Hasta el uno
de agosto de 1939, unas veces estaba muy mal y otras muy bien. Comía bien y el
trato también mejoró para mí porque convivía con los oficiales y esto evitaba
estar en las condiciones de los demás: no tenía que formar nunca y dormía en
una colchoneta y con las mantas que necesitaba porque podía cogerlas del
almacén. También le daba alguna a los amigos para que las vendieran y se
compraran pan.
El día 1 de
agosto vino a hablarme el voceador de las oficinas. Estas estaban en la calle
de la Marquesa, al lado del convento. Allí tomaba declaración la guardia civil,
según los informes que les mandaban del puesto. Cuando nombraban a alguien para
ir a las oficinas causaba bastante temor. Las tenían ocultas con toda la
intención.
El voceador,
llamado Naranjo, que solía llamar a dos o tres cada medio día, me dijo: “Amigo,
te llevo en la lista el primero, pero con el fin de que puedas ir tomando
ánimos o alguna medida, te dejaré el último. Mucho cuidado con decir nada a
nadie, que la cosa está negra.” Esto me lo dijo sobre las nueve de la mañana.
Me fui
haciendo el ánimo porque sabía lo que allí ocurría por los que por allí habían
pasado. Para poder aguantar mejor lo que me esperaba, me comí cosa de un kilo
de carne de ternera asada y un litro de vino. Cuando estaba terminando, vi
llegar al tal Naranjo, “vaya, ya te llegó”. En fin, pensé, bueno ha sido el
almuerzo pero el postre que me espera va a ser de a chavo.
Me
custodiaban Naranjo y un soldado. Cuando el primero me dejó, me deseó suerte.
El soldado y yo pasamos a una sala, y luego, más adentro, a una alcoba sin
rejas, muy encerrada, donde se encontraban los señores de la comisión.
Según luego pude comprobar, la componían: el cura con su vergajo, un teniente
cojo con el garrote, otro más cojo todavía con un trozo de cubierta de coche,
un sargento con una estaca de carrasca como una pica de picayeso (estos eran
los asesores); además estaban el cabo de la guardia civil, que era quien
interrogaba, un guardia que escribía y otro con las esposas, alfileres, cuerda,
etc., etc.
Cuando
llegamos el soldado y yo a la antesala, nos tuvimos que esperar porque estaban
haciendo el atestado de uno que tenían dentro. Nos hacían esperar con toda la
intención, para que tomáramos miedo, y no era el caso para menos.
Oí que le
preguntaban a cuántos había matado. Él contestó que ninguno, pero nada más
contestar, se conoce que le pegaban dos a la vez de una forma extraña, porque
cuando menos ruido se oía, los lamentos de aquel pobre eran más lastimosos. Lo tenían
colgado de los pies y le metían alfileres pequeñitos entre las uñas, por eso no
se oían golpes, aunque era peor el martirio que le estaban dando. Duró esto más
de una hora. Cuando ya dijo que había matado a cuatro, insistieron para que
dijera a cuántos más. Dijo que no podía decirlo porque habían sido muchos.
Estaba en una máquina y le ponían a muchos y a todos los volcaba. No los
conocía, salvo a aquellos cuatro de los que sí podía dar los nombres, como así
lo hizo.
A los pocos
días, después de haber estado incomunicado y de darle tres palizas diarias, sin
perdonarle una, llegaron informes y avales de aquellos mismos que él había
manifestado haber matado, pidiendo su libertad por ser afecto a la Falange, e
inmediatamente lo llevaron a las mismas oficinas para darle la libertad. Cuando
le preguntaron que por qué había manifestado haber matado a esa gente siendo
mentira, contestó que para que lo mataran y no lo hicieran padecer tanto. Le
dieron otra paliza por no haber dicho la verdad y lo mandaron a su casa más
negro que una uva.
Mientras yo
esperaba mi turno, andando el caso tan serio, el soldado que me custodiaba no
cesaba de hablar, diciendo palabras groseras contra los señores de la comisión.
Yo, que no tenía por qué escucharlo, le dije que se callase. Tuve que llamarle
la atención diciéndole que si tanto tenía que decir de aquella cuadrilla, que
pasase y se lo dijese a ellos, que ya le contestarían, que no hacían más que
cumplir con su misión. El soldado me contestó: “¿Aún está usted tan tonto? Pues
ahí lo van a espabilar, a ver si cumplen con su deber.” Le dije que no pensaba
lo que decía, sino que no me fiaba un pelo de ninguno.
Momentos
después, salió el apaleado tirando sangre por todo su cuerpo y más serio que un
zapato. Yo tampoco me reía y menos cuando oí la voz de decía: “Que pase ese,
que estará ya impaciente de esperar.” Con todos mis ánimos fui hacia adentro
como aquel que entra en el ruedo. Una vez dentro vi el cuadro que allí había:
sangre por el suelo y las paredes. Entonces me dije que lo más acertado sería
no decir nada y a resistir todo lo que viniera.
Empezó a
interrogarme el cabo, el guardia me esposó y preparó todos sus aparejos de tortura y
empezaron la feria. De lo que a mí me pasó no cabe decir nada. Os lo podéis
figurar, poco más o menos lo mismo que al anterior. La verdad es que no sé lo
que pasó conmigo ni quiero recordar aquel cuadro. Lo que sí sé es que al cabo
de dos horas ya estaba en el calabozo sin saber por dónde había llegado. Allí,
a oscuras, había otros conmigo, que no dejaban de animarme y de darme
agua.
En el
calabozo estuve ocho días, hasta el ocho de agosto, cuando partí hacia
Valladolid, ya repuesto de la paliza gracias a que no la repitieron, como sí
les pasó a otros a los que les tocaba todos los días y hasta tres veces al día.
En
el calabozo me visitó el comandante jefe, a pesar de que ya no estaba allí mi
paisano el médico. Se tomó interés por mí y me mandó cuanto antes a Valladolid
para mi tranquilidad y para mejorar en cuanto a prisión, porque aquella era
poco agradable.