jueves, 7 de noviembre de 2019

"Yo vine al siglo XIX a pasar miedo" por Carlos Mayoral



Excepto la vida, Poe había perdido todas las cosas que podía tocar. Había perdido a sus padres, los biológicos, cuando aún no sabía que los desengaños duelen todavía más cuando asimilas que tienes que vivir con ellos. Así que aquella fría noche en la que sus otros padres, los adoptivos, le confesaron su verdadera condición, Eddie ya era Poe y su capacidad para perdonar ya había sido enterrada bajo una triste infancia. Había perdido también a su hermanastro y, prácticamente, cualquier cosa que pudiera parecerse a una familia. Por ende, había perdido el trabajo que su padrastro le había proporcionado. Había perdido hasta el último céntimo recaudado a lo largo de su carrera literaria y periodística. Pero, por encima de todo, había perdido a su amada Virginia, presa de una enfermedad que terminaría por machacar el corazón de la joven y la sobriedad de su marido.

Y fue así, a medida que iba perdiendo todo lo que podía acariciar, como Poe empezó a imaginar su mejor literatura. Porque así, en la soledad de su cuarto en Fordham, tocaba cantarle a aquello que nadie ve. Las apariciones se van paseando por la estancia vacía: cuervos parlantes que visitan a un hombre destrozado, gatos que descubren cadáveres escondidos en la pared, la muerte enmascarada que también acudió al último baile. Qué más da si un loco se obsesiona con los dientes de su amada muerta, es el Poe más tétrico, al que ya no le importa perder más. Cuando por fin acabó con su última posesión, la vida, quedaron para siempre sus miedos incrustados en la literatura norteamericana, desde Lovecraft hasta Stephen King.

El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la vista, vi que mi prima había salido del aposento. Pero del desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido ni se apartaría el blanco y horrible espectro de los dientes. (Berenice, Edgar Allan Poe).

Su casa de Baltimore, ahora convertida en museo, heredó su gusto por lo paranormal. Algunos visitantes han notado cómo alguien los acariciaba. Otros han asegurado que las voces del más allá son perfectamente perceptibles. Cuentan, incluso, que aquella noche de abril del 68, el día que Martin Luther King fue asesinado, las autoridades decidieron que Baltimore debía pasar la noche a oscuras. Solo un pequeño resplandor escapó al apagón, ¿imaginan de qué casa escapaba? Las apariciones de Poe, al contrario de lo que pensaba el famoso cuervo, seguirán siempre ahí.
Pero el siglo XIX no había comenzado con Poe, ni mucho menos. Es más, si de alguien podemos sospechar como fundador de este macabro siglo, ese es Goethe. Ya desde el principio se había inventado el mito de Fausto, el hombre preferido por Dios, en quien Mefistófeles había puesto su punto de mira. Al final, el mito de Fausto es el mito de cada uno de nosotros. Porque, como reza la célebre copla: el diablo está en todas partes, allí donde Pilatos se lavó las manos, allí donde mataron al zar.
Pero, simpatías por el diablo aparte, lo curioso aquí es cómo Fausto nunca se salva del susto de turno. Y, además, con apariciones muy poco elegantes, lejos de otras fantasmadas de tronío. Si con Poe la muerte se aparece vestida con un traje sofisticado y una máscara a juego con la pitillera, con Goethe, el diablo hace lo propio convertido en caniche. Y es que, si en algo han destacado los americanos a lo largo de la historia, es en el arte de presentar el producto como ningún otro. Además, Fausto termina con un final relativamente feliz, algo que Poe nunca hubiera permitido. Y más sabiendo que, tratándose del diablo, en lo incomprensible está la derrota.

De Mr. Hyde a Drácula

Ni siquiera con el diablo de tu lado escaparás de ti mismo. Eso debió pensar Stevenson cuando ideó ese maravilloso personaje llamado Mr. Hyde. Y eso que Robert Louis fue un niño criado para reconocer perfectamente la delgada línea que separa a Dios del mal, pues había sido aleccionado al son de las campanas de una pequeña iglesia de Edimburgo. Solo cuando hubo escapado de aquel ambiente al ritmo que le dictaba su fiel tuberculosis (segunda vez que aparece, no será la última) y su también inseparable alcoholismo, fue capaz de acariciar a Hyde y sentirse libre.
Cayó primero en Francia, luego en Suiza, en Inglaterra, en Nueva York, en California y así en tantos sitios hasta terminar perdido en unas diminutas islas del Pacífico. Huir de tu propio Mr. Hyde puede resultar costoso. Porque Hyde no es un fantasma cualquiera, Hyde es un fantasma al que alimentas tú mismo. En el caso de Stevenson, con litros y litros de whisky escocés de primera calidad. Ya era tarde cuando aquella mañana, en Samoa, su cerebro estalló para siempre. Atrás, como en el caso de Poe, quedaban esas obras que sí reflejaron el miedo que lo atenazaba.
Cambiando de isla, la literatura se iba sofisticando. Entre esta sofisticación apareció Oscar Wilde, un hombre polémico y sutil, un tipo de los que justifican un siglo. La diferencia entre Wilde y el resto es clara: no tiene miedo. Abandonó Irlanda sabiendo que, en caso de convertirse en el mayor sinvergüenza de Londres, siempre tendría un retrato al que cargar el muerto. La literatura le resulta innecesaria: «Todo arte es más bien inútil». Así que, sin moral y sin imagen, ¿qué miedo puede tener nadie a nada?
Con semejante patrón, El fantasma de Canterville es el contraejemplo de lo aquí expuesto. Wilde se ríe del miedo. En esta obra, el que sufre es el fantasma, como en un calco de la vida de Oscar. Quién imaginaba que vivir sin miedo le traería innumerables problemas. El más sonado de todos ellos, aquel por el que acabaría en la cárcel acusado de sodomía e indecencia. Había mantenido un affaire con un noble sin que todavía hoy sepamos cuánta literatura y cuánta realidad hubo en aquel romance. Sí creyó saberlo el padre del marqués, que lo denunció ante la justicia.
Wilde se defendió acogiéndose a la amoralidad del arte. Injusticia legal o no, él sabía perfectamente que, bajo la escala de valores del XIX, su vida era tan amoral como cualquiera de sus manifestaciones artísticas. Dio con sus huesos en la cárcel, condenado a dos años de trabajos forzados. Salió de allí destrozado física y económicamente. Como había sucedido con el fantasma de Canterville, toda la sociedad anglosajona lo había ninguneado, pisoteándolo sin piedad. Ni siquiera entonces se apiadó del pobre fantasma, como nunca nadie se apiadó de él. Y es que a veces, por atroz que resulte, es necesario abrazarse a tus miedos hoy para ser consciente de quién podrá frenarte mañana.

Virginia no contestó, y el fantasma se retorcía las manos en la violencia de su desesperación, sin dejar de mirar la rubia cabeza inclinada. De pronto se irguió la joven, muy pálida, con un fulgor en los ojos: «No tengo miedo, y rogaré al ángel que se apiade de usted». (El fantasma de Canterville, Oscar Wilde).

Tuvo que ser también un irlandés, coetáneo además de Wilde, el que colocara el miedo anglosajón en su sitio. Bram Stoker representaba todo aquello que Wilde odiaba. Todo excepto su afición por Sheridan Le Fanu, un autor irlandés especializado, por cierto, en el cuento de terror. Quizás por tratarse de polos opuestos fueron grandes amigos, y quizás también por eso Bram acabó casándose con una antigua novia de Oscar. Pero lo cierto es que Stoker había nacido en una familia burguesa que le había inculcado el gusto por la vida austera y el carácter moderado. Había triunfado como atleta y contaba con un trabajo fijo como secretario personal de no sé qué actor. Era un hombre de bien.
Pero también el yerno que toda madre quiere para su hija siente miedo. Y quizá del oscuro recuerdo que su niñez le había clavado en la memoria nació Drácula, uno de los personajes de terror más famosos de la historia. Lo interesante del célebre vampiro es que al pavor habitual le suma un simbolismo elegante, una mezcla de miedo y de seducción, de muerte y de erotismo. Al contrario que Wilde, Stoker sí murió con el respeto de la sociedad británica sobre su epitafio. Es el precio del pánico.

De Maupassant a Bécquer

Al otro lado del canal, los franceses experimentaban el terror de un comienzo de siglo autodestructivo. Todo lo que había importado ahora vivía en el exilio. Las ideas ilustradas del siglo pasado, el orgullo napoleónico que había hecho temblar los cimientos de la vieja Europa… El país viajaba por su particular odisea cuando empezó a germinar una semilla que terminaría desembocando en el corazón artístico del siglo: París. Allí, Baudelaire ya le cantaba al espectro en sus Flores del malYo, yo quiero reinar por el terror») cuando apareció por la ciudad un muchacho solitario, bigotudo y mordaz. Decían de él que había nacido en un castillo encantado y que sus primeros lloriqueos ya los había dado en latín.
Maupassant derribó las puertas de la bohemia francesa a base de cuentos que le helarían el alma a cualquiera. Con Baudelaire ya muerto (dicen que la cabeza del monumento dedicado a la poesía en París rodó inexplicablemente por el suelo al paso de su caravana fúnebre), Guy de Maupassant recogió el testigo del poeta con esqueletos que borran lo que en sus epitafios han dejado escrito sus parientes (La muerta) o espectros femeninos obsesionados con su pelo (Aparición). El final de cada cuento maupassantiano siempre esconde una sorpresa. Y casi siempre trágica, como el destino de todas aquellas aventuras políticas en las que se había embarcado el país. Murió en un manicomio parisino, con un amplio historial de intentos de suicidio a sus espaldas y una frase para el recuerdo: «Tengo miedo de mí mismo, tengo miedo del miedo».
Mientras, en España, el terror lo llevábamos de serie. Con una invasión, una guerra de la independencia, una constitución fallida, un monarca que pasa por ser el peor de la historia, tres guerras carlistas o una primera república chapucera entre otras lindezas, lo cierto es que no parece necesario acudir a la imaginación para construir relato gótico alguno.
No obstante, algunos de los escritores que poblaron el XIX español sí quisieron llevarse el terror de la realidad a la página. Quizás el más elegante de todos ellos fuera Larra. El joven articulista había crecido de manera notable gracias a su mezcla de costumbrismo, mordacidad y fina prosa. Pero es a partir del desastre político español, con el país abocado a un absolutismo feroz, y del desastre amoroso propio cuando aparecen sus mejores párrafos. Ahora se nos aparece un lúgubre cementerio con cadáveres tan refinados como el ingenio español y la libertad de pensamiento («Día de Difuntos»), ahora nos muestra a la ebriedad y a la conciencia con forma de mayordomo («Nochebuena del 36»).

Figuróseme ver de pronto que se alzaba por entre las montañas de víveres una frente altísima y extenuada; una mano seca y roída llevaba a una boca cárdena, y negra de morder cartuchos, un manojo de laurel sangriento. Y aquella boca no hablaba. Pero el rostro entero se dirigía a los bulliciosos liberales de Madrid, que traficaban.Nochebuena de 1936», Larra).

Porque, en Larra sí, las apariciones cruzan en puente de plata de la realidad al papel y del papel a la realidad. Terminó encajando los miedos en su sien izquierda una fría tarde de febrero. Había hecho acto de presencia el último de sus fantasmas: Dolores Armijo.
Unos cuantos años más tarde, un joven llamado Bécquer seguía fracasando. Al intentarlo como pintor, su tío lo dejó claro: «Tú no serás nunca un buen pintor, sino un mal literato». Con la derrota en los talones, tras su pintoresco fracaso quiso dedicarse a las letras. Tampoco aquí tuvo suerte, apenas le publicaron unas cuantas rimas en periódicos de baja tirada. A esto hay que añadir que su mujer, Casta, le golpeó con el mazo de la infidelidad e incluso todo apunta a una falsa paternidad de su tercer hijo. Bécquer está destrozado y es entonces cuando nacen sus mejores rimas. Son las últimas, las que presentan a al amante herido de muerte. Por supuesto, la mejor composición lírica de la historia de la poesía en castellano no podía escapar del miedo.

Y oí como una voz delgada y triste
que por mi nombre me llamó a lo lejos,
y sentí el olor de cirios apagados,
de humedad y de incienso.

Entró la noche y del olvido en brazos
caí cual piedra en su profundo seno:
Dormí y al despertar exclamé: «¡Alguien
que yo quería ha muerto!».

(Fragmento de la «Rima LXXVI»).

Pero aún quedaban por llegar las composiciones más tétricas de la literatura española del XIX. Nacen gracias a la enfermedad que envuelve a Bécquer desde mediados de siglo. La tuberculosis (quién si no) amenaza con destruir sus pulmones, por lo que Gustavo Adolfo decide que habrá de refugiarse en el aire del Moncayo para salvar la vida.
Lo que quizás Bécquer no sabía es que se adentraba en un territorio oscuro, plagado de secretos y de cuentas pendientes. Pero él, lejos de asustarse, decidió llevarse al papel lo que allí nadie se atrevía a contar. Así nacen las Leyendas, un puñado de historias tenebrosas nacidas de lo más profundo del miedo español. El espectro de un organista, unos ojos verdes endiablados, campanas que suenan sin nadie que las taña, batallas con ejércitos de muertos… Bécquer ha buceado en la historia de España y ha encontrado lo que ya todo lector criado en brazos del XIX sabe: que hemos venido a este siglo a pasar miedo.

sábado, 2 de noviembre de 2019

Galdós cumple cien años


El primer recuerdo que tengo de Galdós es neutro, Trafalgar, uno de sus episodios nacionales. Me avisó de que la novela es mucho más que la historia: una ficción que transmite vida, como no lo hacen las crónicas. Sin embargo, el aroma de esa novelita, que aún persiste en mi memoria, me dejó un no sé qué de antiguo, un no sé qué de tramoya al aire.
Fue mucho después cuando percibí el verdadero vigor del canario. Las lecturas de Fortunata y Jacinta, Tormento, Miau y Misericordia me descubrieron un Galdós moderno, notario de un mundo burgués decadente y alejado del lenguaje oxidado de Valera, Pereda y muchos de sus contemporáneos. Galdós es Dickens, es Dostoyevski, es Clarín, es Balzac. Y todo esto es decir mucho, mucho. Galdós cae bien (es anticlerical), es un tipo que pocas veces aparece en sus novelas y, a pesar de su invisibilidad, simpatiza con el lector.
 Se le critica por su falta de estilo y es esa crítica la que lo eleva. Es muy difícil no encumbrarse cuando se tiene delante una página en blanco y todavía más contar algo sin dejar un rastro de baba. He vivido más de cerca el Madrid del siglo XIX en sus novelas que en la mayoría de los viajes reales que he hecho al Madrid del siglo XX y XXI. Y las he vivido en un transporte donde no se veía al conductor.  
Don Benito es garbancero, sí, como quisieron afeárselo Valle y Umbral. Equivocaban el tiro. No se puede criticar a un escritor por hacernos percibir el sabor de un cocido o de un chocolate de jícara, a no haber por medio un ánimo elitista, muy habitual entre nuestra élite intelectual. Y he disfrutado tanto o más de Umbral y de Valle como de Galdós, pero subyace en ese menosprecio un qué sé yo de pedantería, de esnobismo, que me los hace, en esa crítica, antipáticos.
Galdós tiene el aura de Homero, los dos son vates ciegos que le dieron voz limpia a sus edades: el griego es mar, lorigas y dioses; el canario, Madrid, chalinas y adulterios.          

viernes, 1 de noviembre de 2019

"Benito Pérez Galdós. Vida, obra y compromiso" por Rafael Narbona



La imagen de Galdós (1843-1920) ya forma parte de la historia de España. Ataviado con un abrigo de paño grueso, chalina o bufanda al cuello, una gorra de lana y un bastón recio, su estampa decimonónica se pasea por la memoria colectiva, invocando el Madrid castizo, la Guerra de Independencia, las conspiraciones liberales y las insurrecciones carlistas. Patriota, humanista y solidario, Galdós inspira simpatía casi sin esfuerzo. “Jornalero de las letras”, según sus propias palabras, su ética del trabajo le permitió elaborar una vasta obra que recrea los grandes acontecimientos de la historia y las humildes peripecias de la existencia cotidiana. Fumador empedernido, amante de los animales y particularmente afectuoso con los niños, su carácter tolerante y bondadoso le permitió cultivar la amistad con espíritus de convicciones opuestas, como José María Pereda y Marcelino Menéndez Pelayo. Su republicanismo, que incluyó severas críticas a la monarquía, no le impidió solicitar una entrevista con Isabel II. La reina accedió y, tras el encuentro, Galdós compuso un retrato benévolo, afirmando que siempre había actuado de buena fe, pero con escaso tino: “La nación era para ella una familia”. Era una forma de decir que carecía de visión de Estado. Años más tarde, escribió su necrológica, mostrándose aún más indulgente: “Era una gran revolucionaria inconsciente, que hubiera repartido los tesoros del mundo”.

Benito Pérez Galdós. Vida, obra y compromiso, del profesor, investigador e historiador Francisco Cánovas Sánchez (1949), nos ofrece un retrato muy humano de un autor que preservó su intimidad con extremo rigor. Cánovas Sánchez no incurre en la bellaquería de airear trapos sucios y, en ningún momento, rebaja la estatura del personaje. Tampoco lo idealiza. Se atiene a los hechos con escrupuloso buen gusto. Galdós siempre fue reacio a hablar sobre cuestiones personales, pero esa omisión es irrelevante en una trayectoria que adquirió desde muy temprano una clamorosa dimensión pública. Sin pretenderlo, el escritor se convirtió en la conciencia nacional de un país convulso. Laico, liberal y republicano, condenó con la misma contundencia la impaciencia revolucionaria y el tradicionalismo intransigente. En su juventud, apostó por la emergente clase media. La renovación de sociedad española sólo sería posible mediante una burguesía que liderara un cambio progresivo y realista. En sus últimos años, decepcionado por el conformismo burgués, apeló al pueblo, pero sin incitar a la revuelta. Admirador del krausismo, siempre creyó que la educación era la herramienta más eficaz para cualquier transformación social. El porvenir debía construirse con pedagogía y no con violencia.

Galdós era anticlerical. Opinaba que la iglesia se había aliado con el ejército y los caciques para consolidar sus privilegios. Lejos de practicar la caridad, los sacerdotes manipulaban las conciencias. El desdén por los “agrestes clérigos” no implicaba hostilidad hacia el legado cristiano. No creía en Dios. La duda había echado raíces en su interior, ensombreciendo su ánimo: “Pereda no duda, yo sí. Él es un espíritu sereno; yo, un espíritu turbado, inquieto”. A pesar de eso, contemplaba con simpatía la figura de Cristo. Nazarín y Benina son cristianos auténticos. Viven para los demás, perdonando toda clase de agravios. Austero y discreto, Galdós se aproxima al ideal de santo laico, con una existencia ejemplar y comprometida con los más débiles. Cuando unos pintores destruyeron los nidos de golondrina de San Quintín, su residencia de Santander, lamentó que se tratara así a unas criaturas “tan buenas, leales y consecuentes”. Las golondrinas volvieron a anidar en balcones y cornisas, provocando su regocijo. A pesar de su aversión a la tauromaquia, se hizo muy amigo del matador “Machaquito” y su hija Rafaelita, a la que trataba con muchísima dulzura. El Bachiller Corchuelo, pseudónimo del periodista Enrique González Fiol, escribió: “Los niños le adoran; […] por su ternura es digno de ser abuelo”. Sus problemas con su madre, fría y autoritaria, mantuvieron a Galdós alejado del matrimonio. Mantuvo varios romances, el más sonado con Emilia Pardo Bazán, pero no fue un donjuán. Jamás se desentendió de la suerte de sus amantes y reconoció a su única hija, María, concebida con Lorenza Cobián. Hacia el final de su vida, cuando ya disfrutaba de fama y reconocimiento, se lanzó a la aventura política, luchando por el entendimiento entre republicanos y socialistas. Su salud ya había comenzado a declinar, particularmente la de sus ojos, cada vez más fatigados y reacios a la luz, pero consideró que su obligación era implicarse en la modernización de España. Su compromiso le costó el Nobel, pues los sectores más conservadores se movilizaron para evitar que le concedieran el galardón.
Cánovas Sánchez aborda todas las facetas de Galdós, destacando aspectos poco conocidos por el gran público, como su pasión por el dibujo, la arquitectura y la música. Buen dibujante y aceptable pianista, escribió críticas de exposiciones de arte y crónicas de representaciones operísticas. Se opuso a la pintura histórica, reclamando a los artistas que prestaran más atención a la vida contemporánea. No se sintió atraído por el clasicismo, sino por la humanísima imperfección de los modelos de Leonardo, Van Dyck y Andrea del Sarto, con sus bocas torcidas y sus narices aplastadas. La biografía de Cánovas Sánchez pertenece al terreno de la alta divulgación: fluida, amena, elegante y rigurosa. El capítulo dedicado a la relación de Galdós con Santander es particularmente emotivo. Entristece saber que la dictadura franquista desdeñó el legado del escritor, lo cual provocó –entre otras cosas– que la Universidad de Harvard adquiriera el manuscrito de Fortunata y Jacinta. Galdós no se hizo rico con su obra. Tuvo que trabajar hasta la vejez, dictando sus últimos libros, pues sus ojos enfermos lo recluyeron en una cruel penumbra. En 1914, La Esfera entrevista al escritor. El redactor no oculta su indignación. “Es el patriarca, el maestro, el padre espiritual de todos los escritores jóvenes”, pero su aspecto se corresponde con “la visión horrible del menesteroso”. Encorvado, casi ciego y con el gabán desgastado, su timidez acentúa su fragilidad. El coloquio finaliza con un lamento de La Esfera, que había apoyado su candidatura al Nobel: “¡Nuestra tristeza ha sido profundísima!”. Galdós aún tiene tiempo de manifestar su apoyo a la causa aliada, pero su salud empeora. Atendido por Gregorio Marañón, muere en la madrugada del 4 de enero de 1920. El traslado de sus restos al cementerio de La Almudena suscita un homenaje multitudinario del pueblo de Madrid, pero la presencia institucional es puramente testimonial. “La España oficial, fría, seca, protocolaria –escribe José Ortega y Gasset– ha estado ausente en la unánime demostración de pena”. No creo que a Galdós le hubiera dolido mucho, pues su pluma siempre estuvo al servicio de las clases populares.
¿Se ha pasado la época de Galdós? En absoluto. Galdós fue un pionero. Promovió la emancipación de la mujer, la democracia y el laicismo. “Es nuestro contemporáneo”, asegura Cánovas Sánchez. “Me inclino ante el maestro”, escribió Valle-Inclán. Habría sido más justo decir: “¡Me quito el cráneo!”. Don Benito no fue “un garbancero”, como se apunta con malicia en Luces de bohemia, sino el mejor discípulo de Cervantes –sus personajes “vivirán siempre como él los echó al mundo” (Sainz de Robles)- y un cronista extraordinario de la historia de España. En tiempos revueltos, conviene releerlo, pues nos da una lección de convivencia, tolerancia y amor al prójimo.

jueves, 31 de octubre de 2019

Endiosamiento y enseñanza

Algunos de los vicios más habituales que malogran el oficio del docente son la soberbia, el endiosamiento y la pedantería. La soberbia unida a la pedantería hacen que el único fin de la enseñanza sea el endiosamiento del profesor, el cultivo de su ego. Es imposible conectar con nadie (y menos con un adolescente) si lo único que nos interesa es ensalzar nuestra propia figura. Es más, el hecho de que el alumnado no muestre ningún interés por las boberías que uno diga en clase se achacará siempre a la ignorancia de los muchachos, a su idiocia, y no a nuestra incapacidad para conectar con el otro. Es imposible dar algo si en realidad no lo queremos dar, porque nuestro único objetivo real es impresionar con pomposa gravedad para que nos adoren como a ídolos ridículos. 
Por otra parte, nuestro ensoberbecimiento provoca que no aceptemos crítica alguna y que creamos en nuestra absoluta omnipotencia. Cualquier apunte que se nos haga, ya sea de un alumno o de un compañero, lo veremos como un ataque personal de alguien que no nos traga. Es una realidad incuestionable que en las reuniones de profesores se intenta, ante todo, evitar problemas. Y lo más grave es que, hacer cualquier tipo de indicación a tu colega para mejorar profesionalmente, suponga siempre un enfrentamiento personal. Mejor callar y dedicarse a un funcionariado insípido y mortificante. 
Dicho esto, yo, personalmente, he tenido mucha suerte este año. Me toca compartir departamento con cuatro docentes que no saben de estos vicios y se nota muchísimo, ya lo creo que se nota: en las aulas, en los pasillos, en la cantina, en el grupo de guásap y hasta en el asco compartido hacia el complemento predicativo.    

miércoles, 23 de octubre de 2019

Se equivocó la paloma

Si estoy convencido de que la independencia catalana es la única salida posible para un pueblo oprimido, ignoraré la violencia cometida en las algaradas de protesta por la sentencia del procés o, en todo caso, me parecerá algo minoritario e inevitable provocado por la intransigencia del estado represor español. Si soy un nacionalista español de pro, cerraré los ojos ante la violencia policial cometida por algunos agentes y creeré por siempre que los provocadores (los catalanistas) merecen su merecido por golpistas. Cuando yo me adscribo a una ideología, me mantengo firme e incólume, no voy a dejar que la realidad me haga indigesta mi ración diaria de fanatismo. Ni siquiera hacen falta los bulos, las falsas noticias, las patrañas. Uno mismo se administra sus propios filtros: convierte en admisible lo intolerable, el mar en el cielo, las estrellas en rocío, la noche en mañana, la calor en nevada... la paloma también se equivocaba.   

domingo, 20 de octubre de 2019

"La inverosímil aventura de un infeliz con una diosa sexual" por Íñigo Domínguez


Tuve una vez un compañero de trabajo, de carácter un poco huidizo, que acabó en una secta. No una secta como tal, sino que empezó a comportarse como si estuviera en una. Le comieron totalmente el coco, pero no fue un grupo organizado, ni siquiera una persona. Mejor dicho, fue una sola persona, una mujer, pero esa mujer no tuvo la más mínima intención de abducir a este hombre. Sí de seducirle, pero vamos, es que ni sabía que existía. Pero él cayó rendido a sus pies con devoción casi religiosa. De hecho, es que esta mujer era una diosa. En fin, era una diosa porno de internet.
No se habla mucho de estas diosas, ni de cuán grande es su poder. ¿Cuántos acólitos reúnen a su alrededor en rituales solitarios, pero colectivos, simultáneos, globales, hombres de todas las edades con su voluntad anulada? Yo no era consciente de la dimensión del fenómeno hasta que pasó lo de Marcelo, que así se llamaba este pobre hombre. Acabó colado por una diosa porno que encontró zascandileando por internet. Al principio era una más y no se la tomaba en serio. Iba saltando de una a otra, la red es así de maravillosa e impersonal. Como todo el mundo sabe, hay decenas de miles de tías que alguien se cepilla cada día en millones de vídeos, con varios millones de tipos en su casa, o donde les pille, dale que te pego, que se imaginan que son ellos los que lo están haciendo. Lo que pasa es que Marcelo se fue encariñando con una. Nunca supe bien cómo se llamaba, creo que Cristal Lane, o algo así. Por alguna razón —sus formas, su modo de moverse, el color de sus ojos— coincidía exactamente, como en un embrujo o un sueño hecho realidad, con la idea de mujer perfecta de mi colega, tanto que, cuando se topó con ella, el corazón le dio un vuelco, según me contó un día tomando una cerveza. Es decir, pensaba que estaba hecha para él, pero en exclusiva, como por encargo, como realización de un deseo o como si alguien le hubiera leído el pensamiento. Este es el tipo de seres empanados que estamos creando hoy en día, supongo que son conscientes. No se creía lo que estaba viendo, fue como un flechazo, con la diferencia, respecto a la vida real, de que se la podía tirar allí mismo, al menos como uno lo hace con el ordenador delante. Pensó que después se le olvidaría, como todas, pero el caso es que día a día, surfeando por aquí y por allá, curioseando en el menú (asiáticas, negras, brasileñas, etcétera), acababa volviendo a teclear su nombre, que aprendió de memoria a la segunda o tercera vez.
Fue en ese periodo cuando me lo contó por primera vez, una noche que estábamos en un bar hablando de tías que nos gustaban. Éramos jóvenes, luego ya de mayor la gente se vuelve reservada, debe simular que ha madurado. Al cabo de un rato, casi en plan de confesión, pero también medio en broma, dejó caer que, de todos modos, había una que a él le parecía insuperable, casi la mujer de su vida, que le esperaba en casa todas las noches, así que él no se desesperaba si volvía sin comerse una rosca. Cuando me dijo de quién estaba hablando pensé que estaba de coña, nos reímos un poco y ahí quedó la cosa. Qué risa, qué salido estás y tal. Me empecé a preocupar otra vez que estábamos varios tomando algo, salió el tema y uno del grupo resulta que conocía a Cristal Lane y dijo que, uf, claro, efectivamente, estaba tremenda. Marcelo se quedó un poco a cuadros, casi como si hubiera descubierto que la bendita Cristal Lane le estaba poniendo los cuernos. Le tomamos un poco el pelo, pero yo noté que no le hacía ninguna gracia. Creo que solo en ese momento cayó en la cuenta, el infeliz, de que millones de tíos se pajeaban con la misma tipa que él tomaba como una especie de secreto suyo, una mujer que solo aparecía en su ordenador cuando él lo encendía, como si le estuviera esperando en casa. Esto le turbó durante algunas semanas, andaba raro en el trabajo, aunque nunca fue una lumbrera. Hacía temas de sindicatos.
El momento clave en esta majarada fue cuando asumió, por algún extraño vericueto mental, que estaba enamorado de esta mujer. Casi me caigo de la silla cuando me lo dijo, allí en la redacción. Pero si no la conoces, le dije, si es una actriz porno de internet, insistí, no sabes ni cómo se llama. El hombre casi se conmovió de pensar que en realidad no sabía su nombre, porque para él era como un personaje de cuento. Es más, lo acorralé: aunque te la encontraras por la calle ni siquiera podrías hablar con ella, porque no tienes ni idea de inglés. Algo debí de decir que no debía, porque Marcelo se quedó callado mirándome, con una cara de iluminado que, lo confieso, me hizo sospechar por primera vez que aquello era más serio de lo que yo creía. Se dio la vuelta y se fue sumido en sus pensamientos. Casi imagino lo que estaba pensando: encontrársela por la calle, qué increíble. Nunca se le había ocurrido, nunca había caído en que existiera también de esa otra manera, que estuviera realmente pululando por ahí. Lo siguiente que supe es que la estaba buscando.
Este descubrimiento le afectó de tal modo que llegó a tener ideas políticas propias, cosa que gracias a Dios nunca había tenido. Te contaba con aire reflexivo que, si un puñado de diosas sexuales se organizaran, un grupito en el que hubiera un poco de todo, rubias, morenas, como en un anuncio de Victoria’s Secret, podrían hacer lo que se propusieran, tomar el poder, fundar el partido populista definitivo o, por qué no, hasta luchar contra el cambio climático. Esto era cuando estaba de buen humor, porque debo decir que a veces entraba en una deriva sombría. Le asustaba todo ese rollo del feminismo y pensaba que, si descubrían este filón, donde realmente había una masa de hombres con complejo de inferioridad, que se sienten una piltrafa humana ante semejantes pibas, el género masculino estaba perdido. Menudo cacao mental tenía. Yo le decía que se estuviera tranquilo, que eso nunca sería feminista, me parece. Llegó incluso a decirme que si se diera la desgracia de que esta élite de diosas fueran malas podrían instaurar una especie de nazismo con silicona, en el que mandaría una raza superior de tías buenas (siendo malas). Bueno, bueno, ahí ya me estallaba la cabeza y tenía que sacarlo de los bares, la gente lo miraba. Se ponía pesadísimo: ¿no te das cuenta de que hoy solo importa la imagen, que puede llegar a pasar, mira las Spice Girls, un producto de laboratorio? Así fue como, por autoconvicción, entró en la siguiente fase: llegó a pensar que su chica, así la llamaba, tenía que ser buena, buena persona quiero decir. Se lo decía un sexto sentido, explicaba, le parecía sincera. Es que ni se le pasaba por la cabeza que fingiera los orgasmos.
Un día me vino todo eufórico, haciéndome señas de que tenía que hablar conmigo en privado. Salimos a fumar y me dijo que ya sabía cosas de ella: era checa. Ah, muy bien, le dije, ¿tenéis ya fecha para la boda? Se ofendió un poco, pero me calló completamente al decirme que tenía planeado ir a buscarla. Había visto vuelos tirados a Praga. Pero no tenía una dirección, nada, solo iba a aterrizar allí con una foto suya y el nombre de una productora porno que se había apuntado. En fin, qué fue aquello. Solo lo sé de oídas, por sus relatos posteriores. Según lo que averigüé después, tras varios intentos infructuosos, que acabaron en burdeles de mala muerte y donde le pegaron el palo varias veces, terminó en el consulado español sin dinero y pidiendo ayuda. Y aquí, sorpresa: el tipo del consulado, un chaval joven, por lo visto muy majo, conocía a Cristal Lane. Es decir, la conocía como mi amigo, de cascársela, no la había visto en su vida, pero de hecho había pedido el destino de Praga porque tenía mitificadas a las checas. Era un putero redomado, no pensaba en otra cosa y en eso se le iba el dinero; si no tenía cuidado en guardar la extra de Navidad es que ni podía volver a España en vacaciones. Pero aun así no estaba tan tarado como para haberse puesto a buscar a este portento de mujer. Ahora bien, y he aquí lo increíble: mi amigo era ya el vigésimo tercer español perdido en Praga, según sus cálculos, que le llegaba al despacho con esta cantinela y en un pésimo estado tanto moral como material. El magnetismo de esta mujer era increíble. También intuía que algo quería decir de nuestra sociedad contemporánea, aunque tampoco se ponía filosófico, le daba pereza y siempre tenía mucho lío. Por eso al final este funcionario, ya picado por la curiosidad, se había puesto a buscarla en serio, por cauces semioficiales. Y la había encontrado. Así se lo dijo a Marcelo, que cuando más tarde me lo contó lo describió como uno de los momentos más emocionantes de su vida. También porque el tipo del consulado, que estaba en plan jocoso, se fue poniendo más serio, sobre todo al ir comprobando lo loco que estaba mi amigo. El diálogo fue más o menos así:

—Así que usted querría que yo le dijera dónde está esta… actriz.
—Sí, eso es.
—Pero ¿para qué?
—Estoy enamorado de ella, quiero verla de verdad, o sea, no en una foto o un vídeo, y luego ya veré qué hago. O sea, no sé si es para conocerla, porque en realidad es que yo ya siento como si me hubiera acostado con ella toda mi vida, no sé si me entiende, y se me hace raro pensar que ella me mire como si no me conociera, porque bueno, es eso, sí, ya sé que no me conoce, pero es que yo creo que tiene que sentir algo cuando nos conozcamos, porque me parece imposible… Ya sé que es difícil de entender, pero tiene que haber algo, porque para mí hemos tenido algo, y yo… 

Yo me imagino que el funcionario estaría entre la pena más sincera y el descojono absoluto, incrédulo ante la situación que estaba viviendo, pero es que sabía algo más de esta mujer, algo que mi amigo no había ni siquiera imaginado, él, que en sus ensoñaciones se la había tirado en todas las posiciones imaginables:

—Mire, no sé cómo decirle esto… Espero que sepa entenderlo, y lo siento mucho, pero es que…
—Ya, ya sé que no me podrá revelar información privada, pero a mí me basta con que me diga su calle, yo voy allí y espero que un día aparezca…
—No, no es eso, es que… Verá, no es fácil.
—Si está en un pueblo me puedo desplazar. He pedido una excedencia en el trabajo y…
—Mire, usted no lo entiende: esta mujer está muerta.

Marcelo se desmayó allí mismo, tuvieron que traerle un vaso de agua. Luego me contó que lo que más le impresionó no fue tanto la noticia, sino que experimentó un vértigo sobrenatural al imaginarse que se la había estado machacando durante más de un año pensando en una muerta. Le dio muchísima cosa. También se sintió un poco engañado por los desalmados que colgaban los vídeos, «como dándole esperanzas», eso dijo, tal cual. Creía que tenían que avisar cuando la actriz que sale en un vídeo porno ya ha fallecido, porque no le parecía bien, o no sabía si le parecía mal, o qué pensar. Que en los millones de vídeos porno de la red se mezclaran vivas y difuntas sin ningún orden, en un continuo temporal, le dejó meditabundo. Su error, el de los mortales de toda la vida, había sido querer ir más allá, acceder al conocimiento, tocar el infinito. Él, un simple infeliz sin ni siquiera contrato indefinido. No había podido con ello, claro, además de dejarse una pasta en Praga.
Entró en una crisis trascendental y pasó una temporada muy mustio. Dejó de meterse en internet, es decir, no en busca de sexo, solo como la minoría de la gente, para leer alguna noticia, comentar alguna otra que no había leído, ver vídeos de gatos o comprar entradas de cine. Sin embargo, en sus paseos, en sus cavilaciones, Marcelo acabó por tener una especie de revelación espiritual, como san Francisco de Borja cuando vio el cadáver de su amada, la emperatriz de Portugal, y pensó: «No serviré más a un señor que se me pueda morir». Solo que lo de mi amigo fue al revés: en un momento de lucidez pensó que en realidad Cristal Lane ya era eterna, inmortal, siempre estaría ahí, en la red, fresca como el primer día. Una verdadera diosa, se dijo, el muy capullo. No le he vuelto a ver, solo sé que ahora corre maratones.

sábado, 19 de octubre de 2019

"Hobbes no conocía a los lobos" por Chantal Maillard


La dialéctica era, en la Grecia clásica, el método con el que se pretendía llegar mediante la palabra (dia-logos) a conclusiones lógicas y convincentes. Con el tiempo, sin embargo, la dialéctica se volvió mercenaria. Su fin ya no fue llegar a conclusiones “universales” —y entendamos el término no en el orden de las verdades, sino en el de la necesidad—, sino lograr una victoria. Con ello, no solo suplantaba a la retórica, sino que dejaba atrás el campo de la discusión —una modalidad tardía, moderna, del diálogo— para convertirse en debate.
La palabra “discusión” proviene del verbo discutere, que significa sacudir algo y separarlo en distintos fragmentos para poder examinarlo. Así es como entendía Leibniz el análisis racional: separar algo en sus distintas partes para así comprenderlo y luego volver a unir las piezas. La razón parece que sea incapaz de ver las cosas en su conjunto sin antes haberlas diseccionado, y a falta de aquella otra manera de comprender que hemos olvidado, esta no parecía del todo mala. La palabra “debate”, en cambio, proviene del verbo battuere, que significa golpear, por lo que un debate es un combate. Nada que ver, por tanto, con la racionalidad.
Y si cuando el diálogo se transforma en discusión, y el objeto en cuestión —en este caso, el cuerpo social— se pone sobre la mesa, lo que tenemos es un cadáver del que se nos entrega el resultado de la autopsia, cuando la discusión se convierte en debate, lo que tenemos es la jauría disputándose los miembros del cadáver. Ni lo uno ni lo otro resulta evidentemente útil para la vida del organismo múltiple y plural de las sociedades actuales.
No está de más recordar que la guerra de todos contra todos, de la que los debates políticos (lo de político aquí es un eufemismo) son la fiel representación, es el legado que nos dejaron los pueblos patriarcales que invadieron la vieja Europa hace varios milenios. La rapiña, la colonización, el imperialismo, la esclavitud, la expoliación, son las formas del ansia que caracteriza a las sociedades guerreras. La economía de producción (y el valor que le otorga a la ganancia) no es sino la versión moderna de la cultura del ansia y su legitimación.
La guerra de todos contra todos no tiene por qué seguir siendo la norma. La incapacidad para el diálogo y el pacto es un claro síntoma de la decadencia de la ideología de producción. Señal de que este sistema está tocando fondo. Necesitamos un cambio de paradigma. No será fácil, sin duda, habida cuenta de que, lamentablemente, no somos lobos. Está claro que Hobbes conocía mal a los lobos. De conocerlos habría sabido que, a diferencia de la nuestra, su especie nunca actúa rompiendo el equilibrio del ecosistema al que pertenecen. El hambre es natural, pero el ansia no, el ansia es mental, como el odio o las ideas que formulamos como gustos y opiniones. Y lo mental tiene tendencia a extralimitarse.
Vivimos en una cultura que premia el gusto y las opiniones personales. Una estrategia eficaz para el mercado, pero nefasta para la política. Pues esta no es, o no debería ser, la defensa de los intereses personales, sino el cuidado del hábitat. Y no porque los intereses personales de una mayoría coincidan serán por ello menos privados de sentido común: comunitario. ¿Seremos alguna vez capaces de ver este mundo como una totalidad orgánica pluridimensional y actuar en consecuencia?
Cuando el recuento de votos equivale al recuento de gustos y opiniones más ganan lo que más agrada y los que menos piensan. La política, entonces, se convierte en pantomima, lo que debería ser diálogo en simple pugilato, y el sistema electoral en un juego de apuestas que ni siquiera contribuye, como la lotería nacional, a revitalizar las arcas públicas, sino que las reduce considerablemente. Y mientras nos entretenemos con la farsa, el planeta se va a la deriva, las selvas arden, los hielos se derriten y todo lo importante para la vida se nos pierde.
Y no nos engañemos, daría lo mismo que en vez de cinco varones fuesen cinco mujeres las que ocupasen esta vez el estrado: mientras los valores y el sistema sigan siendo los que son, el resultado será el mismo. Necesitamos con urgencia una transformación estructural que dé paso a una sociedad orgánica no patriarcal y haga viable una nueva economía de subsistencia global basada no en el interés ni en la competencia, sino en el cuidado y el respeto a todo lo que vive. El cuerpo social está adoptando nuevas formas, formas híbridas, complejas, a las que no se adaptan los antiguos presupuestos, los antiguos valores, las antiguas jerarquías y sus modos de gobernar. Sobran intereses, sin duda, pero no faltan ideas. Y por muy debilitados que estemos por los seriales de los noticiarios y el atractivo de las apuestas, tal vez encontremos la manera, entre todo este ruido, de volver a hallar, muy dentro de nosotros, esa antigua resistencia que de niños nos hacía sentir libres y capaces de rediseñar el mundo.

miércoles, 16 de octubre de 2019

Antígona y el esperpento




Antígona se rebela contra la ley de Tebas. Quiere enterrar a su hermano Polinices, salvarlo de la indignidad a la que lo ha condenado el rey Creonte. Antígona se muestra firme, fiel a la memoria de los suyos, valiente, resuelta, desgarradora. Es una heroína trágica como hay pocas. Antes de que le llegue el perdón de Creonte (su tío), se suicida (en la versión de Sófocles) por no encontrar salida a su condena.

Es chocante cómo, siguiendo el método valleinclanesco, los españoles hemos sido capaces, otra vez, de crear una versión esperpéntica de la heroína de Sófocles. Valle-Inclán lo decía con trazas de visionario: la realidad española es el esperpento, una deformación grotesca del héroe trágico clásico. Y en esta ocasión lo hemos conseguido con una precisión que superaría las expectativas de su creador. Utilicemos la fórmula de los espejos cóncavos: cambiemos inhumación por exhumación y heroínas épicas por personajes ridículos que quieren oír misa vestidos de legionario. Los personajes y la trama ya los tenemos, solo nos falta el vate de la barba de opio para poder engendrar una nueva obra maestra del esperpento.

Y también tenemos la versión catalana (sí, lo siento, de la tendencia española al esperpento tampoco se salva Cataluña). Antígona se salta las leyes de la ciudad, las leyes que intenta hacer cumplir Creonte a rajatabla, sin concesiones a la familia o a los sentimentalismos. Cambiad Antígona por Torra o Puigdemont (tanto monta) y a Creonte por Sánchez o Rajoy (tanto monta). La deformación grotesca de los héroes es manifiesta y el final trágico se atisba, aunque aquí puede que hagamos añicos el espejo.

martes, 15 de octubre de 2019

"Don Quijote, liberado" por José Manuel Fajardo


La literatura triunfa cuando consigue incorporar a un personaje de ficción a la galería de los seres humanos de carne y hueso. Son personajes que se vuelven referencias cotidianas. Tan reales como cualquiera de nosotros, pues bien podemos decir que somos solitarios como Robinson, enamorados como Romeo, luchadores como Sandokán, viajeros como Ulises, o locos soñadores como don Quijote. Más allá del estilo, del arte de la palabra, incluso cuando ese arte pueda presentar fallas, una obra literaria se consagra fundamentalmente al consagrar al personaje que crea. ¿Qué decir entonces cuando a esa capacidad de dar vida a una criatura de ficción se unen un lenguaje extraordinario y una estructura narrativa inteligente y original? Bueno, a eso es a lo que llamamos una obra maestra. Y ese es el caso de El Quijote: un libro que ha alcanzado el unánime reconocimiento mundial y es considerado no solo la más alta expresión de la literatura en lengua española sino también la obra fundadora de la novela moderna.
En su caso, ese calificativo de obra maestra viene certificado por el más severo juez: el tiempo. En realidad, una obra puede considerarse realmente maestra (obviando los comentarios apasionados de los coetáneos, que suelen apresurarse a declarar como tales obras que luego no resisten el paso del tiempo) cuando goza ya de una vida más que centenaria. Es decir, cuando su valor no responde a la percepción de un momento histórico concreto sino que ha sido reconocido por sucesivas generaciones o ha sido recuperado del olvido por los lectores del futuro.
El asunto es que ese reiterado reconocimiento y su definitiva entronización como obra de referencia, significa también la entrada de la obra en cuestión en lo que podríamos llamar el Museo de la Literatura. El canon. Un honor, sin duda, pero también un riesgo: el de quedar convertida en pieza de museo, es decir, en algo hermoso pero muerto. Y ahí está el problema, pues precisamente la maestría de una obra radica en su capacidad de generar diálogo con la vida. La gran literatura se avecina a la vida, tiene ansia de vida. Su conversión en pieza de museo de alguna manera la traiciona y la niega.
Y el efecto más negativo de esa consagración es que, al convertir la obra esencialmente en objeto de estudio académico, la saca de la dimensión placentera que la vio nacer. El caso de El Quijote es en este punto casi escandaloso. Cervantes escribió su novela con la declarada intención de hacer reír a los lectores, de divertirles, enredándolos en su laberinto de historias a la vez que desgranaba su pensamiento. Pero El Quijote se ha convertido con el paso de los siglos en libro de obligada lectura y estudio escolar, y está sometido a un discurso académico que muchas veces cae en la pedantería, que es la perversión kitsch de la inteligencia y que en muchas ocasiones, a fuerza de piruetas retóricas, acaba rayando en la pura tontería. Recuerdo el horror que me inspiraba su obligada lectura en mi infancia: era como una de esas visitas infantiles a lejanas tías abuelas que apenas uno conoce y con las que no se tiene nada en común. Me resultaba ajeno e incomprensible, me olía a viejo.
Me llevó años descubrir el placer de la lectura de las aventuras de don Quijote y solo lo logré cuando por fin me olvidé de admirarlo y fui capaz de dejarme seducir por su historia y su lenguaje. Es decir, cuando lo bajé del pedestal y lo saqué en mi cabeza de ese Museo de la Literatura que tiene tanto de celda.

La primera tarea, pues, que todo lector debe emprender cuando toma en sus manos una obra maestra es liberarla del docto y atosigante amor de sus exégetas. Sacarla de los pañales que la asfixian. Abrir las ventanas del cuarto donde cría moho y dejar que entre por ella la vida a chorros. ¿Qué vida? La del propio lector. Porque es el lector quien nutre de vida los libros. Es en el espejo de su mirada en el que la literatura se cumple, más allá del momento de la escritura, pues esta no deja de ser una propuesta, una invitación, un navío de palabras a bordo del cual lanzarse a la aventura. Sin embargo, los paisajes que atraviesa el barco imaginario que el escritor lanzó a los mares de la vida son los de la existencia y de la memoria de cada uno de sus lectores. Por eso ningún libro es igual para todos los que lo leen. Hay tantos El Quijote, tantos Cien años de soledad, tantos Olvidado rey Gudú, tantas Rayuela, tantas La Regenta, como personas los han leído.
Dentro de esa infinidad de lecturas de cada libro, adquieren especial relieve aquellas que realizan otros escritores. Porque ese lector privilegiado e inquieto que es cada escritor se nutre a su vez de la escritura de los otros y, en particular, de aquellos autores que son las grandes referencias de la literatura. Por eso en el espejo de la figura de don Quijote se han mirado muchos otros autores a lo largo de estos cinco siglos. Desde Laurence Sterne y Diderot hasta García Márquez. Las huellas de los personajes de Cervantes se encuentran en las más diferentes culturas. Resuenan en las páginas del checo Jaroslav Hašek y su valeroso soldado Švejk. Y en las andanzas de los británicos protagonistas de Los papeles póstumos del Club Pickwick, de Charles Dickens. Hay un corazón cervantino en los hijos de la medianoche del nacimiento de la India, que retrata Salman Rushdie. Y en las pedantes elucubraciones que Flaubert atribuye a los franceses Bouvard y Pecuchet. También en la locura arbórea del barón rampante de Italo Calvino. Y, por supuesto, en el formidable diálogo con la obra cervantina que es La vida de Don Quijote y Sancho, de Miguel de Unamuno.
Bien puede decirse que cada época ha hecho su propia lectura de El Quijote y que dicha lectura nos dice mucho de la sociedad de ese momento. La generación de 1898 hizo de la enjuta figura del hidalgo soñador un símbolo del afán regenerador de una España en crisis en la que la idea de libertad seguía pareciendo cosa de locos. ¿Cuál será la lectura quijotesca de nuestros temibles tiempos, de estos balbuceantes y sangrientos inicios del siglo XXI en los que el odio y la solidaridad libran un pulso tan desigual que hasta se ha llegado a acuñar un insulto, “buenista”, que trata a la bondad no como virtud sino como debilidad?
La respuesta seguramente se está construyendo colectivamente en estos mismos momentos. La están dando aquellos escritores que hoy se atreven a soñar y a intentar dar vida a nuevas criaturas de ficción, y todos aquellos lectores que de nuevo visitan las páginas de Miguel de Cervantes y se embarcan en las aventuras de su criatura, con ojos inevitablemente nuevos, pues son los nuestros, nuestros ojos del presente, los mismos ojos que se fatigan ante la pantalla de un ordenador o se extasían ante las maravillas que nos traen los imágenes que los satélites nos envían desde otros planetas.
Lo apasionante, lo hermoso, lo increíble es que al releer las peripecias de aquel hidalgo loco que recorría las tierras de España creyéndose un caballero andante y empeñado en hacer verdad sus ideales, uno siente que, de alguna manera, la voz del Quijote atraviesa la barrera del tiempo para hablarnos directamente, para nombrar también nuestro mundo, para recordarnos que…

“la libertad es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre. Por la libertad puede y debe aventurarse la vida”.

y también que:

“los oficios mudan las costumbres, y podría ser que viéndoos gobernador no conocieseis a la madre que os parió”.

Sin duda, don Quijote sigue bien vivo.

"El gato negro" de Edgar Allan Poe (traducción de Julio Cortázar)



No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y solo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo un registro en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!