Las últimas palabras de Dylan Thomas fueron: “He bebido dieciocho vasos de whisky. Creo que es todo un récord”. Los primeros rumores sobre su prematura muerte –solo tenía treinta y nueve años- afirmaron que una severa intoxicación etílica había provocado una hemorragia cerebral. El examen del patólogo desmintió esa versión, aclarando que la letal inflamación del cerebro se debía a una neumonía. ¿Debemos quedarnos con la realidad o el mito? Una neumonía solo produce desolación y tristeza. Por el contrario, el mito del poeta ebrio ejerce una poderosa fascinación, pues vincula la creatividad con una espontaneidad irracional e ilimitadamente libre. El artista solo logra convertirse en un genio, aboliendo la represión ejercida por la razón y la moral. La poesía es una pirueta del inconsciente, no un frío ejercicio de una mente serena y despejada. No creo que ese razonamiento sea completamente falso, pero tampoco afirmaría que expresa una verdad absoluta. Un buen poema no irrumpe en medio de una borrachera monumental, pero sí puede surgir de una moderada embriaguez. Creo que el vino y la cerveza son estimulantes más eficaces que bebidas como el vodka o el ron, que sumen al cerebro en un estupor improductivo. El oído del poeta ebrio se afina hasta escuchar “el despertar amarillo y azul de los fósforos cantores” (Rimbaud), pero cuando su cerebro zozobra en el coma etílico estalla como una quilla que choca contra los arrecifes, extraviándose en “la noche del alma” (Georg Trakl).
En Las bacantes, la gran tragedia de Eurípides, Tiresias atribuye a Dioniso la invención del vino, gracias al cual la existencia resulta más grata y placentera: “Calma el pesar de los apurados mortales […] y les ofrece el sueño y el olvido de los males cotidianos”. Una ligera embriaguez no es una forma de ofuscación, apunta Nietzsche en El origen de la tragedia (1872), sino un éxtasis que nos permite experimentar la “unidad mística” del ser. La “divina comedia de la vida” sólo se revela al que sabe liberarse temporalmente del yugo de la razón y el lenguaje. Nietzsche afirma que la esencia de lo dionisíaco aún perduraba en la Edad Media, cuando grandes muchedumbres rodaban de un lugar a otro, cantando, bebiendo y bailando. En esas fiestas imbuidas de saludable paganismo, “lo subjetivo se desvanecía hasta llegar al completo olvido de sí”. Los apologistas de la mesura socrática desprenden un hedor cadavérico. Invocando la salud del espíritu, desvían la mirada cuando la vida pasa rugiendo a su lado. Son “los predicadores de la muerte”, incapaces de soportar la creatividad desordenada e imprevisible del mundo. Jamás entenderán que “cantando y bailando manifiéstase el ser humano como miembro de una comunidad superior: ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de echar a volar por los aires” (traducción de Andrés Sánchez Pascual).
Tierra de santos y poetas, Irlanda ha engendrado a grandes bebedores, como James Joyce, Samuel Beckett o John Ford. James Joyce afirmaba que necesitaba el alcohol para sentir en su cerebro la chispeante electricidad sin la cual no avanzaba su caudalosa y feraz prosa. El Ulises puede leerse como una inmersión en las aguas del inconsciente. Quizás por eso su lectura produce la impresión de viajar por una región dominada por el caos. No creo ser el único que ha finalizado el trayecto con una reconfortante embriaguez. La frustración que produce el Ulises nace del prejuicio de justificar cada experiencia con argumentos y no con sensaciones. Joyce escribía bajo la influencia electrizante del whisky, pero no lo hacía de forma arbitraria o caprichosa, sino con la perspectiva de un moralista que intenta alumbrar una nueva imagen del mundo basada en los hallazgos del lenguaje cinematográfico, el impresionismo pictórico, la libre asociación de la terapia psicoanalítica y la filosofía trágica de Nietzsche. Joyce no podría haber escrito su asombrosa recreación de la Odisea, si hubiera afrontado la página “en sus cabales y repugnantemente sobrio”, como Leopold Bloom en “Eumeo”, parte III, capítulo 16, donde la belleza se manifiesta como un licor capaz de dinamitar el cerebro más ecuánime. Samuel Beckett, discípulo y amigo de Joyce, prolongó la ceremonia de la confusión, deplorando que las palabras demandaran un significado. El lenguaje es una anomalía, mero ruido entre el silencio y la nada. Cada palabra es una mancha que solo se redime mediante el humor. Un verdadero poeta canta al absurdo, nunca a la razón, el bien o la belleza. Con unas copas de whisky, sus creaciones adquieren la dolorosa clarividencia del canto dionisíaco, que celebra la finitud, mofándose de cualquier forma de trascendencia. Frente a esa “indecencia ontológica” que llamamos Dios, el poeta ebrio debe pulir sus palabras para adentrarse en la Nada, única realidad incontrovertible. Beckett y Joyce no son ajenos a la alegría, pero su risa está lastrada por el nihilismo. Como grandes bebedores, transitan una y otra vez de la euforia a la melancolía.
John Ford no nació en Irlanda, sino en Cape Elizabeth, Maine, pero era hijo de emigrantes irlandeses. Su familia prosperó gracias al contrabando de alcohol en la época de la ley seca. En sus películas, casi nunca falta un borrachín elocuente, como el periodista Dutton Peabody (Edmond O’Brien) en El hombre que mató a Liberty Valance, Michaleen Flynn (Barry Fitzgerald), cochero, casamentero y chismoso incorregible en El hombre tranquilo o “Doc” Boone (Thomas Mitchell), médico y vagabundo de alma inquieta en La diligencia. Ford transmite humanidad a sus personajes mediante gestos y detalles que evidencian su nobleza y simpatía. Michaleen Flynn no necesita tirar de las riendas de su caballo para que éste se detenga delante de la taberna del imaginario Innisfree. Cuando sucede algo que considera épico y asombroso, siempre lo califica con el mismo adjetivo: “homérico”. “Doc” Boone ofrece su brazo a Dallas (Claire Trevor), una desdichada prostituta, cuando es expulsada de la ciudad por las odiosas señoras de una liga de moralidad. Su afición al alcohol le sume en estados deplorables, pero en los momentos importantes sabe actuar como un perfecto caballero. Dutton Peabody se tambalea por las calles y, en ocasiones, farfulla, pero planta cara a “Liberty Valance y sus mirmidones”, escribiendo valerosos artículos sobre la libertad y la democracia. Quizás el borrachín más entrañable de Ford sea su hermano Francis, que siempre interpreta papeles secundarios, exhibiendo una garrafa de whisky o bebiendo una pinta de Guinness tras otra. Cuando en El joven Lincoln le preguntan: “¿Bebes? ¿Dices palabrotas? ¿Te gusta haraganear? ¿Mientes a menudo?”, contesta afirmativamente con la cabeza, bajando la mirada con la picardía de un niño que ha sido sorprendido cometiendo una fechoría. “Un perfecto ciudadano”, comenta Lincoln, por entonces un modesto abogado de Springfield. John Ford, un alcohólico sin mala conciencia, se autorretrató en los borrachines de sus películas. Siempre pensó que las flaquezas humanas favorecían la indulgencia y la tolerancia. En cambio, desconfiaba de la virtud, semillero de intransigencia y fariseísmo.
En Cadena perpetua (Frank Darabont, 1994), el infierno de una prisión queda suspendido durante unos instantes gracias a unas cervezas. El astuto Andy Dufresne (Tim Robbins) logra que un celador violento y corrupto suministre tres botellines por cabeza a una cuadrilla de presos encargados de impermeabilizar una azotea con alquitrán. A cambio, le ahorrará los impuestos de una herencia mediante una argucia legal. Por unos instantes, los desdichados convictos se sienten hombres libres, olvidando que aún les quedan largos años de encierro. Ese clima se repite cuando Dufresne hace sonar un breve dueto de Las bodas de Fígaro en el patio de la prisión, utilizando el sistema de megafonía de los celadores, lo cual le costará dos semanas en una celda de castigo. No me parece una herejía equiparar a Mozart con la cerveza, pues tanto uno como otra “respiran el triunfo de la existencia, un exuberante sentimiento de vida” (Nietzsche). Red (Morgan Freeman) comenta al escuchar el dueto: “No tengo ni la más remota de lo que cantaban aquellas dos italianas y lo cierto es que no quiero saberlo. Las cosas buenas no hace falta entenderlas”.
Pienso que Dylan Thomas se equivocó. Dieciocho vasos de vino o de cerveza no habrían acabado con su vida, si es que realmente fue el alcohol lo que le mató. En su “Soneto al vino”, Borges escribe: “En la noche del júbilo o en la jornada adversa / exalta la alegría o mitiga el espanto”. Una leve embriaguez es un ditirambo, una arrebatada expresión de goce. Una ebriedad descontrolada, un canto fúnebre. Dionisio nunca quiso que se le honrara con poemas sombríos, sino con estrofas que nos enseñaran el arte del buen vivir.