano, a toda acción le sigue una reacción.
Que cubran las obras de Schiele. Que censuren "Matar a un ruiseñor" y "Tintín en el Congo". Que suban el IVA de las entradas, que multen a músicos, que los encarcelen. Que persigan a creadores por su mal gusto, por su terrible, por su pésimo gusto. La respuesta acabará llegando. Y será ensordecedora.

miércoles, 14 de febrero de 2018

Un día cualquiera en la redacción de "El País"


Redacción de "El País" (podría ser también la de "La Razón" o "ABC").


REDACTOR JEFE.- Ningún escándalo de bulto. Seguimos con las líneas prioritarias: Sánchez, Venezuela y Cataluña.
BECARIO.- ¿Y los 200 muertos en Irak?
(Los veteranos lo miran con melancolía. El jefe de redacción no le hace ni caso)
PELOTA 1.- Tengo unas declaraciones de Felipe González contra Sánchez que nos vienen al pelo.
REDACTOR JEFE.- Ponte con ellas. Cárgalas con un poco de Rivera y alguna pulla de Alfonso Guerra.
PELOTA 2.- Puigdemont y Jonqueras están callados, pero en la Audiencia siempre tienen chicha para continuar con el culebrón.
REDACTOR JEFE.- Ya sabéis, insistimos con el "odio a España", "esperpento", "enemigo español", "mentiras del procés", "ridículo", "división entre los independentistas", etc. No se os olvide agitar un poco a los del CIS. A ver si cocinamos algo que mezcle Cataluña, el ascenso imparable de Ciudadanos, la inoperancia de Sánchez y Venezuela. Que resulte creíble.
BECARIO.- Tenemos un reportaje sobre desahucios y otro sobre el conflicto laboral en Coca-Cola. ¿Se los enseño ahora, por si pudieran servir?
REDACTOR JEFE.- Nene, con la nieve por todos lados y en invierno y, ¿no se os ocurre otra cosa que cubrir desahucios y conflictos laborales? Escribimos para la gente, no somos un panfleto.
PELOTA 3.- En Twitter es trending topic la "portavoza".
REDACTOR JEFE.- Nos lo ponen demasiado fácil. Bien, encargad dos o tres columnas a nuestras lumbreras. Que carguen las tintas. No hace falta más, Iglesias es un cadáver.
BECARIO.- También tenemos un reportaje a medias sobre los engaños de las eléctricas y sus desmesurados beneficios.
(El Redactor Jefe lo mira con desprecio).
REDACTOR JEFE.- A ver, alguien que le explique a los nuevos quiénes nos dan de comer. No me traigáis a las reuniones de redacción a indocumentados.
PELOTA 4.- ¿Y el editorial, sobre qué asunto lo enfocamos?
REDACTOR JEFE.- Sobre la independencia innegable del periodismo actual, naturalmente.Y que no lo escriba el becario.

lunes, 12 de febrero de 2018

"Albert Camus: Calígula, o la pasión por lo imposible" por Rafael Narbona


El historiador romano Cayo Suetonio atribuye al emperador Calígula toda clase de crímenes y perversiones en su célebre Vida de los doce césares: “Ordenaba a los verdugos que mataran lentamente a sus víctimas para que sintieran cómo se les arrebataba la vida”. Fue el primer emperador que proclamó ser un dios, asegurando que su poder no conocía límites. Dispuso que las estatuas de Júpiter fueran decapitadas para colocar en su lugar su propia cabeza, cuidadosamente esculpida. En una ocasión, hizo ejecutar a un poeta porque cometió un error al recitar un verso. Otra vez, mandó descuartizar a un senador y no quedó satisfecho hasta que depositaron sus restos a sus pies. “Obligaba a los padres a que presenciaran el suplicio de sus hijos”, escribe Suetonio, horrorizado. Su vida privada era tan escandalosa como su arbitraria y cruel forma de gobierno: “Tuvo comercio incestuoso y continuo con todas sus hermanas”. No era un loco, sino un monstruo que aplicó su ingenio a explorar el lado más oscuro de la mente humana, ignorando cualquier precepto moral o divino. El placer que obtenía infringiendo los tabúes recuerda al marqués de Sade, cuyos actos parecían un desafío diabólico, pero muy humano, pues escondían la ambición de un poder sin límites. Suetonio escribió su biografía de Calígula ochenta años después de su muerte. Se ha cuestionado su objetividad. No es improbable que transigiera con la hipérbole o diera crédito a hechos no contrastados. En cualquier caso, no hay absolución posible para Calígula. Todos los testimonios que se conservan formulan un juicio adverso. Para algunos, solo es un tirano perverso; para otros, un demente. Muchos opinan que ambas cosas. ¿Por qué Albert Camus lo escogió como protagonista de una de sus piezas dramáticas más elaboradas? ¿Quizá porque simboliza los estragos del poder absoluto? O, ¿porque encarna la forma más exasperada de nihilismo?

Conviene recordar que Camus compuso la pieza entre 1938 y 1942, aunque no se estrenó hasta 1945. Se corresponde con el período más trágico en la historia de Europa, cuando el vendaval nazi parecía invencible. La rendición de Francia ante la Alemania de Hitler el 22 de junio de 1940 marca la mitad del itinerario recorrido por Camus para finalizar su obra. Dos años más tarde, el III Reich se hallaba en la cúspide de su expansión militar y política. Casi todos los países de la Europa continental y del Báltico habían sido ocupados, y la Wehrmacht preparaba el asalto de Moscú, tras situarse a solo ciento veinte kilómetros de sus suburbios. Cuando Camus concluye el manuscrito, la esperanza se perfila como un sentimiento temerario e insensato. El triunfo de las potencias del Eje parece asegurado. Hitler será el nuevo amo del mundo e impondrá un régimen de terror, un nuevo césar que se arroga la infalibilidad de los dioses. ¿Se puede aventurar que el Calígula de Camus es una recreación de Hitler? Solo en cierto modo, pues el nihilismo del político alemán únicamente se manifestaba ante el fracaso, cuando sus planes se desmoronaban y su ambición de poder quedaba insatisfecha. En cambio, en el emperador romano –al menos en la versión de Camus– el nihilismo constituye una filosofía vital que guía todos sus actos. Para Hitler, la historia posee un sentido: el dominio del más fuerte. Desde su punto de vista, no se trata de un principio ideológico, sino de la ley más elemental de la naturaleza y el hombre debe plegarse a ella, salvo que acepte poner en peligro el futuro de su especie. Para Calígula, el cosmos simplemente carece de sentido. Es ridículo hablar de leyes naturales o morales. Solo hay una certeza incontrovertible: “los hombres mueren y no son felices”. Hitler creía en la superioridad de la cultura alemana y en su derecho a someter al resto de las naciones. Calígula no cree en nada. La grandeza de Roma le parece irrisoria. No aprecia diferencias entre el éxito y el fracaso. Las conquistas son tan irrelevantes como las derrotas. La vida carece de valor. Todo es efímero y absurdo.

En la obra de Camus, el nihilismo de Calígula no es fruto de la especulación filosófica, sino de la prematura e inesperada muerte de Drusila, su hermana y amante. En la primera escena, dos patricios se muestran sorprendidos por su reacción, pues les parece desmedida y enfermiza. De hecho, uno se ha quedado viudo hace un año y admite que ya no siente casi nada por la esposa perdida, salvo una leve y ocasional tristeza. Por el contrario, Calígula exhibe su dolor y desprecia la resignación. Perder a Drusila ha desatado en su interior una rebelión metafísica contra el orden de las cosas: “No soporto este mundo. No me gusta tal como es. Por lo tanto necesito la luna, o la felicidad, o la inmortalidad, algo que, por demencial que parezca, no sea de este mundo”. Pero si no es posible cambiar el mundo, habrá que destruirlo, mostrando que “lo imposible” es la única alternativa razonable para una conciencia infeliz. Hasta entonces, Calígula había sido compasivo y sensible. Amaba el arte, la religión, y afirmaba que “hacer sufrir a los demás” era el error más grave del ser humano. Así se lo recuerda el joven Escipión a Cesonia, cuarta y última esposa de Calígula. Cesonia objeta que Calígula “era un niño”, una mente inmadura que no conocía el dolor, la frustración o el fracaso. La muerte de Drusila ha puesto fin a su infancia. Ahora es un adulto y ha descubierto la crudeza de la vida o, lo que es lo mismo, el imperio de la muerte, que se extiende hasta el último confín del universo, con un poder indestructible. Calígula corrobora la opinión de su hermana, exclamando: “¡Qué duro y amargo es hacerse hombre!”.

Calígula decide cambiar su forma de gobernar. Si el universo es absurdo y aleatorio, un imperio no puede seguir los dictados de la razón. Bajo su mandato, no habrá compasión, ni lógica. Todo será cruento e irracional: “Este mundo carece de importancia y quien reconoce eso conquista su libertad”. Calígula admite que odia al que no comprende y comparte su filosofía. Los hombres intentan engañarse, exaltando el bien y la belleza, inventando mundos imaginarios, hablando de dioses amables y paraísos perdidos, pero sus delirios no pueden esconder la imperfección de la vida, fatalmente abocada al envejecimiento, la enfermedad y la muerte. Solo los niños ignoran esa tragedia. Cuando la mente al fin acepta que todo será reducido a polvo, ceniza y olvido, el cuerpo y la mente experimentan terribles sensaciones: “…Lo más horrible es este sabor en la boca. Algo que no sabe a sangre, ni a muerte, ni a fiebre, sino a todo eso a la vez. Con solo mover la lengua, lo veo todo negro y la gente me da náuseas”. El poder no sirve de consuelo, pues se revela impotente ante la muerte. Es posible ordenar la ocupación de un vasto territorio, utilizando la fuerza de las legiones, pero no hay forma de cambiar el ciclo de la vida y la muerte, que destruye tarde o temprano a todos los individuos: “¿…De qué me sirve tan tremendo poder si no puedo cambiar el orden de las cosas, si no puedo hacer que el sol se ponga por el este, si no puedo evitar que haya tanto sufrimiento y que los seres mueran? No, Cesonia, si no puedo cambiar el orden de este mundo, lo mismo me da morir que estar despierto”. Ser arbitrario, actuar como un tirano, robar y asesinar impunemente, no es locura, sino una forma de recordar al ser humano su fragilidad, su irremediable inconsistencia, su triste futilidad.

A pesar de su ferocidad, Calígula fantasea con un mundo más humano: “…Cuando tenga la luna en mis manos, entonces tal vez yo mismo me transforme, y el mundo conmigo; entonces por fin los hombres no morirán y serán felices”. Saber que no es posible solo exaspera su cólera. Cuando se contempla en un espejo, repite su nombre triunfante, posando el dedo en la superficie. Jugar a ser dios es una manera de huir de la angustia. La atmósfera de terror que crea con sus crímenes y excesos no obedece a un capricho, sino al deseo de evidenciar la sinrazón de la existencia. Por eso resulta tan perturbadora su política. Quereas, tribuno de la Guardia Pretoriana, comienza a conspirar contra el emperador, afirmando que es necesario frenar su propósito de propagar el caos hasta borrar cualquier ilusión o esperanza: “…Lo que me resulta insoportable es ver desvanecerse el sentido de esta vida, ver desaparecer nuestra razón de existir. No se puede vivir sin una razón”. En la violencia de Calígula hay “un lirismo inhumano”. Su nihilismo se muestra implacable incluso con sus propios sentimientos. No quiere estar atado a nada. No acepta ninguna servidumbre, ni siquiera la del amor o la amistad. Para aniquilar su estima hacia un hombre, ordena la ejecución de su hijo más joven. No es simple barbarie, sino una espeluznante manifestación de desesperanza. En un universo donde nada perdura, hay que extirpar de raíz los sentimientos, si no se está dispuesto a vivir oprimido por el dolor.

Calígula ha comprendido que “la única manera de igualarse a los dioses es ser tan cruel como ellos”. Para un dios o un césar, si es que hay alguna diferencia entre uno y otro, no existe la inocencia. Todas sus criaturas –o súbditos– son culpables y acreedoras de los castigos más atroces. La libertad no es un derecho, sino un atributo del poder. Solo un dios o un césar conocen la libertad, pues únicamente ellos pueden hacer lo que se les antoje, determinando qué es el bien y qué es el mal. Eso no significa que sean felices o dichosos. Los dioses son tan miserables y cobardes como el corazón humano. Poseen la vida, pero no la disfrutan. Calígula solo conoce una experiencia verdaderamente grata y reconfortante: el desprecio. Se ha erigido en destino y el destino es estúpido, absurdo, cruel. A pesar de todo, Calígula sigue soñando con la luna. Si pudiera tenerla entre las manos, la vida podría cambiar. Lo imposible –es decir, la dicha– tal vez sería realizable. Quereas no quiere vivir en el mundo de Calígula, trágico y sin esperanza. Anhela la seguridad, el orden, la lógica. Matar a Calígula significará restablecer la razón, el equilibrio, la seguridad. Calígula está contagiando su pesimismo a los más jóvenes y no hay peor delito, pues convierte una vida incipiente en una conciencia desdichada. Quereas no niega el genio filosófico del emperador: “Obliga a pensar. Obliga a todo el mundo a pensar. La inseguridad hace pensar. Y por eso le odia la gente”.

Calígula se compara con la peste. Las calamidades que ha precipitado han forzado al ser humano a reconocer su intolerable precariedad. No actúa así por maldad, sino por clarividencia. Cesonia entiende perfectamente sus motivaciones y afirma que sus adversarios le odian porque tienen un corazón mezquino: “…Como todos los que no tienen alma, no podéis soportar a los que tienen demasiada. ¡Demasiada alma!”. Calígula presume de lucidez, pero considera que esa cualidad no es un privilegio, sino una maldición: “¡Sé que nada dura! ¡Saber eso! Solo dos o tres en la historia hemos vivido de verdad esa experiencia, hemos llevado a cabo esa dicha demente”. Poco antes de morir apuñalado por Quereas y sus cómplices, Calígula se mira al espejo y se pregunta si tal vez no ha seguido el camino equivocado. Tal vez solo ha añadido más espanto al universo. La imagen que se refleja en el espejo no parece la suya, sino la de un doble. Cada hombre camina con su sombra, desdoblado, paradójico, trágicamente dividido. Perplejo, Calígula arroja una banqueta contra el espejo, que estalla en mil pedazos. “¡A la historia, Calígula, a la historia!”, chilla. Unos segundos después aparecen los conjurados. Herido de muerte, aún tiene tiempo de gritar entre hipidos, risas y estertores: “¡Todavía estoy vivo!”.

Breve, minimalista, intensa, la pieza teatral de Camus ha soportado inmejorablemente el paso del tiempo. Su visión de Calígula se basa en el retrato de Suetonio. Quizás no es rigurosa, ni exacta, pero en este caso la objetividad histórica no es importante. La figura del emperador loco y furioso encarna la angustia existencial de la conciencia europea tras la caída de las certezas tradicionales y el fracaso de las utopías. Aunque Camus escribió la obra en el período más aciago de la Segunda Guerra Mundial, su reflexión trasciende las circunstancias históricas. Su mensaje es muy claro: el hombre no cesa de inventar consuelos para mitigar la desolación que le produce la expectativa de la muerte, pero es inútil. Al menos en la civilización occidental, ya casi nadie cree en las promesas de eternidad. Calígula es un héroe existencialista: observa la vida y le parece absurda. Varias décadas después, el panorama no ha cambiado demasiado. En términos globales, podríamos decir que crece la angustia y mengua la esperanza. La conciencia se enfrenta con la muerte desnuda y abrumada. Al igual que su Calígula, Camus nos obliga a pensar, pero no le odiamos por eso. Pensar es lo que nos hace humanos y sufrir nos recuerda que aún estamos vivos. Quizá no haya nada más. Nunca lo sabremos. El destino del hombre es vivir en la incertidumbre.

domingo, 11 de febrero de 2018

"Evocaciones de Waterloo" por Álex Grijelmo

Un 30% de los españoles cree que los seres humanos convivieron con los dinosaurios, según reveló en 2015 la encuesta de percepción social de la ciencia, presentada por la secretaria de Estado de Investigación, Carmen Vela. Y eso que entre la desaparición de aquellos animales gigantes y la presencia humana sobre la Tierra mediaron nada menos que 60 millones de años. ¡Cuánto daño han hecho los Picapiedra! El nombre de la ciudad belga de Waterloo, donde Carles Puigdemont gestionó el alquiler de una casa, se ha pronunciado durante estos días en los medios españoles como guóterlu o guáterlu, a semejanza de la prosodia inglesa y a pesar de que ese topónimo valón se dice vaáterloo porque aquel idioma conserva la w bilabial germánica, la de los términos alemanes wasser (agua), walzer (vals) o Wagner. ¡Cuánto daño ha hecho el grupo Abba!

Los dinosaurios convivían en aquellos dibujos animados con Pedro, Pablo, Betty y Wilma (“¡ábreme la puertaaaaaa, Wilmaaaa!”); y por eso millones de personas se han formado una imagen errónea en su cultura general. Tan importante es la ficción para representar la historia.

El grupo sueco que ganó Eurovisión en 1974 cantaba Waterloo en inglés, y apuntaló así que el nombre de la ciudad belga se incrustara en nuestra mente con una pronunciación errada. Tan importante es la música para recordar las letras.

“Napoleón se rindió en Waterloo”, decía la canción, que reflejaba después la analogía con una derrota amorosa. “Fui vencida, ganaste la guerra”.

Los españoles nos hemos rendido igualmente ante el influjo anglosajón. Todo nombre extraño se asocia con el inglés. Decimos Máikel Shumacher (escrito Michael) para nombrar al piloto alemán de fórmula 1 —en vez de Míjael—; y Ártur Mas” (Artur) para recordar a otro expresidente de la Generalitat —en vez de pronunciar Artúr—. Y el nombre catalán Ernést (escrito Ernest) lo convertimos en Érnest

Esa colonización mental ya logró antaño que las “islas de Bajamar” (llamadas así por los españoles a causa de la escasa profundidad de sus aguas) pasaran a ser “las Bahamas”, y no hace tanto consiguió que muchos digan Maiami en vez de Miami, entre otros ejemplos. Olvidamos así que esta ciudad estadounidense tomó su nombre de la tribu de los indios miamis, denominación que los españoles asumieron al asomar la nariz por allá y que cambiaron los ingleses cuando llegaron con las suyas. No por narices, sino seguramente porque veían el nombre escrito y lo pronunciaban a su manera.

Pero al margen de cómo se ha de articular, Waterloo ofrece una segunda evocación. Según cuentan la historia y la canción de Abba, la voz Waterloo representa un fracaso, en atención a la famosa derrota de Napoleón cerca de esa ciudad belga en 1815.

Otros muchos topónimos se han ganado también algún sentido adicional, además de su oficio específico de nombrar un lugar. Así, alguien que vale un Potosí se toma las de Villadiego aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, por ejemplo, para no irse por los cerros de Úbeda pero tampoco quedarse entre Pinto y Valdemoro. No sería tan grave eso, porque más se perdió en Cuba. Vamos, de aquí a Lima. Y eso lo saben hasta en China.

De igual modo, tal vez Puigdemont quiso poner una pica en Flandes. Quizás sin pensar que podía encontrar su Waterloo precisamente en Waterloo.

sábado, 10 de febrero de 2018

Diario de jefatura: "Fichajes de colegios religiosos"



J. tiene nombre de personaje de Drácula o de novela negra nórdica y nos está brindando momentos de verdadero suspense. Hoy ha llegado la policía al centro. Una pareja mixta con uniforme reglamentario: los dos pequeños y serios, en misión secreta (bueno, no tanto). Cierro la puerta del despacho porque el asunto es delicado. 
Aprovechando que muchos chicos han asistido a una función de teatro, J. y tres alumnos más han escapado del control del profesor. Se han ido al parque y se han fumado unos porros de maría. Han tenido mala suerte porque la policía andaba de patrulla por allí y los han pillado in fraganti. J. y J. (alumnos de la FP Básica) portaban algunos cogollos y la policía se los ha intervenido. La respuesta de J. no se ha visto cohibida por el miedo ni por el nerviosismo, todo lo contrario: “La hierba es muy buena para la salud, por eso me la fumo. Mi padre la planta en mi casa y está al corriente. Todas las noches antes de acostarnos nos hacemos un porrito para dormir mejor. Así no tenemos que ingerir pastillas. Eso sí que es malo, las pastillas.” Los policías me lo cuentan alucinados, porque no tienen costumbre de que los adolescentes se planten ante ellos con tanto desparpajo. 
Otro de los chicos ha mostrado la misma actitud, precisamente el que también llevaba marihuana encima y también de FP Básica. El tercero se ha asustado y mucho, tanto que ha venido a verme llorando después de que la policía me visitara. J. tuvo el honor de ser el primer amonestado durante el curso pasado. Procede de un colegio concertado que hay en el pueblo. Un centro religioso. Al parecer, cuando no pueden con alguno de sus alumnos nos lo envían para que lo enderecemos con la razón y la cultura científica. ¡Qué considerados son los gestores de estos centros religiosos! Sus alumnos no se los merecen, por eso nos envían a sus mejores promesas.

"La bondad implacable" por Antonio Muñoz Molina


No hay fines nobles que en virtud de su nobleza justifiquen el uso de medios inmundos. Los medios son los fines. Los llamados fines son el medio y la excusa para imponer una dominación. Procuro no hacer el menor caso de los fines o los ideales explícitos que asegura tener la gente. No hay ninguna dificultad en inventar un ideal luminoso. No cuesta ningún dinero, y casi ningún esfuerzo, salvo el de la simple enunciación, y quizás algún gasto en propaganda. Hasta la obtusa sed de sangre de los pistoleros etarras podía envolverse en el ideal arcádico de una comunidad liberada, noble, feliz. El crimen y el terror no eran el medio necesario o disculpable para alcanzar ese fin. Eran el fin en sí mismo, por otra parte muy conocido y muy experimentado en muchos sitios del mundo: la dominación de las personas y de las conciencias a través del miedo. No es verdad que distintos ideales, a veces muy alejados entre sí, puedan compartir a veces medios semejantes. La identidad de los medios revela que los fines son exactamente los mismos.
Pero el ideal noble siempre parece que logra mayores disculpas. No es lo mismo al fin y al cabo tener como ideal la primacía de la raza aria que la igualdad y la fraternidad entre todos los seres humanos. Todos los puritanos religiosos y políticos han desconfiado siempre de las imágenes, sobre todo si eran imágenes de cuerpos humanos desnudos, y en general de cualquier forma de arte, de literatura, de fantasía no controlada o regimentada por ellos. Los integristas religiosos defienden la censura de palabras e imágenes en nombre de la salvación de las alma en la vida eterna. Pero da la casualidad de que una censura igual de rigurosa se ha defendido y se ha impuesto en otras épocas en nombre de ideales laicos y emancipadores. La Iglesia católica proscribía la desnudez de los cuerpos porque incitaba al pecado y por tanto a la perdición, y por eso las personas progresistas nos rebelamos contra ese despotismo. ¿Vamos a aceptar que se prohíban los cuerpos desnudos o se pongan límites a la libertad de expresión en nombre del ideal admirable de la dignidad y la igualdad entre las personas? En el mundo comunista la homosexualidad fue tan perseguida como en los países de sofocante hegemonía católica. ¿Era más disculpable la homofobia de Fidel Castro que la del general Franco y sus obispos obsequiosos? En ambos casos el ideal diverso es un pretexto, y la finalidad, la misma: literalmente, invadir la intimidad de las personas y joderles la vida. A todos nos gusta manifestar nuestro escándalo por la agresión reaccionaria, política y religiosa, contra la Olympia de Manet y contra Madame Bovary. La pregunta es cuál será nuestra actitud si la censura puritana se ejerce en nombre de causas con las que nos identificamos; incluso si en nombre de esas mismas causas se limitan derechos sagrados de las personas.
Algunos de nosotros llegamos a conocer en nuestra adolescencia la grosería de la censura, la inseguridad de un sistema sin garantías jurídicas en el que ser sospechoso equivalía a ser culpable, la manipulación del pasado al servicio del poder político y de la Iglesia católica, la eliminación completa de nombres y de periodos de la historia. Porque conocimos aquello quizás estamos más adiestrados para advertir el regreso de los síntomas inmemoriales de autoritarismo que ahora empiezan a ejercerse no en nombre de la ortodoxia patriótica o religiosa, sino del más sagrado respeto a las minorías, a los más vulnerables, a las víctimas de abusos sexuales, a las mujeres maltratadas y postergadas. La vieja trampa vuelve a saltar con el automatismo de siempre: prohibimos algo o condenamos sin juicio a alguien porque queremos hacer justicia a los oprimidos y salvaguardar a los inocentes; si tú no acatas nuestra prohibición ni das por lícita de antemano nuestra condena es porque eres cómplice de los opresores y de los culpables. Pero además no basta con el castigo, ni con corregir el presente: hay que borrar al castigado, su presencia y su obra; hay que dilatar retrospectivamente su condena; hay que cambiar el pasado para que no queden en él testimonios que puedan perturbar nuestra beatitud presente y futura.
Asociaciones virtuosas exigen al Metropolitan Museum de Nueva York que esconda un cuadro de Balthus, igual que hace veintitantos años exigían que se retirara de una exposición la Maja desnuda de Goya. Si la prohibición se hace en nombre del puritanismo religioso, parece inaceptable: basta cambiar el ideal y se convierte en una reivindicación liberadora. La National Gallery de Washington acaba de “posponer” una exposición del pintor Chuck Close porque varias modelos lo acusan de lo que antes se llamaba “propasarse”. Chuck Close lleva paralizado en una silla de ruedas desde hace 30 años. La simple acusación lo ha convertido en culpable. Hay sospechosos a los que no se les concede la presunción de inocencia. Otros museos de Estados Unidos han descolgado obras de Close que estaban expuestas en sus salas. La culpa automática del acusado infecta de inmediato a su obra. Lo que ha hecho o no ha hecho, la sombra que cae sobre él, extiende un maleficio tóxico que debe ser suprimido. No basta la afrenta pública. El castigo no es suficiente. Cualquier duda, cualquier flaqueza o concesión, es una injuria añadida a las víctimas, a todas ellas, literales o no, cercanas o lejanas. Con la misma facilidad con que se le cuelga a alguien el sambenito de hereje y se le condena a la lapidación o a la hoguera, se reparten certificados de lo que podría llamarse victimidad. ¿Quién puede pedir que no se retiren de un museo, o no se borren de la historia del arte, obras que tienen un origen tan emponzoñado, y cuya mera existencia, ni siquiera contemplación, ofende tanto, provoca tanto sufrimiento?
El delito es tan grave que igual que anula la presunción de inocencia, tampoco admite la eximente de la muerte. Reos vivos y muertos se mezclan en el desfile diario de la nueva Inquisición: Woody Allen, Balthus, Picasso, Egon Schiele, Caravaggio. Chuck Close defiende en vano su inocencia y dice amargamente: “Me han crucificado”. Es una lapidación más bien, una quema en la hoguera. Es el principio eterno de fanatismo purificador que adapta en cada época un disfraz religioso, o político, según convenga, siempre con la misma sonrisa de implacable bondad.

jueves, 8 de febrero de 2018

"Cornadas en el idioma" por Álex Grijelmo

LOS MOZOS QUE AÑOS ATRÁS PARTICIPABAN en los encierros sufrían cornadas. Es decir, las reses los corneaban; y por tanto, eran corneados. Pero en los Sanfermines de los últimos años ya no han sufrido cornadas ni han sido corneados, sino que “recibieron heridas por asta de toro”.
Lo alargado de la expresión recuerda aquello de “caerán precipitaciones en forma de nieve” (o sea: “nevará”) que se oye en la información meteorológica invernal.
Y así como las precipitaciones no tienen más remedio que caer, a esas astas no les queda otra solución que pertenecer a un toro, si de los encierros veraniegos hablamos y si nos referimos solo a las cornamentas visibles. (Las otras cornamentas no suelen causar daños a terceros).
La expresión “herida por asta de toro”, que tanto circula ahora en los medios informativos, nace del lenguaje técnico, que tiende a la precisión científica y se diferencia tanto del que utilizamos el resto de los mortales. Sin embargo, no parece que aquí la locución “asta de toro” añada algo respecto de la palabra “cuerno”. Por tanto, en este contexto pueden equipararse las expresiones “sufrió una herida por asta de toro” y “sufrió una herida por cuerno”.
Claro, esta segunda opción suena rara. Y suena rara porque nadie la pronuncia. Y nadie la pronuncia porque en vez de “herida por cuerno” solemos decir “cornada”.
La misma situación se da con las cogidas de los toreros durante la lidia, reflejadas así en los partes médicos: “Herida incisocontusa por asta de toro en la cara interna del tercio medio del muslo derecho…”. La precisión se percibe enseguida. Pero también la palabrería, porque lo normal es que esta herida del torero haya sido causada por el asta de un toro, más propiamente por el que estaba en el ruedo en ese momento, y no por el asta de la bandera, bastante inofensiva por lo común (siempre que no se mueva de su sitio).
Las normas de la conversación eficaz que detalló Paul Grice (1913-1988) incluyen la máxima de cantidad: no decir más de lo necesario. El cerebro humano actúa con una lógica aplastante al procesar los mensajes. Usa el contexto para establecer sus juicios de probabilidad (casi siempre certeros) y entiende que cuanto figura en el discurso está ahí por algo; todo lo cual hace innecesarias muchas palabras adicionales que, si se profieren, cambian el significado porque se convierten en significativas. Si oímos que un futbolista tuvo el gol en la bota, nadie imaginará que se habla de su bota de vino, ni exigirá por tanto que, para evitar equívocos, se precise “tuvo el gol en la bota del pie”. Porque si decimos eso, se deduce que podía haberse tratado también de la bota de una mano.
Si en la tienda pedimos calcetines para los pies, nos podrán preguntar irónicamente si no deseamos también calcetines para la cabeza, pues en ese caso la nuestra parecerá merecerlos. Y si decimos que un mozo fue herido por asta de toro, estamos significando la incongruencia de que podía haberlo alcanzado el asta de cualquier otro cornúpeta, por ejemplo una jirafa.
La locución “herida por asta de toro” ya se hallaba en los libros de medicina del siglo XVII. Y en la prensa se documenta el 5 de agosto de 1900, cuando el semanario taurino Sol y Sombra reproduce el parte facultativo sobre la cornada sufrida por el diestro Antonio Fuentes en Madrid.
Está bien que los médicos utilicen entre ellos un lenguaje propio, si eso contribuye a que nos curen. Pero extender su léxico propiciaría que sustituyésemos las palabras por sus definiciones, y que en lugar de “sufrió una puñalada” dijésemos “sufrió una herida por hoja de puñal”; y que en vez de “le dio un puñetazo” escribiéramos “le dio un golpe violento con los nudillos de la mano cerrada”. Y en ese caso debería cambiarse también la famosa metáfora atribuida al torero Manuel García, El Espartero (siglo XIX). Él la pronunció para explicar por qué había escogido un oficio tan arriesgado. Hoy ya se ha convertido en un dicho que usamos para ofrecer consuelo; y su nueva versión periodística sería esta: “Más heridas por asta de toro da el hambre”.

lunes, 5 de febrero de 2018

"Fusiles y ruiseñores: la Guerra Civil fue una guerra de poetas" por Eduardo De Los Santos


Pío Baroja negó el asiento a una Tercera España cuando, poco antes de la guerra, dijo que no se aceptarían términos medios: «O comunista o fascista». Y César M. Arconada, mucho antes, en 1926, afirmaba que uno podía ser lo que quisiera excepto liberal, que no había «para un joven, nada más absurdo, más incomprensible, más retrógrado, que las ideas políticas de un doctor Marañón». Había que tomar partido. Ledesma Ramos, en La conquista del Estado, invitó a los indecisos a desalojar las primeras filas, por ser incapaces de enfrentar con la debida grandeza los hechos que se avecinaban. Largo Caballero, en el polvorín de 1933, periódico en ristre, amenazaba a las derechas con la guerra tras las elecciones.

En cierto sentido, la Guerra Civil fue una guerra de poetas. Desde el primer día, Nacionales y Republicanos trataron de poner al mayor número de artistas e intelectuales de su lado. Hay bastante acuerdo en que los primeros ganaron la guerra de las armas, mientras que los segundos ganaron la otra: en palabras de Juan Ramón Jiménez, «por cada hombre representativo que puedan presentar las derechas, hay diez en las izquierdas». Muchos de ellos habían sido hasta entonces desconocidos por el gran público, y la notoriedad les vino con la guerra, mientras que otros escritores de generaciones anteriores que se sumaron a la rebelión y que eran populares antes de ella quedaron al finalizar eclipsados u olvidados. Según cuenta Trapiello en Las armas y las letras, los escritores del 14, a la vera de un 98 valiente (cómo olvidar el caso Unamuno contra Millán Astray), pero sin dotes para la política, habían cargado la pistola con la que los del 27 ahora se apuntaban. Y los del 27, que ya eran los del 36, dispararon. Unos pocos dispararon balas, pero la mayoría se dedicó a las palabras, que en la guerra son, según Alberti, como disparos.

La poesía no puede alejarse del dolor, olvidar la «microvida» (J. A. Valente), siempre tan micro y tan frágil, para escribir la «macrohistoria». La mejor poesía de la Guerra es la poesía del hombre que «tiembla de frío, tose, escupe sangre», que dice César Vallejo. Y el verdadero poeta en guerra es el que sabe, con tristeza, pero sin abandonar la esperanza, que todo lenguaje es falso, que todo poema es insuficiente cuando los cuerpos se destrozan en las calles. Lo demás fue propaganda.

En el Madrid de 1936 hubo poesía y hubo propaganda; resurgió aquellos días el poeta que es viento del pueblo, «el poeta como juglar de guerra» (título de un artículo de Juan Gil-Albert). A Alberti, por ejemplo, le pedían siempre coronar sus discursos (y daba muchos en aquel Madrid) con el poema «A galopar», y los milicianos lo recitaban con él. «Cantando espero a la muerte, / que hay ruiseñores que cantan / encima de los fusiles / y en medio de las batallas» escribió Miguel Hernández, con la cabeza muy alta.

Hay tres poetas republicanos, en la historia de la Guerra Civil, cuyas historias son especialmente ilustrativas y que resumen la tristeza que provoca pensar en aquellos años. El primero de ellos murió de viejo, en Democracia. El segundo, en la cárcel, enfermo y desnutrido al término de la guerra. El tercero fue asesinado apenas había comenzado. A sus voces se sumarían, lejanas, las voces de sus predecesores, la voz serena de Antonio Machado, cuyos días azules y sol de la infancia terminaron en su tímido exilio en Collioure; la voz de Unamuno, encerrado en su casa de Salamanca, viejo y solo después de plantar cara a la barbarie; la voz de Juan Ramón, a quien sus propios compañeros amenazaron de muerte para que abandonara España. Son solo tres ejemplos, tres nombres de entre todos los nombres: Rafael Alberti, Miguel Hernández y Federico García Lorca.

En Madrid, unos días antes de la sublevación de Franco, había sido fundada la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura, nacida del germen de la Asociación de Escritores Revolucionarios. Tras rechazarla Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, su presidencia pasó a Bergamín, que la compartió con Alberti. Llegaban los jóvenes. Con María Teresa León dirigieron El mono azul, noticiero y revista de poesía, ensayo, e instrucción militar… con una sección bastante oscura a cargo del propio Alberti que se llamaba «A paseo» (figuraron aquí, por ejemplo, los nombres de Unamuno, d’Ors, Giménez Caballero y Sánchez Mazas). Llevar a alguien «a dar un paseo» en Madrid significaba asaltarlo de noche, llevarlo a una checa, y pegarle un tiro. Juan Ramón se marchó al darse cuenta de que no estaba a salvo tras un incidente con un anarquista que a punto estuvo de mandarlo a paseo por error, literalmente. Ramón Gómez de la Serna hizo lo mismo al ver pasear una mañana al poeta Pedro Luis de Gálvez (que tenía fama de asesino y que fue responsable, según de la Serna, del fusilamiento de Pedro Muñoz Seca) con un revólver al cinto.

Alberti, fascinado por Rusia, entusiasmado con la defensa de Madrid y con la Revolución, fue uno de los más importantes líderes comunistas de la capital. Reclamado y fotografiado en todas las esquinas de la ciudad, siempre acompañado por su mujer, fue una auténtica estrella mediática, dio mítines, recitales y discursos y, al estallar la guerra, decidió ocupar el palacio de Heredia Spínola. En La arboleda perdida relata algunas de sus vivencias allí, durante los que María Teresa León ha declarado que fueron «los mejores años de nuestra vida». Morla Lynch, que se había quedado a cargo de la embajada chilena tras la huida de Pablo Neruda con su amante, no titubea en sus diarios cuando afirma que los Alberti «fueron muy sensibles a los buenos alojamientos durante la guerra» y que encontraba al poeta cada día más gordo mientras él mismo y los refugiados de su embajada languidecían por falta de recursos. También Juan Ramón reconoció que Alberti se había servido de las circunstancias, y Trapiello asegura que autorizó personalmente muchos de los paseos de aquellos días (acusación que le ha reprochado duramente Benjamín Prado).

Distinto es el caso de Miguel Hernández. De origen humilde, uno de los más jóvenes, él sí cantó en primera línea y fue, además, un hombre adorable y apreciado (en palabras de su biógrafo José Luis Ferris) no solo por los republicanos, sino también por sus amigos del bando franquista, como Dionisio Ridruejo, José María Alfaro o Rafael Sánchez Mazas. Escribió: «El 18 de julio de 1936, frente al movimiento de los militares traidores, entro yo, poeta, y conmigo mi poesía, en el trance más doloroso y trabajoso, pero más glorioso, al mismo tiempo, de mi vida». En el palacio de Heredia Spínola se ganó un puñetazo de María Teresa León cuando, indignado por el banquete que allí se estaba celebrando mientras los milicianos morían de hambre en las trincheras, dijo: «Aquí hay mucho hijo de puta y mucha puta».

Morla Lynch le ofreció la embajada como refugio al final de la guerra, en caso de que no consiguiera el pasaporte para salir de España. Hernández rechazó la oferta, pues consideró que hacer eso habría sido como desertar a última hora. Alberti, por su parte, escribió a Morla una carta pidiendo asilo para tres miembros de la Alianza de Intelectuales. No hubo mención de Miguel Hernández en ella. Y es que, según el testimonio personal que Benjamín Prado confió a Trapiello, Alberti creía que podría haberle salvado la vida si no hubieran estado enemistados (presunción tal vez exagerada, pues ni sus amigos nacionales pudieron sacarlo de prisión antes de que la enfermedad lo matara). Como ya sabemos, Miguel Hernández, cuya fama en 1939 estaba cerca de la de García Lorca, reconoció ante el juez sus ideales antifascistas y revolucionarios y fue encarcelado; murió en la prisión de Alicante en 1942.

En el prólogo que escribe su protector José María de Cossío para la edición de El rayo que no cesa que él mismo preparó en 1949, leemos: «Su conducta exaltada en el conflicto fue digna del respeto de todos, por su humanidad y limpieza. Así fue reconocido unánimemente, y si la muerte no hubiese truncado la vida que había respetado la guerra, sin duda que hoy oiríamos su canto de poeta libre en esta misma España presente siempre en su verso y en su vida». Emocionado, el bueno de Cossío no pudo decir en aquel momento lo que es de justicia decir ahora: que el poeta había muerto encerrado, sin esa humanidad y sin esa limpieza que tan digna del respeto de todos le parecía.

Y, al fin, Federico García Lorca. Hay que imaginar la voz de Chavela llamándolo, cuando dijo que sabía que sería él quien la llevaría al otro lado, coincidiendo misteriosamente con la convicción de Leonard Cohen. Al poco tiempo de estallar la guerra, se había refugiado en Granada, en casa de su amigo Luis Rosales. Fue delatado aparentemente por el hermano, obediente falangista, y fusilado la madrugada del 18 de agosto de 1936 en un barranco entre Alfacar y Víznar. Lo ejecutaron por ser «el secretario de Fernando de los Ríos» y «muy rojo» (algo había que poner). Este tipo de chivatazos y raptos nocturnos fueron comunes y acabaron en muertes como la de Lorca, o como la de la mujer de Ramón J. Sender en Zamora, a la que los falangistas negaron la confesión que había pedido por no estar casada por la Iglesia y cuyo ejecutor fue, al parecer, un tipo del pueblo que la había cortejado y que ella había rechazado años atrás.

La muerte de Federico, tan temprana, se convirtió en el símbolo que resume y recuerda a todos los muertos que no conocemos. Dijo Gibson: «Lorca es hoy el desaparecido más famoso y llorado del mundo entero. Representa a todas las víctimas inocentes de la Guerra Civil… y de todas las contiendas. Su obra es inmensa, su mensaje hondamente fraternal. Cualquier página suya, cualquier verso, cualquier metáfora, puede cambiar una vida». Al asesinato de Federico trataron de equiparar los nacionales el de Ramiro de Maeztu por los republicanos, en Madrid, también al comienzo de la guerra. Que no tuvieran éxito no significa que no sea verdad: a Maeztu también lo asesinaron.

Federico había sido amigo de todos. Jorge Guillén (que pasó toda la guerra en Sevilla, apoyando más o menos el vesánico régimen del general Queipo de Llano), en el prólogo a las obras completas de Lorca editadas por Aguilar en 1954, dice: «Lo sabe todo el mundo, es decir, en esta ocasión el mundo entero: Federico García Lorca fue una criatura extraordinaria. «Criatura» significa esta vez más que «hombre». (…) Junto al poeta -y no sólo en su poesía- se respiraba un aura que él iluminaba con su propia luz. Entonces no hacía frío de invierno ni calor de verano: hacía… Federico». Aleixandre habla de él en un artículo publicado en El mono azul en 1937: «En Federico, que pasaba mágicamente por la vida, al parecer sin apoyarse; que iba y venía ante la vista de sus amigos con algo de genio alado que dispensa gracias, hace feliz un momento y escapa en seguida como la luz, que él se llevaba efectivamente; en Federico, se veía sobre todo al poderoso encantador, disipador de tristezas, hechicero de la alegría, conjurador del gozo de la vida, dueño de las sombras, a las que él desterraba con su presencia». En el poema «A un poeta muerto», Cernuda escribe que «(…) La muerte se diría / más viva que la vida / porque tú estás con ella (…)». Y Emilio Prados, después de contar cómo los olivares gimen, cómo la luna lo busca y lo llama la sangre derramada y tiemblan de miedo por él las madrugadas, le pregunta en «La llegada»: «¿En dónde estás, Federico? / Yo este rumor no lo creo. / ¡Cómo me duelen las balas / que hoy circundan tu recuerdo! / (…) Aguárdame, Federico; / mucho que contarte espero…». Por no mencionar aquel tango lloroso que Gloria Marcó le dedicó («el tango, Federico, hoy es tu tango»). Buñuel, en sus memorias, escribe que «el anuncio de su muerte fue una impresión terrible para todos nosotros. De todos los seres vivos que he conocido, Federico es el primero. No hablo ni de su teatro ni de su poesía, hablo de él. La obra maestra era él. (…) Tenía pasión, alegría, juventud. Era como una llama», y añade que no lo mataron por ser homosexual (como dijo Dalí), sino «porque era poeta». Entiéndase: Lorca era un verdadero poeta.

Tuve un maestro, un amigo, que solía decir que los asesinos ‒como los terroristas o los dictadores‒ odian todo lo que es bello y verdadero. Cómo no iban a odiar la poesía entonces; cómo no iban a odiar a Federico. Cómo no iban a ser los primeros en morir, en aquella España que es la nuestra, los ruiseñores que se atreven a cantar donde cazan los fusiles.