Siempre que me pregunto qué sea la poesía acabo recordando las palabras de San Juan de la Cruz: «Y déjame muriendo / un no sé qué que quedan balbuciendo». Esa estela de cometa, esa pequeña muerte que viene del no sé qué, esa indefinición me acercan al concepto de poema. Un poema es una posibilidad y un balbuceo, un desconocimiento y, al fin, una inexperiencia. Escribimos lo que no sabemos, lo que desconocemos, su peligro y su bondad. Así creamos: desde la inexistencia, desde la ausencia del lenguaje, desde la inexperiencia. Desde el no existir y el no saber, el lenguaje crea, inaugura el mundo. El poema no describe la experiencia del mundo: es un mundo propio recogido en ámbar, un microcosmos, un nuevo borde de lo real. No haber sabido es la primera de las condiciones para saber. Nos atrevemos a saber, nos atrevemos a decir qué es manzana como por primera y única vez. Con los ojos abiertos, con las palabras abiertas de esta inexperiencia esencial se abre —desde el poema— la realidad.
En verdad, la poesía más moderna —esa que es moderna porque es de todos los tiempos, la que es radicalmente nueva porque es la de siempre— se erige desde dos grandes líneas de fuerza: en primer lugar, la indagación en el lenguaje de la poesía, en sus límites, contornos, profundidades; en segundo lugar, la revelación de la inexperiencia, el dejarse ir por la corriente del lenguaje a la deriva de nosotros mismos, sin saber. Parecería obvio que no se escribe sobre certidumbres, ni siquiera sobre certezas. No escribimos sobre la realidad: escribimos para la realidad, en su crecimiento y su fundación. Se escribe para profundizar en la brecha, en la hendidura, en la fisura que abre las puertas del otro lado. Escribir es, por tanto, un acto ético y un acto poético que en sí mismos llevan aparejada la necesidad de crear y recrear prometeicamente para ser algo, para ser más. De esta forma el poeta predica una destilación en movimiento. El poema es una investigación que se desliza, una intuición, una transición. Se escribe desde el desconocimiento, la inestabilidad, la liquidez.
No es necesario decir que hablo de la poesía que pervivirá, la que entronca con la eternidad homérica, con la liberación órfica, con la ultravisión rimbaudiana. En ningún momento me refiero a este simulacro sentimental contemporáneo que nos acosa en las redes y los medios, a esta deyección pobre y concebida ad hoc para un espectáculo penoso, infame, que solo es comercio. Desde luego, la poesía no es un espectáculo de masturbación pública, no es la esclavitud de estas pésimas pulsiones. Es deleznable prestarse a esta banalización y a este aprovechamiento acaparando portadas y posiciones en listas de ventas. Escribir para ganar o vender es una perversión. Parte de la responsabilidad y de la culpa es, sin duda, de los medios de comunicación, que promueven esta infamia. No importa vender basura, vender humo mediocre.
Convertir al poeta en un bien de consumo, banalizar su acción, simplificar su estar en el mundo, medir su creatividad y su éxito social en ventas ha resultado ser tan peligroso como dejarle a un mono una ametralladora. Duele la reducción de lo poético a la mera simulación de escritura, a la secuela sentimental low cost, al pastiche que es vacío y silencio. Duele el discurso light. Duelen los poetas que siempre son los mismos poetas porque carecen de una voz, de un impulso. Duelen el mal uso y la vacuidad y, sobre todo, la impostación. Gran parte de lo llamado poesía en la actualidad no es sino una acomodación simplista a lo que el lector/espectador desea leer, que no es poesía. Un creciente público lector de poesía se complace en consumir en el escaparate superficial de las redes sociales el pseudodiscurso propio de los libros de ayuda, infinitamente más cerca de Coelho que de Lautréamont. El resultado es catastrófico: poesía horrible, patética, de mala calidad, superficial, contradicha, imitación de modelos, sentimentaloide, para un público incapaz de degustar, muy anestesiado, sin un conocimiento profundo y generoso de la poesía de verdad. No se puede confundir este éxito en red con la auténtica aventura del que se da de lleno en el poema, del que –escritor o lector– se deja llevar por la corriente que lo precede, que viene de algo anterior a sí mismo.
La poesía será inexperiencia, descubrimiento, surf en el misterio, en tanto irrumpe en las aristas de lo no conocido. Como un buscador de tesoros, de metales, de luz, de huracanes, de seísmos, el poeta. Quienes amaron lo desconocido, quienes antes que nosotros sintieron, pensaron y escribieron así se llaman de muchas formas muy parecidas: Robert Walser, cuyos pies desordenados en la nieve nos hablan de nuestro futuro; Anne Sexton, que se desfibrila a sí misma en las copas vacías y en la noche en brazos de quien sea y, una vez agotados los psiquiatras, toma el camino recto hacia la inmortalidad del gas; Antonin Artaud, Pe Cas Cor, Emanuel Swedenborg, Miguel de Molinos, Raymond Carver, Marco Aurelio, Joey Ramone, el dulce Hölderlin, Émile Cioran, Fernando Arrabal, Heisenberg, Max Planck, Friedrich W. Nietzsche, Jacques Lacan, José Angel Valente, Wislawa Szymborska, Leopoldo María Panero. El poema de la inexperiencia hunde sus tentáculos en las ideas del cántico y de lo cuántico. El cántico nos devuelve a la bendición del cantar de los cantares, a la espiritualidad, a la elevación imprevista, a la luz no usada, a la trascendencia del balbuceo. Lo cuántico nos enfrenta a la inquisición de la naturaleza, que tiembla y vibra ante nosotros. Las grandes afirmaciones de la física son absolutamente poéticas. El universo es un poema.
La poesía que es naturaleza, canto, impulso en estado puro, nutrición animal, salvaje, espíritu, exvoto, no cabe en una horma y en ningún caso describe el mundo o nos describe a nosotros en el mundo: lo crea todo, lo inaugura en leyes que sobrepasan la episteme, lo comprobable, la realidad. Ya los filósofos presocráticos hicieron búsqueda en los cuatro elementos naturales primordiales, para entender el alrededor, el más allá y, de esa manera, también a sí mismos. El fuego es para estos filósofos mucho más que el fuego. Igualmente, para el físico o el químico el fuego es otra cosa diferente y más profunda que el propio fuego. Para el poeta, el fuego es algo más que lo que arde. Por todo ello deja de tener sentido hablar de una poesía de la experiencia. Antes bien, deberíamos hablar de una experiencia sobrepasada, de una inexperiencia, y de un poema que huye lo sentimental porque lo sentimental es perversión de la verdad, cáncer de piel.
Es de una ridiculez impropia hacernos creer que el poema se mueve en los dominios de algo que se puede dominar, abarcar, preconcebir pragmáticamente. Es ridículo sostener aún que la poesía es expresión de los sentimientos. También es ridículo pensar que lo que el poema es procede de una experiencia delimitable, tangible, reconocible, o que la función del poema sea transmitir una información o una experiencia. No, nunca. Es otra cosa, es algo más. ¿Tal vez una intensidad? ¿Un orden nuevo, original? ¿Algo que atrapa al mundo en su ubicuidad? Más allá de eso que llamamos mundo, experiencia, cosa, hecho, está la poesía. Más allá de una experiencia comprobable, de una certeza, de una materialidad, de una sentimentalidad prêt-à-porter, ofensiva por superficial, más allá –sí– está la poesía. Lo anterior es un artificio, un simulacro de experiencia, una ficción sentimental humillante, inútil, estéril.
Ni siquiera podemos acogernos a esa otra postura académica que explica que la poesía de la experiencia es aquella que permite el desdoblamiento lírico por el monologo dramático. En realidad, La poesía de la experiencia es el título de un libro de Robert Langbaum, publicado en 1957, por el que Jaime Gil de Biedma se interesó, que se refiere al monólogo dramático en la tradición literaria moderna. Vapuleada, desnaturalizada, la denominación hizo fortuna. A ella se han acogido tendencias y propuestas muy diferentes. Juan Carlos Abril ha llegado a hablar de «mercado de la poesía de la experiencia», aunque no de forma peyorativa. A este respecto, es importante, como reacción a la segunda vanguardia y la estética novísima, el artículo-manifiesto de Luis García Montero, Javier Egea y Álvaro Salvador «La otra sentimentalidad» (El País el 8 de enero de 1983). De su cripticismo délfico, de su provisionalidad, se derivan algunas ideas simples: a) El poema es una puesta en escena, un pequeño teatro para un espectador, con sus reglas y trucos; b) Para darse totalmente en un discurso hay que distanciarse, ver desde lejos; c) Sólo cuando uno descubre que la poesía es mentira —en el sentido más teatral del término—, puede empezar a escribirla de verdad. Hasta entonces nos impone su servidumbre; d) Hay que aceptar que la literatura es un simulacro, un juego de hacer versos, un fingimiento, una actividad deformante, un embuste; e) No nos preexiste ninguna verdad pura (o impura) que expresar.
Sin duda, el primer error de aquel texto de 1983 fue dejar fuera a las poetas Ángeles Mora, Aurora Luque o Inmaculada Mengíbar, que participaban activamente de la misma escena poética. De repente, el manifiesto nació descabezado, antiguo ya. El segundo error es la indefinición glacial, la generalidad pirueteante de la propuesta, que no salvan ni la invocación al heterónimo Juan de Mairena ni el magisterio de Rafael Alberti o Juan Carlos Rodríguez. Se insiste en la necesidad de crear una nueva sentimentalidad, pero vagamente asociada a Machado, y se habla con igual vaguedad de una nueva poesía que debe expresar una nueva moral. En fin, lo necesario para dar lugar a todas las malinterpretaciones posibles. El tercero es la propia inconsistencia inmanente del texto, que da bandazos, es irónico, no sabe a dónde va. El cuarto es que, como el propio Juan Carlos Rodríguez advirtió, el concepto de nueva o de otra sentimentalidad estaba muerto un año después. Y, sin embargo, fue todo un éxito y sirvió de imán y de revulsivo para lo que se suponía que debía ser la poesía de los 80 y los 90. Veinte años después, en ciertos aspectos el panorama es desolador. Si el término «poesía de la experiencia» hizo excesiva fortuna, no es menos importante que la poesía de García Montero se manoseara durante décadas hasta aparecer disecada hoy en sus epígonos. Lo peor, con todo, ha sido la suerte que ha corrido esta idea, mal comprendida y abusada hasta la extenuación. El abuso ha conllevado una simplificación peligrosísima de lo que por poesía se ha de entender. Por otro lado, la idea de esta nueva poesía se convirtió en oficial, en la práctica poética oficial, en tanto Luis García Montero, Joan Margarit, Benjamín Prado, Vicente Gallego, Felipe Benítez Reyes o Carlos Marzal fueron aclamados –de una forma muy amplia– como adalides de esta nueva sentimentalidad o de la experiencia. Sus éxitos recurrentes, endogámicos y continuos, y su omnipresencia en publicaciones y festivales acabaron por asfixiar el panorama, por borrar las diferencias y por imponer un registro que fue imitado hasta la extenuación sin ningún sentido crítico por poetas mucho menos dotados.
Es cierto que, frente al desprecio al lector de los novísimos, la poesía de la experiencia inauguró una relación de complicidad con el lector, muy necesaria siempre. En verdad, la poesía española de hoy tiene los lectores que tiene gracias, entre otras cosas, a estos poetas. Internet ha hecho el resto. Alejada de las grandes fracturas de la vanguardia y de cualquier la radicalidad ideológica o estética, la poesía de la experiencia adopta la línea clara, el tono accesible y comunicativo, la confesión privada y cierta normalidad ciudadana, al tiempo que procura entenderse con el lector al que alude y al que convierte en parte fundamental del poema. El poeta se presenta, además, como un hombre más, sin las magnificencias ni los dones de aquel otro poeta tocado por los dioses. Se trata de una «literatura homologada a la sociedad», dice Juan Carlos Abril. Hay que entender, sin embargo, que el modelo de la experiencia y la nueva sentimentalidad se superó naturalmente. Los propios poetas de aquella poesía han ido virando en sus libros recientes hacia posturas más introspectivas, más metafísicas o más arriesgadas. Es el caso claro de Vicente Gallego, Antonio Cabrera o Miguel Ángel Velasco. Lo que ha ocurrido en estos últimos tiempos, la degeneración de que hablo, tiene que ver con el abuso descarado y sin alma de estos modelos, con la degradación de lo poético a niveles ruinosos, con la vulgarización del lector, al que se empobrece y se envenena porque lo que se le ofrece es pobre y venenoso deliberadamente. Por otro lado, en nombre del comercio se ofrece como poesía lo que no lo ha sido nunca.
Para ser justos, hay que decir que algunas voces se mantienen en su coherencia y siguen trayendo a la poesía, como por arte de magia, aquellas cualidades nuevas: la reflexión moral, el sujeto poético partícipe de la historia, la busca del lenguaje, la ficción y el fingimiento pessoano, la crítica, etc. Finalmente, el libro con que Ángeles Mora ha ganado el Premio Nacional de Literatura 2016 se llama Ficciones para una autobiografía y certifica, aún con dignidad, la defunción de esta clase poesía.
La poesía de la experiencia ha muerto de éxito y es hoy excusa para las aberraciones y los allanamientos más peligrosos. Es miserable y terrible el epigonismo de muchos. Los sobrinos de aquellos poetas de la experiencia escriben una poesía ridícula, sensiblera, superficial, inocua y domesticada. Habría que recordar lo que esgrimieran Montero, Egea y Salvador: «Como decía Machado, es imposible que exista una poesía nueva sin que exprese definitivamente una nueva moral». De falta de novedad y originalidad, de falta total de moral y de ética, de entrega sin reservas al mercado, al ruido y a un público lector mediocre y excesivamente convencional adolece la poesía que se hace llamar poesía y heredera de la experiencia y que copa las bandejas de las librerías.
Por su parte, algunos de los hijos de los sobrinos de todo aquello escriben de otra manera: se entregan a su inexperiencia con los ojos radiantes y hambrientos del explorador y, sobre todo, huyen por otros caminos de esta burda deformación injustificable. Sus guías son poetas del silencio, sociales, realistas, visionarios, sucios, irracionalistas, underground, contraculturales, marginales, raros, punk o filósofos, pero siempre hay en ellos contestación y aventura. De esa estela no domesticada surgen las voces poéticas más atractivas de la actualidad, las únicas que abren vías en la vieja roca del poema.
Por ello, hundamos nuestros cuerpos y nuestras almas en la fuente de la inexperiencia, en lo no sabido de antemano, lo no previsible, lo que no es una convicción ni una solidez, sino apenas la intuición de que algo está latiendo en el interior de algo. Inexperiencia y liquidez en el modo en que se refiere a ellas la modernidad líquida de Zygmunt Bauman. Hacia el cántico que es celebración de lo que hay de más, acercamiento a la divinidad; hacia lo cuántico que vibra y que es incertidumbre, indeterminación, líquido. Hacia un poema que sea inexperiencia, surf, ola. Hacia la inexperiencia inefable del místico y del mito. La intuición del origen de la materia. La púrpura de una tinción púnica, permeable. Sea una poesía del desconocimiento, del descontento, de la inexperiencia, de la falencia, en la que el sujeto lírico deambule por los pasillos desconocidos de una inconsciencia poética primera, única y en flor. Amemos lo desconocido. Recordemos con Gil de Biedma que lo único que ocurre en un poema es el poema.
Maldigamos lo que se entiende por vida, por poema. Maldigamos la manipulación continua de lo que somos o podemos ser. Maldigamos el tiempo en que hemos nacido. Maldigamos esta precariedad espiritual aplastante, descreída de límites, incoherente. Maldigamos el abuso de poder, la vulgaridad sin causa de las sociedades contemporáneas, que adoran la soledad y el olvido, que idolatran el sufrimiento, que mitifican la mediocridad y pretenden vendernos, como si fuera posible, como si fuéramos idiotas, lo que hay de auténtico en el poema.