lunes, 15 de julio de 2019

LAS MIL Y UNA NOCHES EN LA CÁRCEL (Capítulo VI)



                                  Presos republicanos en el Convento de la Santa Espina (Valladolid)

De cómo pasó Ricardo García la primera noche en el convento de la Santa Espina. De su encuentro con los garrotes de los soldados nacionales y del silencio sospechoso de sus primeros compañeros de sueños.

El convento de la Santa Espina (Valladolid)

La primera noche en el Convento de la Santa Espina cada uno se hizo la cama donde pudo. Cada cual llevaba encima todo su avío. Nos solíamos arreglar entre dos o tres amigos para no pasar tanto frío porque el colchón era el empedrado de los claustros. Poníamos una manta abajo y otra arriba. Como había que desnudarse, el frío era formidable, pero esto no era lo peor. En cuanto tocaban silencio, ocurría lo gordo: sargentos provistos de buen garrote, cabos de un cinto y soldaditos de estaca se empleaban con los presos. Con los golpes dejaban a tíos moribundos con la intención de que pasaran a la enfermería para rematarlos. Medio a oscuras. a la luz de la luna, no veían dónde pegaban. Con la amenaza de estos flamenquitos, no se podía pegar ojo por si te daban un golpe en mal sitio. Además de tener mala cama, esto. Casi mejor era ir a la enfermería, donde con una inyección se solucionaba todo y te dejaban tranquilo. 
Un amigo y yo, después de esta primera noche buscamos un sitio mejor donde dormir. Lo registramos todo, hasta que dimos con un local pequeño que poseía una cuadra de unos veinte caballos acostados. En un rincón había un pequeño espacio suficiente para pasar la noche perfectamente los dos. Preparamos una manta arriba, otra debajo, el macuto de cabecera y a dormir se ha dicho. Nada más echarnos, me dijo mi compañero: “Dile a ese que está a tu lado se corra un poco para allá”. Así lo hice, pero aunque se lo repetí dos o tres veces no hacía caso y, viendo esto, le toqué con el codo. Seguía sin contestar, ni siquiera se movía, hasta que me di cuenta de que estaba muerto y el siguiente también. No quise pensar si habría más. Le dije al compañero: “Duerme tranquilo que estos que hay a mi lado nos nos han de molestar porque están muertos”. En ese departamento no estaban solo los muertos. Era un sitio donde los flamenquitos no entraban a pegar y algunos aprovechaban para buscar sitio con una pequeña bujía. Nosotros no lo sabíamos y nos habían dejado muy poco lado, por eso fuimos a parar junto a esos pobres desgraciados a los que se les había empoderado el hambre y, como es propio, los colocaron en el depósito, que era el departamento en el que nosotros entramos. Ahora bien, esa fue la mejor noche que pasé allí y en la que más dormí por la tranquilidad de los lindantes.


Crítica teatral: "El castigo sin venganza" de Lope de Vega, representada por la CNTC en Almagro


Es una gloria ver el teatro "Adolfo Marsillach" de Almagro a rebosar para oír (los contemporáneos de Lope iban a "oír" teatro) una obra del siglo XVII. Y más gloria todavía cuando finaliza el espectáculo y se ven las caras de satisfacción de los espectadores. Que tanta gente se interese y quede encantada por el teatro clásico es esperanzador. Eso sí, la mayoría lucimos canas y calveros, aunque también hay jóvenes. 
Y es una gloria asistir a las obras representadas por la Compañía Nacional de Teatro Clásico. La CNTC habla con palabras mayores. Helena Pimienta se despedía de la compañía con El castigo sin venganza de Lope de Vega y de qué manera. La representación  del 14 de julio (la última en Almagro) la señalo entre los placeres más intensos que le regala a uno la vida de contemplador. 
Un Lope maduro, grave, poderoso, sublime, próximo a Shakespeare en la estructuración dinámica de la obra y en la gravedad de los contenidos. Un Lope que pule el verso hasta conseguir revitalizar algo que parecía ya muerto en el XVI: el lenguaje amoroso petrarquista. Lope resucita muertos (el amor cortés) y aniquila con crueldad a sus protagonistas, como le gustaba al bardo de Stratford. Nunca he visto tan alto a Lope en la creación de conflictos ni en el engarce de los acontecimientos. La plantilla con la que elabora sus comedias deslumbra aquí gracias a su mecanismo preciso. 
La puesta en escena es sobria, para oír más que ver, para degustar la palabra de esta obra, verdadero manjar sangriento. Las botas militares de caña alta, los tronos (sillones de barbero) y los contrapuntos encarnados nos advierten de un final truculento, del triunfo de la violencia sobre la pasión. 
Casandra no tiene suerte con los hombres. Por un lado, se casa con el duque de Ferrara, tirano mujeriego, falto de delicadeza. Por otro, se enamora apasionadamente de su hijastro Federico, quien le da lo que su marido no le ofrece, pero se muestra esquivo una vez obtenido su deseo. Como Calisto en Melibea, Federico muere por el favor de Casandra hasta que lo consigue, luego quiere casarse con su prima Aurora para no enredarse demasiado. Casandra es constante y firme en su pasión, Federico no tanto, a pesar de pergeñar uno de los más afinados parlamentos del desamor (casi herético) que se pueden encontrar en castellano: 
"En fin, señora, me veo
sin mí, sin vos y sin Dios:
sin Dios, por lo que os deseo;
sin mí, porque estoy sin vos;
sin vos, porque no os poseo."
La respuesta de Casandra, ante tal acometida retórica, no puede ser otra: se rinde a la desesperación amorosa de su hijastro. La venganza del duque de Ferrara va a ser terrible, y eso después de redimirse como crápula y farandulero, pero no como tirano. Joaquín Notario (el duque) despliega en este final un derroche de ferocidad que espanta y angustia, como antes Rafa Castejón (Federico) nos había apabullado en el diálogo que mantiene con la sobria y elegante Beatriz Argüello (Casandra). Entre tanto, descuella la figura de Nuria Gallardo (Aurora), afrentada, despechada y negra mano del castigo sin venganza; y la del gracioso Carlos Chamarro (Batrín), más cercano al bufón de Lear que al criado de la comedia nueva. 
El espejo de la deshonra, voces cascadas por el sinfín de representaciones, desfiles de embozados, abrigos largos, botas negras, tronos de barbería, sillas que esperan en la oscuridad su turno para delatar, hombres caprichosos y tiránicos, mujeres firmes y apasionadas..., de todo esto se cubrió el escenario del teatro de Almagro: un Lope espectacular, bravo y angustioso que da realce a las copas que uno se toma luego en la plaza verde, rodeado de brasas y belleza, aturdido aún por la crueldad y el runrún de los versos.  
    

domingo, 14 de julio de 2019

LAS MIL Y UNA NOCHES EN LA CÁRCEL (Capítulo V)


                                   Presos republicanos en el convento de la Santa Espina

De cómo los presos llegan al convento de la Santa Espina, de cómo los reciben a garrotazos y  los que allí había lamentan haber vivido. De cómo se acabó con los cinco mil presos políticos.

Una vez organizados en La Mudarra, emprendimos el viaje por la carretera de Castromonte, que según el indicador estaba a 20 kilómetros. Sobre las doce entramos en dicho pueblo. Allí se hizo una gran parada y el que llevaba dinero pudo comprar algo para comer. Yo me compré pan muy bueno por una peseta y un poco de queso. Comí de primera. Poco después continuamos la marcha para llegar al campo al que nos llevan. Llegamos muy rendidos, con un poco de sol, al convento de la Santa Espina.

Del nombre de este dichoso convento, La Santa Espina, se puede decir que de “espina” tiene mucho y de “santa” no tiene nada. Llegamos el día 1 de abril de 1939, fecha histórica y nombre monstruo porque cómo no acordarse de este dichoso campo de prisioneros.
Se colaba el el sol por entre aquellas llanuras de Castilla, con grandes extensiones de campos sembrados de trigo y otros muchos más de matorrales, dedicados a las cacerías de los grandes señores castellanos. Entre esos campos está este bochornoso monasterio dedicado al sufrimiento de los obreros. Era la cuarta noche. Serían las siete cuando, después de darnos el rancho del día, un jarrito de judías, pasamos dentro del convento. Aunque la estancia no fue muy larga, la historia sí que lo es. No es posible relatar todo lo que allí pasó. Me concentraré en hacer un ligero examen de lo ocurrido en aquel campo de prisioneros.
Nada más entrar, con ganas de descansar y de acomodarnos, nos recibieron a garrotazos. Más de cuarenta garrotes nos andaban pegando más palos que los arrieros y nos daban voces para que pasáramos dentro. La puerta no era muy grande y nos apretamos unos contra otros de tal manera que se atascó la entrada y no se podía pasar. No había otra solución que ir para adentro. Cinco mil tíos sin poder entrar y los palos para los de las orillas.
Una vez dentro, nos juntamos con los que allí había, prisioneros en el 37, cuando se perdió el frente Norte. Por regla general eran jóvenes. Durante todo el tiempo que llevaban allí, no se habían cambiado de ropa, ni les había tocado el agua la cara. La miseria era tanta que no se podía dormir.
Daba pena ver a estos jóvenes. Las prendas buenas se las habían quitado y la necesidad les había obligado a vender la ropa interior, como me pasó a mí. La mayoría solo se había quedado con la que llevaban puesta, porque no les había gustado a los compradores o porque valía poco. A uno lo dejaron solo con un pijama de campo. Entre unas cosas y otras, a esos muchachos jovencitos daba pena verlos con su cara de hambre y la manta liada al cuerpo, que no parecían personas.
Según nos informaron, además de lo que se ve, es tanto el horror que pocos días pasan que no mueran tres o cuatro alcanzados del poco alimento y necesidad. No matan aquí a nadie a tiros de un tiempo a esta parte, desde que acabaron con los presos políticos. De cinco mil que trajeron en los primeros momentos, no queda uno y todos han desaparecido. Aún quedaban algunos cuando llegaron al campo los primeros prisioneros, pero ahora solo matan a palos y por hambre. Si alguno se empodera un poco, lo llevan a la enfermería y allí lo terminan fácilmente. Si esto no cambia ahora, una vez acabada la guerra, es preferible morir a bala que no de esta manera.

Crítica teatral de "La viuda valenciana" de Lope de Vega, representada en Almagro por la compañía MIC producciones


Teresa de Jesús eligió ser monja, como sor Juana Inés de la Cruz. Eran mujeres inteligentes de los Siglos de Oro, y, como tales, sabían que el matrimonio hubiera sido una "cruz" que no les habría permitido desarrollarse como mujeres más o menos libres. No habrían podido escribir, ni pensar con autonomía, ni desenvolverse como mujeres independientes. Lope, en La viuda valenciana dibuja un perfil de mujer atípico: una viuda que se rebela frontalmente contra las convenciones. Una mujer viuda, rica y joven en el siglo XVI debía volver a casarse para devolver su patrimonio al hombre. Una mujer viuda no podía exhibir sus amores ni tenía posibilidad de mantener un criterio propio, debía, cuanto antes, someterse a los designios de un hombre. Leonarda es una mujer fuerte, con carácter, que no quiere someterse a las leyes convencionales que la empujan al casamiento. Quiere gozar de la vida, porque su cuerpo aún está en sazón y de ninguna de las maneras desea ser esposa de los burdos pretendientes que la asedian. Leonarda es una mujer moderna, que, en el siglo XVI, equivale a ser una mujer fabulosa. Este es el valor de esta comedia de Lope, el simbolismo mayúsculo de este personaje. Que luego Lope haga delirio y ofrenda en el argumento a sus fantasías sexuales; que Lope se entregue a los excesos de una comedia nueva, todavía no ajustada; que luego Lope se despeñe en el disparate y en la falta de dominio de los artefactos teatrales es algo aleatorio. Aleatorio, pero muy significativo si la obra se representa en el siglo XXI. Aprecio el símbolo de Marcela, la aprecio como especimen fuera de lo común, como delfín nadando contracorriente en una marea de plásticos. La aprecio, pero no puedo esquivar la desazón que produce un argumento impreciso, deslavazado, caprichoso. La viuda valenciana se debate entre la sensualidad y el capricho, entre la rebeldía y la incoherencia. La viuda valenciana es una obra de un Lope joven, de semen fácil y verso impreciso. 
La compañía MIC producciones hace lo que puede con esta obra, Leonarda (Pepa Gracia) es una magnífica representación de lo que deseaba Lope (sensualidad, rebeldía y firmeza), sus pretendientes y su criado no le van a la zaga en cuanto a buen hacer teatral. Otra cosa es el galán, torpe en el verso y enojoso en la credibilidad. 
Lope le dedica esta comedia a Marcia Leonarda, que acaba de enviudar. Todo lo que hace Lope, lo hace por interés, si se rinde al vulgo, es por triunfar en los escenarios, si erige un momento a una mujer viuda es por la esperanza de conquistarla y gozar de ella con todos los sentidos. Solo nos queda la consolación de que el personaje de Leonarda, la protagonista de La viuda valenciana, se pareciera un poco a Marcia Leonarda (mujer de carne y hueso), seguro que sí, seguro que Lope conoció a mujeres tan aguerridas como  la que dibuja en su comedia. Los dislates se perdonan cuando la fuerza mayor de la juventud y la lubricidad están por medio.     

sábado, 13 de julio de 2019

LAS MIL Y UNA NOCHES EN LA CÁRCEL (Capítulo IV)

                                Preso republicano interrogado por un oficial franquista

De cómo Ricardo García y los presos republicanos llegan a Valladolid y del recibimiento que les brindaron sus vecinos. Del desengaño que se llevaron los chicos al comprobar que los rojos no tenían rabo ni cuernos.

DE SEGOVIA A VALLADOLID 

Sobre las diez de la mañana llegamos a Valladolid, ciudad que no había tenido el menor perjuicio durante la guerra. Habían hecho propaganda sobre la llegada de los prisioneros. Nos pasearon por todas las calles de la capital, engalanados los balcones con banderas y escudos. A la puesta del sol, nos llevaron al campo de fútbol. Fue un día de fiesta para todo el mundo. Nosotros éramos el espectáculo. Para algunos la fiesta consistió en andar a nuestro alrededor para hablarnos de la guerra, para sacarnos lo que podían (los menos) y otros (con pinta de trabajadores) para simpatizar con nosotros nos daban tabaco. Las mujeres nos daban jarras de leche y restos de bocadillos. Los chiquillos se nos acercaban ofreciéndose a hacernos recados. Si se les ofrecía una perra de propina, no la admitían, porque decían que nos haría más falta a nosotros. Solo querían alguna peseta en billetes de Negrín. 

Los que no eran afectos a nosotros no se acercaban ni dejaban a sus hijos que lo hicieran. Veíamos en las bocacalles a las mujeres con el velo en la cabeza, con la sonrisa en los labios. Y sus hijos no se nos acercaban porque nos tenían miedo a causa de la propaganda que habían hecho contra nosotros. Prueba de ello fue lo que le oí a una chiquilla: “Madre, ¿dónde llevan el rabo los rojos? ¿No decía padre que tenían rabo y cuernos?”. ¿Cómo no iban a tener miedo las criaturas? Mientras, otros chicos se nos acercaban y decían entre ellos, “ves cómo no les tengo miedo, son hombres lo mismo que los de Valladolid.” Es posible que a estos no se les enseñara lo mismo. 

En la tercera noche nos encerraron en el campo de fútbol. Nos dieron la comida de todo el día: doscientos gramos de pan, una lata de sardinas para cada dos de las de 40 céntimos y el agua que quisimos beber. Aunque ya había poca hambre, porque durante todo el día, por las calles y en algunas de las paradas que hicimos, a las mujeres que se acercaban les vendíamos la ropa y comprábamos comida. Yo vendí un pantalón y una muda por trece pesetas. Compré inmediatamente dos panes por una peseta, media libra de chocolate por 30 céntimos, un litro de vino y un vaso de 30 céntimos. Andaba más contento que en los tres días anteriores. Esta tercera noche no se puede comparar con las precedentes porque, a pesar de estar al descubierto y lloviznando, no lo pasamos tan mal. Pudimos hacer fuego y nos dejaron unas horas tranquilos. 

Pronto empezaron a sacar expediciones. Ignorábamos hacia dónde íbamos. Cada una de las expediciones en distinta dirección a las otras. Yo, como siempre, salí en la última. En un tren de muy poca importancia y, como dice el dicho: “Mal camino no puede conducirte a buen pueblo”. En este pequeño tren fuimos hacia el oeste. A la salida del sol dejamos el punto de partida. Nos ordenan apearnos en un pueblecito llamado La Mudarra, mientras que el tren continuaba en su ruta por la línea de Río Seco de vía estrecha.

Crítica teatral, El perro del hortelano. Lope, parodia de sí mismo



Crónica de El perro del hortelano de Lope de Vega, representada en Almagro por la Compañía Nacional de Teatro de México (12 de julio de 2019)

La comedia sentimental del Siglo de Oro es un artificio que se apoya en la lírica amorosa petrarquista y se enriquece con el retruécano barroco en el que Lope se muestra maestro absoluto.
Diana es una mujer caprichosa que se enamora y se desenamora según cómo avanza el romance de Teodoro (su criado) con Marcela (su criada). Diana, Teodoro y Marcela conforman un triángulo amoroso en el que los celos y el escalafón social determinan la salud de las pasiones. Los juegos de palabras, los enredos lingüísticos y el carácter voluble de Diana son la piel que envuelve esta obra: Diana escribe una nota a Teodoro en la que expone su inclinación enrevesada hacia su criado y le exige a este una respuesta que esté a la altura:

«Amar por ver amar envidia ha sido,
y primero que amar estar celosa
es invención de amor maravillosa
y que por imposible se ha tenido (...)

Ni me dejo forzar, ni me defiendo; 
darme quiero a entender sin decir nada: 
entiéndame quien puede; yo me entiendo.»

Estos enredos amorosos y lingüísticos dan forma al artificio teatral de Lope. Un constructo que la Compañía Nacional de Teatro de México opta por ambientar dentro de otro artificio: el mundo glamuroso del cine de los años cuarenta / cincuenta. Las actrices se pasean por el escenario con peinados e indumentaria de pinups, cantan boleros sobre un piano y convierten el palacio de Belflor en el cabaret de Rita Hayworth. Un artificio (el de la comedia de enredo barroca) dentro de otro (el mundo de las redecillas de melenas, los micrófonos metálicos y las luces de neón). El acento mexicano se aviene a la perfección con la delicadeza del verso lopesco. Me da por pensar si no estarán más próximos a los del autor estos dejes latinos que los ibéricos.

Una Diana espléndida, de nombre fabuloso, Astrid Romo, atrapa al espectador y lo somete a la bendición del artificio bien construido. El resto del elenco se desenvuelve con garantías para dejar bien amarrado al público a las localidades de la destartalada universidad almagreña.
Lope es una parodia de sí mismo. Para envolver al "vulgo" enreda a sus protagonistas en una aventura de amor tan extravagante que parece reírse de su propio oficio de inventor de disparates (como podría llamarlo Cervantes). Al final de la obra, un engaño sirve para que Diana y Teodoro por fin se amen. Los códigos de la época no permitían que dos personas de ascendencia tan distante (señora y criado) propusieran casamiento sobre el escenario. Un engaño final los iguala, aparentemente. Todos son conscientes de que es un engaño, incluida Diana. Teodoro no es conde y todos lo saben, salvo su supuesto padre. Y, a pesar de todo, determinan seguir con el embuste para dar fin feliz a su aventura de amor. Se contravienen los códigos, como se pervierte la lírica petrarquista en un juego continuo de retruécanos que huele mucho a parodia y a chamusquina. Y, sin embargo, a pesar de la broma, Lope es capaz de elevar el verso amoroso a alturas deslumbrantes: "Yo me voy, señora mía, / yo me voy, el alma no..." Los monólogos y el genio del Fénix no dejan que la parodia se apropie por completo del juego amoroso y lo convierta en mero astracán.
La puesta en escena de Angélica Rogel es fresca y abraza con hermosura el verso de Lope. Así se cuida el patrimonio literario allende nuestras fronteras, con respeto y oficio. Un Lope mexicano, qué mejor, en un hombre que vivió cien vidas en una, en un autor tan versátil como pródigo en su genio. Un Lope cinematográfico y de bolero, como a él sin duda le habría gustado.  Cervantes intentó pasar a América y no lo consiguió, Lope ahora sí. Otro revés para el padre del Caballero de la Triste Figura.    

viernes, 12 de julio de 2019

LAS MIL Y UNA NOCHES EN LA CÁRCEL (Capítulo III)

        Estación de Segovia

De cómo un cura requisa la estilográfica de Ricardo García y del penoso viaje en camión y tren de Prádena a Segovia: nieve, hielo, 50 horas en ayunas y otras penurias que se relatan en esta segunda noche.

DE PRÁDENA A SEGOVIA 

Durante todo el día permanecimos en Prádena. Pese al mal tiempo aún hubo quien no tuvo miedo de salir de casa. Se presentaron por allí el cura y el alcalde del pueblo. Tenían curiosidad por saber de la guerra y nos preguntaron por la impresión que nos causaba ver a un cura después de tanto tiempo. Nos echó en cara por qué los queríamos tan mal para haber hecho con ellos cosas tan feas y explicó que, pese a todo, no nos guardaban rencor, que al que no estuviese manchado de sangre no le pasaría nada. Y todo nos lo decía en plan de cachondeo. 
Vio mi estilográfica y me la pidió. Me preguntó cuánto quería por ella y yo le dije que 50 pesetas porque era un recuerdo de familia y en realidad no quería venderla. Él se hizo el tonto y se la metió en el bolsillo. “Esta pluma la requiso porque no es delito que se la quite, además ya no le hace falta porque ya ha escrito lo que tenía que escribir”. Le pedí cuentas, pero él volvió la cabeza y le dijo al ayudante que me diera dos cajetillas de tabaco, “tome y fume y tenga en cuenta que se las doy porque quiero”. Me mordí la lengua y le di las gracias. Se fueron de allí los dos después de requisar relojes, gallinas, etc. Pensé: “Si estos son los que predican la ley de Dios, obran según sus mandamientos y requisan a la luz del día; cómo serán los demás y, en particular, los que son amantes del pillaje. Nos dejarán sin camisa, y así fue.” 

En estas condiciones pasamos el día, con bastante gana de comer, aunque no de comer piedras, pues otra cosa no había a qué agarrarse. Eran las diez de la noche cuando vino el último camión para trasladarnos. Me tocó en el último porque tenía tan pocas ganas de irme que me había escondido en un fortín que me resguardaba de la nieve y me camuflaba. Un sargento con una linterna dio conmigo. Yo alegué que me había dormido, pero no fue suficiente razón, porque me pegó un puntillazo en el culo para que fuera más deprisa. 

Los camiones iban en dirección a Segovia. Pasamos mucho frío envueltos en nieve dentro de la caja porque ni toldo llevaban siquiera. Íbamos muy despacio debido a los obstáculos del temporal de nieve y hielo, sobre todo cuando cruzamos el puerto de Guadarrama. A decir verdad, no sabía por dónde íbamos porque la nieve no me dejaba orientarme. No he pasado tanto frío en mi vida como aquella segunda noche de cautiverio. A cosa de la una llegamos a Segovia, directos a la estación. Nos metieron en unos vagones de mercancías junto a los que habían llegado antes. Fue bastante agradable estar allí amontonados porque fue el medio de reaccionar y entrar en calor. 

Por fin, en ese puesto se acordaron de darnos de comer. Llevábamos cincuenta horas en ayunas. Entre el hambre y el frío uno no se sentía el cuerpo y deseaba morir y no sufrir más. Allí me di cuenta de que un hombre puede aguantarlo todo. 

Dentro de los vagones, una vez acomodados, nos dieron cien gramos de pan y otros cien de carne en conserva rusa, seguramente de la que nos habían requisado en otros sectores. Aunque fue poca la cena, a mí me pareció excelente porque no nos hacíamos ya buenas cuentas de lo que nos iba a pasar. No sabíamos el rumbo del tren y como, de todos los planes que nos habían dado, ninguno se había cumplido, ya no creíamos nada. Pasamos las horas que quedaban de la noche en el tren, amontonados como borregos. Cuando empezó a clarear el día, nos asomamos por las rendijas y vimos en los andenes de las estaciones a bastante personal. No nos veían, pero se figuraban que íbamos dentro porque decían “son prisioneros”. No sabíamos qué dirección llevaba el tren.