martes, 18 de enero de 2022

"Proust (2)" por Jesús Ferrero



Mientras me licenciaba en Historia, estuve trabajando de portero de noche en el hotel Marigny de París, cerca de la Madelaine. En ese mismo hotel Turgueniev había escrito Nido de nobles, en 1857, y allí iban a visitarle a veces Tolstoi y Nekrassov. Más de medio siglo después, Abert Le Cruziat, lacayo del príncipe Radziwill, transformó el Marigny en un burdel de chicos, ayudado económicamente por Proust. Muy pronto el escritor convirtió el hotel en el teatro íntimo de sus ceremonias sádicas, y fue en los sótanos del Marigny donde Proust llevó a cabo el ritual de las ratas laceradas con agujas.
Cuando yo trabajaba en el Marigny, el establecimiento distaba mucho de ser el Templo del Impudor, como llegó a ser llamado en tiempos de Proust, pero algo quedaba de su antiguo esplendor. Un alto porcentaje de sus clientes habituales eran homosexuales, y a menudo acudían prostitutas: unas eran chicas de bulevar, que abordaban a los transeúntes junto al café de la Paix y el Olimpia, y otras procedían de agencias dedicadas a la prostitución de lujo y venían acompañadas de ejecutivos de Arabia Saudita. Solían ser chicas muy hermosas, y tanto ellas como sus clientes buscaban la máxima discreción: en el Marigny la tenían asegurada. Era la norma de la casa: el que pierde palabras pierde amigos, me decía el amable y hermético propietario del establecimiento, que me trataba como a un hijo y que me dio grandes lecciones sobre el arte de vivir. Era un hombre católico pero de mentalidad luterana y estaba obsesionado con el ahorro, si bien conocía “el arte de la generosidad comedida.”
Había leído a Proust pero no sabía que el establecimiento del que era propietario había estado muy vinculado a uno de los escritores más asombrosos de todos los tiempos. Vivía en la ignorancia y estaba libre del fantasma de Marcel, tan presente todas las noches, y tan ausente.
La noche es el verdadero alambique de las pasiones, que destila lo mejor y lo peor de nosotros mismos, y es de noche cuando mejor se ve la rueda del deseo. Desde esa perspectiva, la recepción del antiguo hotel de Proust se convertía, con el caer de la noche, en el mejor mirador para observar al animal humano de la frondosa jungla de París. También era un buen lugar para desplegar tus armas psicológicas, si las tenías, y si no las tenías era el mejor lugar para adquirirlas rápido. En el Marigny vi toda clase de combinaciones posibles entre cuerpos y personas: parejas, tríos, juegos de cuatro y de cinco, relaciones escandalosamente edípicas, incesto. Se trataba de asuntos a veces trasparentes y a veces no, que te ayudaban a comprender mejor el ambiguo tejido del mundo y su alto contenido de deseo.
La imaginación se despegaba porque a menudo la mecánica de la noche la podía superar. Bastaba con tener los ojos abiertos para derivar de esa noche deseante las mejores creaciones de la imaginación, las más audaces y trasparentes, y también las más despojadas de esa mezquindad y esa falta de miras en la que a menudo ha caído la literatura realista. Todo lo dicho no convertía la noche del Marigny en una sucursal del infierno de Dante. Muy al contrario, las noches en el Marigny eran suaves como el aire de algunas novelas de Fitzgerald, y se respiraba una gran tranquilidad unida a una intimidad muy especial y a la vez muy parisina.
Proust adornó algunos espacios del Marigny con totografías y muebles de sus familiares, de modo que se sentía como en su casa, junto a la butaca de su padre y la imagen de su madre. A veces le encantaba que los chicos del hotel insultasen a algunos de los personajes de sus fotografías y los calificasen de gente degenerada y lasciva.

lunes, 17 de enero de 2022

"La pedagogía de los clásicos: alegoría del amor desinteresado" por Rafael Narbona



La pedagogía y la literatura parecen incompatibles. Sin embargo, Homero, Píndaro, Arquíloco y los grandes trágicos (Esquilo, Sófocles, Eurípides) utilizaron la poesía y el teatro para transmitir una determinada idea de la cultura. Homero fue el educador de los pueblos de la Hélade, a los que hoy llamamos griegos. La llíada y la Odisea inculcaron una constelación de valores en sucesivas generaciones, incitando al valor, la prudencia, el ingenio, el honor, la fidelidad. Dejemos de lado las polémicas sobre la identidad de Homero, quizás una mera leyenda que encubre la autoría colectiva de dos poemas separados por un siglo. Quedémonos tan solo con que fue un gran poeta y un gran educador. No es posible deslindar esas facetas, sin desfigurar su actividad creadora. Podemos decir algo semejante de Esquilo, Sófocles y Eurípides, que plantearon –entre otros dilemas- el conflicto entre la moral privada y las obligaciones ciudadanas. La conmovedora historia de Antígona, que sepulta el cadáver de su hermano Polinices, desafiando a Creonte, rey de Tebas, sigue atrayendo poderosamente la atención casi dos mil quinientos años después. ¿Quién no piensa que el afecto a un ser querido está por encima de la ley? Edward Morgan Foster afirmaba que si tuviera que elegir entre traicionar a su patria y traicionar a un amigo, escogería traicionar a su patria. Las historias de Prometeo y Medea también nos continúan planteado agudos dilemas. ¿Acaso no hemos sentido alguna vez que el anhelo de poder o venganza ofuscada nuestra razón? ¿Quién no ha experimentado alguna vez una ira ciega o una ambición insensata, olvidando las objeciones morales?

Los clásicos griegos se habrían quedado muy desconcertados si hubieran conocido la doctrina del arte por el arte. Supuestamente, esa teoría emancipó a la creación literaria de servidumbres morales, pero lo cierto es que la exaltación del arte por el arte no es una filigrana amoral. Simplemente, expresa otra moralidad, según la cual la vida solo se justifica como fenómeno estético. Esa perspectiva atribuye a la forma una trascendencia paradójica, pues si la existencia solo es juego y devenir, una obra es tan efímera y frágil como una pompa de jabón. ¿Por qué atribuirle importancia si su destino es desaparecer sin dejar huella?

Al igual que los poemas homéricos, la Comedia de Dante es una obra con una intensa vocación pedagógica. Dante es un poeta y un maestro. Sus tercetos endecasílabos en bellísimo toscano no se limitan a encadenar imágenes o tejer metáforas, puliendo las palabras hasta obtener su tono más arrebatador. Su intención última es averiguar el camino de la salvación. En nuestra época descreída, esa intención se menosprecia o se pasa por alto, alegando que la mentalidad del siglo XIV aún chapoteaba en el cieno de la superstición, pero lo cierto es que la Comedia perdería su hondura si quedara reducida a meros hallazgos verbales o a un asombroso ejercicio de la imaginación, capaz de describir regiones inexistentes. Dante no pretende cartografiar el más allá, sino interpretar su época y clarificar el sentido de la existencia. Su descenso al Infierno intenta mostrar la impotencia del ser humano cuando sucumbe a la lujuria, la pereza, la ira, la avaricia o la violencia. Los suplicios de los que se dejaron arrastrar por estas pasiones solo son escenificaciones de las tempestades acontecidas en el interior de la conciencia. Los castigos que narra Dante no son fantasías barrocas, sino representaciones simbólicas de la infelicidad que produce el mal. El júbilo que inunda el Paraíso muestra la dicha que se desprende de actuar de forma ética, sin transigir con las penumbras que nos acechan. Dante es el poeta de la esperanza, el educador de una humanidad desbordada por las pasiones, el maestro que aplaca los impulsos dañinos y desordenados. Su Comedia es una pedagogía de la vida, una lección de amor que encauza nuestra sed de absoluto.

Como Dante, Shakespeare no se conformaba con entretener. Sus obras de teatro y sus sonetos reflexionan sobre el poder, el amor, la traición, la templanza, los celos, la lealtad, el mal. Macbeth nos muestra el abismo por el que se despeñan los traidores. El asesinato del rey Duncan abre las puertas del infierno, reduciendo la existencia a un vendaval de furia. Otelo nos revela que los celos no nacen del amor, sino de la posesividad y por eso prefieren la muerte del ser amado a la posibilidad de la pérdida. Hamlet nos enseña que concebir la vida como una sombra o una ficción paraliza nuestra capacidad de decidir, sumiéndonos en la angustia existencial. Shakespeare es un humanista acosado por la melancolía. Su sensibilidad mórbida y crepuscular nos adentra en los páramos del nihilismo. Embriagado por la tristeza, nos advierte que la felicidad no es algo sobrevenido, sino un imperativo ético que nos saca de la apatía. Shakespeare dedicó mucho tiempo a explorar el tema del mal, construyendo personajes inolvidables: Ricardo III, lady Macbeth, las hijas desleales del rey Lear, Cayo Casio, Calibán. Todos acaban sus días de forma trágica o indigna. No son castigados por la providencia, sino por la misma perversidad de sus acciones, que se revuelven contra ellos. La pedagogía de Shakespeare invita a obrar el bien, pero advierte que ser justo no conduce necesariamente a la felicidad. Monarcas ecuánimes, inocentes doncellas, hijos que honran a sus padres, jóvenes amantes, vasallos leales, mueren de forma cruenta y vejatoria. Cuando se sufre injustamente y no hay forma de evitarlo, solo cabe afrontar la desdicha con entereza. Es la única alternativa que no pueden arrebatarnos. Shakespeare parece ajeno a la moral cristiana. Su filosofía está más cerca del estoicismo, quizás porque vivió una época de guerras y epidemias, donde la muerte imponía un tributo desmesurado.

Cervantes tal vez inició el Quijote con el simple propósito de entretener, pero enseguida trascendió ese horizonte. Viejo, pobre y fracasado, había renunciado a sus ambiciones de juventud. El humor se perfilaba como el único refugio donde cabía cobijarse, sin caer en la hiel del desengaño. Cervantes empezó a escribir hilando bufonadas, pero enseguida surgió esa mirada humanista de inspiración erasmista que impregna toda su obra. A diferencia de Shakespeare, su contemporáneo y, en algunos aspectos, su espejo, Cervantes sí es un cristiano convencido. Se aflige con el dolor de los más vulnerables y piensa que el cielo algún día reparará los agravios, reconfortando a los inocentes y castigando a los réprobos. A lo largo del Quijote, Cervantes reflexiona sobre los clásicos griegos y latinos, el buen gobierno, la honra, la amistad, el amor, la poesía, la historia. Su sabiduría, serena y nada superficial, descansa sobre una enseñanza amarga: el idealismo está abocado al fracaso. La realidad siempre derrota a los sueños. Sin la perspectiva de la justicia ultraterrena, Cervantes quizás se habría dejado arrastrar por el pesimismo.

Los clásicos son nuestros maestros. Por utilizar una expresión de George Steiner, podemos decir que su magisterio es “la alegoría del saber desinteresado”. A pesar de los reparos que nos suscita la pedagogía cuando la vinculamos a la literatura, sería ingrato no reconocer que durante siglos los escritores han sido los educadores de la humanidad. ¿Podemos aventurar que los autores de hoy han renunciado a esa tarea? Pienso que no. Quizás son más individualistas, pero siguen alumbrando reflexiones que sirven de paradigma moral. Citaré solo tres casos, tres autores que ya pertenecen a la selecta galería de los clásicos. Coetzee ha dedicado su obra a reparar las heridas que abrió en el apartheid en Sudáfrica y ha denunciado la crueldad del hombre con el resto de las especies. Sebald ha meditado sobre la Shoah en sus libros, mitad novela, mitad ensayo, abordando aspectos poco comentados de esa tragedia, como el sufrimiento del pueblo alemán, cuya complicidad con el régimen nazi hizo que nadie lamentara los salvajes bombardeos de los aliados, ni los desplazamientos forzosos de la posguerra. En su última novela, Tomás Nevinson, Javier Marías plantea el dilema de cómo deben responder los gobiernos democráticos al desafío del terrorismo. ¿Es lícito matar al que ha destruido vidas inocentes para imponer una idea? ¿Es el hombre verdaderamente libre o se deja arrastrar por el torrente de la historia? ¿Podemos vivir al margen de los problemas morales o siempre acaban atrapándonos, obligándonos a adoptar al menos una posición de aquiescencia o repudio?

Los grandes escritores de hoy no han abandonado ese propósito pedagógico que advertimos en Homero, Dante, Shakespeare o Cervantes, pero como sus egregios predecesores evitan el moralismo explícito. Sus enseñanzas están hábilmente mezcladas con los hechos que relatan, componiendo un tapiz sin estridentes contrastes que afecten al equilibrio del conjunto. Pienso que la literatura es un hecho moral y estético. Busca la verdad y la belleza. Primo Levi, Wolfgang Koeppen, Virginia Woolf o Michel Tournier, por citar a un puñado de maestros modernos, han cumplido una función similar a la de Homero, promoviendo valores que han considerado apropiados para nuestro tiempo, como la libertad, la solidaridad, la igualdad entre clases y sexos, el espíritu crítico o la memoria de las víctimas. Pocos autores de genio han cantado a la guerra, el individualismo o el desprecio por la inocencia. Cuando leemos Tempestades de acero, de Ernst Jünger, Los sótanos del Vaticano, de André Gide, o Madrid, de corte a cheka, de Agustín de Foxá, admiramos su perfección formal, pero sentimos frío en el alma. Personalmente, reivindico el magisterio de Galdós, Gabriel Miró y Miguel Delibes. Cada vez que me adentro en sus libros, pienso que el ser humano, imperfecto y a veces miserable, merece ser celebrado, pues ha inventado la literatura, un taller que nos ayuda a educar nuestras emociones y exorcizar nuestros demonios.

lunes, 10 de enero de 2022

La contrahecha realidad

 La vuelta a clase ha resultado ser mucho más tranquila de la que yo y todos los medios de comunicación, que me habían puesto los testículos entre los dientes, habíamos previsto. En mi centro no faltaba ningún profesor y tan solo ha habido una ausencia de los casi 80 alumnos a los que imparto clase. No, no ha sido necesario forrarse las meninges con felpa ni hemos tenido que asistir a montones de chicos sin cencerro (léase profesor). No sé en otros sitios, pero en el nuestro ha ocurrido lo habitual cuando se predice una hecatombe: que no sucede. Las "filomenas" nos pillan desprevenidos porque no están anunciadas en toda su virulencia, porque nadie se las espera. El cierre de los centros en marzo de 2020 y el confinamiento consecuente nadie lo había previsto, fue algo sorpresivo. La vuelta al cole después de Navidad se presentaba caótica y, seguramente, debido a ese anuncio reiterado, la realidad se encapricha en no seguir los malos augurios. La realidad es contrahecha, como un niño caprichoso, malcriado. Solo cumple los peores augurios cuando no están anunciados. Le gusta llevar la contraria.   

martes, 21 de diciembre de 2021

"Instrucciones para leer un clásico" por Rafael Narbona



Los clásicos literarios desafían a los dioses, pues evidencian que un ser humano puede crear un universo. Por eso muchos pueblos han considerado que los libros deberían arder. En 'Los teólogos', un cuento de Jorge Luis Borges incluido en El Aleph, los hunos entran a caballo en una biblioteca monástica y queman todos sus libros, pues entienden que blasfeman contra su dios, que es una cimitarra de hierro. ¿Cómo acercarnos a unas obras que desprenden el terrorífico resplandor de lo sagrado? ¿Cómo adentrarse en un territorio que los siglos han convertido en un recinto misterioso y a veces hermético? Pienso que el primer paso es leer esas obras que han sobrevivido a la implacable criba del tiempo y no cesan de ser estudiadas, anotadas y comentadas.

Pese al fervor y los honores que se les tributan, lo clásicos son grandes desconocidos. España es el país del Quijote, pero muchos españoles no han leído la novela, disuadidos por su extensión, sus arcaísmos y la sensación un poco humillante de que ya no es posible un juicio adverso. Para vencer esos reparos, recomiendo adoptar una actitud irreverente. Los clásicos no son ídolos que esperan genuflexiones, sino textos que nacieron muchas veces con la intención de entretener a un público poco selecto. Cervantes celebró que el Quijote se leyera en ventas. No me parece una mala idea frecuentar sus capítulos con la misma expectación que concita una buena serie. La solemnidad sobra. Si Cervantes hizo todo lo posible para arrancar carcajadas, ¿por qué escatimarlas ahora? Shakespeare no pretendía que los espectadores de sus tragedias y comedias asistieran a las representaciones con la seriedad de un filósofo escolástico, sino con el espíritu del que se halla dispuesto a dejarse asombrar. La literatura no es solo entretenimiento, pero eso no significa que excluya el entretenimiento, el goce, el placer. Me produce perplejidad que alguien pueda aburrirse con el Quijote o con Romeo y Julieta, el mejor melodrama de todos los tiempos.

El segundo paso para leer a los clásicos debería consistir en hacerlo desde la perspectiva de su época. Si leemos la Ilíada con los valores de nuestras sociedades democráticas, nos parecerá una oda a la barbarie. Los aqueos y los troyanos se matan con ferocidad, despreciando cualquier forma de compasión. Apiadarse del enemigo abatido es un gesto de cobardía. El valor exige atravesarlo con la espada o la lanza. Homero, Virgilio, el Antiguo Testamento, la Canción de Roldán, los libros del ciclo artúrico, Garcilaso de la Vega y Cervantes celebran la guerra y no podemos juzgarles con la óptica de nuestros días. La humanidad necesitó mucho tiempo para repudiar la violencia, lo cual no significa –por desgracia- que haya desaparecido.

Guerra y paz, de Tolstoi, está más cerca de nuestra mentalidad que la llíada, pero en los dos casos se trata de obras extraordinarias. La violencia de la guerra de Troya no impide que a veces aparezca la piedad. Aquiles devuelve el cadáver de Héctor a Príamo, su padre y rey de Troya. Príamo agradece el gesto, besando las manos que han sido el instrumento de la muerte de su hijo. La escena nos conmueve profundamente, en especial si reparamos en las costumbres de la época, donde era frecuente ejecutar a los vencidos y esclavizar a sus familias. Los clásicos más antiguos exigen un ejercicio de comprensión que solo será posible poniendo en suspenso nuestros valores.

Calificar de machista La fierecilla domada, de Shakespeare, nos impide apreciar sus diálogos chispeantes, la hábil caracterización psicológica, el ritmo vertiginoso de las escenas, los golpes de ingenio. Además, no nos deja advertir que Shakespeare no hace en ningún momento una apología de la violencia contra la mujer. Petruccio nunca responde a las agresiones de Catalina, que se comporta como un basilisco. Simplemente, remeda grotescamente su conducta, mostrándole que actúa de forma injusta e irracional. Su forma de “domar” a una mujer tan insoportable como la Jantipa de Sócrates, que cocinaba de mala gana y le vaciaba el orinal en la cabeza, consiste en utilizar la parodia, una eficaz pedagogía que obliga a la “fierecilla” a mirarse en el espejo. Catalina no soporta la imagen que Petruccio le devuelve de sí misma y decide cambiar.

Anthony Burgess sostenía que “los movimientos de liberación de la mujer debían considerarse, principalmente, como la elevación del mal genio a categoría de virtud resplandeciente”. Frente a ese mal genio, que alardeaba de llamar “cerdos” a los hombres, Burgess elogiaba la pedagogía del amable Petruccio, que lograba transmutar la agresividad de Catalina en cortesía y racionalidad. Hablé de poner en suspenso nuestros valores, pero no sería menos deseable someterlos a un examen crítico que nos permitiera averiguar su fondo último. En nombre de la libertad, se han cometido los peores abusos o, como es en el caso de La fierecilla domada, se ha desfigurado el significado de una obra.

El último paso para leer a los clásicos es reconocer que la literatura es lenguaje, estilo, artificio, una forma de decir las cosas que elude lo fácil e inmediato. O que llega a lo fácil e inmediato después de un largo rodeo. El falso debate entre fondo y forma ignora que la literatura siempre es un fondo modulado por una forma. Separar esos ámbitos es un ejercicio de miopía. ¿Es posible imaginarse la Ilíada bajo otra forma que el hexámetro? ¿Podemos concebir la Comedia de Dante sin los tercetos encadenados que trazan la topografía del más allá? ¿Soportaría Paradiso, de Lezama Lima, una clarificación cartesiana que desmontara sus piruetas neobarrocas?

Para leer a un clásico, hay que educar el oído hasta adquirir esa sensibilidad que nos permite apreciar la sensualidad de las palabras acoplándose como bailarinas de un coro. Eso no significa que la literatura solo sea abundancia y pirotecnia. Quevedo y Góngora pulen su estilo hasta lograr efectos casi mágicos, demostrando que el lenguaje, con unas pocas reglas y fonemas, puede ser la matriz de infinitas variaciones. En cambio, Hemingway desnuda el lenguaje hasta despojarlo de adornos y contorsiones, logrando que la lectura apenas difiera de una mirada filtrada por un cristal de exacerbada transparencia. Flaubert aborda el lenguaje como si fuera una catedral, convirtiendo las frases en contrafuertes y arbotantes que sostienen el edificio. Joyce, en cambio, destruye la sintaxis y conspira contra la lógica para demoler el lenguaje, transformando las ruinas en un paradójico prodigio.

¿Cuál es mejor escritor? Es una pregunta absurda. Ambos son grandes y disímiles literatos. Madame Bovary y Molly Bloom son personajes devorados por la misma inquietud: no pasar por la vida sin experimentar esas pasiones que rompen la rutina, alumbrando instantes de plenitud. Saben que su anhelo esconde la semilla de la autodestrucción, pero no pueden interrumpir su vuelo, como esas polillas fatalmente atraídas por la luz. La literatura es una sinfonía de palabras. Si no se afina el oído, su rumor pasa desapercibido. Para leer a los clásicos, hay que amar las palabras, disfrutar de su sonido y su tacto, dejarse embriagar por ellas y no exigirles la precisión de los números, que no conocen la ambigüedad y el espíritu lúdico. Dicho de otro modo: la literatura es música, una melodía semejante a la de las sirenas que intentan arrastrar a Ulises al abismo. Debemos dejarnos seducir por su canto y no lamentar que nos lleve a regiones remotas y extrañas.

Los clásicos literarios han dilatado el mundo. La buena literatura siempre es poiesis, creación. No me refiero a la mera creación formal, sino al milagro de incorporar al ser cosas nuevas cuya excelencia garantiza su perdurabilidad. Como dice Javier Marías, vivimos en una época que ha liquidado el concepto de posteridad. Sin embargo, en esa posteridad viven los clásicos. Podría decir que nos necesitan, pero creo que es al revés. Somos nosotros los que los necesitamos a ellos. Sin Homero, Dante, Cervantes y Shakespeare, la historia de la humanidad quedaría brutalmente mutilada y terriblemente empobrecida. Un porvenir sin el Quijote, El rey Lear, la Comedia o la Odisea se parecería a uno de esos pueblos abandonados, donde la existencia solo es una mezcla polvo, tedio y miseria. No me gustaría conocerlo

martes, 7 de diciembre de 2021

"George Orwell y el triste oficio de reseñar libros" por Rafael Narbona



Los críticos literarios se han convertido en anacronismos vivientes, como las cintas de VHS o los coches sin GPS. Ya no se reconoce su autoridad y sus opiniones han dejado de ser influyentes. El crítico literario debería ser el árbitro de lo nuevo y el centinela del pasado, pero ya solo es un cachivache anticuado, como las viejas enciclopedias y los álbumes de fotografías. Su decadencia no es un fenómeno aislado, sino una consecuencia de la crisis del concepto de cultura. Shakespeare se ha vuelto mucho menos influyente que cualquier youtuber, por efímero que sea. Muchas personas ignoran quién es Rodin y jamás han pisado una pinacoteca, pero se pasan largas horas delante de una pantalla de plasma gigantesca contemplando cómo se increpan los concursantes de un reality-show. El House, un estilo de música electrónica que recuerda los espasmos de una taladradora, ha desbancado a Mozart y Bach.

Yo llevo escribiendo reseñas más de veinte años. Si miro hacia atrás y hago un cálculo realista, descubro que he reseñado cerca de mil libros. Mis artículos flotan por internet, pero eso no significa que hayan adquirido la condición de textos imperecederos. Más bien se parecen a las piezas de un vasto desguace. Solo son restos que algunos aprovechan para completar un trabajo universitario o la entrada de un blog. No son muy diferentes de esos neumáticos de segunda mano que se compran para hacer un apaño. Seguirán ahí cuando yo no esté, pero en ningún caso me proporcionarán la inmortalidad. Al revés, pondrán de manifiesto la precariedad de la vida y el escaso interés de los vivos por los difuntos.

George Orwell también escribía reseñas. Evidentemente, no se le recuerda por ellas, sino por sus libros. En un artículo titulado “Confesiones de un crítico literario”, que apareció el 3 de mayo de 1946 en el Tribune, describía la rutina de los que nos dedicamos a comentar libros. El crítico literario casi siempre es un hombre de mediana edad que ha envejecido prematuramente. Dado que pasa mucho tiempo en su estudio, un lugar pequeño, frío y mal ventilado, descuida su higiene y su apariencia, poniéndose todos los días el mismo batín apolillado. Su mesa está llena de libros y colillas. Siempre deja para el último momento las reseñas, limitándose a leer las primeras cincuenta páginas. A fin de cuentas, suelen pedirle seiscientas palabras y, en ese espacio, se puede decir poca cosa. Con un poco de imaginación y cierta destreza, no es difícil engañar a los lectores. Vive aterrorizado porque alguien descubra su artimaña, pero gracias a ella sus artículos siempre llegan a tiempo.


No actuó así desde el principio. En sus primeros años, intentó ser riguroso y honesto, pero la obligación de escribir dos o tres artículos a la semana, le ha maleado, convirtiéndole en un impostor. Orwell le disculpa, pues sabe que “la reseña prolongada e indiscriminada de libros es un trabajo excepcionalmente desagradecido, irritante y agotador”. Entre otras cosas, “conlleva elogiar basura” y leer libros por los que no se siente ningún interés. Orwell opina que una reseña debería tener al menos mil palabras. Por debajo de eso, un texto apenas merece la calificación de apunte.

Dado que llevo más de veinte años en este oficio, puedo confirmar que la caricatura que esboza el autor de 1984 se parece bastante a la realidad. Yo no tengo un estudio frío y mal ventilado, pero algunas mañanas me he dejado llevar por la pereza y no me he quitado la bata hasta la hora de comer. Creo que no he envejecido de forma prematura y no fumo, pero me agobio a menudo, pues a veces me han pedido reseñas con un plazo ridículo: tres o cuatro días, incluso menos. No me he limitado a leer las primeras cincuenta páginas, pero cuando escribía la reseña y una publicidad inesperada me forzaba a mutilar el texto, me preguntaba si había merecido la pena el esfuerzo.

En una ocasión, hice un experimento. Leí el libro por encima, saltándome párrafos y páginas enteras. No le dediqué más de dos o tres horas, aunque se trataba de una novela-río, casi con la extensión de La montaña mágica o el Ulises. Escribí la reseña y la archivé. Toda la operación me ocupó una tarde. Después, leí la novela entera, con un lápiz en la mano, subrayando y anotando en los márgenes. Al finalizar, escribí la reseña, unas mil palabras. Esta vez empleé casi una semana. Comparé los dos textos y el primero me pareció mejor. Estuve a punto de enviarlo, pero estimé que no era honesto. ¿Por qué era mejor el primero? Quizás porque era más imaginativo y menos académico. Un profesor siempre tiende a ser algo solemne y yo he pasado veinte años en las aulas. Ahora que ya no soy un joven docente, sino un hombre en el umbral de la vejez, me tomo las cosas menos en serio. Espero que la muerte aún me conceda un par de décadas, pero saber que me acerco a ella, lejos de ensombrecer mi ánimo, ha excitado mis ganas de ironizar sobre todo. El sentido del humor es el mejor invento del ser humano. Nace de la fusión de la inteligencia y el optimismo. Los tiranos casi nunca sonríen, lo cual confirma que no he dicho una tontería.

¿He leído libros que no me interesaban? Muchos. ¿He elogiado basura? Ay, sí. Por ejemplo, escribí una reseña muy elogiosa de Serotonina, de Michel Houellebecq. A veces, me pesa. Me dejé llevar por la expectación que había despertado la obra y por el talante provocador de su autor. Siempre he sentido debilidad por los tipos raros y chiflados, particularmente si cultivan la extravagancia para esconder su vulnerabilidad. He vuelto a leer la novela y me parece abominable. La escena que recrea los abusos sexuales perpetrados por un adulto perverso con una menor es indigna y repulsiva. Nada que ver con Lolita, de Nabokov, poética e inquietante. Serotonina es una novela vulgar y morbosa, con una insoportable carga de misoginia. Flirtea con el catolicismo, pero desde una perspectiva preconciliar, rebajando la experiencia religiosa a mera superstición. No sé si el día del Juicio Final, me pedirán cuentas por elogiar el libro. Si es así, me apropiaré de las palabras de Orwell, explicándole a Dios que “la reseña indiscriminada de libros es un trabajo excepcionalmente desagradecido, irritante y agotador”. He omitido “prolongada” porque lo cierto es que me gusta mi oficio. En cambio, subrayo lo de “indiscriminada”.

Sería un ingrato si no admitiera que El Cultural suele reservarme las novedades más interesantes, pero tengo que darle la razón a Orwell: reseñar indiscriminadamente no es bueno para el carácter. Y creo que tampoco para el espíritu. Afortunadamente, tengo este espacio, donde puedo reencontrarme una y otra vez con los clásicos. Eso sí, no ignoro que soy algo tan anómalo como una vieja postal, una pajarita o un Christmas. Por cierto, El Cultural enviaba antiguamente Christmas. Era un bonito detalle, pero ya no lo hace. En su lugar, manda una felicitación electrónica. Verdaderamente, vivimos un tiempo de decadencia y los críticos literarios somos quizás una de las notas cómicas de esta hecatombe. No me importa. Prefiero este papel al de villano, algo reservado a los corifeos de la cultura de masas, los políticos que recortan horas a la filosofía y los artífices del lenguaje inclusivo.

lunes, 29 de noviembre de 2021

"Poros" por Irene Vallejo



Nuestro órgano más grande, la piel, es un enorme archipiélago de poros. Somos criaturas agujereadas, aunque nos gusta imaginarnos tersas, firmes y esculturales. Alimentamos esa fantasía con filtros y cremas, retoques fotográficos o quirúrgicos. Como escribe Byung-Chul Han en La salvación de lo bello, “lo pulido, liso e impecable es la seña de identidad de la época actual. Es lo que tienen en común las esculturas de Jeff Koons, los iPhone y la depilación. Lo pulido encarna la actual sociedad positiva. Sonsaca los ‘me gusta”. Encumbrar las superficies brillantes y bruñidas, sin defectos, significa apostar por una estética anestesiada.

Hace más de medio siglo, la literatura de ciencia ficción anticipó esta obsesión por las superficies impecables. Un joven llamado Ray Bradbury, que se ganaba la vida vendiendo periódicos por la calle, solía refugiarse al acabar la jornada en sus adoradas bibliotecas. Allí, con una máquina de escribir alquilada, escribió Fahrenheit 451, un vibrante alegato sobre el valor del arte, ambientado en un mundo totalitario —esas invivibles sociedades perfectas— donde los libros están proscritos y deben ser quemados. En un conmovedor capítulo, un profesor de Literatura privado de su puesto se pregunta: “¿Por qué los libros son odiados y temidos? Muestran los poros del rostro de la vida. La gente comodona solo desea caras de luna llena, sin poros, sin pelo, inexpresivas”. El personaje recuerda que 40 años atrás se quedó sin trabajo al cerrar la última universidad de humanidades. Un día, sentado en un banco del parque, mientras acaricia un libro de poesía oculto en su chaqueta, su posesión clandestina, le escuchamos describir con palabras de cadencia musical el cielo, los árboles y la exuberante naturaleza. “No hablo de cosas, señor. Hablo del significado de las cosas. Me siento aquí y sé que estoy vivo”. La belleza de la poesía es porosa, ambigua, imperfecta, peligrosa.

En torno al año 400, un poeta de Alejandría llamado Páladas, contemporáneo de la sabia Hipatia, dejó constancia de sus penalidades: “Soy profesor de letras. La cólera de Aquiles fue para mí causa de funesta miseria. Me matará el hambre fiera. Para que otra vez Paris raptara a Helena, yo me he hecho mendigo”. Me gusta imaginar al profesor cesado de Fahrenheit en aquel mismo parque, charlando con Hipatia y el viejo Páladas, mientras recitan poemas y comparten penurias. Al poco, se uniría una curiosa pandilla de profesores de la Universidad de Oxford: primero llegarían envueltos en una nube de humo, pipas en ristre, Tolkien y C. S. Lewis, ambos filólogos empedernidos; después, el matemático Lewis Carroll, tal vez acompañado de la pequeña Alicia, hija de un especialista en griego clásico. La fantasía de este estrafalario trío de enamorados de las lenguas antiguas creó personajes literarios y sagas inolvidables que hoy generan colosales beneficios y un rentable imperio económico. A Páladas le hubiera divertido saber que el amor a Homero, además de mendigos, puede forjar con el tiempo inesperados millonarios. La creatividad es un laberinto de pasadizos sorprendentes.

Cada vez más encerrados en nuestras cápsulas herméticas, pasamos por alto la belleza imprevista, espontánea, sin precintar. En 2007, el periódico The Washington Post llevó al metro de Washington al célebre violinista Joshua Bell, que interpretó obras de Bach con un valiosísimo stradivarius. En plena hora punta, miles de personas pasaron de largo con total indiferencia. Dos días antes había llenado un teatro a 100 dólares la butaca, pero esa vez Bell solo recaudó 32 dólares y no llamó la atención de más de seis espectadores, la mayoría niños. Como sabían el maestro de Bradbury y la Alicia de Carroll, la literatura y el arte son madrigueras que comunican nuestra imaginación con el mundo. Quienes enseñan humanidades abren cada día pasadizos. Sin su labor, nos arriesgamos a perder la valiosa imperfección del mundo: lo bello resbalaría sin empaparnos. Frente a pieles etiquetadas y envasadas al vacío, la filosofía, la música y las lenguas antiguas todavía respiran, manteniendo viva la esperanza de ser porosos.

sábado, 20 de noviembre de 2021

"Tiempos de sinrazón" por Antonio Muñoz Molina



Cuanto más rico y profundo es el conocimiento parece que se vuelve más contumaz la ignorancia. Nunca como ahora ha sido más accesible el saber, y nunca la ciencia y la tecnología habían sido tan eficaces a la hora de investigar la naturaleza de un virus letal y de idear vacunas y tratamientos contra él: pero da la impresión de que cuanto mayores son los avances, mayor es también el efecto reactivo del oscurantismo. Un estudio estadístico citado hace poco por The Economist ha revelado una correlación, en Estados Unidos, entre la defensa del derecho a llevar armas de fuego y la creencia en una lucha cósmica entre el Bien y el Mal y en la existencia del demonio. En Estados Unidos, y sobre todo en el sur, con su religiosidad bíblica y apocalíptica, la compra de armas de fuego se multiplicó durante la pandemia. Llevar pistola debe de ser una medida sanitaria más eficaz que ponerse una mascarilla, sobre todo si en la otra mano se lleva la Biblia. Pero en la Europa laica, rica y culta el negacionismo de las vacunas nos hace vulnerables de nuevo, y en muchos de los responsables científicos y de salud pública se nota un desaliento que les agrava la extenuación de una lucha ya tan larga: es el desaliento ante esa propensión incorregible de muchas mentes humanas a no aceptar los datos de la realidad y a no ejercitar el raciocinio, a no ver lo que se tiene delante de los ojos, a recelar de las personas dotadas de conocimiento y credenciales contrastadas y entregar al mismo tiempo su confianza a estafadores, brujos, videntes, echadores de cartas. En otras épocas la miseria y el atraso hacían tal vez inevitable la primacía de la superstición. Cuando no se sabe nada de las leyes de la naturaleza y se carece de defensas contra las enfermedades y las catástrofes, cualquiera puede creer en el mal de ojo y confiar en conjuros y milagros. Ahora, al menos en nuestra parte del mundo, la educación vuelve accesibles los conocimientos fundamentales a la inmensa mayoría, y casi en cada momento de la vida cotidiana puede comprobarse la fiabilidad de los saberes científicos y de las tecnologías que se derivan de ellos.

Lo peor no es que el oscurantismo niegue la ciencia y la racionalidad: es que las vuelve a su servicio. Hace ya muchos años, antes de los tiempos de internet, me llamó la atención una noticia que leí sobre las comunicaciones que establecían con la Tierra los cosmonautas rusos que pasaban meses en la estación espacial. Aparte de con sus familias, resulta que se comunicaban sobre todo con sus brujos y astrólogos personales. Hacían compatibles la astrofísica y la astrología, del igual modo que varios siglos antes Isaac Newton había seguido practicando la alquimia al mismo tiempo que dilucidaba algunas leyes fundamentales de la física. También Galileo Galilei, padre del método experimental, explorador de los cráteres de la Luna y de la aceleración de los cuerpos, era devoto de la Virgen de Loreto, y peregrinó una vez a su santuario, dando vueltas de rodillas a la casa natal de la Virgen María, transportada milagrosa y oportunamente desde Belén a Italia por los ángeles, cuando estaba a punto de ser derribada por unos impíos sarracenos.

Cuando irrumpió internet, los profesionales del optimismo tecnológico auguraron que se abría una nueva época como de ilustración universal, libre ya de la presunta tiranía de los poseedores tradicionales del saber, así como de la necesidad de cualquier esfuerzo, aprendizaje o disciplina: no harían falta ya periódicos, porque gracias a internet cualquiera podía ser periodista; los profesores ya eran superfluos, porque muchos eran mayores y torpes y lo que ellos pretendían enseñar o era inútil o los estudiantes, nativos digitales, ya lo aprendían por su cuenta; y ni siquiera era necesario estudiar ni aprender nada —esos temibles y desdeñados “contenidos”— porque cualquier información que uno necesite la tiene al alcance de un clic en la Red. Es como decir que no hace ninguna falta esforzarse en aprender un idioma, si cualquier palabra o cualquier frase pueden encontrarse traducidas al momento en la pantalla del teléfono. La alianza ya antigua entre psicopedagogos y comisarios políticos había tenido efectos devastadores en la enseñanza: ahora se han sumado a ella los idólatras felices de la tecnología, que tan buenos servicios prestan a esos tres o cuatro monopolios que ahora dominan el mundo.

Durante la pandemia hemos descubierto, por si no lo sabíamos, el valor de la sanidad pública. Pero igual de decisivo es el de la instrucción pública, porque estamos viendo que el oscurantismo militante causa contagios y muertos, y nos vuelve tan vulnerables al virus de la covid como al de la demagogia y la irracionalidad, que son los equivalentes políticos del esoterismo, del curanderismo, de las pseudociencias. Se vota a un demagogo populista por la misma depravada confusión mental por la que se acude a un tarotista o a un astrólogo, buscando remedios mágicos a problemas reales o a fantasías o delirios. En internet hay artículos de gran seriedad que enseñan cómo distinguir a un tarotista riguroso de un impostor. En Barcelona, cuenta en este periódico Jesús García Bueno, una mujer ha denunciado a una tarotista célebre por haberla amenazado y acosado después de cobrarle más de 30.000 euros con la promesa de que iba a ayudarla a salir de sus apuros económicos. Cuando la mujer acudió a ella, el diagnóstico de la tarotista fue terminante: “Tienes mal de ojo, llevas un muerto a la espalda y tus perros van a morir”. El remedio a aquellos apuros incluía la intervención de un “abrecaminos”, que rezaría diariamente durante varias horas para disipar el maleficio, así como el viaje de un exorcista a Jerusalén, a fin de enterrar allí unos collares de los perros y unos calcetines de esta mujer. Como su cuenta en el banco estaba bloqueada, para pagar a la tarotista acudió a su propio fondo de pensiones. Pero esta mujer no es una pobre ignorante: tiene la carrera de Derecho y trabajó como profesora hasta su jubilación. Dice que estaba tan desesperada que si la tarotista le hubiera pedido 100.000 euros, habría sido capaz de robar para conseguirlos. Hasta el organismo más vigoroso puede ser vencido en poco tiempo por el ataque de un virus. La mente humana es tan propensa a la sinrazón que es preciso fortalecerla sin reposo con la disciplina del sentido común y del conocimiento, con los anticuerpos de la libertad de espíritu agudizada por el continuo aprendizaje de lo racional y lo real.

martes, 9 de noviembre de 2021

Lírica medieval

Lírica medieval Presentación sobre la lírica medieval para Literatura Universal.


sábado, 23 de octubre de 2021

"Horas de Turín" por Antonio Muñoz Molina




Llegar de noche a Turín se parece mucho a soñar que se ha llegado de noche a Turín. La carretera del aeropuerto se convierte en una de esas largas calles rectas que de día desembocan en las colinas verdes o en los Alpes azulados y de noche terminan en una pura oscuridad. Para no perderme yo solo en el fondo de una desatinada furgoneta me siento al lado del conductor. Hablamos a oscuras, los dos con mascarilla, y eso acentúa la extrañeza mutua, nuestra condición fantasmal. El conductor me cuenta que sabe un poco de español, aunque no ha estado nunca en España. Lo ha aprendido de una amiga cubana, me dice. Hablamos muy cerca el uno del otro sin vernos las caras. Ahora la avenida recta por la que avanzamos incluye las paralelas añadidas de los raíles y los cables de un tranvía. Ha empezado lo que Primo Levi llama “la geometría obsesiva” de Turín: la de los arcos y las columnas de los soportales, las hileras de balcones y ventanas en las fachadas severas de los edificios, la geometría de las plazas comunicantes, las plazas sucesivas con jardines y estatuas que en ocasiones, sobre todo de noche, dan la sensación alarmante de una misma plaza repetida, una racionalidad tan exacta que ya tiene algo de desvarío. El conductor me deja delante del hotel y me desea suerte. Por culpa de la mascarilla, la luz escasa de las farolas no disipa su anonimato. El letrero del hotel brilla en la penumbra del interior de los soportales. La claridad blanca se refleja en las losas pulidas del suelo, relucientes por la humedad fría. Un recepcionista me pide lo que en italiano moderno se llama il green pass, el certificado de vacunación, y me hace entrega no sin ceremonia de una llave de hotel antiguo, con su borla pesada. Me ha entregado también un sobre. Yendo hacia el ascensor, con la fatiga y la impaciencia de soltar el equipaje, me doy cuenta de que el nombre en el sobre no es el mío. El recepcionista teclea en el ordenador para remediar el malentendido. No hay ninguna reserva a mi nombre en este hotel. Por un momento me siento perdido en esta irrealidad de los aeropuertos, los hoteles, los códigos digitales. Quizás mi reserva es en el hotel de al lado, me dice el recepcionista, unos 200 metros más allá, en los mismos soportales. Ahora hay otra perspectiva de arcos y columnas, de losas pulidas y brillantes, y en ellas otro reflejo como un charco de claridad, el del nombre de otro hotel, hacia el que me apresuro más fatigado todavía, otro hotel con una recepción de maderas anticuadas y casilleros de llaves y un recepcionista igual de ceremonioso que por fin sí encuentra mi nombre.

El frío de Turín es tan afilado y húmedo como el de las noches de Granada. Salgo a la calle y me interno como en un recuerdo o en un sueño en calles rectas y oscuras por las que no pasa nadie, más descuidadas que hace solo dos años. La geometría de su trazado me lleva a la Via Roma, donde las columnas de mármol de los soportales tienen el mismo brillo que las losas, y que las cristaleras y los dorados de las tiendas de lujo, las mismas que en Madrid o Dubái o Kuala Lumpur, nombres y logos invariables de marcas. El brillo del frío húmedo lo subraya el de la luna casi llena sobre los tejados. Desde la Piazza Castello se alzan los ojos y se descubre sobre los tejados la Torre Littoria, que tiene una gallardía de rascacielos americano de los años treinta y una belleza del todo italiana, con algo de las torres y los campanarios de ladrillo rojo del Trecento. Al doblar una esquina sigue recortándose contra la oscuridad un neón rojo con el nombre Gramsci. Y a lo largo de toda la Via Roma, debajo de todos los escaparates, en los huecos a la entrada de las tiendas de lujo, se suceden los bultos de cartones y harapos de la gente sin techo: arrebujados bajo montones de mantas, tendidos sobre cajas de cartón y colchones viejos, asomando apenas las caras amoratadas por la intemperie y el frío, acompañados de perros dóciles que les dan algo de calor. Una amiga me cuenta que la pandemia ha hecho mucho daño en la ciudad, y que hay más pobres y más gente sin hogar que nunca.

Lo vivido tan brevemente ya empieza a ser pasado. El lunes por la mañana Turín es una ciudad populosa y agitada, no un escenario nocturno de silencio y soledad. Apenas llegado ya me estoy yendo. De la furgoneta negra que me está esperando se baja un conductor que es el mismo que me trajo hace menos de tres días, un tiempo tan comprimido de imágenes y encuentros que parece haber durado mucho más. De camino al aeropuerto el conductor y yo vamos hablando. La llanura que no vi de noche al venir ahora resplandece con los oros matinales de octubre. Le pregunto si está casado, si tiene hijos. Y entonces, en los minutos que tardamos en llegar, este desconocido me cuenta el drama y el fervor de su vida, su amor por esa amiga cubana de la que me habló como de pasada el otro día. Ella es pobre, por ser extranjera no encuentra trabajo, tiene un hijo de 10 años: es bellísima, me quiere tanto como yo a ella, dice el conductor, pero no podemos vivir juntos porque yo gano muy poco dinero, y ella tiene además que ayudar a su familia en Cuba. Así que no puede dejar al hombre mayor con el que vive, que está loco por ella, pero del que no está enamorada. Y yo no puedo pedirle que lo deje, dice el conductor, porque no podría mantenerla a ella y a su hijo, y ahora menos todavía, por culpa de la pandemia. En otras épocas hubo muy buenos trabajos en Turín, cuando la Fiat daba contratos fijos a decenas de miles de personas. Ahora ya no se encuentra nada seguro. “Soy un hombre muy celoso”, me dice, volviéndose un momento hacia mí, los ojos brillantes por encima del filo de la mascarilla, “un hombre muy celoso”. Pero ya hemos llegado. El conductor saca mi equipaje del maletero y me aprieta con fuerza la mano. Le deseo suerte y en cuanto me da la espalda baja la cabeza: ha vuelto a sumergirse en el tumulto secreto de su vida.

martes, 28 de septiembre de 2021

"Aleister Crowley y las vacaciones en Cefalú" por Fernando Olalquiaga



«Haz lo que quieras», repetía la Bestia aquí y allá a quien lo quisiera escuchar. Es más, añadió una segunda parte al mandamiento para darle a todo el asunto un carácter absoluto, irreversible, burocrático: «Haz lo que quieras será la única ley». Para qué complicarse la vida con más preceptos, con decálogos, con sacramentos, con algún tipo de antiderecho canónico cuyo motto latino bien podría ser Sanctis meis testiculi, cuando todo es mucho más sencillo. ¿Tengo derecho a hacer esto? Sí. Apoyado por la ley y su principio irrefutable, siempre tengo derecho. Por mis santos cojones. Y unos lo llamaron liberalismo y otros Thelema.

Tal y como sabemos desde mucho antes de que apareciera Freud dispuesto a aburrirnos con sus milongas, resulta que lo que quiere hacer todo el mundo es follar. Está descrito bien clarito en la Biblia, versículo aleatorio. Aleister Crowley, el autor de la genialidad ya citada —y es una genialidad porque una vez que sea lo suficientemente conocida y adoptada hará que cualquier estudio de la FAES resulte ser una obviedad— lo sabía muy bien. Cada mañana, después del desayuno, sin apenas tiempo para haber engullido un par de huevos fritos en grasa de carnero y, salvo los viernes, tres salchichas de Warwickshire, su padre reunía en el salón de la casa a la familia, al servicio y a cualquiera que tuviera la mala idea de asomar la cabeza por allí y les hacía leer a cada uno un capítulo de la Biblia en voz alta.

En la sesera del pequeño Alick, como en la de cualquiera que esté bien educado, ya sea en un colegio de curas o no, pronto se empezó a desarrollar una patología con la que hoy en día nos encontramos bien familiarizados, y del mismo modo en que nosotros simpatizamos con malvados legendarios como Tony Soprano, Hannibal Lecter o Freddie Mercury, él muy pronto empezó a animar interiormente al Falso Profeta, la Puta de Babilonia y la Bestia para que en las páginas finales del Apocalipsis triunfaran sobre la fuerzas del bien. Comenzó soñando con un mundo en el que los regalos de Navidad no estuvieran prohibidos por ser un símbolo del paganismo —tal y como pregonaba la Hermandad de Plymouth, una especie de Opus Dei a lo bestia del que era miembro activo su padre— y terminó visualizando escenas en las que la sodomía y el sexo grupal eran un modo de saludo tan natural como entrelazar las manos.

De la idealización pasó a la acción, y dedicó el resto de su vida a reunir en su persona unas cualidades que solamente podrían ser apreciadas en lugares tan acogedores como el infierno, y quizás en alguna convención de la rama más extrema del canibalismo. No es de extrañar que cuando heredó una fortuna que pedía a gritos un modo extravagante de ser dilapidada, el joven Edward Alexander se cambiara el nombre, renegara de Dios, abandonara la Universidad de Cambridge y, a la manera de las comisiones del FMI, se dedicara a recorrer el mundo mientras intentaba por todos los medios cubrirse de vergüenza, para finalmente fundar su propia religión.

El momento era propicio. A finales del siglo XIX y principios del XX las sociedades secretas eran, paradójicamente, muy populares. Era normal que alguien como Crowley, cuyas aficiones eran escalar montañas, escribir mala poesía y jugar al ajedrez —en los círculos más internos de la Universidad de Navarra es inquebrantable el consenso a la hora de definir la simpatía hacia esos pasatiempos como taras de difícil tratamiento— terminara por interesarse en el ocultismo e ingresando en una de esas sociedades. Allí pudo dar rienda suelta a casi todas sus chaladuras, y era feliz conviviendo entre gentes que creían que en alguna cumbre elevada del Himalaya, mediante un proceso que, para acabar de liarlo todo, podríamos considerar una especie de socialismo místico, los JEFES SECRETOS se dedicaban en cuerpo (inmaterial) y alma (también inmaterial, claro) a diseñar el destino del mundo, y que se cambiaban sus nombres de Tom, George y Alfred —o incluso William Butler Yeats— por Vestiga Nulla Restrorsum, Deo Duce Comite Ferro o Causa Scientiae. A Crowley, por novato, calvo y gordito, le dieron el nombre de Perdurabo. Cómo contenían la risa a la hora de pasar lista en sus reuniones es una de las técnicas secretas de control mental más preciadas, y no nos ha llegado entera.

Pero no fue hasta tener una intensa experiencia mística en Estocolmo, que es una manera un tanto rara de decir que un fornido escandinavo lo puso mirando a Katmandú y le hizo descubrir la verdad revelada en forma de sexo anal, que realmente Crowley inició el camino hacia las maravillas de la magia sexual que, si hacemos caso a sus enseñanzas y nos sometemos a sus dictados, pueden poner fin a los sufrimientos tardoadolescentes de tantos y tantos homínidos cargados de energía potencial sexual (con las mochilas cargadas, vaya) y los aún más numerosos seres pacientes que tenemos que soportar sus quejas. Crowley vino para liberarnos a todos.

Mientras viajaba por la costa norte de Sicilia, cerca de Cefalú, Crowley encontró el lugar ideal en el que poner en práctica las enseñanzas que le había dictado durante tres días en El Cairo uno de los Jefes Secretos o un demonio, no hay acuerdo entre los telemitas. En cualquier caso fue un espíritu que se hacía llamar Aiwass. Ese dictado formaba lo que más tarde se conocería como El libro de la ley. Con los últimos restos de su herencia, Crowley compró una casa de una planta en la cima de una montaña y allí se dedicó a practicar los ritos que harían posible encontrar la verdadera voluntad de cada uno.

Aquí, teniendo en cuenta que, como ya tenemos todos bien claro, la voluntad última y universal es follar, y que una de las prácticas más comunes de la abadía del «Haz lo que quieras» para lograr los fines deseados era la magia sexual, encontramos una contradicción que da mucho que pensar y que hace dudar de las capacidades intelectuales de Aiwass. No tuvo importancia, el éxito fue inmediato. En la abadía se jugaba a una especie de fútbol frontón llamado The Game of Thelema, se saludaba al sol todas las mañanas, se decoraban las paredes con pinturas guarras entre las que destacaban, cómo no, los cipotes detalladamente representados, con sus pelillos y sus gotitas, se mantenía una dieta a base de heroína, éter, hachís, cocaína, morfina y brandy, una dieta que haría las delicias de cualquiera que buscara liberarse de lo que fuera, y por supuesto se follaba a todas horas y de todas las maneras posibles e imposibles. Un sueño para las almas inadaptadas de ayer y hoy.

Todo iba como la seda hasta que Frederick Charles Loveday murió allí mismo a causa de una infección de hígado o de una gastroenteritis, probablemente porque aquel lugar, que carecía de electricidad y agua corriente, era lo más parecido a una cochiquera que haya conocido la humanidad. Pero la prensa pronto descubrió que además el joven Charles, bajo las indicaciones de Crowley y buscando un vicesecretariado en algún ministerio, había sacrificado un gato y se había bebido pinta y media de su sangre sin hacerle muchos ascos. De algún modo la historia llegó a oídos de Mussolini que, como sabemos, era poco amigo de las libertades, y la abadía fue cerrada. Crowley volvió a Inglaterra, donde en 1947 aparentemente moriría para en realidad transfigurarse en Iggy Pop, David Bowie o Glenn Close. No está claro, pues las fechas de nacimiento de todos ellos son adecuadas, pero la última opción es la preferida por los telemitas más obscenos.

Es un secreto a voces que hoy en día abundan las agencias de viajes que tienen paquetes turísticos que incluyen estancias en una resucitada abadía de Thelema, aunque no figuren en sus catálogos ni en sus páginas web. Acudan a una agencia, apóyense en el mostrador más cercano, murmuren «paciencia y saliva» y observen lo que pasa. Habrá quien ya esté planeando sus vacaciones en Cefalú; no serán pocos los adeptos de todas las edades que ya estén atiborrando sus maletas con las obras completas de Brandon Sanderson, con sus copias manoseadas de la caja roja de D&D, con sus camisetas XXXL, en varias tonalidades del azul oscuro, negro y magenta, en que se representa la silueta de un lobo aullando sobre una luna llena o la cara de un husky siberiano. Meted también un par de discos de Mike Oldfield, que no se os olvide. Y las Converse Magic Johnson. Infelices. Todos llegáis a la abadía del «Haz lo que quieras» con la promesa de lograr vuestros deseos. Así que ponte esta túnica. Fuma un poco de esto y bébete aquello. Es café, relaja los esfínteres. Adopta la posición del lobo. El culo más en pompa. Más. Más. No cierres los ojos, y mucho menos la boca. Y ahora recuerda la única ley y dime qué viene a continuación.

sábado, 25 de septiembre de 2021

"El suicidio como fin de fiesta" por Manuel Vicent



Había amanecido un sol radiante aquel 28 de junio de 1914 en Baden-Baden. Era la víspera de San Pedro y San Pablo y muchos burgueses austriacos habían decidido pasar el día de fiesta en ese balneario. Stefan Zweig era uno de ellos. En su libro El mundo de ayer cuenta que a la hora del té bajo los perfumados tilos del parque, una orquesta de violines y pistones hacía sonar un vals; algunos veraneantes a esa hora también apostaban en la ruleta del casino y otros ataviados con pamelas y sombreros blancos, seguidos de niñas vestidas con colores claros, cruzaban los puentecillos de hierro colado que unen los jardines a uno y otro lado del río Oos. En medio de esta perfecta armonía, de repente, la orquesta dejó de sonar. Algunos oyentes rodearon a un guardia que en ese momento estaba fijando en un tablón visible un cartel con la noticia de que el archiduque Francisco Fernando, heredero del trono del imperio austro-húngaro, y su mujer habían sido asesinados en Sarajevo a manos de Gavrilo Princip, un nacionalista serbio que luchaba por la independencia de su país frente a Austria. Nadie dio demasiada importancia a ese hecho, de modo que el vals comenzó a sonar de nuevo desde el mismo compás en que se había interrumpido.

También en Baden-Baden los burgueses no imaginaban la terrible carnicería que se avecinaba. Creían que la guerra sería una cuestión de cuatro días y puesto que no tenían recuerdo de ninguna contienda, como si se tratara de una aventura romántica, los jóvenes austriacos en 1914, ebrios de entusiasmo y de cerveza, gritaban por la calle y corrían a alistarse con toda prisa temiendo que la guerra terminarse sin poder hacerlo y partían al frente cargados de flores. Fue una guerra de trincheras, cuerpo a cuerpo, a bayoneta calada que empezó con un vals. Pero la vida no había cambiado, excepto para los que iban al frente. En la ciudad la gente iba a los teatros, celebraba fiestas y llenaba los bares.También había amanecido un día radiante el 1 de septiembre de 1939 en la ciudad-balneario de Bath, a 150 kilómetros al oeste de Londres. Era viernes y Stefan Zweig había ido a ver un abogado para hablar de los requisitos para casarse con su secretaria Lotte Altmann. Fue atendido por un funcionario muy amable con quien programó la ceremonia para el lunes siguiente. Pero, de repente, un empleado se acercó muy alterado y les anunció que Alemania acababa de declarar la guerra a Polonia. El funcionario, como si no hubiera pasado nada, siguió explicándoles a la pareja los detalles del acto nupcial. Por la tarde llegaron las noticias de los primeros bombardeos y la radio transmitía los bramidos de Hitler mientras en la ciudad de Bath, según cuenta Stefan Zweig en sus Diarios, todo el mundo permanecía sereno e imperturbable; la gente seguía su vida con toda normalidad, ajena a la gran tragedia que se avecinaba. El escritor solo estaba afanado por los trámites de la boda, por el interés de comprar una casa para establecerse y poder escribir.

El 3 de septiembre de 1939 el embajador británico lanzó el ultimátum a Alemania y horas después Inglaterra declaró la guerra a Alemania. A Stefan Zweig le atormentaba no poder escribir en su lengua, no dominaba el inglés y además como austriaco había sido declarado enemigo extranjero, pero mientras comenzaban a caer las bombas sobre Londres su obsesión era casarse y comprar una casa. Esos días en la ciudad balneario de Bath lucía un sol espléndido. No había ninguna señal de que el país estuviera en guerra. En sus Diarios Stefan Zweig describe una excursión por las verdes colinas de alrededor en el que descubre el esplendor de la naturaleza que hace olvidar la estupidez humana. Escribe: ”Las tardes se han vuelto terriblemente tristes. Las calles están oscuras y desiertas, hay que evitar que desde las ventanas salga el más mínimo rayo de luz. No quiero pensar cuando oscurezca a las cuatro de la tarde. Además no hay cines ni teatros ni nada de nada. Recuerdo la Viena de 1914, incluso la del 1918, con la ópera, los bailes y los espectáculos, cuando se podía pensar en vivir y dormir…”.

El 6 de septiembre, mientras Stefan Zweig lee en el periódico las noticias de los bombardeos recibe la llamada de que puede casarse a las cuatro de la tarde y al mismo tiempo le llega una carta en que el señor Hundley le dice que está dispuesto a venderle la casa. Con su novia Lotte va a verla, le parece muy hermosa y decide comprarla. Después del almuerzo se afeita a toda prisa y finalmente se casa sin mucha ceremonia y toma como esposa a Lotte Altmann, mientras Cracovia había sido tomada por los nazis y Varsovia estaba a punto de caer. Nunca Bath había estado tan hermosa. El escritor recordaba el vals interrumpido bajo los tilos de Baden-Baden de aquel 29 de junio de 1914. Fin de la fiesta. Stefan y Lotte se suicidaron en Petrópolis, Brasil, en 1942.

domingo, 12 de septiembre de 2021

"Misioneros de la cultura" por Eva Díaz Pérez




Viajaban a la España olvidada. Una España rural que aún seguía perdida en los viejos mapas de los caminos de herradura. Cuando la carretera se terminaba los misioneros tenían que abandonar los camiones y seguir en mulos. Llevaban gramófonos, proyectores de cine, bibliotecas ambulantes, copias de cuadros del Prado y telones para el retablo de fantoches y para representar a Lope y Calderón. Atravesando campos desiertos y desfiladeros, enfangados de ilusión y barro, llegaban a aldeas y pueblos adonde no había llegado la luz eléctrica ni el automóvil. Y, naturalmente, tampoco la cultura.

Probablemente las Misiones Pedagógicas fueron uno de los proyectos más hermosos de la historia de España. Un intento por cambiar el país a través de la educación y la cultura, llevando el arte, el teatro, la música, el cine y la literatura a lugares condenados a una vida de pura subsistencia. Aquel proyecto impulsado por la Segunda República -y del que ahora se cumplen noventa años- fue una verdadera revolución social, un intento limpio y decente de cambiar las diferencias sociales, de permitir un acceso verdaderamente democrático a la educación y a la cultura. Algo que en este presente de ruido y sobreinformación parece lejano. Ahora, incluso desde una aldea perdida, cualquiera tiene acceso a las bibliotecas y museos del mundo, a filmotecas y repositorios virtuales de teatro. Y, sin embargo, el consumo cultural a través de internet representa un mínimo porcentaje frente al uso para fines frívolos y vacíos. La cultura nunca ha sido tan accesible como ninguneada. Tristes paradojas de la Historia.

Las Misiones Pedagógicas se crearon en mayo de 1931 y su existencia va unida al impulso educativo realizado por la Segunda República para acabar con los altos índices de analfabetismo y modernizar el sistema educativo, aún controlado por la Iglesia. Las Misiones son hijas de las corrientes culturales europeas de finales del siglo XIX, del espíritu del krausismo y la Institución Libre de Enseñanza.

A comienzos de siglo se produce un cambio en la brújula de la cultura española que daría como resultado la Edad de Plata. Se crea la Residencia de Estudiantes, la Junta de Ampliación de Estudios o el Centro de Estudios Históricos para las élites ilustradas. Sin embargo, el gobierno de la Segunda República no olvidó a los sectores desfavorecidos llevando la cultura a los rincones perdidos de la geografía.

Los misioneros eran precisamente los jóvenes maestros y artistas educados en aquellas modernas instituciones culturales. Participaron en esta aventura algunos de los creadores de la Generación del 27 como María Zambrano, Luis Cernuda, Alejandro Casona, José Val del Omar, Ramón Gaya, Rafael Dieste, Maruja Mallo, Eduardo Martínez Torner o María Moliner. La Barraca, dirigida por García Lorca y Eduardo Ugarte, formó parte también de este programa cultural.

En las memorias de algunos de aquellos jóvenes se cuenta la reacción de los campesinos cuando llegaban cargados de artilugios extraños. El cineasta granadino Val del Omar contaba que en una aldea de Castilla proyectó una imagen que había grabado en la playa de Almuñécar. El Mediterráneo llegó hasta aquel lugar de la Castilla profunda ante los ojos sorprendidos de un público que nunca había visto el cine, pero tampoco el mar.

Otra de las experiencias más emocionantes era la que provocaba el Museo Circulante con las copias de lienzos del Prado que hacían jóvenes pintores como Ramón Gaya, Juan Bonafé o Ismael González de la Serna. Los misioneros decían que los niños se acercaban a tocar los lienzos creyendo que la carne pintada era de verdad. Tampoco habían visto nunca un cuadro.

Otras reacciones se producían al ver en las veladas cinematográficas escenas de la gran ciudad porque se asustaban de los automóviles, de la gente andando apresurada por las aceras, de los trenes que se dirigían hacia ellos. Al terminar la película, miraban dentro del proyector para ver dónde estaban aquellas personas que habían surgido de la pared. Creían que, en efecto, aquellos misioneros hacían milagros.

Pero llegó la guerra y aquel proyecto desapareció. En el frente hubo versiones politizadas para los soldados del bando republicano y en la dictadura se impulsó el programa folklorista de los Coros y Danzas de España. Ya nada tenía que ver con el espíritu original de las Misiones Pedagógicas. Durante mucho tiempo, algunos aldeanos guardaron con temor por su vida libros de las Bibliotecas Ambulantes que llevaban el sello de las Misiones. Sabían que escondían objetos peligrosos. Pero refugiados en la memoria quedaron para siempre aquellos recitales del romancero viejo y la flor de leyendas, las risas con el retablo de fantoches, Charlot en las veladas cinematográficas, las voces mágicas en los gramófonos, la carne de ángeles de Murillo entre pucheros y alcuzas de aceite. Y todo en aquel paisaje de pueblos dormidos, fango de arroyuelos, vientos de estiércol y perros que ladraban en las noches de verano. Antes de aquel verano en el que llegó la guerra y todas sus pesadillas.

jueves, 9 de septiembre de 2021

"El océano exorcista de Valle-Inclán" por Álvaro Cortina



Las dos biografías que tengo a mano sobre Ramón María del Valle-Inclán advierten la circunstancia de que, pese a haber nacido, el escritor, en la misma costa de Pontevedra, apenas tuvo ojos, en la literatura de su ciclo galaico, para el mar. La Galicia de Valle, nacido en Villanueva de Arousa, en la Comarca de Salnés, junto a una ría, es más bien una Galicia interior. Esto es cierto en general, aunque también matizable: se me ocurre que una de las escenas más impresionantes del Valle céltico y legendario sucede, precisamente, en un arenal abierto al Atlántico. Se trata, por lo demás, de una playa exorcista. Así, el océano gallego, tenebroso y elemental, aparece, en la literatura de Valle, para sacar el demonio y volverse a ir. Y, por cierto, que el buen lector me perdone al relacionar un tema esencialmente jovial como la playa con el oscuro Belcebú, y con los rituales para poseídos, pero que no se le ocurra pensar que este asunto es impropio de las páginas de El Cultural: traigo un precedente excelso.

En las páginas del viejo Los Lunes de El Imparcial se escribió ya sobre playas exorcistas, sin ir más lejos. En el texto de un número septembrino de 1904 de este suplemento literario (publicación esencial de nuestra Edad de Plata) encontramos una playa exorcista como la copa de un pino. El artículo que versa sobre ella, asilvestrado y terrible, se titula 'Santa Baya de Cristalmide'. Tal es mi precedente. Su autor, un joven Valle que había publicado ya tres Sonatas, comienza de esta manera su breve texto de satanismo marino:

“Doña Micaela de Ponte y Andrade, hermana de mi abuelo, tenía los demonios en el cuerpo, y como los exorcismos no bastaban a curarla, decidióse en consejo de familia, que presidió el abad de Brandeso, llevarla a la romería de Santa Baya de Cristalmide”.

Después, se cuenta, el narrador mismo y un criado viejo escoltaron a la tía abuela, afectada por el mal del Gran Satán, a la mentada ermita, “a la media noche, que es cuando se celebra la misa de las endemoniadas”. Valle reutilizaría enseguida este artículo en su novela Flor de santidad. Historia milenaria, que apareció ese mismo otoño de 1904. El resultado de esta reutilización, el desenlace de Flor de santidad, cuasi operística apoteosis donde tiene lugar la misa y el ritual de exorcismo de playa, es una de las escenas más impresionantes de la literatura del 98. El mar, por tanto, aparece en Valle de manera puntual, pero, ciertamente, para presidir una escena inolvidable que cierra una inolvidable novela: dediquemos unas líneas a esa escena playera de Flor de santidad, obra maestra injustamente eclipsada por otros títulos modernistas y galaicos del autor. Leemos:

“Santa Baya de Cristalmide está al otro lado del monte, allá en los arenales donde el mar brama”, escribe. Vayamos hacia la última loma, siguiendo el bramido del mar, de la mano de la pobre Ádega, la heroína, la visionaria, a quien debo presentar cuanto antes.

La pastorcilla de Marte

En la novela que nos ocupa, la poseída no es una tía abuela, sino la rubia y desequilibrada rapaza Ádega, que perdió a sus padres en el Año del Hambre. Comenzamos la historia milenaria con los pastoreos de la huérfana, en los despoblados de la Galicia campesina, entre grandes piedras que el autor llama “célticas”. El Atlántico, no lo olvidamos, nos espera desde el inicio, es un continuo presentimiento. Escribe Valle: “oíase bravío y ululante el mar lejano, como si fuese un lobo hambriento escondido en los pinares”. El dominio acuático, el océano tremebundo y emocional, permanece latente en el curso del relato y se descubrirá sólo al final. Pero sigamos con la historia de Ádega y su peripecia en Flor de santidad, la cuarta novela de Valle.

La obra dividida en cinco partes o “estancias”, cuenta, ambiguamente y a modo de opaca leyenda, las peripecias de aquella sierva hipersensible e inocentona que pensaba que iba a tener un hijo de Jesucristo pero que, en realidad, estaba preñada de un peregrino mendicante. Ádega, la pobrecita, huirá de una primera venta, donde desempeña la labor de pastora, y terminará laborando en la servidumbre del Pazo de Brandeso (lugar esencial dentro del universo de Valle). En este último palacio, advierten sus compañeros en las palabras de Ádega la locura de los poseídos. Se consulta, por tanto, al abad. Éste “resolvió que aquella rapaza tenía el mal cativo”. La pobre Ádega veía en torno los ojos del mismísimo Satán.

Por cierto, he encontrado en una novela playera, gallega y muy bien temperada, de nuestros días, una especie de pariente literaria de esa pobre chiflada de Ádega, una versión moderna, de los años 90 del siglo XX. Me refiero a Miss Marte o Mai Lavinia, del relato Miss Marte, de Manuel Jabois. Por cierto, Valle podría haber titulado su historia simplemente como Ádega (de hecho, la novela proviene de la fusión de unos cuantos relatos: tres de ellos se titulaban Ádega (Historia milenaria) o Ádega (Cuento bizantino)).

He pensado en la Ádega valleinclaniana, por ejemplo, cuando el también pontevedrés Jabois escribe que acontecía, entre la gente de la aldea de la Costa da Morte en la que tiene lugar la acción, “como si la mente estropeada de Mai Lavinia fuese una atracción de feria en la que descubrir emociones intensas, no todas ellas buenas, pero emociones al fin y al cabo, que terminan cuando uno se baja de ella”. En Flor de santidad, los campesinos de Valle escuchan las locuras de la huérfana marciana con el aire medroso y fascinado de los niños chicos.

En su relato de investigación cuenta Jabois cómo se construye, en torno a su marciana Lavinia, una bella y siniestra leyenda. La Ádega de Jabois, la malpocada Miss Marte, alimenta, con su historia, con sus desarreglos mentales y con la criatura que lleva con ella un espíritu como de cuento, efectivamente. Lo mismo pasa con la Ádega de Valle: los labriegos que la escuchan se fascinan. A veces se santiguan. “¡Tú tienes el mal cativo, rapaza!”, le dice una; otro circunstante de la visionaria exclama: “¡Muy bien pudo ser aparición de milagro!”. Además, tanto la marciana de Jabois, como la marciana pastora que nos ocupa, encuentran su destino en el mar, en una playa fundamental. Pero, ¡por santa Baya!, centrémonos, de una vez por todas, en Flor de santidad y sólo en Flor de santidad.

Santa Baya de La Lanzada y el ritual de las olas

Como pasaba con la presunta tía abuela de Valle, en el artículo mencionado, a la ficticia Ádega se le acabará diagnosticando el ramo cativo: se considera necesario en el Pazo llevarla a la misa nocturna de las endemoniadas. Allí, junto a un arenal, con el ulular del mar, se concitan mendicantes que acuden a rezar a la santa y a asistir, o participar, en el ritual de las nueve olas marinas:

“Todos los años acuden a su fiesta [de Santa Baya de Cristalmide] muchos devotos. La ermita, situada en lo alto, tiene un esquilón que se toca con una cadena. El tejado es de losas, y bien pudiera ser de oro si la santa quisiera”.

Al viajero valleinclaniano que busque en la Comarca de Salnés la ermita que responda al nombre de Santa Baya de Cristalmide, se le avisa desde aquí que no la encontrará. La abundante toponimia, precisa pero imprecisa, similar pero siempre cambiada y fantaseada, de la obra gallega de Valle ha excitado a los eruditos ansiosos de conocer los modelos originales de las aldeas, templos, pazos, ferias, puentes y espacios de aquellas ficciones. Pues bien, aunque hay espacio para especular sobre la topografía valleinclaniana del ciclo gallego, parece que sí sabemos, con seguridad, en qué ermita se basa para la conclusión marino-satánica de Flor de santidad: Nuestra Señora de la Lanzada, junto a la Playa de la Lanzada, en Sangenjo, Pontevedra. Así pues, el viajero filólogo que busque la ermita de las posesiones infernales de playa debería quedarse con este nombre. Al segundo genio manco de las letras españolas le debió de impresionar no sólo el enclave, azotado por el mar, sino cierto ritual.

Se trata del ritual de la fertilidad, que se celebraba después de la romería de la Virgen de la Lanzada. Tenía lugar, según un erudito consultado, el día de San Juan, y según otro, a fines de agosto. ¡Que no nos despisten estas pequeñeces! En la noche correcta (sea junio o agosto), tras la misa, las mujeres que pretendían quedarse encintas descendían a pie al conjunto rocoso que hay, al parecer, en la rompiente de la ermita, en la Playa de la Lanzada. Allí, cara al mar, habían de recibir, las ansiosas de progenie, nueve olas, ni más ni menos. Las ondas marinas debían pasar por encima de los cuerpos erguidos y azotar los vientres femeninos. Valle transformó esto, tan vistoso, en la que es su gran escena marina gallega (superior a unos pasajes interesantes de Romance de lobos) y, de paso, en su gran escena satanista (sólo disputable por su relato “Mi hermana Antonia”). Leamos algunas de esas líneas nocturnales de Flor de santidad:

“Terminada la misa, todas las posesas del mal espíritu son despojadas de sus ropas y conducidas al mar, envueltas en lienzos blancos. Ádega llora vergonzosa, pero acata humilde cuanto la dueña dispone. […] La ola negra y bordeada de espumas se levanta para tragarlas y sube por la playa, y se despeña sobre aquellas cabezas greñudas y aquellos hombros tiritantes. El pálido pecado de la carne se estremece, y las bocas sacrílegas escupen el agua salada del mar. […] Prestes y monagos recitan sus latines, y las endemoniadas, entre las espumas de una ola, claman, blasfemas:

-¡Santa, tiñosa!

-¡Santa, rabuda!

-¡Santa, salida!

-¡Santa, preñada!

Los aldeanos, arrodillados, cuentan las olas. Son siete las que habrá de recibir cada poseída para verse libre de los malos espíritus y salvar su alma de la cárcel oscura del Infierno. ¡Son siete como los pecados del mundo!”

De esta manera, la romería y el ritual fertilizante de las nueve olas de Nuestra Señora de La Lanzada se metamorfosean en el pregnante y psicotrópico ritual exorcista de las siete olas de Santa Baya de Cristalmide. Muchos años después de la novela milenaria, en La lámpara maravillosa, escribirá Valle: “La Tierra de Salnés estaba toda en mi conciencia por la gracia de la visión gozosa y teologal”. La “Tierra”, de acuerdo… ¡aunque también una pequeña porción de su Mar! “Visión teologal”, dice. Está bien… aunque la historia de Ádega, la marciana, tiene su parte de visión satánica. Ádega veía al diablo en sus delirios y éste le asediaba para tocarle los pechos: “Peleaba por poner en ellos la boca, como si fuese una criatura”. ¡Y que nadie me diga que la playas exorcistas son un tema literario impropio de este suplemento, porque ya salió en las páginas de Los Lunes de El Imparcial!