martes, 7 de diciembre de 2021

"George Orwell y el triste oficio de reseñar libros" por Rafael Narbona



Los críticos literarios se han convertido en anacronismos vivientes, como las cintas de VHS o los coches sin GPS. Ya no se reconoce su autoridad y sus opiniones han dejado de ser influyentes. El crítico literario debería ser el árbitro de lo nuevo y el centinela del pasado, pero ya solo es un cachivache anticuado, como las viejas enciclopedias y los álbumes de fotografías. Su decadencia no es un fenómeno aislado, sino una consecuencia de la crisis del concepto de cultura. Shakespeare se ha vuelto mucho menos influyente que cualquier youtuber, por efímero que sea. Muchas personas ignoran quién es Rodin y jamás han pisado una pinacoteca, pero se pasan largas horas delante de una pantalla de plasma gigantesca contemplando cómo se increpan los concursantes de un reality-show. El House, un estilo de música electrónica que recuerda los espasmos de una taladradora, ha desbancado a Mozart y Bach.

Yo llevo escribiendo reseñas más de veinte años. Si miro hacia atrás y hago un cálculo realista, descubro que he reseñado cerca de mil libros. Mis artículos flotan por internet, pero eso no significa que hayan adquirido la condición de textos imperecederos. Más bien se parecen a las piezas de un vasto desguace. Solo son restos que algunos aprovechan para completar un trabajo universitario o la entrada de un blog. No son muy diferentes de esos neumáticos de segunda mano que se compran para hacer un apaño. Seguirán ahí cuando yo no esté, pero en ningún caso me proporcionarán la inmortalidad. Al revés, pondrán de manifiesto la precariedad de la vida y el escaso interés de los vivos por los difuntos.

George Orwell también escribía reseñas. Evidentemente, no se le recuerda por ellas, sino por sus libros. En un artículo titulado “Confesiones de un crítico literario”, que apareció el 3 de mayo de 1946 en el Tribune, describía la rutina de los que nos dedicamos a comentar libros. El crítico literario casi siempre es un hombre de mediana edad que ha envejecido prematuramente. Dado que pasa mucho tiempo en su estudio, un lugar pequeño, frío y mal ventilado, descuida su higiene y su apariencia, poniéndose todos los días el mismo batín apolillado. Su mesa está llena de libros y colillas. Siempre deja para el último momento las reseñas, limitándose a leer las primeras cincuenta páginas. A fin de cuentas, suelen pedirle seiscientas palabras y, en ese espacio, se puede decir poca cosa. Con un poco de imaginación y cierta destreza, no es difícil engañar a los lectores. Vive aterrorizado porque alguien descubra su artimaña, pero gracias a ella sus artículos siempre llegan a tiempo.


No actuó así desde el principio. En sus primeros años, intentó ser riguroso y honesto, pero la obligación de escribir dos o tres artículos a la semana, le ha maleado, convirtiéndole en un impostor. Orwell le disculpa, pues sabe que “la reseña prolongada e indiscriminada de libros es un trabajo excepcionalmente desagradecido, irritante y agotador”. Entre otras cosas, “conlleva elogiar basura” y leer libros por los que no se siente ningún interés. Orwell opina que una reseña debería tener al menos mil palabras. Por debajo de eso, un texto apenas merece la calificación de apunte.

Dado que llevo más de veinte años en este oficio, puedo confirmar que la caricatura que esboza el autor de 1984 se parece bastante a la realidad. Yo no tengo un estudio frío y mal ventilado, pero algunas mañanas me he dejado llevar por la pereza y no me he quitado la bata hasta la hora de comer. Creo que no he envejecido de forma prematura y no fumo, pero me agobio a menudo, pues a veces me han pedido reseñas con un plazo ridículo: tres o cuatro días, incluso menos. No me he limitado a leer las primeras cincuenta páginas, pero cuando escribía la reseña y una publicidad inesperada me forzaba a mutilar el texto, me preguntaba si había merecido la pena el esfuerzo.

En una ocasión, hice un experimento. Leí el libro por encima, saltándome párrafos y páginas enteras. No le dediqué más de dos o tres horas, aunque se trataba de una novela-río, casi con la extensión de La montaña mágica o el Ulises. Escribí la reseña y la archivé. Toda la operación me ocupó una tarde. Después, leí la novela entera, con un lápiz en la mano, subrayando y anotando en los márgenes. Al finalizar, escribí la reseña, unas mil palabras. Esta vez empleé casi una semana. Comparé los dos textos y el primero me pareció mejor. Estuve a punto de enviarlo, pero estimé que no era honesto. ¿Por qué era mejor el primero? Quizás porque era más imaginativo y menos académico. Un profesor siempre tiende a ser algo solemne y yo he pasado veinte años en las aulas. Ahora que ya no soy un joven docente, sino un hombre en el umbral de la vejez, me tomo las cosas menos en serio. Espero que la muerte aún me conceda un par de décadas, pero saber que me acerco a ella, lejos de ensombrecer mi ánimo, ha excitado mis ganas de ironizar sobre todo. El sentido del humor es el mejor invento del ser humano. Nace de la fusión de la inteligencia y el optimismo. Los tiranos casi nunca sonríen, lo cual confirma que no he dicho una tontería.

¿He leído libros que no me interesaban? Muchos. ¿He elogiado basura? Ay, sí. Por ejemplo, escribí una reseña muy elogiosa de Serotonina, de Michel Houellebecq. A veces, me pesa. Me dejé llevar por la expectación que había despertado la obra y por el talante provocador de su autor. Siempre he sentido debilidad por los tipos raros y chiflados, particularmente si cultivan la extravagancia para esconder su vulnerabilidad. He vuelto a leer la novela y me parece abominable. La escena que recrea los abusos sexuales perpetrados por un adulto perverso con una menor es indigna y repulsiva. Nada que ver con Lolita, de Nabokov, poética e inquietante. Serotonina es una novela vulgar y morbosa, con una insoportable carga de misoginia. Flirtea con el catolicismo, pero desde una perspectiva preconciliar, rebajando la experiencia religiosa a mera superstición. No sé si el día del Juicio Final, me pedirán cuentas por elogiar el libro. Si es así, me apropiaré de las palabras de Orwell, explicándole a Dios que “la reseña indiscriminada de libros es un trabajo excepcionalmente desagradecido, irritante y agotador”. He omitido “prolongada” porque lo cierto es que me gusta mi oficio. En cambio, subrayo lo de “indiscriminada”.

Sería un ingrato si no admitiera que El Cultural suele reservarme las novedades más interesantes, pero tengo que darle la razón a Orwell: reseñar indiscriminadamente no es bueno para el carácter. Y creo que tampoco para el espíritu. Afortunadamente, tengo este espacio, donde puedo reencontrarme una y otra vez con los clásicos. Eso sí, no ignoro que soy algo tan anómalo como una vieja postal, una pajarita o un Christmas. Por cierto, El Cultural enviaba antiguamente Christmas. Era un bonito detalle, pero ya no lo hace. En su lugar, manda una felicitación electrónica. Verdaderamente, vivimos un tiempo de decadencia y los críticos literarios somos quizás una de las notas cómicas de esta hecatombe. No me importa. Prefiero este papel al de villano, algo reservado a los corifeos de la cultura de masas, los políticos que recortan horas a la filosofía y los artífices del lenguaje inclusivo.

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