martes, 26 de julio de 2016

"Antonio Machado, la espina de una pasión" por Rafael Narbona


¿Se puede añadir una nueva página al caudaloso río de interpretaciones, comentarios y análisis que ha inspirado la obra de Antonio Machado? Quizás no. Por eso, sólo escribiré un apunte, sin otro criterio que reflejar mi experiencia personal como lector. Me limitaré a los poemas de Soledades aparecidos en 1903, sin explorar los textos añadidos hasta completar la versión de 1907, titulada Soledades. Galerías. Otros poemas. He envejecido leyendo a Antonio Machado y sería una temeridad pensar que con la edad he avanzado hacia una comprensión más atinada y profunda. El joven que leía bajo la sombra de un álamo blanco del Parque del Oeste se ha desvanecido con el tiempo y en su lugar ha aparecido un crítico literario de mediana edad que pasea por la estepa castellana, sobrecogido por un paisaje con la belleza de lo elemental, humilde y sencillo. Podría rescatar algún ensayo sobre Antonio Machado, pero prefiero adentrarme en sus primeros poemas con una mirada ferozmente subjetiva, dialogando con el autor. No se escribe para la historia, sino para apropiarse de la realidad y sentir cada árbol –o cada verso- como algo cercano, elocuente y humano. La aventura de leer siempre representa el encuentro de dos sensibilidades. No es un contacto fugaz, sino una vivencia que transfigura el texto. Los libros fluyen como el río de Heráclito. Nadie se baña dos veces en sus palabras. Antonio Machado era consciente de ese fenómeno y no se conformó con arrojar metáforas e intuiciones a la corriente. Su intención era convertir el poema en duración, eco, huella, vibración. Ser hombre significa ver volver, sí, pero también contemplar el mundo con la perspectiva de un aciago demiurgo que soporta el devenir, garantizando la pervivencia de las cosas, aunque sólo sea como lejana rememoración.
Antonio Machado goza de la consideración de escritor nacional y ciudadano ejemplar, pero esos laureles desdibujan su fecunda síntesis del nihilismo y fe utópica. No hablo de utopías políticas, sino de un estado del alma que sólo es posible en un horizonte de perfección estética, con hojas otoñales, rosales, ramas de eucalipto y encinas negras. El paraíso no es una hipotética eternidad, sino: “¡Alegría infantil en los rincones / de las ciudades muertas!… / ¡Y algo de nuestro ayer, que todavía / vemos vagar por estas calles viejas!” (“El viajero, III”). La poesía celebra la vida y preserva el ayer, quizás como un débil latido, pero ese sonido es la imagen de nuestra esperanza. Conviene recordar que el joven Antonio Machado es un poeta simbolista y advierte en la sinestesia la clave oculta del cosmos. El sonido puede transfundirse en materia y la imagen en sonido. El ser acontece como analogía. La palabra poética no puede derrotar a la muerte, pero se incorpora a los signos en rotación que tejen la trama de lo real. El nihilismo de Machado se manifiesta en una dolorosa melancolía. La vida se parece a una canción infantil: “un algo que pasa / y que nunca llega; la historia confusa / y clara la pena” (“Recuerdo infantil”, VIII). Sin embargo, el paisaje es espíritu que vivifica y renueva: “El Duero corre, terso y mudo, mansamente. / El campo parece, más que joven, adolescente. / […] Belleza del campo apenas florido, / y mística primavera!”. Esta vez no es el fatal río de Jorge Manrique, que también circula por las páginas de Machado, sino una fuerza que prodiga vida y florece como una epifanía. El paisaje es inseparable de una tradición cultural, pero la conciencia nacional, de raigambre romántica y liberal, aflora con versos depurados, sin afectación política o retórica: “¡Chopos del camino blanco, álamos de la ribera, / espuma de la montaña / ante la azul lejanía, / sol del día, claro día! / ¡Hermosa tierra de España!” (“Orillas del Duero” IX).
Para Machado, la poesía no es una emoción recreada desde la serenidad, sino creación, génesis: “Yo voy soñando caminos / de la tarde. / ¡Las colinas / doradas, los verdes pinos, / las polvorientas encinas!…”. / ¿Adónde el camino irá?”. El poeta no inventa el mundo, pero el mundo se ordena y revela gracias a sus palabras. Eso sí, las palabras desconocen la finalidad de la vida, si es que existe. Machado busca un sentido al mundo, pero no lo encuentra. Se dirige a Dios y no obtiene respuesta. Invoca el amor y sólo cosecha dolor: “En el corazón tenía / la espina de una pasión; / logré arrancármela un día: / ya no siento el corazón”. El dolor nos hace daño, pero nos recuerda que estamos vivos. No debemos rehuir sus zarpazos: “Aguda espina dorada, / quién te pudiera sentir / en el corazón clavada” (“Orillas del Duero”, XI). Machado se mantiene fiel a su pesimismo existencial: “Bajo los ojos del puente pasa el agua sombría. / (Yo pensaba: ¡el alma mía!”)” (“Orillas del Duero”, XIII). El Amor es una llama que devora a los amantes, la Muerte es un soplo que reduce todo a barro y ceniza, la Angustia se pasea por las calles en sombra, la Belleza se muestra esquiva, amarga, hermética, el Mañana sólo es una promesa de hastío, la Melancolía crece en el alma como el musgo, invadiendo y enmoheciendo hasta la última estancia. Sin embargo, una “linda doncellita” llena su cántaro con agua transparente. La vida está hecha de “sed y dolor”, pero unos ojos despiertos alivian cualquier penar, paseándose por una huerta, regocijándose con la rutina de una “noria soñolienta” o expandiéndose con una tarde de julio animada por “la sempiterna tijera de la cigarra cantora”.
Antonio Machado esboza un primer autorretrato: “Y otra noche / sintió la mala tristeza / que enturbia la pura llama, / y el corazón que bosteza, / y el histrión que declama” (“El poeta”, XVIII). El destino del poeta no es la felicidad, sino arder en las cosas, como un cohete que incendia el cielo antes de apagarse y perderse en el olvido. No obstante, su vuelo apunta hacia la única utopía posible: “La tierra de un sueño no encontrada”.

Para escribir esta nota, he manejado la primera edición de las obras completas de Manuel y Antonio Machado. Apareció en Madrid en 1947. Se lanzaron 3.000 ejemplares numerados a mano. Desgraciadamente, mi ejemplar omite la numeración. El papel fue fabricado expresamente por Papeleras Reunidas, S. A., de Alcoy. Lo ornamentó Fernando Marco y lo encuadernó Carrascosa en piel roja, con un cartón flexible y una guía de cortesía. Una hermosa edición es una utopía posible. Quizás no para Antonio Machado, que maltrataba los libros a conciencia, pero sí para sus lectores, que rastrean en sus poemas “historias viejas de melancolía”.

Correrías de un pene (basada en hechos reales)


El profesor de guardia llega a clase flojo, sin ánimo, con la dejación de la última hora. El alumnado de 1º de ESO se cobrará con facilidad su pieza. Nada más verlo entrar, con el paso perdido, la vista difusa y la blandura en la voz, los muchachos se frotan las manos por debajo de la mesa. A esa hora tendrían clase de Biología en inglés. La profesora titular los vigila, les pregunta, les hace participar, los mantiene en una constante atención que no les permite recrearse en menudencias. Carotenuto (vamos a llamarlo así), un muchacho que parece sacado de una película italiana de los 80: pequeño, con gafotas y regordete, maquina nuevas experiencias en el aula. Es un innovador, un emprendedor de la gamberrada clásica. Es el primero en percibir la desidia del profesor de guardia y el abanico de posibilidades que les promete.
En el aula de Biología hay un muñeco que se puede desmontar hasta en sus partes más íntimas y, por supuesto, consta de pulmones, corazón, hígado y también pene. Carotenuto, sumido en la efervescencia de su mente sin barreras, detiene la mirada en el pene del muñeco. Lo tiene al alcance de la mano. Solo hay que desmontar la pelvis y los testículos y el pene será suyo. Se lo comenta a su compañero Vitali (otro nombre ficticio), un muchacho con cara de buena gente, pero con la mente tan abierta como Carotenuto. Están unidos no solo por su telepatía, sino porque han atado las patas de sus mesas en el primer descuido del profesor. Cuando se conjuntan ambas inteligencias, la innovación está asegurada. En la modorra del profesor de guardia, Carotenuto desmonta el aparato reproductor y se hace con el pene de plástico duro. Lo introduce en la mochila de Vitali, que siempre está abierta en previsión de circunstancias como aquella. Termina la clase. La tensión que vivirían a la salida si estuviera la profesora titular sería intensa, de las que gustan cuando uno es un habitual de la gamberrada. Pero el de guardia bosteza. Ni siquiera sirve para generar la emoción de la vigilancia. A pesar de su desinterés, los chicos, al sacar el pene de la mochila, gritan eufóricos imaginando la cantidad de satisfacciones que les proporcionará el artilugio. Es una copia perfecta y además se abre por la mitad. En su interior los vasos cavernosos ofrecen el aspecto de un chupachups de fresa y nata. Se lo enseñan a las chicas de clase y amenazan con pasárselo por sus partes más íntimas. Ellas ríen con nerviosismo ante el asedio del pene de plástico. Lo rebozan con silicona; lo exponen en la clase de Religión, sobre la pizarra, como un icono al que adorar; le fabrican una banda de honor y un birrete y lo someten a una ceremonia de graduación...Toda la clase celebra las hazañas del nuevo compañero, convertido en el nuevo ídolo de las masas de 1º de ESO. En lo más alto de su popularidad, la profesora de Biología se da cuenta de su desaparición. Llama a Vitali al despacho, después de una breve investigación:
-Yo sí lo vi una vez, pero no sé dónde está.
No hace falta presionar demasiado. Vitali, en el fondo, está deseando contar las hazañas del pene articulado. Eso sí, sin culparse de lleno. Llaman a Carotenuto al despacho. Está presente su madre.
-No sé. Yo lo encontré en mi mochila. No sé quién lo puso ahí.
-O sea, ¡que lo cogiste tú!
-No, mama, yo lo encontré ahí. Pero no sé dónde para. La última vez que lo vi tenía la punta llena de silicona.
-¡Nene!
La madre llama al cabo de dos horas. El pene ha aparecido (¡oh, sorpresa!) en el estuche de su hijo.
Y ahora vienen las preguntas sesudas: ¿Es a esto a lo que llaman aprendizaje por proyectos?, y lo más importante, ¿serían capaces los alumnos finlandeses de graduar a un pene de plástico?

lunes, 25 de julio de 2016

Presentación de "Te negarán la luz" en San Clemente (con Javier Castellanos y "Juanan y su pandero").

No se oye del todo bien, pero es un documento impagable, sobre todo por el sonido del pandero y la voz de Juanan interpretando coplas eróticas del Renacimiento. El escenario no podía ser más propicio: el Teatro Viejo de San Clemente, una antigua capilla restaurada para fines menos sagrados.


sábado, 23 de julio de 2016

Avignon poblado por dublineses: el paraíso en la tierra


Avignon fue durante años la ciudad de los papas. La sustituta de Roma, nada más y nada menos. Y estos de la mitra no dan puntada sin hilo. La estrategia está muy bien diseñada: prometen el paraíso en el cielo a quienes les construyan a ellos el paraíso en la tierra. No hay más que ver el Palacio de los Papas de Avignon, de la Edad Media. Los lujos del edificio revelan que allí se podía gozar del paraíso en la tierra. Fuera, la miseria, las guerras, el hambre y otras menudencias que servían para labrarse una vida de sacrificios con galardón después de la muerte.
Junto a la escalinata del Palacio de los Papas un humorista convoca al público y nos hace reír como nunca quisieran los hombres de la Iglesia que lo hiciéramos. También la Comedia del Arte provoca las risas del público en la plaza del papado. Una conjura espontánea contra el poder eclesiástico. ¡El papa ha muerto! ¡Viva la risa!
Detrás de este paraíso en la tierra, asistimos a una función de cabaret burlesco. ¿Qué puede haber más placentero, más hereje y más rompedor que celebrar la vida con sexo y cancán, justo detrás del palacio de esos grandes maestros de la hipocresía? Pocas cosas. El cabaret rememora la antigua afición francesa del libertinaje: con sus plumas, sus tetas con estrella, sus chicas con celulitis y su locaza. Todo frescura y buen humor: pon un espectáculo antipapas en tu vida.
Es el Avignon del siglo XXI, la efervescencia del teatro por todos los rincones: las fachadas, las vallas, los muros, todo está tapizado con carteles de los innumerables espectáculos que se celebran durante el mes de julio: pon una ciudad antipapas en tu vida. Nos cruzamos con el conejo de Alicia, con un cardenal con pene de plástico, con una dentadura mal pegada, con unas monjas de cartón piedra, con cantantes de ópera, con danzantes de hip-hop, con gheisas con pompones, con gorilas, con osos, con señoras del siglo XVIII, con Jango Edwards, con obreros interpretando a Beethoven soplando tuberías, con una fauna variopinta, juguetona, farandulesca, con la vida en su máxima expresión. Y eso que las camareras de los restaurantes parecen actrices francesas y las actrices francesas parecen actrices francesas.
Antes de entrar al teatro, escuchamos a Satie interpretado en unas cacerolas metálicas y a Edith Piaf en un acordeón. Por las calles nos abordan los cómicos. No se habla de Cristiano, ni de Messi. Un hombre mayor nos pregunta: "¿Vous aimez a Beckett?", y nos ofrece la propaganda de su espectáculo. Por la mañana, Shakespeare; por la tarde, Ionesco; por la noche, cabaret; al mediodía, los payasos... Programa extenuante. Otro antídoto contra el papado.
Avignon en julio es el paraíso, bien lo sabían esos zorros del Vaticano. Si lo llenaran de dublineses, yo me vendría a vivir aquí. Me instalaría en el barrio de los Tintoreros, pediría limosna en la puerta de las iglesias y me la gastaría en entradas de teatro, danza, música, payasos, cabareteras... En el barrio de los Tintoreros compraría bocadillos, cerveza, arte, música, vino del Ródano, libros, cerveza, vino de la Provenza y me sentaría en el pretil de la acequia para ver pasar la vida, para oírla correr, como al agua que mueve la aceña restaurada con fondos municipales. El barrio de los Tintoreros no lo tenían controlado los papas y ahora huele a marihuana y a absenta de garrafa. Lo dejaron crecer sin saber en lo que se iba a convertir: un nido de artistas, de cómicos, de tabernas, de funambulistas, de gente de buen vivir. Los antiguos patios se han convertido en escenarios y las casas abandonadas y los sótanos y los colegios, hasta los teatros y las capillas han sido invadidas por los cómicos. ¡Si los papas levantaran la cabeza! En el patio de los palacios papales se celebran espectáculos con chicas a medio vestir -bueno, esto tampoco es tan novedoso.
La vida, la transgresión, el furor del arte resoplando por todos los orificios. Las cabareteras decadentes, los raperos, los cómicos modernos -perdonad que no los cite-, Molière, Shakespeare, Ionesco, Becket..., han sustituido a la curia papal. El colorido es casi el mismo, aunque ahora el lujo exterior es de bisutería, cartón piedra y tejidos baratos; sin embargo, el paraíso en la tierra que solo la curia papal poseía, ahora está en las calles y en los patios, no solo en los palacios.
Desde la otra orilla del Ródano, una vista espectacular de las murallas que circundan la ciudad, aquellas que los papas mandaron construir para que no fueran usurpados sus tesoros, hoy sirven para que nos los llevemos a manos llenas.
¿Y de Petrarca qué? Ninguna noticia. Si hubiera sido irlandés, los bares tendrían su nombre e incluso muchos de sus vinos se llamarían así, aunque nadie hubiera leído el Canzonière.
Teníamos previsto permanecer aquí solo un día, ya van cuatro. Avignon poblado por dublineses: el paraíso en la tierra.

jueves, 21 de julio de 2016

"Herman Melville" por Lewis Mumford


Cuando Herman Melville murió en 1891, el periódico literario del día, "The Critic", no sabía ni siquiera quién era. Los editores enfrentaron la situación copiando un párrafo sobre él de un compendio de Literatura Americana; y en las semanas siguientes reimprimieron varios comentarios sobre Melville y su trabajo, que se escribieron en las columnas de correo de lectores de los diarios de Nueva York.
Una vieja generación recordaba que Herman Melville, alguna vez, había sido famoso. Que había tenido aventuras en los Mares del Sur en un ballenero; que había vivido entre caníbales; y que en Typpe y Omoo no había hecho más que escribir, de una manera romántica y desordenada, sobre su experiencia. En estos trabajos se había fundado la fama del señor Melville: fue una lástima que no hubiera seguido esa línea; que sus últimos libros, libros oscuros, libros asfixiantes— perdieran el interés de un público que le gusta tomar sus placeres metódicamente. Para los críticos de la obra Melville, tanto su fama como su posterior ausencia de reconocimiento fueron merecidas. En Moby Dick, como señaló la crítica, Melville se había vuelto oscuro: y este fracaso literario lo condenó a la oscuridad personal.
El escritor acerca del cual todas estas sensatas banalidades fueron escritas, comparte con Walt Whitman, así lo creo, la distinción de haber sido el más grande “escritor imaginativo” que América haya producido: su épica, Moby Dick, es uno de los monumentos poéticos supremos del idioma inglés: y en la profundidad de experiencia y conocimiento religioso no hay nadie en el siglo XIX, con excepción de Dostoyevsky, que pueda alcanzar un sitio junto a él.  Para sus contemporáneos, la grandeza de Melville fue un enigma: lo valoraban por esas pequeñas virtudes que por estar cercanas a su modo de ser les resultaban familiares.
No tenían lugar —desde su propia materia y nivel, con los pies en su confidente suelo de ciencia, y sus numerosos y extraños útiles inventos—, para la incomparable luz de la imaginación de Melville, para sus oblicuas revelaciones, para su hábito de cuestionar los fundamentos sobre los cuales se erigió su la vasta superestructura de sus comodidades y complacencias. «Lo que queremos, señor, son hechos»— decían, y aunque Melville les dio hechos, aún les molestaba su visión porque que congelaba los hechos en un estado que desafiaba su fácil comprensión. Cuando acusaron a Melville de oscuro, tal vez no se dieron cuenta que un modo de ver no solo requiere un objeto que se puede ver, sino también de un ojo que sea capaz de hacerlo; con todas sus dudas acerca de Melville, nunca se les ocurrió que la visión defectuosa pudiera ser la de ellos.
En gran medida, la vida y el trabajo de Melville eran uno. Una biografía de Melville implica crítica; y ninguna crítica final o determinante de su trabajo es posible si no conduce a una comprensión de su experiencia personal. Los elementos exóticos de la experiencia de Melville fueron, por lo general, muy deformados; se exageró por completo su fatal alejamiento de la escena contemporánea; las incidentales rocas y los rápidos remolinos, desviaron la atención de los críticos del flujo de la corriente en sí. Es en la fuerza y la energía de Herman Melville en el plano espiritual de lo que me voy a ocupar principalmente. Él permanece vivo, para nosotros, no porque haya pintado los arcos iris de los Mares del Sur, o rectificado los abusos de la autoridad de la marina de los Estados Unidos: él vive porque se enfrentó a los grandes dilemas de la vida espiritual del hombre, y en la búsqueda de resolverlos, logró llegar hasta el fondo. Él dejó los vestidos y las alfombras de la convención, para enfrentarse a la desnudez de la vida, la muerte, la energía, el amor, la eternidad: se apartó de los acogedores salones victorianos y se acercó a la negra noche, tenuemente iluminada con las luces de las antiguas estrellas. De haber sido un romántico hubiera vivido una vida feliz, untando su pan con débiles sueños, tragando su remordimiento en el consuelo del puerto: aquel que anhela escapar de los elementales aguijones de la existencia solo necesita agarrar las manos extendidas de sus contemporáneos, aceptar las metas artificiales que se llaman éxito en los negocios o en el periodismo, y reducir mediante un acolchado aparato físico la fría realidad del universo mismo.

Pero Melville era un realista, en el sentido en el que los grandes maestros religiosos son realistas. Vio que la materia de la crin de un caballo no hacía al universo más benévolo, y que el olvido de la bebida no hacía que las cosas que se olvidaban fueran más agradables. Sus perplejidades, sus desafíos, sus tormentos, sus preguntas, incluso sus fracasos, tuvieron un significado para nosotros: si renunciamos al mundo, como lo hizo Buda, afirmamos una trascendencia futura; o como hizo Cristo, o Whitman, que abrazó la idea de una amalgama entre el bien y el mal; nuestra elección no podrá estar iluminada hasta que no enfrentemos con coraje y valentía, la arenosa e inamisible senda que Melville exploró. Melville, como Buda, dejó detrás de sí una carrera feliz y exitosa, y se sumergió en esas negras y frías profundidades, las profundidades de un océano sin sol, la oscuridad del espacio interestelar; y aunque demostró que la vida no podía ser vivida en semejantes condiciones, trajo de vuelta los pequeños triunfos de los tiempos en los que solo reinaba un elemento, el sentido trágico de la vida: el sentido de que la aspiración más alta de los hombres se sustenta en el triunfo de una guerra, y tal vez, de un abismo inconquistable. En el cénit de la visión de Melville, un hombre se afirma como en el estribo de un glaciar: la naturaleza no ofrece refugio, y la humanidad no lo protege, está solo. ¿Va a vivir o va a morir? Nadie lo puede saber. Pero si regresa a los cálidos valles y a los pueblos hospitalarios será otro hombre; y una parte de él, una parte preciosa, se quedará para siempre sola, inexpugnable.

martes, 19 de julio de 2016

"Suyo afectísimo, Benito Pérez Galdós" por Andrés Trapiello


Lo dicen los autores de esta magna obra, Alan E. Smith, María Ángeles Rodríguez Sánchez y Laurie Lomask: no es fácil reu­nir todas las cartas de un escritor, tampoco las de Galdós. Se hace en este tomo por primera vez: más de 1.000. Comparadas con las que escribió Unamuno, 50.000, no son muchas, pero sí llenas de interés en persona tan gris y desdibujada como Galdós.
Las ha ido uno leyendo con atención, poco a poco, intrigado casi siempre. ¿Cómo era Galdós? Ninguna biografía de las que le han hecho, incluida la de Pedro Ortiz Armengol, da con la persona. El personaje está más o menos esbozado, pero la persona no. ¿Tienen valor, pues, estas cartas? Más que ningún otro testimonio directo suyo. Él publicó, ya viejo, en la revista La Esfera, unas memorias a las que llamó precisamente Memorias de un desmemoriado, bastante decepcionantes: no cuenta casi nada personal en ellas. Se ve que él se intrigaba poco. Se lo dice a Clarín, cuando este le pide datos biográficos para un estudio que escribe sobre el novelista canario: “Me parece a mí que los escritores, valgan lo que valieren, deben poner entre su persona y el vulgo o público como una pequeña muralla de la China, honesta y respetuosa. Le aseguro a V. que siempre he tenido una repugnancia instintiva a la familiaridad (como no sea con una mujer guapa). Las confianzas con el público me revientan. No me puedo convencer de que le importe a nadie que yo prefiera la sopa de arroz a la de fideos…”.

Dejando de lado las que le escribió a su amigo José María Pereda y a Clarín (estupendas), las mejores se las mandó a sus mujeres. Le interesaban mucho. Galdós, un solterón vocacional, fue también monógamo (más o menos). Conocía a las mujeres muy bien y de su pluma salieron algunos de los grandes retratos femeninos de la literatura española, y en todos los registros, de doña Perfecta a Fortunata, de Isidora la Desheredada a Tristana. Y por tal razón son precisamente las cartas a sus amantes, casi la mitad de este epistolario, lo más llamativo de él: faltan, claro, las que le escribió a la Pardo Bazán, pero están las de Lorenza Cobián, madre de la única hija que tuvo, las de Concha Morell, las de Teodosia Gandarias y las de Conchita Catalá. En todas observamos algo parecido: reserva, secretismo y generosidad (en realidad Galdós las mantuvo a todas ellas como mantuvieron a Fortunata algunos de sus protectores).
¿Y cómo son esas mujeres, hay un rasgo común en ellas? Sí, las quiere más que sumisas, discretas, cariñosas y ordenadas. A casi todas las exige silencio cuando no romper esas mismas cartas que les escribe. Y si empiezan a pedir cotufas en el golfo (lo que él no puede o quiere dar: matrimonio o, en su defecto, entronizaciones oficiosas), Galdós se impacienta, y aunque jamás pierde los nervios, acaba distanciándose de ellas y buscando el amor en otro “nidito”. Por lo demás confirman el célebre aforismo pessoano: todas las cartas de amor son ridículas, pero más ridículo es quien no ha escrito cartas de amor.
¿Y se transparenta aquí Galdós? Desde luego. “Más que Homero o Dante me gusta acercarme a un grupo de amigos, oír lo que dicen, o hablar con una mujer o presenciar una disputa, o meterme en una casa de pueblo, o ver herrar a un caballo, oír los pregones de la calles…”, le dirá a Clarín, éste sí un literato. Y pese a lo discreto de las cartas, Galdós confirma en ellas la regla: nadie que no sea una gran persona, como él, puede escribir una obra en verdad grande y llena de vida. Sí, por estas cartas se ve que don Benito hizo honor a un nombre que parece puesto por él mismo. (Lo de la mala uva y el arte tiene mucho más prestigio, desde luego, pero es otra cosa. Ahí está, para confirmarlo, Valle-Inclán, que profirió contra Galdós el insulto más injusto, gratuito y dañino, ejemplo una vez más de que lo que menos soporta un quevedesco es a un cervantino).
Darían estas cartas para escribir mucho sobre la naturaleza humana, el siglo XIX y los españoles. Pero bástenos para cerrar esta reseña esas palabras con las que Galdós se despide de una de sus amantes, un día en que estaba de especial buen humor… Porque se me olvidaba decir: Galdós tiene gracia por arrobas: “Tuyo hasta la j[odía]… muerte”, le dijo a ella, y nos dice a todos cien años después.

sábado, 16 de julio de 2016

"En poder de una novela" por Antonio Muñoz Molina



El verano es la estación de las novelas. He dedicado algunos veranos fervorosos a escribirlas y he dedicado más veranos todavía a leerlas. Cuando se está escribiendo una novela es raro que se lea al mismo tiempo alguna de gran calado, porque cada una de esas dos tareas, escribir novelas y leerlas, requiere una dedicación casi idéntica, una entrega incondicional y duradera. Las fuerzas de la imaginación que hay que concentrar en inventar y escribir difícilmente pueden repartirse o distraerse. Dos inmersiones a tanta profundidad no son compatibles, y no hay tanta distancia entre lo que hace el novelista y lo que hace el lector. El novelista va siendo el primer y único lector de la novela que está escribiéndose. El lector vuelca tantas energías intelectuales y sensoriales en su tarea que él mismo se vuelve novelista y hasta personaje, tan activo y tan necesario como el pianista que le da vida sonora a una partitura. Una novela tiene algo de sueño, de esos sueños lúcidos en los que uno es consciente de que los está soñando y puede controlar su desarrollo hasta cierto punto, aunque no demasiado, porque si pone un esfuerzo excesivo en ese control el sueño se disipa. El sueño de la novela lo hace suyo el lector mediante un proceso íntimo de hipnotismo y contagio. Y si uno escribe con honestidad sabe que la novela no es suya del todo. Igual que el sueño, la novela le pertenece, porque ninguna otra persona habrá podido soñarla, pero no está del todo bajo su control. Nos proponemos escribir un libro, tomamos notas, tenemos hasta un título, escribimos docenas o cientos de páginas, y la novela se desmorona, o se malogra, una casa sin terminar en la que nadie quiere vivir, de la que tal vez se podrán aprovechar con el tiempo algunos materiales de derribo. Pero el lector tampoco elige la novela que le va a gustar, la que va a estremecerlo, a ofrecerle un refugio, un alimento espiritual que ya se integrará tan orgánicamente en él como los alimentos materiales que sostienen su vida. Igual que nos gustaría escribir ciertas novelas y no lo logramos, por mucho esfuerzo que pongamos en ellas —y si lo logramos es peor, porque serán novelas fracasadas, tengan o no lectores— también hay novelas que habríamos querido que nos gustaran mucho, sin conseguirlo a la primera ni a la segunda ni nunca; y no porque estén por encima de nuestra inteligencia o de nuestra capacidad lectora —todo el mundo, con algo de entrenamiento, puede disfrutar de cualquier obra de la literatura. El motivo es que entre esas novelas y nosotros hay una incompatibilidad profunda, que cuentan una historia o están hechas de un modo que no provocan la resonancia necesaria en nosotros. Tenemos entonces la tentación de mentir, de fingir. De mentir y fingir no ante los demás, que no sería tan grave, sino ante nosotros mismos. La sociedad literaria, como la sociedad artística, tiende al papanatismo y a la ortodoxia por debajo de su apariencia de máxima libertad, y hay coacciones ante las que nos inclinamos con una mansedumbre más perfecta porque es inconsciente. Nos gusta, con muchas frecuencia, lo que nos tiene que gustar, lo que otros dicen con seguridad rotunda que les ha gustado, o que es preceptivo admirar. Y hasta una pequeña dosis de simulación malogra por completo la experiencia de la contemplación o de la lectura. El sueño de la novela lo hace suyo el lector mediante un proceso íntimo de hipnotismo y contagio. Otra cosa que tienen en común escribirlas y leerlas es que requiere un tiempo más o menos largo de entrega completa. La plena atención no puede ponerse más que en una tarea. Habrá distracciones, noches en terrazas, viajes, hoteles. Pero la tarea exigirá ella sola el tiempo que necesite, y nosotros velaremos para garantizárselo. Una novela es un organismo estético tan variado, tan completo, tan exclusivo como una sinfonía. Las sinfonías tardan en escribirse mucho más que en ser tocadas, pero lo que el compositor solicita del aficionado es parecido a lo que el novelista le pide al lector: exactamente toda su atención sostenida a lo largo de un cierto tiempo. Uno se educa para leer, como para escribir, o como para escuchar cualquier tipo de música que no sea de consumo instantáneo. El proceso del aprendizaje no termina nunca. Pero al mismo tiempo que se aprende se ahonda en la capacidad de percibir, de disfrutar, de distinguir lo que será valioso para uno mismo. Proust, Joyce, Cervantes, Galdós, Verne, Woolf, Stendhal, Vasili Grossman, Melville, Thomas Mann, Flaubert: todas esas cumbres magníficas de la novela están asociadas en mi imaginación a la anchurosa libertad de espíritu de los veranos. El de este año está todavía casi empezando, pero ya me ha deparado el hallazgo de uno de esos mundos completos que solo pueden contener las novelas. En un hotel tranquilo, en una bahía de Mallorca, leí en unos pocos días Extinción, de Thomas Bernhard, en una de esas traducciones de Miguel Saenz que crearon una nueva prosodia española, un ritmo y una intensidad inusitados para nuestra lengua. Extinción es como Los Buddenbrock comprimida y contada en primera persona por un demente. Me la llevé de vacaciones más bien por azar. Me sumí en ella como en un pozo en el que me faltaba el aire pero del que en realidad no quería salir. Esa potencia narradora y expresiva es el reino exclusivo de la novela, el cumplimiento de sus posibilidades máximas. En el hotel había un libro con fotos de huéspedes ilustres. Estaba Joan Miró, estaba Josep Pla. Pasé una página y vi de pronto a Thomas Bernhard. Así supe que había sido cliente del mismo hotel en el que yo leía su novela. Me gustó imaginar que Bernhard hubiera podido escribirla allí mismo, haber inventado algo de ella sentado al atardecer en una de las mismas hamacas en las que yo me sentaba poseído por mi fiebre lectora.

jueves, 14 de julio de 2016

"Sobre el arte de un escritor" por Eduardo Galeano

El mío ha sido un largo camino hacia el desnudamiento de la palabra: desde las primeras tentativas de escribir, cuando era jovencito en una prosa abigarrada, llena de palabras que hoy me dan vergüenza, hasta llegar a un lenguaje que yo quisiera que fuera cada vez más claro, sencillo, y por lo tanto más complejo, porque la sencillez es la hija de una complejidad de creación que no se nota ni tiene que notarse.
Uno siente primero que el trabajo intelectual consiste en hacer complejo lo simple, y después uno descubre que el trabajo intelectual consiste en hacer simple lo complejo. Y un caso de simplificación no es una tarea de embobamiento, no se trata de simplificar para rebajar de nivel intelectual, ni para negar la complejidad de la vida y de la literatura como expresión de la vida. Por el contrario, se trata de lograr un lenguaje que sea capaz de transmitir electricidad de vida suprimiendo todo lo que no sea digno de existencia.
Para mí siempre ha sido fundamental la lección del maestro Juan Carlos Onetti, un gran escritor uruguayo muerto hace poco, que me guió los primeros pasos.
Siempre me decía: “Vos acordate aquello que decían los chinos (yo creo que los chinos no decían eso, pero el viejo se lo había inventado para darle prestigio a lo que decía); las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el silencio”. Entonces cuando escribo me voy preguntando: ¿estas palabras son mejores que el silencio?, ¿merecen existir realmente?
Hago una versión, dos o tres, quince, veinte versiones, cada vez más cortas, más apretadas: edición corregida y disminuida.
Inflación palabraria El problema de la inflación monetaria en América Latina es muy grave, pero la inflación palabraria es tan grave como la monetaria o peor; hay un exceso de circulante atroz. Algunos países han tenido éxito en la lucha contra la inflación monetaria pero la inflación palabraria sigue ahí, tan campante. Lo que me gustaría, modestamente, es ayudar un poquito a esa lucha contra la inflación palabraria. O sea, poder ir desnudando el lenguaje. Es el resultado de un gran esfuerzo, y no concluido, porque nace cada vez: a mí me cuesta escribir ahora tanto como cuando tenía 15 o 16 años y lloraba ante la hoja de papel en blanco porque no podía.
¿Función social?
La literatura tiene siempre una función, aunque no sepa que la tiene, y aunque no quiera tenerla. A mí me hacen gracia los escritores que dicen que la literatura no tiene ninguna función social. A partir del momento que alguien escribe y publica está realizando una función social, porque se publica para otros. Si no, es bastante simple: yo escribo en un sobre y lo mando a mi propia casa, pongo “Cartas de amor a mí mismo” y me emociono al recibirlas. Pero es un círculo masturbatorio (no quiero hablar mal de la masturbación, tiene sus ventajas, pero el amor es mejor porque se conoce gente, como decía el viejo chiste).
Es imposible imaginar una literatura que no cumpla una función social. A veces la cumple, y es jodido, en un sentido adormecedor, a veces es una literatura del fatalismo, de la resignación, que te invita a aceptar la realidad en lugar de cambiarla, pero a veces es una literatura reveladora, reveladora de las mil y una caras escondidas de una realidad que es siempre más deslumbrante de lo que uno suponía. Por otro lado me parece que lo de la literatura social es una redundancia porque toda literatura es social. Muchas veces una buena novela de amor es más reveladora y ayuda más a la gente a saber quién es, de dónde viene y a dónde puede llegar, que una mala novela de huelgas. No comparto el criterio de una literatura política que además, en general, es aburridísima.