viernes, 20 de mayo de 2016

"El día que Pardo Bazán y Galdós se juraron sexo eterno" por Carlos Mayoral


A doña Emilia Pardo Bazán le ha dado por fumar en estas últimas tardes del siglo XIX. No lo hace tanto por gusto, pues el aroma no le resulta demasiado agradable. Es más una cuestión de rebeldía. El tabaco, ese vicio reservado al hombre, es visto entre sus manos como una frivolidad de cuya imperfección no tiene derecho a jactarse. Pero ella había venido a provocar, a despertar en la moral española la justicia que había podido palpar durante sus distintos viajes por Europa. El tacto de la hierba liada sobre sus labios le permite concentrarse en los momentos finales de, probablemente, la época más agitada de la historia política española.
En torno a esa agitación puede apreciar cómo se arremolinan una serie de personajes que tienden a hacer suyo el cortijo de la literatura decimonónica. Todos son hombres y todos desprecian a la Gertrudis Avellaneda o a la Concha Arenal de turno. Ella los observa con el colmillo afilado. No ha dejado que nadie marque su camino, así que no hará lo propio con aquella jauría. El último que lo había intentado había sido su marido, quien al leer uno de sus textos naturalistas le había exigido una rectificación inmediata. Ella rectificó, sí. Pero en lugar de renegar de la obra renegó de él. Resultado: una obra maestra a la luz y una separación conyugal a la sombra.
Pero a la España literaria del XIX le falta muy poco para pasar del incendio controlado a la catástrofe desbocada. En concreto, la chispa sale de aquel cigarro que la condesa sostiene sobre la comisura de su boca. De la mera observación pasa a la acción: lleva la voz cantante en las tertulias, ocupa el primer plano en los estrenos teatrales y publica las críticas literarias más mordaces. Es un terremoto. Una mujer con un temperamento inigualable, algo que le valdrá una enemistad enconada con aquellos que le afeaban su actitud fumadora. Pero ella continúa y, ya con alguna obra maestra a sus espaldas, busca ese reconocimiento reservado para hombres («cómo habría cambiado mi vida de haberme llamado Emilio»). No hay Academia tampoco para ella, como no la hubo para Concha o para Gertrudis, pero esta vez no hay silencio ante la injusticia. En una reunión a cargo de la docta institución, alguien le ofrece una silla: «No, gracias. Ya conseguiremos que una mujer se siente por méritos propios».
Los dueños del cortijo, por supuesto, no pueden permitir esta intromisión. Entre los que desfilan por las tripas de esta enemistad encontramos, por ejemplo, a José María de Pereda, maestro del realismo: «Padece la comezón de meterse en todo, de entender de todo y de fallar de todo». También quiso lapidar a gusto el ínclito Juan Valera: «Así, lastrada por la lactancia y el embarazo, no puede entrar en la Academia». Incluso algunos apuntaron a su físico a la hora de arrojar la piedra. Fue el caso de Baroja: «Es de una obesidad desagradable». El epílogo a esta triste retahíla lo puso Clarín: «El día que se muera, habrá fiesta nacional».
Sin embargo, uno de los personajes que también puebla los pasillos del recinto deambula ajeno al glamur y al codazo, a la piedra y al insulto. Es un tipo solitario e introvertido. Cuentan algunos que compra billetes de tren sin importarle el destino, solo pone como condición que el asiento pertenezca al vagón de tercera. En él se mezcla con la capa baja de la sociedad española: ladrones, usureros, maleantes y toda clase de seres marginales. Conversa con ellos y de ahí extrae algunos de los personajes que más tarde poblaran sus novelas. Se deja ver por el ambiente literario, a veces incluso formando parte de la seductora escena, pero su corazón está en otro sitio. Algunos buscan la confrontación, pero él escapa de ella a lomos de ese vagón de tercera que no le lleva a ninguna parte. Su nombre es Benito Pérez Galdós, y está a punto de toparse con la condesa de Pardo Bazán.

Un encuentro epistolar
Las pupilas de Benito y Emilia chocan en el momento en el que ambas estrellas brillan con más fuerza. Él ya ha publicado varios títulos que le han convertido en la referencia novelística del país y ella ha introducido el citado naturalismo en la península a través de La cuestión palpitante. El mejor reflejo de su relación se percibe a través de la correspondencia que mantuvieron entre ellos. Correspondencia que aún hoy, siglo y pico más tarde, sigue escandalizando a más de uno. Pero vayamos por partes. Ella es una mujer rebelde y ambiciosa. Él, un tipo tímido y desdeñoso. Ambos tienen una opinión, digamos, abierta de lo que suponen las relaciones sexuales. Todo aquel que ha agitado estos ingredientes en la coctelera sabe que la mezcla puede pasar de una delicia a una bomba en cuestión de segundos. Y algo de todo esto se aprecia en la evolución que la relación entre Pardo Bazán y Galdós habría de mostrarnos.
En un primer momento, la relación se torna amistosa, con una admiración patente en las primeras fórmulas con las que la condesa recibe a Galdós. Ella lo ve como un maestro, término que utiliza en algunas de las misivas. También se adivina un cierto coqueteo previo al estallido del amor, como si ella lo hubiera deseado de una manera maternal. Él era un hombre enfermo y triste, que siempre transmitía la necesidad de ser ayudado. Ella, por el contrario, es la gran dama aristócrata que no necesitó a ningún hombre para fortalecer su posición. Con un erotismo que se puede masticar detrás de cada párrafo, intenta aprovechar su indefensión como así demuestran algunas cartas.
Antes de que me conocieses, cuando no nos unía sino ensoñadora amistad, ya me figuraba yo (con pureza absoluta, que ahí está lo más sabroso de la figuración) las delicias de un paseíto ensemble por Alemania. Los que habíamos dado al través de Madrid me tenían engolosinada, y pensaba yo para mí: «Qué bonito será emigrar con este individuo. […] Parece delicado de salud: le cuidaré yo que soy robusta; me lo agradecerá: me cobrará mucho afecto, y ya siempre seremos amigos». […] En otras cosas no pensaba, palabra de honor. Tu aparente frialdad, el respeto que te tenía, tu aspecto formal y reservado, me quitaron esa idea enteramente.
Pero pronto empieza a calentarse el tono. Ya hemos dicho que Galdós era un hombre bastante mujeriego, puede que algo sapiosexual a juzgar por los nombres que le acompañaron en su periplo erótico, y quizás por esto vio en Pardo Bazán una presa perfecta con la que saciar su hambre. Algo parecido pasa con doña Emilia. Siente que el hombre que tiene al otro lado de la correspondencia le estimula no solo carnalmente, sino que gracias a él también resulta trasladada a un punto intelectual nunca antes visitado, y esto le resulta más tentador si cabe.
Es así como empiezan a intercambiar información literaria con el único afán de impresionar a la persona que hay al otro lado de la carta. Galdós le explica los argumentos de sus novelas, información que no comparte con nadie más que con su condesa («¿y a quién vas a contar sino a mí los argumentos de tus novelas?», pregunta ella en una de las cartas). Pero la gallega también hace partícipe a su amante de los quehaceres literarios que le atormentan, buscando afianzar un camino que, hasta entonces, estuvo plagado de bandazos. Ella es lo que hoy etiquetaríamos como una intelectual: publica artículos políticos, ensayos, críticas literarias… pero no goza del talento narrativo que exhibe don Benito. Se retroalimentan, se desmenuzan y se critican. Es una relación que acaricia con una mano la literatura mientras, con la otra, disfruta del sexo.
Por el camino he pensado una novela, pero no se titula El hombre; se tiene que titular (a ver si te gusta) Tili Carmen. Es la historia de una señora virtuosa e intachable; hay que variar la nota, no se canse el público de tanta cascabelera […] ¿Qué opinas?
Pero, apenas dos renglones más tarde, la conversación literaria da paso al cariño:
No me destierres al fin de ese corazón mío.

Eternamente acostados
Los encabezados de las páginas van cambiando poco a poco. El «maestro» va dando paso a «miquiño», y en cada palabra que doña Emilia le escribe al ilustre canario se puede percibir el erotismo al que ya se habían abrazado con fuerza. No obstante, ambos siguen ocultando el romance quizás por miedo a lo que la opinión pública pueda pensar al respecto. Ellos, pioneros en el uso del lenguaje, utilizan un término para referirse a esta forma de vivir el amor: «maquiavelístiquidisimuliforme».
Él declara en el homenaje a Jacinto Benavente: «Sin mujeres no hay arte, son el encanto de la vida». Ella ya se ha acostumbrado a vivir con sus hijos reclutados a medio camino entre A Coruña y Sanxenxo, así que prepara el viaje que habrá de reforzar sus pasiones. El destino elegido es Alemania, cuna del Romanticismo que les hubo precedido. Y allí estallan. El amor y el sexo les persiguen, pero ellos prefieren dejarse alcanzar solo por el segundo. Así son felices. Doña Emilia, siempre fogosa, refleja su deseo de sexo eterno así:
Sí, yo me acuesto contigo y me acostaré siempre, y si es para algo execrable, bien, muy bien, sabe a gloria… porque tienes la gracia del mundo y me gustas más que ningún libro.
Pero a pesar de haber intentado ocultar el amor detrás de la actividad sexual, el sentimiento de pertenencia estaba ahí. No tanto por parte de la condesa, que aceptó con cierta elegancia los escarceos de Galdós con Lorenza, una joven inculta pero de físico imponente a la que Galdós veía como complemento perfecto a la docta capacidad de Emilia. Ese lujo que el canario ya no ocultaba, necesitando del amor hoy lujuria, mañana conversación y pasado quién sabe, fue aceptado por ella a través de la triste resignación que el machismo del XIX inculcaba.
Sin embargo, todo cambia cuando, en Barcelona, la Pardo Bazán decide cerrar la Exposición Universal del 88 arropándose con la misma sábana que Lázaro Galdiano. Don Benito no puede tolerar esta infidelidad, pues alimenta los estómagos hambrientos de aquellos que tachaban a la condesa de mujer obscena y libertina. Se lo hace saber a su amante, y esta contesta con unos párrafos que tanto tienen de arrepentimiento como de moral intacta.
Nada diré para excusarme, y solo a título de explicación te diré que no me resolví a perder tu cariño confesando un error momentáneo de los sentidos […] Deseo pedirte de viva voz que me perdones, pues aunque ya lo has hecho, y repetidas veces, a mí me sirve de alivio el reconocer que te he faltado y sin disculpa ni razón.
Aquella traición espontánea y aquel perdón templado desembocaron en algún personaje infiel que pasó a poblar la obra galdosiana (las mayores pruebas se pueden palpar en los títulos La incógnita y Realidad) pero, sobre todo, en el ocaso de una pasión que, meses atrás, parecía no tener fin. Las patadas que Galdós notó en el vientre de Lorenza hicieron el resto. Para cuando quiso disfrutar de su paternidad en Santander, Emilia ya lloraba la muerte de su padre, probablemente el hombre más importante de su vida. Se acerca el fin.

De la mano hasta el final
Ya con el siglo XX entrado en años, Galdós espera tranquilo a que la tertulia que ha de celebrarse en su casa comience. A sus setenta y dos años hay tres situaciones que ya no tienen vuelta atrás. La primera, su ceguera, que ya es total y, además, amenaza con destruir el poco ánimo que le queda. La segunda, su capacidad creativa. Apenas le queda espacio literario por abarcar y, para colmo, su viejo bastón ya no es capaz de mantener en pie aquel cuerpo ajado en sus largos paseos por el suburbio (principal fuente argumental de su obra). Y, tercero, es consciente de que morirá soltero, sin un corazón al que agarrarse cuando la muerte se le aparezca una mañana cualquiera.
En dicha tertulia, Margarita Xirgu, la veinteañera que cumple con el papel de estrella teatral del momento, le habla de una condesa gallega, robusta, indestructible. Él disfruta escuchándolo. Le cuenta cómo de aquella mujer han salido algunas de las voces más insistentes a la hora de exigir un Nobel para el escritor canario. Le relata, a su vez, la importancia que el voto de aquella condesa tuvo a la hora de cumplir con el reconocimiento más emocionante a la carrera de don Benito: la estatua que poco antes había podido acariciar entre tinieblas.
Él asiente con orgullo. Sabe que la ceguera nunca podrá borrar la forma de aquella caligrafía que, carta a carta, se fue grabando con fuerza en su memoria. Tampoco, por mucho que lo intente, la enfermedad podrá acabar con el sonido de algunos párrafos inolvidables que ahora escucha claramente.
Triste, muy triste […] me quedé al separarme de ti, amado compañero, dulce vidiña […]. Hemos realizado un sueño, miquiño adorado, un sueño bonito, un sueño fantástico que a los treinta años yo no creía posible.
Al otro lado de la península, en A Coruña, doña Emilia agota sus últimas horas antes de volver a Madrid para ocupar su cátedra de Románicas en la Universidad Central. Ya se ha convertido en un símbolo del feminismo en España, con hitos como, precisamente, convertirse en la primera catedrática del país. Su reconocimiento literario ha llegado, aunque no ha sido capaz de ocupar el ansiado sillón académico por su condición de mujer. No le preocupa, ha sido feliz.
A pesar de encontrarse fuerte y sana, pocos meses después de la muerte de Galdós se verá obligada a acompañarlo tras una extraña complicación gripal. No hubo fiesta nacional, como auguró Clarín, pero sí la sospecha de que dos almas tan unidas no podían alejarse tanto. Quizás doña Emilia, en su lecho de muerte, todavía escuchara los ecos de una correspondencia inolvidable, de unos renglones geniales. Al fin y al cabo, el testimonio de su amor no podría haber permanecido entre nosotros de otra manera que no fuese bajo su propia prosa. Y es que ellos, maestros en la materia, lo supieron mejor que nadie: una palabra vale, a veces, más que mil imágenes.
Pues bien: yo no quiero que me dejes. No; tú eres para mí. Para mí tus besos todos, todos.

domingo, 15 de mayo de 2016

"Ética y estética en el ´Quijote`" por Rafael Sánchez Ferlosio

Entre las cosas que halló Cervantes con el Quijote está la de que todo juicio estético guarda alguna relación con una antigua ética. Así, ya el mismo Don Quijote es figura paródica de un viejo personaje heroico y, por lo tanto, ético, socialmente periclitado, o sea al que no le queda nada que hacer en este mundo nuevo, ni, particularmente, con las armas nuevas a las que impone plantar cara, y cuyo lenguaje es una anticuada jerga literaria sobreactuada o sobrecargada de adjetivos laudatorios que encarecen la nobleza y esplendor de su pintura.
Para Don Quijote “poner en efecto su pensamiento” consistía en actuar al dictado de un texto escrito en el futuro, pero con el lenguaje, ya en su tiempo anticuado, de los libros de caballería.
“Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero iba hablando consigo mesmo y diciendo: ¿Quién duda si no que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, desta manera?: Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus harpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel”.
Si la aventura de Don Quijote consiste en una ficción lúdica y gratuita como la que acabo de transcribir, me parece que habría que reconocerla como una aventura estética o, incluso, literalmente, artística. Y si reparamos ahora en la simulación paródica del lenguaje anticuado que redunda como ficción interna, ficción de ficción, esta aventura lúdico-artística, en cuanto tal parodia no puede ser paródica más que de una aventura ética. Para hacerle el debido contrapunto ético tendríamos así pues que buscar alguna aventura ética no paródica. Como emprendiéramos ese camino llegaríamos a apelar, por ejemplo, al Cantar de Mío Cid, que es, efectivamente, un texto ético pero no paródico; por eso nos conformaremos con la noble y bellísima solución del propio Don Quijote: recurrir al simple encarecimiento de un ayer éticamente digno de añoranza:
“Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería, a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar de la maldita máquina, y corta y acaba en un instante los pensamientos y vida de quien la había de gozar luengos siglos”. 

domingo, 8 de mayo de 2016

"Huellas inéditas del último amor de Lorca" por Antonio Lucas


Ya se sabe: fue el más intenso de los amores que sumó Federico García Lorca. A él le escribió los Sonetos del amor oscuro. A él le debe algunas de las simas más fuertes del ánimo. A él le confía secretos, dibujos, fotos y probablemente algunos manuscritos desaparecidos durante el asedio a Madrid en la Guerra Civil. Su historia es compleja por tantos matices, por ciertas penumbras. Pero de ella queda rastro en algunos documentos aún inéditos (o hasta ahora poco conocidos). Y, sobre todo, en la excelente obra de teatro que trazó Alberto Conejero, La piedra oscura, destacada en la última gala de los Premios Max con cinco galardones.
La historia del poeta y el joven Rafael Rodríguez Rapún comienza a mediados de 1932. Coinciden en la órbita de La Barraca (el grupo de teatro ambulante y universitario impulsado por Lorca y mantenido por la República) y se quiebra en la madrugada del 17 al 18 de agosto de 1936, cuando en el paraje del Barranco de Víznar (Granada) una escuadra negra al servicio del capitán Nestares dispara por la espalda a Federico García Lorca junto a los banderilleros anarquistas Francisco Galadí y Juan Arcoyas Cabezas y el maestro de escuela Dióscoro Galindo.
Un año después, exactamente el 18 de agosto, moría desangrado en el Hospital Militar de Santander Rafael Rodríguez Rapún, herido tres días antes en el frente de Bárcena de Pie de Concha (Cantabria). Tenía 25 años. Así acaba la historia hermosa y terrible de estos dos hombres remachados por una pasión que los llevaba del cielo al infierno por la vía rápida. Si andaban juntos ninguna hormona estaba en su sitio. Habían construido su relación como otra placenta donde los amantes se procuraban un mundo fuera del mundo. Pero se querían también a la deriva, entre encuentros y desencuentros.
Y así llegó la guerra. La muerte de Federico empujó a Rafael a alistarse. Fue teniente de Artillería, formado en la Escuela Popular de Guerra en Lorca (Murcia). Quiso a Federico sin saber muy bien cómo se quiere en estos casos. Rapún era estudiante de Minas y Derecho. Rapún destacaba entre los juveniles del Atlético de Madrid. Rapún era un muchacho apuesto, parido en Madrid en 1912. Exactamente 14 años menor que Lorca. Rapún era bisexual ("Tan cerdo que se acostaba con mujeres". Así le dijo a Luis María Anson el crítico Juan Ramírez de Lucas, otro joven amante de Lorca). Por entonces la vida aún era buena, y noble y casi sagrada. Pero el destino empezaba a insinuar que todo triunfo es siempre inestable.
Durante más de 70 años los hermanos de Rafael han conservado su memoria entre varias cajas y una maleta de cartón: documentos inéditos, fotografías de Federico dedicadas, dibujos del poeta en seis o siete libros... María y Tomás Rodríguez Rapún salvaron este archivo hoy casi por entero desconocido. "Aunque probablemente Rafael dejó lo más comprometido en otras casas o lo destruyó", explica Conejero. Sacaron lo que pudieron de la casa familiar de la calle Rosalía de Castro (hoy calle Infantas) cuando en 1937 un obús entró por la cocina y reventó el piso. "Entonces nuestra familia se trasladó durante algunos meses al palacio de Villahermosa, sede actual del Museo Thyssen, donde estaba uno de los refugios de Madrid", explican las sobrinas de Rafael Rodríguez Rapún y herederas del archivo familiar: Sofía y Margarita. "Desde niñas hemos oído el relato de aquellos días. Mi padre y mi tía nunca ocultaron la relación de Rafael con Lorca, pero no era algo de lo que les gustara hablar demasiado. Sobre todo si quien preguntaba iba derivando hacia la intimidad. Ellos conservaron este archivo que muy pocos conocen. Sabían del valor que tiene para entender la relación de nuestro tío con García Lorca y cómo fueron aquellos dos últimos años de ambos".
Entre otros fetiches destaca una fotografía inédita de carnet del poeta que, en su reverso, tiene una dedicatoria que sí ha sido reproducida: "A Rafael, recuerdo de su entrañable y leal camarada. Federico. ¡Barraca! ¡Barraquita!". Es una imagen de 1935, de perfil. Regalo de Lorca a Rapún poco antes de viajar a Valencia. Allí escribió el poeta algunos de los 11 Sonetos del amor oscuro en cuartillas con membrete del Hotel Victoria. Era el mes de noviembre, Margarita Xirgu representaba Yerma y él esperaba con inquietud la llegada de Rafael, que decidió no aparecer y cuya ausencia adquirió en esos días el contorno de una pesadilla: "Amor de mis entrañas, viva muerte,/ en vano espero tu palabra escrita/ y pienso, con la flor que se marchita,/ que si vivo sin mí quiero perderte". Su relación estaba dolorosamente de acuerdo con su obra.
Lorca sufría. Lloraba a Cipriano Rivas Cherif, director de la compañía teatral Xirgu-Borrás. De forma turbia los amantes se enredaban y desenredaban. Hay un esfuerzo conmovedor por estar juntos y una realidad que tiene algo de imposibilidad y de enmienda malograda. Ya no está el Federico pianístico y alegre, frívolo, divertido. Sino el hombre angustiosamente libre para el desengaño. El de fondo nocturno en la risa. El de esa soledad que en el creador de éxito cuesta imaginarse. El que irrumpe en los Sonetos es el tipo abatido, el que se siente matar por lo que no entiende. Rapún va con mujeres. Pero Rapún también le quiere mientras Federico lo ama. "Fue su más hondo amor, su cómplice en La Barraca, su compañero. Rechazó marchar con la Xirgu a América en enero de 1936 porque Rapún estaba preparando exámenes y le resultaba insoportable la idea de separarse", explica Conejero. El drama social se acercaba a 1936 y el drama pasional de Federico se ponía en línea con todo el maleficio que quedaba por delante. Rapún le fue tan apasionado y fecundo que se convierte en alguien inseparable e indivisible. Pero no siempre del lado de la alegría. "Pese a la clandestinidad y a los accidentes de una relación de años, tuvo también su parte de amor feliz, intenso, pleno de complicidad. A Rafael, por ejemplo, le confió una copia de El público para que la mecanografiase en el verano del 36. Con él vivió La Barraca. Con él mantuvo goces y desdenes", advierte Conejero.

Sonetos del amor oscuro
A Rapún le dedicó aquellos sonetos prodigiosos y le dejó también un ajuar de cariños en dedicatorias y dibujos. Todo ese material lo maneja Alberto Conejero y en él trabaja desde hace dos años para dar forma a un ensayo que pone en pie la figura del amante y la importancia decisiva que éste tuvo en el ánimo del poeta durante los últimos compases de su vida. Hay puntos secretos de esa relación (bien lo sabe Conejero) donde la verdad cristaliza como no se conoce hasta ahora. Rapún y Lorca llevaron su pasión descoordinada a cuestas. Una pasión que va más allá de los cuatro momentos estelares que han fijado las biografías. Rafael estaba bien enclavijado en el mundo íntimo de Lorca. Éste le presentó a algunos de sus mejores amigos. Aleixandre le dedica la primera edición de Pasión de la tierra haciendo mención a los poemas del joven, aunque hasta ahora no se ha descubierto ninguno entre los papeles que dejó. Asimismo, Pablo Neruda le hace un guiño en un ejemplar de Residencia en la tierra: "A Rafael, que viene aullando".
- ¿Le leyó Federico alguno de los sonetos a Rafael?
- Es muy probable. Igual que se los leyó a Cernuda (parece que mientras Federico tomaba un baño en su casa de la calle Ayala de Madrid), a Aleixandre y a otros cuantos amigos cercanos. Pero de aquel conjunto de poemas se han perdido seguramente aquellos que celebraban más el amor carnal, como este: "¡Oh cama de hotel, oh dulce cama!/ Sábana de blancuras y rocío./ ¡Oh rumor de tu cuerpo con el mío!/ ¡Oh gruta de algodón, penumbra y llama!".
El mundo estaba bien hecho hasta que el zumbido de la Guerra Civil se encargó de aportar su locura a esta sucesión de amor y desvelos. Militares gañanes y hombres armados con palitroques empezaron a tomar posiciones en la vida de los otros. Era 1936 cuando España comenzó a resquebrajarse y la brisa de los olivos cambió por un ruido de estacas. La despedida entre ambos fue una más de las suyas. Nada hacía presagiar que fuese la definitiva. "Aunque estaba ya paseando el fantasma de la guerra, no creo que ninguno pensara ni por un momento que jamás se volverían a ver. Rapún marchó de vacaciones a Donosti después de los exámenes, donde le pilló el arranque de la guerra y tuvo que ser escondido por unas amigas", sostiene Conejero. Lorca se quedó en Madrid hasta que decide ir a Granada a pasar el día de San Federico. Edgar Neville le insiste para que no haga el viaje a casa. Seguramente hablaron por teléfono a lo largo de todo ese mes. Hasta mediados de julio, por lo menos. Y ya nunca más.
Después del asesinato de Lorca la vida de Rodríguez Rapún es ambulante y penosa. Fue el padre de Rafael, Lucio, quien en septiembre de 1936 le dice lo que sucede cuando regresa del viaje: "Han matado a tu amigo el poeta". Cuentan que reaccionó como un loco y las manos hechas aspas. Salió corriendo a los gritos. Tardó horas en regresar a casa y ya nada fue lo mismo. "Marcha de Madrid a finales de 1936, adquiere el grado de teniente, regresa a Madrid, luego Valencia y luego Oviedo. Así hasta que muere en Santander combatiendo en el bando republicano", afirma Conejero. "Durante aquel año penoso en la guerra no sabe nada de su hermano Tomás, las postales que envía a su familia y que le envían a él llegan tarde o no llegan. Sufre una espantosa soledad, pero sigue luchando por la República hasta que una madrugada cae herido". Tiene 25 años. Está agonizando justo un año después del asesinato de Lorca. Era 18 de agosto de 1937 cuando una enfermera voluntaria le entorna los ojos. En Madrid dejó dispersos los retales de aquella relación. Quedan cosas por revelar, por descubrir, por hilvanar entre tanto cabo suelto. La imagen inédita de Lorca de perfil es una muestra. Una estampa de carnet que el poeta le regala para mantener viva la memoria. Igual que los hermosos dibujos, algunos reproducidos y otros aún por conocer, que Lorca le hace en cada dedicatoria a Rafael. El muchacho por el que escribió esos sonetos dañados por versos terribles, palabras en vilo, bancales de sexo secreto. Paraísos de lo que no pudo ser. "Esta luz, este fuego que devora./ Este paisaje gris que me rodea./ Este dolor por una sola idea./ Esta angustia de cielo, mundo y hora".

Francisco Giner de los Ríos

Un maestro de maestros, un ideal, un referente, ¿una utopía?

domingo, 1 de mayo de 2016

Ahora


Ahora,
el tiempo en el que todos
somos jueces infalibles
y expertos en gintonics.
Ahora,
cuando los horteras
creemos ser poetas
y los poetas venden calcetines de fibra.
Ahora,
cuando los profesores
somos nihilistas
y los alumnos, keynesianos.
Ahora,
en este mismo momento,
cuando los poderosos siguen escupiendo
en los muñones de los pobres
y estupran doncellas
sin recortarse las uñas
(como siempre).
Ahora,
ahora mismo,
cuando los padres sorben los mocos de los infantes
a carrillos llenos.
Ahora,
cuando matamos y morimos por exhibir las vísceras
en escaparates siderales
y dejamos al abuelo al oreo del precipicio.
Ahora
(digo)
es el tiempo del silencio,
de la soledad
y de los cirujanos.

"Juventud, divino tesoro" por Juan Goytisolo


Estaba en el anaquel superior de la librería, el de las obras poco frecuentadas, y lo rescaté del polvo. Un ejemplar que había sobrevivido milagrosamente a todos los cambios de domicilio y llevaba, con mi firma, la fecha de su lectura: junio 1950. ¡Un lapsus de sesenta y seis años desde que me sumergí con pasión en su lectura! Tenía yo 19 años y el libro era El artista adolescente, la novela de Joyce traducida por Alfonso Donado y con un prólogo de Antonio Marichalar.
Decir que mi antigua lectura juvenil me conmovió es quedarme corto. Fue un verdadero terremoto. El protagonista de la obra, Stephen Dedalus, había vivido antes que yo mis propias experiencias en un marco similar a los míos —familia tradicionalista, estudios en un colegio religioso, adoctrinamiento severo por los padres jesuitas—. Las páginas consagradas a los ejercicios espirituales ignacianos se corresponden con exactitud a lo que yo había vivido: escenografía dramática; enumeración minuciosa de los tormentos infernales a los que condenaba un acto o pensamiento impuros; evocación terrorífica de la eternidad del castigo. Todo coincidía hasta en los menores detalles (el avecilla que cada mil años extrae un grano de arena de una playa inmensa y que cuando la vacía al fin descubre que hay mil millones más que no logrará vaciar y la voz implacable del padre: “¿Por qué pecaste? ¿Por qué no evitaste la ocasión de pecar? ¿Por qué después de haber caído la primera vez, o la segunda, o la tercera, o la enésima, por qué no te apartaste del mal camino y no volviste a Dios? Ahora ha pasado el tiempo del arrepentimiento. ¡Tiempo hay, tiempo hubo, pero ya no habrá más! ¡Estás en el infierno!”).
Releyendo hoy a Joyce con las vivencias de hace sesenta y seis años (entre tanto había accedido a las prédicas del padre Vega evocadas por Blanco White en su Autobiografía y a la de Manuel Azaña en El jardín de los frailes) revivo las dudas que me asaltaron cuando, quinceañero, perdía gradualmente la fe en el credo que tan cuidadosamente me fue inculcado, primero por los padres jesuitas del colegio de Sarriá, luego por los hermanos de la Doctrina Cristiana de la Bonanova y empezaba a plantearme preguntas sin respuesta posible en complicidad con mi condiscípulo José Vilarasau, futuro director de la Caixa, en nuestras maliciosas consultas al infeliz hermano Pedro (si Dios es Todopoderoso ¿puede hacer que cuantos estamos ahora en el aula no hayamos existido?). El arte, la literatura, brindaban alternativas al dogma delicuescente y me entregué a ellos con ardor de neófito. Lecturas y más lecturas (Kafka, Gide, Hesse) que ayudaron a enderezarme y avanzar a tientas, pero avanzar, por la senda de mi liberación personal. En palabras de Stephen Dedalus: “No sobreviviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese hogar, ni patria o ni religión. Y trataré de expresarme en vida y arte tan libremente como sea posible, usando para mi defensa la única arma que me permito usar: silencio, destierro y astucia”.

¿Puede resumirse mejor lo que será después la vida de Joyce, y de rebote, la de un modesto y esforzado lector de Ulises, esto es, mi propia vida?

sábado, 30 de abril de 2016

Presentación en Valencia de "Te negarán la luz"

El viernes, 10 de junio, en la FNAC de Valencia, a las 19:00 horas, presentamos mi tercera novela, Te negarán la luz. Una velada medieval en torno al erotismo y a Guillermo de Poitiers, duque de Aquitania. Os esperamos.

"El Quijote o la manzana que nunca mordimos" por Carlos Mayoral


El fracaso ya estaba ahí el día que Cervantes decidió no querer acordarse de aquel lugar de La Mancha. Lo había estado siempre: como tarde o temprano termina sabiendo todo idealista, la realidad defrauda al deseo. Esto ya lo sabía don Miguel, él mismo había conseguido tirar por la borda todas las oportunidades que la vida le había ofrecido. Primero destrozo mi carrera militar, no sin antes dilapidar la posibilidad que me brinda la corte, para terminar arruinando mi prestigio poético y dramático. Ese resumen de la vida del alcalaíno se extiende también a la hora de hablar de sexo. Cervantes, tartamudo y lisiado, puede comprobar a través de la ventana de su casa cómo otros poetas de renovado prestigio comparten lecho y soneto con doncellas que no pueden evitar sucumbir a sus encantos. Lope de Vega, su gran enemigo, le devuelve la imagen del poeta que, triunfante, maneja el sexo y el amor con sutileza. Es el rostro que reconoce al pardillo en una partida de póquer, es el ganador. Él, sin embargo, debe conformarse con lo que pudo ser y no fue, con esa duda constante: «Qué habría pasado si…».
Pero en tiempo de derrota florece la mejor literatura. Con un contexto incapaz de defraudar más de lo defraudado, nace la genial obra de Cervantes. Y, cómo no, será un canto a esa derrota literaria, derrota amorosa, derrota social… y, por supuesto, también derrota sexual. Porque, en el Quijote, el erotismo está presente de manera continua. Pero no como algo explícito, no como algo tangible. No aparece con la solvencia con la que lo exprimió Lope. Tampoco con la viciosa terquedad de Quevedo. Ni siquiera con la elevación de Góngora. Es más como esa manzana que colocan frente a ti, pura sugerencia. Por eso, viajar a través del Quijote es coquetear página a página con el deseo, con el inconveniente moral. Es difícil saber si el caballero de la Triste Figura, como antes su creador, fue feliz con esta forma de vida. Serán el debe y el haber, también en el caso de Miguel de Cervantes, los encargados de dictar sentencia al final de sus vidas.

Dulcinea, Maritornes y Leandra
Don Alonso Quijano es el más reprimido de todos los obsesos sexuales que han habitado nuestra literatura. Lo digo así, para marcar el terreno. Él abandona su vida por amor, como quisimos hacer todos alguna vez. Atrás quedan la sobrina, el barbero, el cura… A todos les dice adiós por la quijotesca empresa que supone involucrarse en un viaje de fidelidad absoluta, una especie de promesa de cariño eterno. Pero la monogamia no pertenece a la naturaleza del alma humana. Esta etiqueta renacentista de «caballero fiel a su amada» se derrumba cuando el instinto sexual arrecia. Así, solo hace falta que la asturiana Maritornes se confunda de cama y acabe topándose con el Quijote para que este encare los favores sexuales ofrecidos por la dama. ¿Instinto? ¿Confusión real? ¿Triquiñuela quijotesca? ¿Qué habríamos hecho nosotros?
Porque sucumbir a Maritornes como a punto estuvo de hacerlo el Quijote no es más que un salto a la naturaleza del sexo. Hablamos de un personaje, la Maritornes de la venta, que se presenta ante nosotros como un torbellino imparable. No importa que Cervantes nos la dibuje como una mujer poco agraciada en lo físico y en lo moral, esto forma parte del juego erótico del que el arriero de Arévalo, verdadero y principal interesado en yacer con ella, desea formar parte. Es una relación a medio camino entre el lenocinio y la sumisión:
Había el arriero concertado con ella que aquella noche se refocilarían juntos, y ella le había dado su palabra de que, en estando sosegados los huéspedes y durmiendo sus amos, le iría a buscar y satisfacerle el gusto en cuanto le mandase. (Capítulo XVI, primera parte)
Esta relación tempestuosa acabará con Maritornes compartiendo cama, por avatares del destino que solo pueden aparecer en la obra de Cervantes, con Sancho. O lo que es lo mismo, con la inocencia. Con el pueblo. Es la debilidad del Imperio hecha escena.
Pero el simbolismo de Maritornes no se acaba ahí. Pocos capítulos más tarde, don Quijote vuelve a sucumbir a sus encantos. Esta vez, la moza asturiana convence al caballero para que este introduzca la mano a través de cierto agujero. Él obedece, sumiso, lo que le costará un disgusto en forma de cruel broma. Acabará colgado de una cuerda, sufriendo los rigores que la metáfora mano-agujero exige. Porque el hecho de introducir el dedo en la grieta ha sido objeto de numerosas lecturas, desde la límpida cristiana hasta la más sórdida de las paganas, y me niego a ser yo quien las siga alimentando.
Pero dejemos atrás a Maritornes para continuar con nuestro viaje a través del deseo quijotesco. Otro de los personajes que se mueven por un plano que roza la lujuria y la sexualidad es Leandra. Esta hermosa muchacha se deja seducir por Vicente, el hombre que reúne todos los estándares varoniles de la época. Es tanta la atracción que siente que no dudará en escaparse con él dejando atrás a todos los demás pretendientes. Pero la tragedia no se acaba aquí. Días después la joven será encontrada, desnuda y asustada, en una triste cueva alejada de la civilización.
Todos hemos amanecido desnudos, metafórica o literalmente, dentro de una cueva cualquiera de un mes cualquiera de cualquier año. No seré yo quien culpe a Leandra. Ella, como nosotros, se dejó llevar. Y también como nosotros, salió perdiendo. Es el peaje que cobra la lascivia, a menudo demasiado caro. Pero, me temo, podrán volver a cobrárnoslo si la situación lo requiere. Y es que esto de tropezar con la piedra tantas veces como haga falta sí pertenece, nos guste o no, a la naturaleza humana.
Al ser encontrada, Leandra insiste en que no ha sido despojada de su honor. Pero el deseo que por Vicente había sentido está presente en cada renglón del capítulo. ¿Quién puede asegurar que no lo estuvo también durante el momento del desnudo? Además, el narrador deja abierta la puerta a una posible excusa como forma de consuelo para el desolado padre de Leandra. El narrador duda: ¿será todo tan pulcro como ella asegura?
Duro se nos hizo de creer la continencia del mozo, pero ella lo afirmó con tantas veras, que fueron parte para que el desconsolado padre se consolase. (Capítulo LI, primera parte)
Cervantes exhibe sus dotes narrativas a la perfección. Mantiene al lector en un estado ambiguo, sin que sepa si debe optar por el sentido literal, siempre atrofiado por la censura y el contexto, o por el sentido metafórico, mucho más instintivo y natural.

Anselmo, Eugenio y onanismo
Precisamente por desventuras con Leandra, la narración quijotesca se encuentra poco más tarde con Anselmo y Eugenio, dos pastores que deambulan por el monte intentando aliviar sus desdichas amorosas. Pero, ay de mí que no todo en la vida es amor y que incluso con el corazón roto puede uno consolarse sexualmente. Al menos eso se desprende de las palabras de Eugenio al explicar cómo pasan allí los días.
Anselmo y yo nos concertamos de dejar la aldea y venirnos a este valle, donde él apacentando una gran cantidad de ovejas suyas proprias, y yo un numeroso rebaño de cabras, también mías, pasamos la vida entre los árboles, dando vado a nuestras pasiones o cantando juntos alabanzas o vituperios de la hermosa Leandra o suspirando solos y a solas comunicando con el cielo nuestras querellas. (Capítulo LI, Primera Parte)
¿Dar vado a sus pasiones? ¿Así, en la soledad del monte? Hasta el más desapasionado de los aquí presentes piensa en el noble arte del onanismo al leer el párrafo. Si, por el contrario, en la sala hay algún enfermo sexual, por su cabeza rondarán ahora todo tipo de obscenidades, desde la zoofilia hasta vaya usted a saber qué demoníacas prácticas. Pero no quiero ser yo, de nuevo, el que las aliente.
Pero no solo de realidad vive el sexo. La masturbación goza del mismo motor que el arte, esto es, el éxito depende de la imaginación que uno le eche. Y me temo que en imaginación y fantasía nadie gana a nuestro querido caballero. Por eso, cuando todavía en la primera parte se afana en evocar una escena placentera, no duda en hacerlo en los siguientes términos:
… Tomar luego la que parecía principal de todas por la mano al atrevido caballero que se arrojó en el ferviente lago, y llevarle, sin hablarle palabra, dentro del rico alcázar o castillo, y hacerle desnudar como su madre le parió, y bañarle con templadas aguas, y luego untarle todo con olorosos ungüentos, y vestirle una camisa de cendal delgadísimo, toda olorosa y perfumada… (Capítulo L, primera parte)
¿Es o no un acto de inalcanzable pero siempre presente deseo el hecho de narrar así un episodio? Porque a la hora de desear también debemos contar con el encanto de lo inaccesible, el gusto por lo prohibido. Y en este sentido, nuestro héroe, tan sólido moralmente, tan cuidadoso en lo formal, debe soltar las riendas en el otro plano: en el interior, en el ilusorio.

Altisidora y Antonio
Capítulo aparte merece la irrupción de Altisidora, ya en la segunda parte de la novela. La doncella, dama de compañía de la famosa duquesa, no dudará en someter al Quijote a la tentación de la carne, haciendo que se enfrente por primera vez al pecado de forma real. Esta no es una cuestión cualquiera, pues es la primera vez que nuestro caballero cuenta con la posibilidad de abrazarse a su debilidad. Maritornes nace gracias al descuido. Dulcinea, a la idealización. Pero Altisidora está ahí, se puede acariciar.
Y a fe de todos los lectores que nuestro caballero de la Triste Figura duda. Tanto es así que, al presentarse la dama con un ágil romance, don Quijote siente cómo le tiemblan las canillas. Es la manzana, límpida y reluciente, preparada para ser mordida. Por eso, es el propio narrador el que nos recuerda la fragilidad del hombre, consciente de que no puede poner esa muestra de flaqueza en la boca de la moralidad quijotesca. Y lo relata con claridad y buen porte:
Luego imaginó que alguna doncella de la duquesa estaba dél enamorada, y que la honestidad la forzaba a tener secreta su voluntad; temió no le rindiese, y propuso en su pensamiento el no dejarse vencer. (Capítulo XLIV)
Quijote y Sancho huyen del palacio de los duques con la honra renacentista intacta, pero con la sensación de arrepentirse, cada uno en su terreno, de las cosas que no hicieron (que suele ser, por otra parte, el peor de los arrepentimientos). Pero, quien esté libre de Altisidoras, que tire la primera piedra.
Ya con la obra acariciando sus últimas páginas y don Quijote hastiado después de un viaje agotador, la llegada de los dos protagonistas a Barcelona se inicia con un capítulo que rezuma erotismo por los cuatro costados. El caballero andante es ridiculizado, esta vez, por don Antonio. Pero, entre ridículo y ridículo, siempre hay tiempo para jugar con el fornicio.
En un momento dado, y siempre presente el simbolismo al que se ve obligado a recurrir un escritor en plena Contrarreforma, el Quijote disfruta de lo que Cervantes define como «sarao de damas», un término de lo más sugerente que da pie a todo tipo de reflexiones de las que la libido no escapa. Don Alonso Quijano se planta frente a las cuatro amigas de la mujer de don Antonio. Ojo a cómo la define Cervantes: «señora principal y alegre, hermosa y discreta». ¿Señora principal? Prefiero no incitar al mal pensamiento una vez más. Pero, títulos aparte, el Quijote acaba «molido». Y, como bien expresa el narrador, también en lo que al alma se refiere:
Comenzóse el sarao casi a las diez de la noche. Entre las damas había dos de gusto pícaro y burlonas, y, con ser muy honestas, eran algo descompuestas, por dar lugar que las burlas alegrasen sin enfado […] le molieron, no solo el cuerpo, pero el ánima. Era cosa de ver la figura de don Quijote, largo, tendido, flaco, amarillo, estrecho en el vestido, desairado y, sobre todo, nonada ligero. (Capítulo LXII, segunda parte)
Al acabar la escena, el Quijote sentencia: «¡Fugite, partes adversae!». Esta fórmula viene a significar «¡Fuera, enemigos!», y era utilizada por los religiosos para expulsar al demonio en los exorcismos. ¿Por qué este guiño eclesiástico después de la farra? ¿Qué pecado se lleva dentro?
Al observar como, ya en el último capítulo, don Alonso Quijano se consume entre sábanas, uno no puede evitar entristecerse mientras comprueba que no hay sitio en el último tren. Es el triunfo de la razón. La locura ha muerto y, con ella, todas las oportunidades que se le presentaron a «el Bueno», que así fue llamado un día don Alonso Quijano, de arrojarse al infierno de aquel Dante que tanto admiró el creador de la obra, don Miguel de Cervantes. Quién sabe si al exigir la extrema unción, con Sancho llorando junto al cabecero de la cama, el antiguo caballero andante consiguió percatarse de que allí, en la orilla de los cuerdos, el amor ideal que había supuesto Dulcinea nunca había existido.
Hablamos del Quijote, el hombre que tuvo delante la manzana… y no la mordió. El final ya es conocido por todos: algún día, en tu lecho de muerte, te cruzarás con la cordura y tendrás que rendir cuentas. Y comprenderás que el fracaso ya estaba ahí el día que Cervantes decidió no querer acordarse de aquel lugar de La Mancha. Como lo había estado siempre. 

domingo, 24 de abril de 2016

"Kafka: literatura y prostitución" por Carlos Mayoral


Kafka ya se había percatado de que el siglo XX se despertaba convertido en un monstruoso insecto cuando el resto de mortales seguía empeñado en sacarle brillo a las desgastadas poltronas novelísticas del XIX. Porque el eco de estas voces encargadas, durante años, de convertir a la prosa en la reina de todos los intelectos rebotaba ya a esas alturas en las paredes de la «Shakespeare & co», desembocando en un nuevo modelo de novela que, por medio de los Joyce, los Proust o los Faulkner, mezclaba en un mismo cóctel la metafísica alemana, el monologue intérieur, la durée bergsoniana y quién sabe cuántos recursos más a medio camino entre la distinción y la horterada. Como por arte de magia se multiplicaban los pesados e inabordables tomos. Los vanguardistas europeos se empeñaban en resaltar la calidad de estas creaciones, aunque muy pocos se preocuparan por apurar hasta el último párrafo. Mientras, el ego de los protagonistas se elevaba por encima de los tejados del París de la época, que seguía siendo una fiesta antes de apolillarse con el influjo de las grandes guerras. Estos egos nos legarían célebres episodios como aquella cena entre los ya citados Joyce y Proust, donde cada uno se centró en hablar de sí mismo sin reparar en los desconocidos argumentos del contrario.
Ante semejante panorama, era cuestión de tiempo que nuestro querido Franz buscara algún antídoto que le permitiera escapar de aquella claustrofóbica habitación. Pero no sería fácil encontrar la fórmula para un chaval que exhibía nombre de emperador austro-húngaro y figura enclenque de orejas enarboladas y que apenas contaba con un empleo que lo ahogaba y un desamor propio sorprendentemente palpable. Todas estas características, incluidas el nombre imperial y su orejuda genética, habían sido maceradas lentamente por el apellido Kafka. Su padre, un judío no demasiado adepto, ejercía de patriarca con una mano tan dura que sus golpes se pueden apreciar en cada renglón escrito por el obediente hijo. Su madre había cogido las riendas de la creatividad de Franz, espoleada por unos ancestros bastante bohemios (perdón por el nefasto juego de palabras) y una mentalidad más afable. Las hermanas habían desempeñado el papel de amigas y confidentes, ofreciéndose como apoyo cuando Franz parecía caer, algo que, de manera literal, ocurría muy a menudo por culpa de sus frecuentes mareos. Más tarde, el apellido se consumiría en Auschwitz, donde las hermanas descubrirían que a veces no hay mundo más kafkiano que este que pisamos cada día. Pero, como decíamos, en estas llegó el bueno de Franz Kafka. Deshecho y atormentado. Áspero. Insociable.

Sobre antitodos y antídotos

Si repasamos los prolegómenos del artículo, notaremos que se ha puesto especial atención en colocar sobre la mesa tanto el ambiente familiar como el ambiente literario que envolvían la figura de Kafka. Para escapar de ambos contextos, el genial escritor elige un año: 1912. Será durante este año cuando descubra las dos vías de escape que le hagan olvidar. Estas vías consisten en, por un lado, poner sobre el papel toda la literatura que hasta entonces había saboreado solo como lector y, por otro, acudir de manera más o menos habitual a los distintos burdeles de Praga. Para comprender la situación debemos, necesariamente, adentrarnos en el mundo kafkiano que él mismo se empeñó en crear. La cualidad que mejor define a Kafka es la indefinición. Al leerlo, uno se siente preso de los sentimientos del protagonista, por mucho que este sea un bicho o un tipo que ha sido procesado sin motivo aparente. De ahí vienen las diferentes lecturas que se han hecho de su obra. Yo he visto cómo identificaban al bicho de la Metamorfosis con el fascismo, con el proletariado, con el fracaso sexual, con la caída del imperio y con el auge del gin-tonic. Porque todos y ninguno somos Kafka y nunca se define de una manera clara la frontera entre quién es el personaje y quién el lector. Así, todos hemos ocupado el lugar de Samsa o el de Josef K. desde la barrera, disfrutando a la vez de su sufrimiento, que era el nuestro, y de la escasa distancia que nos separa de ellos. Bien, pues resulta que esto mismo me ocurre al visualizar la vida de Kafka, pues la empatía con el protagonista es tal que ya no se sabe dónde empieza la vida de Kafka y dónde termina la del biógrafo de turno.
¿Cómo no fundirse con nuestro orejudo protagonista cuando, con el corazón en un puño, le escribe estas líneas a su eterno amigo Max Brod?
Ayer, de pura soledad, me llevé a una prostituta a un hotel. Era demasiado vieja para seguir siendo melancólica. Y solo le apenaba que los hombres no fueran tan cariñosos con las prostitutas como lo son con sus amantes. Y no la consolé porque ella tampoco me consoló.
Es la crónica de un ánimo desgarrado. Una mente que sufre y en la que no resulta difícil introducirse. A estas alturas del artículo debemos reseñar que, a medida que los años transcurrían, Kafka se iba volviendo cada vez más antitodo. Había manifestado su interés por el socialismo por una supuesta capacidad solidaria que más tarde rechazaría. Se había vuelto vegetariano, en contra del sentir familiar. Cómo olvidar aquella escena en la que, mientras observaba una pecera junto a su novia, Kafka conversaba con los peces: «tranquilos, ya no os comeré más». Este naturismo excesivo tendría fatales consecuencias ya que, según todos los expertos, la tuberculosis que acabó con su vida pudo ser contraída después de beber leche sin pasteurizar. La evolución religiosa que experimentó ya en sus años de juventud desembocaría en un ateísmo borroso («el Mesías llegará cuando ya no sea necesario»), tendencia que también contradice la tradición de la familia Kafka. Es, por tanto, un espíritu empeñado en encontrar el camino opuesto al que se le ha marcado.
Dicho esto, volvamos al año 1912. Kafka ya ha visitado algunos burdeles durante sus viajes puntuales por Europa. Su cultura literaria se ha forjado con las lecturas de Flaubert y Cervantes. Nos acercamos a la fórmula de la que hablábamos párrafos atrás, ¿qué ocurre a partir de este año que hace que Kafka escriba, probablemente, la mejor literatura del siglo XX y se obsesione, a la par, con el extenso abanico de prostitutas praguenses? Muy fácil. Kafka deja de creer, de un plumazo, en su capacidad literaria y en su capacidad amatoria.

Kafka, el amor y la prostitución

En 1912, Kafka escribe su primera obra de renombre a la vez que comienza su primera relación sentimental seria. Se abren, por fin, los dos caminos. No perderemos mucho tiempo en hablar de su fracaso literario, pues ya es de sobra conocido. Solo publicará un puñado de relatos y la falta de estima que él mismo tiene hacia su obra le lleva a formular un postrer deseo antes de morir: sus escritos han de ser quemados hasta el último folio. Este fracaso cierra la primera vía de escape. Pero aún le queda una última bala en la recámara. Conoce a Felice Bauer, con la que mantendrá un romance de cinco años. La correspondencia entre los amantes, publicada y muy recomendable, habla por sí sola. Son cinco años de relación turbulenta, inestable. Casi siempre a distancia. Felice va perdiendo la perspectiva kafkiana y la relación se extingue. «Mi barca es muy frágil», sentenciaría él. Es su primer fracaso pero no el único. Milena Jesenská o Dora Diamant sufren también su falta de tacto con las mujeres.
¿Pero por qué se da en él esta incapacidad amatoria? Los argumentos ya se han desarrollado a lo largo del artículo. El primero, la misma indefinición que se manifiesta en sus textos. Kafka no se conforma con adoptar un único papel en la obra. En las cartas con Bauer se puede observar cómo Franz va mutando, escapando de la realidad que Felice le plantea. Ella no entiende esta metamorfosis que lo acompaña, esta forma de huir con argumentos que mezclan, como en su obra, la realidad con el disparate de la manera más natural. Felice se lo confesaría a Brod: «No sé por qué, pero el caso es que Franz me escribe bastante, pero sin embargo, sus cartas no logran tener sentido. No sé de qué se trata». El segundo argumento no es otro que el rechazo a lo establecido, a todo aquello que le recuerde a su familia. Sin carne, sin sinagogas, sin núcleo familiar. Kafka ha conseguido lo que pretendía, convertirse en un ser que representara todo lo contrario a lo que representó su padre.
Como ya hemos comentado, Kafka había contactado con el mundo de la prostitución durante su juventud. Con dieciséis años, su padre le había instado a contratar los servicios de una meretriz para adquirir la educación sexual que él no había podido darle. A la repulsa inicial le sobrevino la inquietud que todo joven siente por lo moralmente incorrecto. Junto a su amigo Brod, visita los prostíbulos de aquellos países por los que viajan. Es a partir del manido 1912 cuando la inquietud se convierte en pasión. Y no hablo de una pasión tan lasciva como pueda parecer («paso por los burdeles como quien pasa delante de su amada», llegó a decir). Kafka encuentra en la figura de la prostituta la espontaneidad que busca en su literatura. La novedad y el descenso a lo tenebroso le atraen. Durante los cinco años en los que se empareja con Felice, los vaivenes de la relación consiguen que Franz visite los prostíbulos cada vez que el compromiso se rompe. Su casa natal en la esquina de la Maisselgasse, curiosamente, se ubica junto a uno de ellos. Es el destino. Recorre las calles observándolas. Observa sus rostros. Sus piernas sugerentes. Según algunos testimonios, se pregunta si es una bajeza codiciar su cuerpo. Después, indica que solo lo hace de manera inocente, aunque, con su indefinición habitual, confiesa que es lo mejor que ha conocido. Como apunta Daniel Desmarquest en su libro Kafka y las muchachas, en un fragmento suprimido del Diario, Brod lo deja claro: «la única apta para él es la mujer sucia, mayor, completamente desconocida, con muslos ajados».
Es su viejo vicio, ese del que solo podrá alejarse cuando la tuberculosis se acentúe. Pero la clave está ahí, el mejor escritor del siglo XX encuentra en estas mujeres una puerta a ese mundo tenebroso e ignoto que también buscó en su literatura. Sus páginas se pueblan de personajes femeninos dispuestos a utilizar su cuerpo. Personajes rudos, puntuales, difuminados. No hay que olvidar que Kafka es un hombre apuesto. Mide 1,80 m, casi veinte centímetros por encima de la media de la Praga de la época. Las mujeres se acercaban a él, como demuestran las numerosas aventuras que mantuvo con la camarera de enfrente o la dueña de la mercería de la esquina, qué más da. A él le gusta revolcarse en el fango de la oportunidad perdida, amar a aquella persona que ha sido apartada. Porque si de algo habla su obra es de la soledad. O, mejor dicho, de convertir el sentimiento atroz que acompaña a la soledad en algo natural, reconocible e incluso amable. Y la prostitución es eso, soledad. Por eso, en la relación entre una prostituta y su cliente podemos ver reflejadas todas las relaciones entre los personajes de Kafka y el propio Kafka. ¿Qué son Samsa y K. sino personajes prostituidos por su propio destino?
Es el punto de encuentro entre esas dos vías de las que hablábamos al principio. Había que escapar de ese siglo XX, de ese monstruoso insecto. Había buscado un antídoto y, sin ser consciente de ello, lo había encontrado. Literatura y prostitución. Prostitución y literatura. Pero dejemos que sea el propio Kafka quien despida estos párrafos con un fragmento de su propio mundo, esta vez de El Castillo (1926):
Se abrazaron y el pequeño cuerpo ardía en las manos de K. Rodaron sumidos en una inconsciencia de la que K intentó en vano liberarse; unos metros más allá chocaron con la puerta de Klamm provocando un ruido sordo. Allí yacieron sobre un charco de cerveza y rodeados de otra basura de la que el suelo estaba cubierto. Transcurrieron horas, horas de un aliento común, de latidos comunes, horas en las que K tuvo la sensación de perderse o de que estaba tan lejos en alguna tierra extraña como ningún otro hombre antes que él, una tierra en la que el aire no tenía nada del aire natal, en la que uno podía asfixiarse de nostalgia y ante cuyas disparatadas tentaciones no se podía hacer otra cosa que continuar, seguir perdiéndose. Y para él, al menos en un principio, no supuso ningún susto, sino un consolador amanecer, cuando alguien llamó a Frieda desde la habitación de Klamm con una voz profunda, entre indiferente y autoritaria. 

miércoles, 20 de abril de 2016

"La prostitución en el Madrid de Cervantes" por Jaime Noguera


En el siglo XVI  Madrid es el mayor lupanar de Europa. Según el libro de Néstor Luján, La vida cotidiana en el Siglo de Oro español, existen numerosos prostíbulos situados en la calle de Francos (curiosamente, Cervantes tuvo su última residencia en la calle del León esquina con Francos), donde acuden a desfogarse los hombres de clase alta; o en la calle Luzón, más visitados por los comerciantes y los turistas de la época. Las clases más populares se entregan al pecado en la bulliciosa Plaza del Alamillo y la peor clientela, la más peligrosa, hacen lo propio en la calle Primavera. Al menos hasta que tanto escándalo y tanto desenfreno hace a los alcaldes de Felipe II trasladar buena parte de aquellos puticlubs a las más discretas barriadas de San Martín y San Juan.
Todo está regulado y las arcas del Imperio donde no se pone el sol son generosamente alimentadas por esta profesión a la que se ven abocadas muchas mujeres por culpa de la pobreza y la necesidad.

Licencia para ejercer la prostitución

Ni estas desdichadas escapaban a la alambicada burocracia imperial. Si se quería ejercer la prostitución legalmente, debías:
-Ser mayor de doce años.
-Haber perdido la virginidad.
-Ser huérfana o de padres desconocidos o haber sido abandonada por la familia, siempre que esta no fuese del estamento noble.
Una vez satisfecho este apartado, la desdichada candidata a trabajadora sexual debía pasar una ceremonia ante un juez. El funcionario de turno pronunciaba un monótono sermón en el que sugería a las postulantes que cejasen en sus planes laborales. Una vez rechazado este punto, el juez les hacía acto de entrega de un documento que las autorizaba a hacer la calle. Esto, claro, cumpliendo una serie de estrictas reglas sanitarias y aceptando someterse a las inspecciones gubernamentales de las casas de lenocinio. Estaba prohibido mantener relaciones sexuales en caso de tener enfermedades venéreas. De incumplirse este punto, la infractora era castigada con una pena de cien azotes, la pérdida de todos los enseres o con el destierro de la ciudad.
Una vez en la calle, según tu clientela, tu edad o tu forma de vestir, podías recibir alguno de esta serie de epítetos:

Devota: Trabajaba fundamentalmente con gente de la Iglesia. Podía tratar con sus clientes en régimen de concubinato o estar a cargo de unos cuantos clérigos.
“Cada cual, como aquellos diezmos de Dios, así le venían luego a registrar para que mirase yo y aquellas sus devotas”. La Celestina (Fernando de Rojas).
Escalfafulleros: Prostituta “de baja calidad” que obtenía a su clientela de entre los fulleros, rufianes y valentones.
Gorrona de puchero en cinta: Mujeres que se prostituían a cambio de comida.
Lechuza de medio ojo: Puta callejera, tapada “a medio ojo” por el manto.
“¿Tú te comparas conmigo
que peco de mar a mar
si lechuza de medio ojo,
vas de zaguán en zaguán?”  (Francisco de Quevedo)
Marca godeña: Ramera principal que vestía ropas de calidad y ganaba hasta cinco ducados al día.
Maleta: Acompañaba a los soldados. Hacia 1640 se limitó su presencia a un ocho por ciento de la proporción de soldados. Se les llamaba también soldaderas.
“En la compañía éramos cerca de cincuenta…y con cinco mozas que llevábamos en el bagaje”. Vida y Hechos de Estebanillo González
Mujer de manto tendido: Moza joven que usaba como tapadera diversos oficios al tiempo que se prostituía por cuenta propia.
“Violante de Navarrete:
moza de manto tendido,
la bandera de rodete,
entre hembras luminaria
y entre lacayos cohete”. (Góngora)
Pandorga: Prostituta “grande, madura y fondona”. Conocidas también como “pandorgas de la lujuria”
“Porque sobre los Trigueros
pandorga de la lujuria,
respeto que fue de un tiempo
de Benito el de la Rubia”. Cancionero. (John Hill)
Piltrofera: Prostituta a domicilio que dormía en muchos piltros o camas.
“Mira qué vieja rasposa por vuestro mal sacáis el ajeno: puta vieja, cimitarra, piltrofera. Soislo vos desde que nacisteis”. La lozana andaluza (Francisco Delicado)
Trin tin y batín: Así se llamaba a las que cobraban en dinero contante y sonante. El nombre era una imitación del sonido de las monedas.
Trotona: Callejera.
Trucha: Prostituta muy joven y de cierta clase.
“Si llegamos a Alcalá, le tengo que servir allí…con un par de truchas que no pasen de los catorce, lindas a mil maravillas y no de mucha costa”. Quijote de Avellaneda.
Zurrapa: Prostituta “de muy baja calidad”.
“Las putas cotorreras y zurrapas,
alquitaras de pijas y carajos,
habiendo culeado los dos mapas
engarzada en cueros y en andrajos
cansadas de quitarse capas.
llenaron esta boda de zancajos”. La boda de la Linterna y el Tintero. (Francisco de Quevedo).

martes, 19 de abril de 2016

Cervantes y Shakespeare

Un recorrido vital y literario de Shakespeare y Cervantes: El viaje de los genios
Representaciones relacionadas con los dos genios de la literatura: Cervantes y Shakespeare en Broadway