jueves, 18 de julio de 2019

LAS MIL Y UNA NOCHES EN LA CÁRCEL (Capítulo IX)


De cómo llaman a Ricardo García a las oficinas para ser interrogado. De las torturas que allí le infligieron al que lo precedió y de cómo se inculpó de asesinatos que no había cometido para dejar de sufrir. De la tortura que el propio Ricardo padeció a manos de la comisión formada por un cura, un teniente, un sargento y varios guardiaciviles.

Hasta el uno de agosto de 1939, unas veces estaba muy mal y otras muy bien. Comía bien y el trato también mejoró para mí porque convivía con los oficiales y esto evitaba estar en las condiciones de los demás: no tenía que formar nunca y dormía en una colchoneta y con las mantas que necesitaba porque podía cogerlas del almacén. También le daba alguna a los amigos para que las vendieran y se compraran pan.
El día 1 de agosto vino a hablarme el voceador de las oficinas. Estas estaban en la calle de la Marquesa, al lado del convento. Allí tomaba declaración la guardia civil, según los informes que les mandaban del puesto. Cuando nombraban a alguien para ir a las oficinas causaba bastante temor. Las tenían ocultas con toda la intención.
El voceador, llamado Naranjo, que solía llamar a dos o tres cada medio día, me dijo: “Amigo, te llevo en la lista el primero, pero con el fin de que puedas ir tomando ánimos o alguna medida, te dejaré el último. Mucho cuidado con decir nada a nadie, que la cosa está negra.” Esto me lo dijo sobre las nueve de la mañana.
Me fui haciendo el ánimo porque sabía lo que allí ocurría por los que por allí habían pasado. Para poder aguantar mejor lo que me esperaba, me comí cosa de un kilo de carne de ternera asada y un litro de vino. Cuando estaba terminando, vi llegar al tal Naranjo, “vaya, ya te llegó”. En fin, pensé, bueno ha sido el almuerzo pero el postre que me espera va a ser de a chavo.
Me custodiaban Naranjo y un soldado. Cuando el primero me dejó, me deseó suerte. El soldado y yo pasamos a una sala, y luego, más adentro, a una alcoba sin rejas, muy encerrada, donde se encontraban los señores de la comisión. Según luego pude comprobar, la componían: el cura con su vergajo, un teniente cojo con el garrote, otro más cojo todavía con un trozo de cubierta de coche, un sargento con una estaca de carrasca como una pica de picayeso (estos eran los asesores); además estaban el cabo de la guardia civil, que era quien interrogaba, un guardia que escribía y otro con las esposas, alfileres, cuerda, etc., etc.
Cuando llegamos el soldado y yo a la antesala, nos tuvimos que esperar porque estaban haciendo el atestado de uno que tenían dentro. Nos hacían esperar con toda la intención, para que tomáramos miedo, y no era el caso para menos.
Oí que le preguntaban a cuántos había matado. Él contestó que ninguno, pero nada más contestar, se conoce que le pegaban dos a la vez de una forma extraña, porque cuando menos ruido se oía, los lamentos de aquel pobre eran más lastimosos. Lo tenían colgado de los pies y le metían alfileres pequeñitos entre las uñas, por eso no se oían golpes, aunque era peor el martirio que le estaban dando. Duró esto más de una hora. Cuando ya dijo que había matado a cuatro, insistieron para que dijera a cuántos más. Dijo que no podía decirlo porque habían sido muchos. Estaba en una máquina y le ponían a muchos y a todos los volcaba. No los conocía, salvo a aquellos cuatro de los que sí podía dar los nombres, como así lo hizo.
A los pocos días, después de haber estado incomunicado y de darle tres palizas diarias, sin perdonarle una, llegaron informes y avales de aquellos mismos que él había manifestado haber matado, pidiendo su libertad por ser afecto a la Falange, e inmediatamente lo llevaron a las mismas oficinas para darle la libertad. Cuando le preguntaron que por qué había manifestado haber matado a esa gente siendo mentira, contestó que para que lo mataran y no lo hicieran padecer tanto. Le dieron otra paliza por no haber dicho la verdad y lo mandaron a su casa más negro que una uva.
Mientras yo esperaba mi turno, andando el caso tan serio, el soldado que me custodiaba no cesaba de hablar, diciendo palabras groseras contra los señores de la comisión. Yo, que no tenía por qué escucharlo, le dije que se callase. Tuve que llamarle la atención diciéndole que si tanto tenía que decir de aquella cuadrilla, que pasase y se lo dijese a ellos, que ya le contestarían, que no hacían más que cumplir con su misión. El soldado me contestó: “¿Aún está usted tan tonto? Pues ahí lo van a espabilar, a ver si cumplen con su deber.” Le dije que no pensaba lo que decía, sino que no me fiaba un pelo de ninguno.
Momentos después, salió el apaleado tirando sangre por todo su cuerpo y más serio que un zapato. Yo tampoco me reía y menos cuando oí la voz de decía: “Que pase ese, que estará ya impaciente de esperar.” Con todos mis ánimos fui hacia adentro como aquel que entra en el ruedo. Una vez dentro vi el cuadro que allí había: sangre por el suelo y las paredes. Entonces me dije que lo más acertado sería no decir nada y a resistir todo lo que viniera.
Empezó a interrogarme el cabo, el guardia me esposó y preparó todos sus aparejos de tortura y empezaron la feria. De lo que a mí me pasó no cabe decir nada. Os lo podéis figurar, poco más o menos lo mismo que al anterior. La verdad es que no sé lo que pasó conmigo ni quiero recordar aquel cuadro. Lo que sí sé es que al cabo de dos horas ya estaba en el calabozo sin saber por dónde había llegado. Allí, a oscuras, había otros conmigo, que no dejaban de animarme y de darme agua. 
En el calabozo estuve ocho días, hasta el ocho de agosto, cuando partí hacia Valladolid, ya repuesto de la paliza gracias a que no la repitieron, como sí les pasó a otros a los que les tocaba todos los días y hasta tres veces al día.
En el calabozo me visitó el comandante jefe, a pesar de que ya no estaba allí mi paisano el médico. Se tomó interés por mí y me mandó cuanto antes a Valladolid para mi tranquilidad y para mejorar en cuanto a prisión, porque aquella era poco agradable.

miércoles, 17 de julio de 2019

LAS MIL Y UNA NOCHES EN LA CÁRCEL (Capítulo VIII)


Del hambre que se padecía en el convento de la Santa Espina, de la fuga y del retorno al convento. De la ayuda de un vecino de Utiel, providencial para la supervivencia. Del fusilamiento del compañero Descalzo.

En los primeros cincuenta días que pasé en el convento de la Santa Espina me di cuenta de lo que es capaz un hombre de resistir. No me explico cómo, con la miseria y el hambre que allí pasamos, pudimos resistir tanto. Por muy fuerte que sea la naturaleza de cualquiera, en esas condiciones uno se quiebra. Todos los días llegaban tres o cuatro ataúdes. Los funerarios metían dos víctimas en cada uno, bien fuera por no gastar tanto o por no llamar la atención a las pocas gentes que pudieran verlo o por las dos cosas. Al primer médico que estuvo allí los dos primeros meses se le daba bien certificar defunciones, porque, en cuanto entró otro, fue rápida la solución pues ya no murió nadie en cuatro meses. Y las circunstancias eran las mismas. Sí es cierto que se suspendieron las palizas nocturnas, pero no las diurnas. Los pollitos se divertían por su cuenta y riesgo, puedo contar uno de los casos para demostrar hasta dónde llegaban:
Una noche de las que se ven pocas, por penosa, llovía a mares. Le hicieron levantarse a uno de la cama. Lo obligaron a desnudarse y a salir al patio cuando más llovía. Tenía que decir a voz en grito que no llovía. Así lo hizo. Cuando ellos le preguntaban si llovía, él les contestaba que no, que no llovía. Ellos le ordenaban que gritara esta tontería unas quince veces. El chico era Antonio Forn, vecino del Grao de Valencia. Un hombre de los que liberaron muy pronto porque tenía el título de perito mercantil.
Mi situación en esos primeros cincuenta días allí fue negra y difícil de contar y no porque no me acuerde, sino porque nunca lo olvidaré.
Durante esos días me vi como nunca habría creído verme por lo poco alimentado que llegué y por lo que nos dieron desde el primer día: unos cien gramos de pan y un cacito de rancho al medio día, que no era otra cosa que agua caliente con pimentón y ajo para desayunar y una onza de chocolate para cenar sin pan ni más nada. Se quedaba uno peor que si hubiera ayunado. A los cuatro o cinco días de estar así, muchas veces, estando en la formación, caía uno al suelo tras notar una turbación de cabeza, sin saber qué era lo que le ocurría.
A la vista de todo esto, no sabía qué hacer. Procuraba ir por donde comían los soldados a coger algún hueso de la carne que ellos comían y no lo dejaba hasta que no acababa con él. También iba por donde pelaban patatas, cogía las que podía y me las comía crudas. A veces ni peladuras ni huesos encontraba porque éramos tantos que no nos tocaba a nada. Como dice el dicho, éramos más los perros que los huesos. No había que descuidarse por la cuenta que te podía tocar.
Cuando llegó el 15 de mayo cambié de sitio. Estaba tendido en un rincón del convento. Me hacía la última cuenta porque no me tenía de frío y tenía mucho miedo de que me mandaran a la enfermería. Prefería estar tirado como cosa inservible. En ese momento entró a buscarme un amigo para decirme que me habían nombrado en donde llamaban a los presos. Procuré hacer un esfuerzo para ir hacia allá con mucha fuerza de voluntad.
Cuando el cabo de la guardia civil me preguntó por mi nombre, me vi en un compromiso porque me imaginaba lo peor, pero no acerté. Me llamaron para entregarme el giro de 100 pesetas que me mandaba madre. Tenía que acreditar que en efecto era yo, lo que me preocupó un poco. Busqué a dos amigos que me conocían del frente. Los presenté, acreditaron mi nombre y apellidos y me las entregaron. Seguidamente me fui a la cantina y me compré cuatro bocadillos que vendían a 50 céntimos de un cuarto de kilo de pan cada uno y un trocito de carne de membrillo. No eran caros, pero como la mayoría no tenía dinero, no los podía comprar. Me comí los cuatro bocadillos y cobré fuerzas. A los siete día ya me encontraba fuerte y dispuesto a lo que pasara, como a quien le ha llegado la salvación.
Viendo lo que me había pasado y lo que me esperaba, no tuve más remedio que decidirme a escapar. Me retenía la presencia de algunos paisanos. Cuando se hubieron marchado todos, tomé la determinación con mi amigo Descalzo, que se encontraba en una situación parecida a la mía. Nos decidimos a correr la eventualidad de marchar para Portugal. Aprovechamos un día que marchamos a por leña en compañía de 98 más un cabo y dos soldados nos custodiaban. El monte estaba muy poblado y pudimos salir los dos con facilidad según habíamos planeado. Durante ocho días pasamos por el monte hasta llegar a la misma frontera por la parte sur de Zamora, junto al río (creo que es el Duero). No pudimos pasar porque ninguno de los dos sabíamos nadar. Buscábamos por aquel monte algo para hacernos una cuerda cuando dimos con un pastor. Le preguntamos con mucho disimulo y, con su ignorancia, nos ayudó a pasar el río. No había nadie por allí y nos dijo que no nos perderíamos. Confiados, fuimos a buscar ese paso de gañanes que solo pueden pasar a pie por ser estrecho y de madera. Íbamos por una trocha bajo despeñaderos, caminando poco a poco hasta llegar a la misma orilla. Cuando ya creíamos que estábamos a salvo, nos sorprendió un soldado apuntándonos con el fusil y diciéndonos “manos arriba y atrás”. Tal fue nuestra sorpresa que no había más remedio que obedecer. Había más soldados y supusimos que era la guardia del paso.
Durante estas ocho noches también pasamos lo nuestro, aunque con la ambición y la confianza que llevábamos no nos dolía. De día buscábamos los sitios más camuflados, estirando el mapa de España, que era nuestra guía. Lo leía yo, porque mi compañero no conocía estas cosas. Nos servía para meternos en los cortijos y comprar queso y pan con las cien pesetas que yo había recibido. Para descansar solo llevábamos una lonilla para los dos, que nos servía de cubierta cuando llovía, muy importante, porque hacía muy mal tiempo.
Cuando aquella mañana nos detuvieron, nos dieron café y fuimos trasladados a un pueblo llamado Valdesillas, a unas dos horas a pie. Y de allí, acompañados por la guardia civil, fuimos en un camión directos al penal de Burgos, donde nos interrogaron y solo estuvimos dos días.
En nuestra declaración dije que andábamos buscando trabajo y que nos detuvieron por no llevar documentación. Del penal nos llevaron al campo de prisioneros en el que estábamos antes. Fue muy mala suerte volver al mismo sitio, pero como no constaba en el fichero nuestro nombre, no nos pasaría nada a no ser que nos reconociera alguno de los presos, como así pasó primero con mi compañero, contra el que tenían puesta la denuncia, y después conmigo. Fuimos a parar al calabozo.
Parece raro, pero cuando volvimos al convento no nos reconocían con el pelo cortado y bien afeitados, con una fisonomía bien distinta. 
En los últimos días de mayo, una noche, fui a pedir una aspirina porque me dolía la cabeza. El médico que nos trataba, que también estaba preso, al oírme hablar me conoció. Me llamó y me preguntó que si era de Utiel, que me conocía, pero que no sabía quién era. Cuando le dije que trabajaba con el Ris… me reconoció. Se acordaba de verme porque él vivía enfrente. Era hijo de Isidoro Madrid, buen muchacho, que también está preso más de un año como prisionero de fuerza. Le conté que lo estaba pasando bastante regular, más de malo que de bueno. Él, con mucho interés, me dijo que no me preocupara, que pronto mejoraría, “yo hablaré con el comandante y seguro estoy de que te dan un destino en el que no pasarás hambre”. Así me lo prometió y así lo hizo. Al día siguiente me colocaron de jefe en las patatas y a los pocos días en el almacén donde estaban los víveres a mi disposición, y unos cuantos hombres para los trabajos del mismo.
Esto sí que fue la solución definitiva del hambre porque el teniente me entregó las llaves y me dijo “de todo cuanto aquí haya, puede usted comer lo que quiera, pero mucho cuidado con sacar nada fuera sin mi permiso. De lo contrario, perderá usted el destino y le costará caro, que ya sabe cómo se gastan aquí las bromas”.
Desde ese momento empecé a matar el hambre. Después de los que habíamos pasado, no había hartura. Me harté de comer ternera frita, casi todos los días un par de kilos. De postre siempre tenía chocolate con leche. A cambio de las peladuras de patata, les sacaba a los frailes un par de litros todos los días. El azúcar la tenía por asiento. De esta forma se me conocía el aumento de peso por días: de los 56 kilos con los que entré, al mes siguiente pesaba 77, casi mi peso normal. Me encontraba fuerte, como en mis tiempos mejores. Aunque no faltaba quien lo estaba pasando como yo lo había pasado y por mucho que me lo advirtió el teniente, yo, cuando podía, sacaba algo en los bolsillos a los amigos y a mi compañero Descalzo. Poco, porque enseguida lo denunciaron unos individuos del Puig que lo conocían y pasó al calabozo y pocos días después a la cárcel de Valladolid. A otro amigo del frente, llamado Juan Asonega de Canet, le dieron cuatro palizas de muerte y después lo incomunicaron a media ración (que era para no aguantar ni quince días vivo). Yo, por un agujero que él y otros hicieron en la pared, le pasábamos comida con el riesgo que suponía para los ocho o diez que lo tramamos, pero no había más remedio que ayudarlos. Duró poco aquello porque mi amigo fue trasladado enseguida. Mientras iba custodiado por la guardia civil, le metí un pan en el dobladillo de la manta.
También tenía otro amigo de Alpera llamado Sebastián. Este no lo pasó tan mal, pero también llevó lo suyo. Amigos que en la actualidad todavía no hemos olvidado aquellos comportamientos. Menos el pobre Descalzo porque a consecuencia de la denuncia lo fusilaron en Madrid el 13 de mayo de 1941.
Tras una tragedia, otra. Así pasaron dos meses, que solo tuvieron de bueno que me hartaba de comer y beber vino y leche.

martes, 16 de julio de 2019

LAS MIL Y UNA NOCHES EN LA CÁRCEL (Capítulo VII)


                                                              Soldados despiojándose    

De cómo los piojos se convirtieron en compañeros inseparables de los presos en el campo de la Santa Espina y de lo ocurrido con el reloj de Ricardo García.

En el convento de la Santa Espina era tan poca la higiene que existía que no podía ser menos y tan grande la miseria que era mejor no hacer caso de nada. Lo mismo corrían los piojos por encima que por dentro de los que ya estaban antes allí. A los dos días ya íbamos todos igual, como si fuera una epidemia: se les veía correr por lo alto de la ropa y por el suelo. Todos llevan la cincha por marca y no debe haber tantos en el resto de España como allí. Parecía que estuvieran adiestrados: salían a tomar el sol y forman por columnas cantando el “cara al sol” y nunca cara a la sombra. Después de todo son buenos compañeros que se hicieron con nosotros enseguida y no nos dejaban un momento. Por la noche no dormían, estaban de imaginarias. Lo peor es que los choques que armaban entre ellos no dejaban dormir a los demás. Yo, en cuanto podía, los barría a las orillas para que no riñeran y me dejaran tranquilo, pero no conseguía casi nada. Al día siguiente ya estábamos en las mismas condiciones.
Cómo no iba a haber miseria, si nadie se había cambiado de ropa desde que entrara en tan pestilente lugar. Y lavarse, nada de nada. La mayor parte iba descalza y con la manta liada al cuerpo para evitar enseñar las carnes. Os podéis imaginar cómo estaba el convento de miseria y porquería en esas condiciones.
Durante cincuenta días, tuve que pasar por las mismas circunstancias que los que llevaban tiempo allí. No me quedaba nada por vender: me requisaron la pluma, con la chaqueta de cuero me pasó algo parecido (en este caso fue un guardia civil) y el reloj me lo requisó un joyero a los pocos días de llegar. Yo había oído decir que el Comandante Jefe del campo había dado órdenes de que, si a algún detenido le ocurría alguna cosa semejante, se lo comunicaran a él, puesto que no estaba permitido. A mí me jodió mucho lo del reloj (era de “bobanilla”) porque era la tercera vez que me requisaban algo y sin más ni menos fui al comandante a denunciarlo. Inmediatamente mandó a buscarlo y ordenó que me lo devolvieran. A los tres días, cuando ya no me lo esperaba, se presentan el sargentito y tres más (cada uno con un garrote) a reclamarme el reloj. Aunque primero puse la excusa de que lo había vendido, no me valió porque si no lo entrego pronto me doblan. Y me amenazaron diciendo que si iba al Jefe otra vez nada bueno conseguiría. Preferí darles el reloj y callarme, era lo más acertado.