Soldados despiojándose
De cómo los piojos se convirtieron en compañeros inseparables de
los presos en el campo de la Santa Espina y de lo ocurrido con el reloj de Ricardo García.
En el
convento de la Santa Espina era tan poca la higiene que existía que no podía
ser menos y tan grande la miseria que era mejor no hacer caso de nada. Lo mismo
corrían los piojos por encima que por dentro de los que ya estaban antes allí.
A los dos días ya íbamos todos igual, como si fuera una epidemia: se les veía
correr por lo alto de la ropa y por el suelo. Todos llevan la cincha por marca
y no debe haber tantos en el resto de España como allí. Parecía que estuvieran
adiestrados: salían a tomar el sol y forman por columnas cantando el “cara al
sol” y nunca cara a la sombra. Después de todo son buenos compañeros que se
hicieron con nosotros enseguida y no nos dejaban un momento. Por la noche no
dormían, estaban de imaginarias. Lo peor es que los choques que armaban entre
ellos no dejaban dormir a los demás. Yo, en cuanto podía, los barría a las
orillas para que no riñeran y me dejaran tranquilo, pero no conseguía casi
nada. Al día siguiente ya estábamos en las mismas condiciones.
Cómo no iba
a haber miseria, si nadie se había cambiado de ropa desde que entrara en tan
pestilente lugar. Y lavarse, nada de nada. La mayor parte iba descalza y con la
manta liada al cuerpo para evitar enseñar las carnes. Os podéis imaginar cómo
estaba el convento de miseria y porquería en esas condiciones.
Durante
cincuenta días, tuve que pasar por las mismas circunstancias que los que llevaban
tiempo allí. No me quedaba nada por vender: me requisaron la pluma, con la
chaqueta de cuero me pasó algo parecido (en este caso fue un guardia civil) y
el reloj me lo requisó un joyero a los pocos días de llegar. Yo había oído
decir que el Comandante Jefe del campo había dado órdenes de que, si a algún
detenido le ocurría alguna cosa semejante, se lo comunicaran a él, puesto que
no estaba permitido. A mí me jodió mucho lo del reloj (era de “bobanilla”)
porque era la tercera vez que me requisaban algo y sin más ni menos fui al
comandante a denunciarlo. Inmediatamente mandó a buscarlo y ordenó que me lo
devolvieran. A los tres días, cuando ya no me lo esperaba, se presentan el
sargentito y tres más (cada uno con un garrote) a reclamarme el reloj. Aunque
primero puse la excusa de que lo había vendido, no me valió porque si no lo
entrego pronto me doblan. Y me amenazaron diciendo que si iba al Jefe otra vez
nada bueno conseguiría. Preferí darles el reloj y callarme, era lo más
acertado.