lunes, 6 de noviembre de 2017

Adolescens VII: "T, el primer TDAH"


T está diagnosticado como TDAH y medicado. Lo vemos muy a menudo por jefatura. Es pequeño, fibroso, los nervios le devoran la grasa, con gafas y muchos granos, muchos, muchos granos de adolescente. Tiene una gracia natural y se comprende a sí mismo como pocos. En ese aspecto no parece un chico de su edad. Lo traen a jefatura porque se ha levantado de la silla varias veces sin el permiso del profesor. Cuando suena el timbre para asistir a la siguiente clase, nos dice que prefiere quedarse con nosotros porque “se conoce”, porque sabe que en cuanto llegue al aula no va a poder contenerse y se va a mover y va a hablar con el compañero y no va a parar. Cuando no se toma la medicación, no se fía de sí mismo y prefiere aislarse para que no le pongamos más apercibimientos. Es un rara avis. Siempre está sonriendo, incluso cuando lo traen al despacho de jefatura. No puede evitarlo, es superior a su naturaleza. Aún no ha perdido la ilusión. Sabe que no debería comportarse como lo hace, pero algo bulle dentro de él que no puede detener. Por eso nos pide que lo retengamos en el despacho, porque en el aula, con la algarabía de los compañeros, no podrá contenerse. 
¿Es posible que sea un síntoma de que nuestros métodos educativos van contra natura, de que nuestro único objetivo es castrar la naturaleza juvenil para que no dé fruto o para que no nos den la lata? ¿Es posible que este muchacho canijo, con granos y sonrisa permanente, sea una alarma de que nos tendrían que medicar a nosotros por ahogar la espontaneidad de manera sistemática? Él no quiere ir a clase porque el cuerpo le pide no parar, porque su naturaleza es contraria a lo que imponemos: disciplina, sumisión y silencio. ¿No sería posible aprovechar esa energía explosiva para imprimir nuevas ideas? Pienso que sí, pero sería muy incómodo para nosotros, los muertos.

domingo, 5 de noviembre de 2017

Romance del prisionero (versión belga)

Por noviembre es, por noviembre,
cuando sigue la calor,
cuando se separa España
y está Cataluña en flor,
cuando rebuznan los jueces
y se busca a Puigdemont,
cuando los españolitos
leen con fe La Razón.
Salvo yo, triste y cuitado,
que vivo en esta prisión,
que ni sé si soy un líder
o un proyecto de clown.
Rezaba yo a una estelada
que ondeaba en un balcón,
quemómela un mal gallego
dele Dios mal galardón.

sábado, 4 de noviembre de 2017

"El signo de admiración" de Antón Chéjov

En la noche de Navidad, Perekladin, secretario colegiado, se acostó molesto e incluso ofendido.
-¡Déjame en paz, mujer del diablo! -rugió contra su esposa, cuando esta le preguntó por qué tenía una cara tan desencajada.
El motivo era que acababa de regresar de una visita donde se habían dicho muchas cosas ofensivas y desagradables contra él. Se comenzó hablando de los beneficios de la educación en general. Luego, con falta de sensibilidad, se pasó a hablar del grado de educación de la cofradía de los empleados; a propósito de lo cual hubo muchas lamentaciones, muchos reproches, y hasta burlas a causa de su bajo nivel. Y entonces, como suele ocurrir cuando se reúnen unos cuantos rusos, de las materias generales pasaron a las acusaciones personales. 
-Tomemos, por ejemplo, a usted mismo, Perekladin -dijo un joven- . Usted ocupa un puesto bastante importante...., ¿y qué educación ha recibido?
-Ninguna. A nosotros no se nos exige -respondió con suavidad Perekladin-. Basta escribir con corrección, eso es todo...
-Pero, ¿dónde ha aprendido usted a escribir con corrección?
-Es cuestión de hábito... En cuarenta años de servicio se te acostumbra la mano... Sí, claro, al principio era difícil, cometía faltas, pero luego me acostumbré... y no me ha ido mal...
-¿Y los signos de puntuación?
-Tampoco se me dan mal los signos de puntuación... Los pongo como se debe...
-¡Hum!... -el joven quedó confuso-. Pero la costumbre es algo muy distinto a la educación. No basta poner correctamente los signos de puntuación... ¡no basta! ¡Hay que ponerlos a conciencia! Usted pone una coma y ha de saber por qué la pone... ¡sí! En cambio, esa ortografía suya, inconsciente... refleja, no vale nada. Es un producto mecánico y poco más. 
Perekladin había callado y hasta había sonreído con modestia (el joven era hijo del consejero de Estado y tenía estudios superiores), pero al acostarse dio rienda suelta a su indignación y a su ira.
"He servido cuarenta años -pensaba- y nadie me había llamado tonto, y ahora, pues vaya, ¡menudos críticos me han salido! ¡Inconsciente... refleja... producto mecánico! ¡Que el diablo se lo lleve! ¡Seguro que sé yo más que él sin haber pisado todas esas universidades!" 
Después de haber insultado al crítico mentalmente con todos las injurias que conocía y de haberse calentado bajo la manta, Perekladin comenzó a tranquilizarse.
"Ya sé... comprendo... -pensaba medio adormilado-. No voy a poner dos puntos donde hace falta una coma, lo que demuestra que tengo conciencia de lo que hago, que comprendo. Sí... así es, jovencito. Primero hay que vivir un poco, prestar algún servicio, y después podrás juzgar a los viejos..."
En los ojos cerrados de Perekladin, que se estaba quedando dormido, a través de nubes oscuras y sonrientes, voló una coma de fuego, como un meteoro. Tras ella, otra; una tercera, y pronto, todo el oscuro fondo sin límites que se extendía ante su imaginación se cubrió de montañas de comas volantes...
"Tomemos por ejemplo estas comas... -pensaba Perekladin, notando que sus miembros iban quedando dulcemente entorpecidos por el sueño que avanzaba-. Las comprendo perfectamente... Si quieres, puedo encontrar un sitio para cada una de ellas... y... y conscientemente, no porque sí... Examíname y lo verás... Las comas se colocan en sitios diferentes, en unos hacen falta, en otros no. Cuanto más confuso sale un papel, tantas más comas se necesitan. Se colocan delante de "el cual" y delante de "que". Si en el papel se enumeran los funcionarios, a cada uno de ellos hay que separarlo con una coma... ¡Lo sé!"
Las comas doradas se arremolinaron y desaparecieron volando hacia un lado. En su lugar llegaron volando puntos de fuego...
"Los puntos se colocan al final del papel... Donde es necesario hacer una pausa larga y mirar al que escucha, también se coloca un punto. Después de todos los trozos largos, hace falta un punto para que el secretario, cuando lea, no se quede sin saliva. En ningún otro sitio, se coloca el punto..."
De nuevo llegan volando comas... Se mezclan con los puntos, ruedan, y Perekladin ve una turbamulta de puntos y comas y de dos puntos...
"También conozco a esos... -piensa-. Donde una coma es poco y un punto es mucho, allí hay que poner un punto y coma. Delante de "pero" y de " en consecuencia", siempre pongo punto y coma... Bueno, ¿y los dos puntos? Los dos puntos se colocan detrás de las palabras "se ha acordado", "se ha decidido".
Los puntos y comas así como los dos puntos se apagaron. Llegó el turno de los signos de interrogación. Estos saltaron de las nubes y se pusieron a bailar el cancán...
"¡Vaya una cosa, el signo de interrogación! Aunque hubiera mil, a todos les encontraría sitio. Se ponen siempre que se ha de hacer alguna pregunta o, supongamos que se pregunta por algún papel: "¿Adónde ha sido llevado el resto de las sumas del año tal?", o bien: "¿No encontrará posible, la dirección de policía, transmitir la presente a Ivanov y demás?..."
Los signos de interrogación sacudieron sus ganchos en señal de conformidad y al instante, como una voz de mando, se alargaron en signos de admiración...
"¡Hum!... Este signo de puntuación se emplea con frecuencia en las cartas. "¡Muy señor mío!", o bien "¡Su Excelencia padre y bienhechor!..." Pero, ¿cuándo se pone en los documentos?"
Los signos de admiración aún se alargaron más y siguieron esperando...
"En los documentos se colocan cuando... esto... eso... ¿cómo es? ¡Hum!... En realidad, ¿cuándo se colocan en los documentos? Espera... Que Dios me dé memoria... ¡Hum!..."
Perekladin abrió los ojos y se volvió sobre el otro costado. Ni tiempo había tenido de volver a cerrarlos cuando, sobre el fondo oscuro, volvieron a aparecer los signos de admiración.
"Maldita sea... ¿Cuándo hace falta usarlos? -pensó, esforzándose por arrojar de su imaginación a los inoportunos huéspedes-. ¿Es posible que lo haya olvidado? O lo he olvidado o bien... no los he puesto nunca..."
Perekladin empezó a hacer memoria del contenido de todos los papeles que había escrito durante los cuarenta años de servicio; pero, por más que pensó, por más que arrugó la frente, en su pasado no encontró ni un signo de admiración.
"¡Esta sí que es buena! Me he pasado cuarenta años escribiendo y no he puesto ni una sola vez un signo de admiración... ¡Hum!... ¿Cuándo se coloca a ese diablo larguirucho?"
Por detrás de la fila de signos de admiración de fuego, apareció riendo maliciosamente el hocico del joven crítico. Los propios signos se sonrieron y se fundieron en un gran signo de admiración.
Perekladin sacudió la cabeza y abrió los ojos.
"El diablo lo entiende... -pensó-. Mañana he de levantarme para rezar maitines y este satanás no se me va de la cabeza... ¡Fu! Pero... pero, ¿cuándo se usa, demonios? ¡Bonita costumbre la tuya! ¡Bonita manera de que la mano se familiarice! ¡En cuarenta años, ni un signo de admiración! ¿Eh?"
Perekladin se santiguó y cerró los ojos, pero en seguida volvió a abrirlos: sobre un fondo oscuro, seguía aún alzándose un gran signo...
"¡Uf! Así no te vas a quedar dormido en toda la noche."
-¡Marfusha! -exclamó, dirigiéndose a su mujer, que se jactaba a menudo de haber acabado los estudios en su internado-. ¿No sabes, querida, cuándo se coloca el signo de admiración en los documentos oficiales?
-¡Solo faltaría que no lo supiera! No en vano estudié siete años en un internado. Recuerdo de memoria toda la gramática. Este signo se coloca en las invocaciones, en las exclamaciones y en las expresiones de entusiasmo, de indignación, de alegría, de cólera y de otros sentimientos.
"Eso... -pensó Perekladin-. Entusiasmo, indignación, alegría, cólera y otros sentimientos..."
El secretario colegiado se puso a reflexionar... Llevaba cuarenta años escribiendo papeles, los había escrito a millares, a decenas de millares, pero no recordaba ninguna línea que expresara entusiasmo, indignación o algo por el estilo...
"Y otros sentimientos... -pensó-. Pero, ¿es que en los documentos oficiales son necesarios los sentimientos? También alguien que no sienta los puede escribir..."
El hocico del joven crítico echó de nuevo una ojeada por detrás del signo de fuego y se sonrió con malicia. Perekladin se incorporó y se sentó en la cama. Le dolía la cabeza, un frío sudor le brotaba de la frente... En un rincón, alumbraba débilmente una mariposa; los muebles, limpios, tenían aire de fiesta. En todos se respiraba el calor y la presencia de una mano de mujer. Sin embargo, el pobre empleadillo tenía frío, experimentaba una sensación de incomodidad, como si hubiera enfermado del tifus de repente. El signo de admiración no se alzaba ya dentro de los ojos cerrados, sino ante él, en la alcoba, junto al tocador de la mujer, y le hacía unos guiños burlones...
"¡Máquina de escribir! ¡Máquina! -susurraba el espectro, lanzando sobre el funcionario un frío seco-. ¡Madero sin sentimiento!"
El funcionario se cubrió con la manta. También debajo de ella vio al espectro. Pegó el rostro contra la espalda de la mujer y, por detrás, allí estaba de nuevo... Toda la noche se estuvo torturando el pobre Perekladin y tampoco por el día lo dejó en paz el espectro. Perekladin lo veía por todas partes: en las botas que se estaba calzando, en el platito de té, el la condecoración de san Estanislao...
"Y los otros sentimientos... -pensaba-. Es verdad que no ha habido ningún sentimiento... Iré ahora a casa del superior a poner mi firma... ¿acaso eso se hace con algún sentimiento? Así, por nada... Una máquina de felicitaciones..."
Cuando Perekladin salió a la calle y llamó a un cochero, tuvo la impresión de que, en vez del cochero, se le acercaba un signo de admiración.
Cuando llegó a la antecámara del superior, en vez de portero, vio el mismo signo... Y todo le hablaba de entusiasmo, de indignación, de ira... El mango de la pluma con el plumín también parecía un signo de admiración. Perekladin lo cogió, mojó el plumín en la tinta y firmó:
"¡¡¡Secretario colegiado Efim Perekladin!!!"
Y al colocar esos tres signos, se entusiasmó, se indignó, se alegró, montó en cólera.
-¡Toma! ¡Toma! -balbuceaba presionando la pluma.
El signo de fuego se quedó satisfecho y desapareció.        

viernes, 3 de noviembre de 2017

Atenas, la de brillantes ojos. Cuarto día en Grecia.


Helios nos descubre por cuarto día la costa de Xilocastro. Eos, la de rosáceos dedos, nos recibe otra vez con brisa cordial y huevos cocidos. Desayunamos al borde del mar. Solo el pescador advierte nuestra presencia, solo él, porque la piel del mar sigue dormida, en calma. En el horizonte, las altas montañas amurallan la bahía entre neblinas, como un escenario de ópera abandonado. 
Salimos hacia Atenas en el mismo autobús, cargado de las mismas sirenas estridentes. Solo hay una novedad, una guía rubia que nos ilustra a través del micrófono con leyendas antiguas que enmudecen a la turba. No hay trayecto en la Argólida que no se tiña de mitología. Llegamos al canal de Corinto. Los romanos ya intentaron convertir el Peloponeso en una isla. Nerón ordenó un proyecto que presentaba serias dificultades. Se abandonó por decisión del emperador, pero se introdujo un método para atravesar el istmo con los barcos. Un artefacto rodante servía para pasar las naves de una orilla a la otra. El precio del transporte resultaba muy elevado, lo que provocó que algunos comerciantes prefirieran tener un barco en cada orilla. Todo esto y mucho más nos lo cuenta Yoana, la guía griega. Habla y habla sin parar. Y ha conseguido lo imposible: enmudecer los cantos regionales de los muchachos. 
Bajamos a admirar el canal de Corinto, una herida profunda, un tajo seco del que brota, en el fondo, la vena turquesa del mar que nos sigue fiel en nuestro camino. 
Más historias a través del micrófono entretienen el viaje. Yoana es un manantial constante de etimología clásica: Peloponeso, Corinto, Atenas..., todos los topónimos tienen vida y genealogía propia. 
La primera parada en Atenas es el estadio Panatinaikós, la sede de los primeros juegos olímpicos modernos. Fotos, calor y carreras por la pista, poco más.
La subida a la Acrópolis nos va acercando a esos dioses que surgen sin parar de la boca de la guía. En los adoquines resuenan los cascos de Pegaso, a pesar del trasiego de los turistas de crucero que suben y bajan ajustando el resuello. Los murmullos de las musas anuncian entre los pinos la cercanía del Olimpo. Desde lo alto del monte, los dioses contemplan la sinrazón de los mortales. Se horrorizan con la fealdad de la ciudad nueva que se extiende como una plaga de mal gusto. Arriba, todo es distinto. En el Odeón se escucha la voz de Orfeo, en el templo de Dionisos queda la marca del vino y del sexo, en el Erecteión continúa la procesión de cariátides animando al culto de la belleza. El olivo protege a la ciudad, aunque parece haber perdido su poder. Y por fin, el Partenón, majestuoso a pesar de las grúas, andamios y casetas de obra. Prometeo, otra vez, intenta robar el fuego sagrado. Las gigantescas columnas rompen el cielo y lo manchan con rastros lechosos de nubes sin lluvia, mientras las ruinas siguen asediadas por el sol y los turistas. La ciudad moderna yace allá abajo, cubierta por una nube de veneno. Atenas, gloriosa patria de los dioses y de la civilización occidental es, desde el Olimpo, un cáncer con metástasis que solo respeta a su pasado en las alturas. 
Descendemos de la Acrópolis, deslumbrados por el éxtasis de la piedra antigua. Y culminamos el viaje a la Grecia antigua en el Museo Arqueológico: cerámica, estatuas y los restos de lo que los ingleses no se llevaron al British. Llegamos a la plaza Sintagma, escenario principal de la crisis de la Grecia moderna. Coches, mendigos y un ruido infernal no apto para griegos clásicos. 
Otra vez nos ataca el souvlika, con yogur, sin yogur, con patatas, sin ellas, con torta, con pan de pita... Esto no era, con seguridad, la ambrosía de la que hablaba Homero. La degeneración ha llegado también a la gastronomía en las grandes ciudades y, pese a todo, el barrio de "Placa" encanta lujurioso, con olor a cuero y anís, con sabor a vieja ramera oriental. Se respira vida agitada y pasional. Sus lugares necesitan reposo y mirada atenta, desvarío y unas copas de "tsipuro". Pero no hay tiempo. Los rostros antiguos de los héroes clásicos aparecen detrás de los mostradores de fruta y en los vendedores de cuero. Este mundo necesita un viaje más reposado. Hay que regresar para conversar con Néstor, Menelao y Alcinoo. Y para encontrar a Odiseo entre el tumulto o, por lo menos, a Eumeo. 
Buscando la entrada al templo de Hefesto, encontramos pandillas de jóvenes rebeldes que han defecado junto a la valla que separa la Atenas moderna del Ágora del Hefesteión. A un lado excrementos y cigarritos de la risa. Al otro, estatuas de Hefesto y Dionisos. A un lado, la vida con todas sus aristas; al otro, la nostalgia de un tiempo y unos dioses aburridos de ser contemplados con la mirada muerta. 
Volvemos a Xilocastro cargados de recuerdos griegos, físicos y espirituales. Una máscara de escayola de Dionisos compartirá maleta con los trabajos de Heracles y con la senda tortuosa de Edipo. El ponto negro como el vino ha removido su fondo y nos muestra su rostro violento. Se adivina la ferocidad de Poseidón que llevó a Ulises a la isla Ogigia para encontrarse con Calipso. Esperemos que Atenea, la de ojos brillantes, nos proteja y no asalte nuestro sueño el acechante Polinictas, dueño del garito que hay frente al hotel, donde se liberan todos los males de Pandora a partir de las doce de la noche. 
Los perros sueltos, sin amo, pasean por la marina buscando a Ulises. El pescador sigue en la orilla, protegido por la oscuridad y por la bóveda celeste, seguro de que algún día una nave de veinte remos lo devolverá a Ítaca.           

"Erial" por JuanJosé Millás

La expresión “como no podría ser de otro modo” ha venido para quedarse. Cualquier político que se precie (o que se deprecie) la repite dos o tres veces a lo largo de una entrevista. Pero no son los únicos. La utilizan mucho también los diseñadores de moda y los entrenadores de fútbol, incluso algunos periodistas. Como no podría ser de otro modo, esto o lo otro, o lo de más allá. Si buscas la frase en las noticias de Google, aparecen 907.000 resultados. Casi un millón de personas que cuando no saben cómo completar un pensamiento, o de qué manera comenzarlo, dejan escapar de entre sus labios el sintagma maldito. Como no podría ser de otro modo. El alma es una canasta de mimbre rellena hasta los bordes de expresiones hechas. Basta que se pudra una para que se pudran todas, como ocurre con las manzanas. De ahí que el “como no podría ser de otro modo” salga muchas veces descompuesto y nos quite las ganas de comer.

Estás viendo en el telediario escenas terribles de ancianas o niños atrapados entre los escombros de un edificio y sigues envolviendo tranquilamente los espaguetis alrededor del tenedor con la ayuda de la cuchara. Pero aparece de súbito la autoridad competente para declarar que, como no podría ser de otro modo, los trabajos de rescate se prolongarán el tiempo que sea necesario y abandonas los cubiertos sobre el plato para irte a devolver al cuarto de baño. Vomitas, claro, como no podría ser de otro modo. La expresión modal va calando poco a poco en nuestras conciencias de manera que incluso aquellos a quienes más asco les da, que deben de ser los poetas, la interiorizan como herramienta de uso corriendo el peligro de deslizarla en uno de sus versos. Mi vida es un erial, como no podría ser de otro modo.

martes, 31 de octubre de 2017

"Así se inventaron las brujas" por Martín Sacristán



Cada vez que imaginamos a una bruja volando en escoba, deberíamos pensar en él. Un monje viejo, ascético y lleno de achaques, que recorre los caminos de la Europa medieval, en dirección a Roma. En las paradas su hábito ha ido llenándose de piojos y pulgas. Su condición de legado papal no le ha servido contra los insectos. Tampoco para impedir ser expulsado por el obispo de su diócesis, en el Tirol. El prelado estaba harto de que lo acosase, día tras día, solo para decirle que existen gentes que adoran al demonio, y lo convocan en sus reuniones nocturnas. Cuentos de campesinos, le responde su superior jerárquico. Estupideces de viejo senil. El obispo ha intentado explicarle las sutilezas de la teología, haciendo hincapié en que la influencia del ángel caído inclina al hombre al pecado, como enseña la Biblia y los padres de la Iglesia. Pero desde luego no se aparece desde el Infierno para pactar con él.

Pero con Konrad de Marburgo todo razonamiento es inútil. Tiene en los ojos la mirada febril del iluminado. Como si aún estuviera entrando en la iglesia de Santa María Magdalena, en Beziers, sur de Francia, y contemplando a las siete mil personas degolladas en su interior. Aquellos herejes cátaros estaban refugiados allí, rezando, para pedir a Dios que les salvara de la salvaje persecución a que estaba sometiéndolos el papado y el rey francés. Pero Dios les había castigado. Él había estado allí, y en el resto de lugares donde se reprimió el movimiento cátaro. Pudo observar cómo Domingo de Guzmán, fundador de los dominicos, ordenaba que a los prisioneros se les sometiera a la cuna de Judas. Desnudos, atados por las muñecas y sostenidos en el aire por una cuerda, eran arrojados contra un saliente de hierro hasta desgarrarles el ano y el perineo. Todos, sin excepción, confesaron su pecado de sodomía. Peor aún, aseguraron que habían predicado a sus fieles que si hacían el amor usando este método, no pecarían. Porque el Señor había hecho el sexo para la reproducción, y sin ella no había pecado. Eran herejes, malvados, personas que querían impedir la salvación eterna de las almas de los cristianos.

La visión de los hechos de Konrad, y de todos lo que participaron en aquella cruzada, está contenida en la crónica de Cesáreo de Heisterbach. En ella se recoge la famosa frase «Matadlos a todos, que Dios en el Cielo distinguirá a los suyos». Es la supuesta contestación del papa Inocencio III a Arnoldo Almarico, inquisidor general y jefe de los ejércitos cruzados, que le preguntaba cómo distinguir a los herejes de quienes habían seguido siendo buenos cristianos, para no matar inocentes. La frase, seguramente, sea apócrifa, lo mismo que el resto de la narración, la cual no es sino un panfleto, hecho con refritos de los juicios inquisitoriales y con continuas alabanzas al exterminio de cátaros. Lo importante no es la verdad o mentira que contiene, sino la idea que la obra transmite: que un conjunto de rebeldes pueda amenazar a toda la sociedad y destruirla con ayuda de Satanás. Tal creencia quedó profundamente arraigada, tanto en la Iglesia como en la sociedad medieval. Fue el origen de la Inquisición como hoy la conocemos, y de las supersticiones que encenderían las hogueras en Europa y en sus colonias. Konrad iba a ser, sin saberlo, su mejor representante. 

Mientras recorría el camino que le separaba de Roma, el monje recordaba esos hechos. Sin ser consciente de que había sido manipulado por una campaña de propaganda. Ideada por el papa Inocencio III y por el rey de Francia Felipe II Capeto. Pretendían detener un movimiento que era a la vez independentista, y contrario a pagar impuestos al papado. La región en que había florecido, Occitania, era rica por su comercio con el Mediterráneo y por su clima benigno que favorecía la agricultura y la ganadería. Contaba además con una lengua propia, diferente de la hablada en París. Incluso con una orden religiosa, la de los cátaros, que había conquistado el corazón de las gentes al predicar la pobreza. Impedían a los sacerdotes cobrar por los sacramentos, librando del Infierno a los más pobres que no podían casarse, bautizar a sus hijos o recibir la extremaunción. Aseguraban que las iglesias tenían que ser modestas, sin adornos de oro ni plata. Y que ningún cristiano estaba obligado a pagar impuestos adicionales al papa.

Lo que vieron Konrad y otros como él no fue este proceso político, sino a una multitud enorme de herejes que en los juicios confesaban haber querido destruir las imágenes de Cristo, de la Virgen, y los santos. Que querían prohibir los sacramentos. Y promover el intercambio de parejas entre matrimonios. Eran adoradores del mismo Satanás. La opinión pública, que se había horrorizado cuando el papa ordenó por primera vez una cruzada contra cristianos, quedó tranquila al conocer los pecados cometidos por los seguidores del catarismo.

Konrad añadió a eso su mito sobre las brujas y los adoradores del demonio. No era un genio, ni un gran inventor de cuentos. Solo había recogido aquí y allá ideas sueltas que pudieran justificar sus delirios. La mayor aportación de una fuente escrita la obtuvo de un canon legislativo reunido por el obispo Burcardo de Worms. Compilada cien años antes, se refería a documentos aún más antiguos. Uno de ellos fechado en el momento en que ciertas tierras del imperio carolingio se hallaban recién cristianizadas. El obispo Burcardo, tomándolo de ejemplo, da por cierto que existe un culto cuyos partícipes se reúnen a la luz de la luna para realizar los «vuelos de Diana». Sus asistentes creen salir volando y entrar en contacto con espíritus malignos. Puede que en el siglo VIII quedasen restos de cultos paganos a la diosa protectora de la naturaleza, y que sea a eso a lo que se refiere el texto. Pero desde luego a principios del siglo XIII, con la Iglesia implantada en todas partes, ya no era posible.

Pero Konrad sí había crecido en una región donde las supersticiones que hoy los etnólogos consideran restos del paganismo seguían presentes. No eran ya más que ritos de buena suerte, transmitidos de padres a hijos, destinados a alejar la desgracia o a favorecer las cosechas y la ganadería. Ideas como cruzar un hacha en la puerta para que las tormentas se partieran en dos, haciendo desaparecer los rayos. O dejar algunas migajas de pan en las rocas de las montañas, porque los espíritus del bosque se aparecían de noche para comérselas. Y así las ovejas y cabras de las gentes engordaban más al pastar, y quedaban libres de enfermedades. Todo serviría para alimentar el mito en la mente del inquisidor.

En cualquier otro momento histórico, e incluso con otro papa en el trono de san Pedro, Konrad hubiera sido echado a patadas de Roma. Pero sus delirantes historias sobre adoradores del diablo eran lo que necesitaba el nuevo pontífice, Gregorio IX. Estaba reuniendo las leyes canónicas en un único código, que iba a ser la fuente del actual derecho canónico. Dentro de sus muchas reformas, se incluía la de la Inquisición. El pontífice quería que fuera permanente, en vez de convocarla cada vez que aparecían herejes, disolviéndola después. Para justificar esta medida consiguió que ciertos teólogos aseguraran que la herejía existía siempre, y por tanto había que perseguirla continuamente.

Gregorio IX escuchó con interés la denuncia de Konrad, hablándole de la injusta expulsión hecha por su obispo, cuando él solo quería cumplir su papel de inquisidor. Y eso le inspiró al papa una idea que pasó a formar parte de las leyes inquisitoriales. A partir de entonces, todo obispo estaría obligado a buscar regularmente en sus diócesis evidencias de herejía. Si no las encontraba, podía ser denunciado por un inquisidor, y apartado de su cargo. De ese modo, un prelado como el del Tirol nunca hubiera podido expulsar a Konrad. Y la autoridad de los inquisidores quedaba por encima de la de los obispos.

Es fácil imaginar que Konrad pudiera haber hecho otra sugerencia al papa. Su tierra de origen era parte del Sacro Imperio Romano Germánico, donde la hoguera se había hecho muy popular como pena máxima a los traidores. Qué mayor traición que la de un hereje a Dios, y qué mejor castigo que las llamas para él. Fruto de su influencia, o de la de la época, lo cierto es que el fuego quedó instaurado como el castigo a los herejes. Y las llamas de la Inquisición arderían en las plazas públicas desde entonces.

Pero la aportación indiscutible de Konrad es la que hoy constituye el segundo gran símbolo de la Inquisición, junto a las llamas. Brujas, aquelarres y adoración del demonio salieron de su prolífica imaginación, y lo sabemos gracias a la Gesta Treverorum, mandada redactar por su amigo el arzobispo de Tréveris. El objetivo de esta crónica era dar relevancia a los hechos llevados a cabo por los obispos de esa ciudad, haciendo especial hincapié en los acontecimientos más modernos. Como las persecuciones contra herejes llevadas a cabo por Konrad, que no tardó en ganarse la fama de admitir como cierta cualquier denuncia, siempre que el motivo de sospecha fuera la brujería o el culto al diablo.

La crónica es escrupulosa al detallarnos las confesiones obtenidas por el monje, convertido en inquisidor oficial por el papa Gregorio IX, y en las que tenía experiencia desde la persecución cátara. Consiguió que sus víctimas afirmasen haberse reunido de noche y dar inicio a su ceremonia quedándose completamente desnudos. Después confirmaban su pertenencia a la secta besando el ano de sus compañeros, sin importar el sexo, como forma de reconocimiento mutuo. Cuando el ritual estaba en su apogeo, se les aparecía un hombre calvo, de piernas muy velludas, que sodomizaba a todos los hombres presentes. Y penetraba hasta la última de las mujeres. Se hacían llamar a sí mismos luciferinos, por adorar a Lucifer, el ángel caído que se rebeló contra Dios.

Puede parecer una imagen manida, pero esta es la primera descripción de un aquelarre en Europa. Incluyendo una mención indirecta a lo que, con el tiempo y la labor de los inquisidores, serían las brujas.

De hecho no hay, ni en la literatura, ni en los documentos oficiales, una sola mención a rituales de brujería como el descrito antes de la Cronica Treverorum, del siglo XIII.

Las últimas ejecuciones en la hoguera de herejes se harían en la Europa del siglo XVIII. España tardaría aún cien años más. En 1823 la política conservadora volvía a instaurar algo llamado Juntas de Fe, revestidas de los mismos poderes que la Inquisición, abolida por los liberales. Francisco de Goya pinta en ese mismo año su segundo aquelarre, el sombrío. Una multitud de mujeres, sobre todo ancianas, están reunidas ante la aparición del demonio en su forma de gran cabrón. La capacidad crítica del artista está en su apogeo, y la deformación de los rostros, lo mismo que el diablo aparecido, son una denuncia de la absurda vuelta atrás que su país estaba viviendo. Una caricatura. A la vez, y sin él saberlo, estaba elevando las delirantes imágenes de Konrad de Marburgo a la categoría de arte moderno, preludiando los lenguajes de la ilustración, la novela gráfica y el cine. Y anunciando algo que pasó tres años después. Un maestro valenciano fue acusado de hereje, ahorcado, y su cuerpo encerrado en un barril pintado con llamas que fue arrojado al río. El tribunal pidió quemarlo, pero no se lo permitieron. Fue la última víctima de la Inquisición, en el tardío año de 1826.

Después de conocer al papa, Konrad regresó a su tierra de origen. Pero ya no llevaba consigo solo sus obsesiones. También unos nuevos poderes, amparados por la ley que daba origen a la Santa Inquisición, y desconocidos hasta entonces. De acuerdo a ellos, un denunciante no podía desdecirse, o era acusado él mismo de hereje. Ahora los testigos se mantenían siempre fieles a su primera declaración, sentenciando al culpable, que además podía ser sometido a tortura si el inquisidor así lo solicitaba. Y desde luego que Konrad lo solicitó.

La Gesta Treverorum asegura que gracias a él fueron quemados doscientos treinta y siete herejes en Stein, y otros ochenta entre mujeres, hombres y niños, en Estrasburgo. Pero no eran unos simples herejes más, sino unos nuevos cátaros. Konrad inventó para ellos un nombre, los luciferinos, adoradores de Lucifer, y el ritual, antes mencionado, de besos negros y sexo bisexual en grupo. Los luciferinos aceptaron que hacían todo eso. Y de este modo, la adoración al diablo y la reunión de brujas obtuvieron su base literaria, que iba a llegar hasta nuestros días.

Obviamente, los delirios de Konrad de Marburgo no hubieran llegado tan lejos de no ser por los manuales que fueron surgiendo para ayuda de los inquisidores, en cada vez mayor número. El primero apareció en 1376, cuando Nicolás Aymerich escribió el Manual del inquisidor, que bebía de las tradiciones iniciadas por Konrad. A su vez, en 1487 se publicó el Martillo de brujas, un verdadero bestseller de su tiempo que fue a la vez una historia de la brujería y un manual para inquisidores, tanto católicos como protestantes. No es casualidad que uno de sus autores hubiera nacido al sur de Estrasburgo, la misma ciudad en que Konrad persiguió a los luciferinos. Allí la tradición heredada de él y de Burcardo de Worms convirtió la imaginación y las tradiciones populares en verdades de fe. Nadie dudó ya, a partir del Renacimiento, de que las brujas realmente existían. Incluso de que se reunían en los términos propuestos en origen por Konrad. Aunque posiblemente jamás hubo un aquelarre real en ninguna parte del mundo. Y cabe suponer que diablos sodomizadores, tampoco.

Umberto Eco, que era no solo un conocedor de la Edad Media, sino que la comprendía de manera magistral, se inspiró en personajes como Konrad para escribir El nombre de la rosa. Debajo de su argumento, la novela esconde claves sobre el ambiente que dio origen a la creencia en brujas y demonios. Precisamente Guillermo de Baskerville, protagonista y monje erudito, de mente abierta, tiene que discutir la herejía de la pobreza, promovida por una rama franciscana, los espirituales. Lo mismo que decían los cátaros, y otros movimientos de la época. Jorge de Burgos, el monje más viejo de la abadía a la que llega Guillermo, representa la mentalidad de los apocalípticos. Religiosos convencidos de que había señales en su tiempo del fin del mundo, y que si esto era así, la presencia del demonio entre ellos era cierta, ya que según el Apocalipsis de Juan su reinado precede al fin. Extraían de un principio teológico un argumento para defender la existencia de fantasías, como Konrad. Finalmente está el inquisidor, Bernardo de Gui, figura clásica del religioso intolerante y más dispuesto a condenar a un hereje que a determinar si lo es o no. Con personajes históricos, que existieron realmente, Umberto Eco nos transmite el sentir de una época, tanto como lo hacen en su contexto histórico la crónica sobre la aniquilación de los cátaros, o la Gesta Treverorum.

En su traslado al cine, la película del mismo nombre tuvo aciertos magistrales en la caracterización de sus protagonistas. El rostro del actor Feodor Chaliapin haciendo de Jorge de Burgos podría ser, sin la ceguera, el del mismo Konrad. Hubo además en el largometraje un cambio de argumento destinado al comercial final feliz. Por eso el inquisidor Bernardo acababa trinchado en unos hierros, lo que no ocurre en la novela. Singularmente, el fin del inventor de las brujas no fue muy distinto.

Los procesos contra los luciferinos habían vuelto al monje inquisidor extremadamente soberbio. Estaba convencido de que su poder inquisitorial estaba por encima de cualquier poder terrenal, y que solo respondía ante Dios. Tanto es así que acusó a un importante noble, Enrique III, conde de Sayn, de participar en orgías satánicas. Después le declaró culpable, condenándolo a morir en la hoguera. El conde apeló a un tribunal superior, y sus obispos, reunidos de Maynz, le liberaron de todos los cargos. Konrad abandonó el juicio entre furibundas acusaciones de traición, y asegurando que dejaban libre a un adorador del diablo.

Horas después, en el camino de vuelta a Marburgo, que recorría acompañado de un monje franciscano, fue asaltado por un grupo de caballeros armados. Tras detenerle, le cortaron las orejas, la lengua, y le arrancaron los ojos, mientras a su compañero se limitaban a matarlo rápidamente. En la mentalidad medieval, las mutilaciones que acabaron con su vida eran el castigo reservado a quienes usaban sus sentidos para mentir sobre otros. No hay evidencias de que el conde Enrique III ordenara su asesinato, aunque todo parece apuntar en ese sentido.

Pero Konrad no había muerto del todo. El papa Gregorio lo declaró paladín de la fe, ordenando ejecutar a sus asesinos, mandato que no llegó a cumplirse. En las tierras germánicas que lo sufrieron su memoria prevaleció cuando ya los papas se habían olvidado de él. Durante siglos fue recordado como el prototipo de inquisidor sádico. Hoy una lápida, dentro de una finca privada, señala el lugar, cercano a la ciudad de Marburgo, donde que fue ejecutado.

En realidad, Konrad sigue con nosotros. Sin saberlo, invocamos su memoria al pensar en brujas montadas en escoba y en adoradores del diablo. La bruja demoníaca se ha plasmado en tantas ramas del arte que incluso ha podido volver al terror inicial que propagó su inventor. Ese miedo a un poder superior, invisible, y peligroso, lo vimos renacer en 1999, cuando El proyecto de la bruja de Blair convirtió a la vieja hechicera en una espeluznante película de terror sicológico. El sentimiento que transmite este largometraje puede ser el mismo que sintió Konrad ante sus herejes luciferinos. Y es algo que permanece muy en el fondo de todos nosotros. La sospecha de que el mal puede cobrar forma y herirnos de manera que no imaginamos. Ayer en forma de hechiceros adoradores de Satanás, y hoy como vacunas que provocan autismo, chemtrails que dejan estéril, enfermedades creadas en laboratorio, o sombríos poderes que lo controlan todo. Y ya quisieran. En el fondo, buscar soluciones fáciles a problemas difíciles es algo tan humano que nunca nos libraremos de ello. Tanto es así que los Konrad de Marburgo han vuelto a aparecer en nuestro tiempo, ahora bajo otros nombres.

domingo, 29 de octubre de 2017

El santo prepucio de Puigdemont


Año 2050, 10 de noviembre. La Plaza de Cataluña esperma de emoción. Las masas se congregan en la procesión de la Diada para celebrar el traslado del prepucio de Carles Puigdemont desde la catedral de Barcelona al monasterio de Montserrat. Por fin la iglesia ha dado su beneplácito y ha reconocido la reliquia como un verdadero resto de adoración que se conserva incorrupto desde que el estadista y santo muriera el 25 de agosto de 2030. Una urna de vidrio guarda los restos, que son conducidos por el arzobispo de la ciudad hasta el centro de la plaza. Allí, sobre una peana rojigualda, una virgen de la más rancia estirpe catalana, sin mácula charnega, ni rastros de sucio castellanismo, saca el pellejo de la urna y lo alza ante el griterío enfervorizado de la masa. Las mujeres lloran, los niños se comen los mocos y los hombres se rasgan el pecho con las uñas cuando ven iluminarse a la muchacha virgen al acercarse el prepucio a los labios.

 Se rememora el milagro ocurrido otro 10 de noviembre, el del año 2017, cuando Empar Ramírez, santa mártir catalana, acuciada por las hordas españolas encabezadas por el sabio Rajoy, se tuvo que inmolar delante de los ejércitos castellanos congregados para liberar a la patria. El prepucio de Carles Puigdemont le devolvió la vida, la trajo de una muerte segura. Aún lo recuerdan los más viejos del lugar: Empar era carnicera y hacía pocos ascos a los hombres. Salió de mañana buscando un varón que la satisficiera, pero se encontró con que ese día se celebraba el día grande de Cataluña y no era un jornada propicia para la pasión carnal. Puigdemont había ofrecido su prepucio el día anterior a los santos de la ciudad como promesa de que no pasaría un año más como ciudadano español. El sabio y omnipotente Rajoy, alarmado por la ofensa de Carles, se prestó para encabezar él mismo los ejércitos que garantizaran la unidad y la decencia de España. Al llegar a la Plaza de Cataluña, Rajoy se dio de bruces con Empar. Ella, confiada en la buena impresión que su físico causaba en la muchachada hombruna, calibró que Rajoy se le rendiría en menos de cinco minutos. Le rebañó la baba que le caía del belfo y se la llevó a los labios. El casto y sabio español no advirtió el gesto de lujuria y, creyéndola la cabecilla de la Independencia, le atravesó el pecho con la Tizona del Cid. El arzobispo de Cataluña recogió a Empar del suelo casi sin vida y la colocó en el centro de la plaza, junto a la fuente donde Puigdemont arengaba a la masa independentista. Todos, hasta los soldados españoles, enmudecieron al ver la estampa del obispo llevando en brazos a la carnicera con el pecho abierto por el espadazo de Rajoy y el dedo pringado con la baba de Rajoy. El estadista y santo catalán, ni corto ni perezoso, sabiendo de las propiedades milagrosas de los prepucios de los elegidos, se sacó la chorra, cortó el pellejo sobrante y lo colocó en los labios de Empar. Al notar el sabor espeso de la carne recién aireada, la carnicera mostró un gesto de desagrado, pero, al instante, todos pudieron comprobar cómo la hemorragia del pecho se detenía, cómo el pecho se le cerraba y cómo la santa del independentismo catalán, Empar Ramírez, clamaba: "¡Un hombre!, ¿es que no hay un hombre en toda Barcelona?". Algunas cadenas de televisión interpretaron que el milagro lo produjo el pellejo; otras, estaban seguras de que fue obra de la saliva del español.

Hoy, 10 de noviembre de 2050, algunos catalanes añoran su pasado español como el que pierde un uñero en una excursión de montaña. La mayoría adora el pellejo incorrupto de San Puigdemont y saborea el calor del establo que proporciona la patria. Otra mayoría venera las babas del español.
En Madrid, mientras tanto, perdidas Euskadi, Galicia, Comunidad Valenciana y Andalucía, se discute la independencia de la Comunidad Murciana y piden a lingüistas alemanes que no reconozcan el panocho como lengua franca de los pueblos mediterráneos. El sabio Rajoy es invocado como Pelayo en ayuda de los menguados reinos castellanos. Unas gotas espesas y blanquecinas se veneran en la Almudena y confían en su efecto milagroso. Algunos ya aspiran la "s" y otros dicen "chacho" en vez de "muchacho".

sábado, 28 de octubre de 2017

Siguiendo los pasos de Edipo: Corinto, Epidauro, Nauflio y Kolokotrones. Viaje a Grecia


Hoy, 18 de octubre, buscaremos, ¡oh, musa!, los senderos que recorrió Edipo en su perdición. Dejamos atrás la épica para abrazar la tragedia. Salimos para Corinto en un autobús preñado de escolares y profesores de cuatro nacionalidades distintas. Todo se confunde: cánticos, euforia, risas, celebración de la vida y escándalo asegurado. El bullir del público en las puertas del teatro, a punto de comenzar la función. Griegos, italianos, españoles, portugueses, tan molestos como necesarios. Mantenemos con vida al viejo continente y le insuflamos el ánima que han perdido los países del norte. 
En el foro romano de Corinto alimentamos la nostalgia de una cultura grandiosa reducida a ruinas que mantiene (todavía) el aroma de su esplendor. Apolo, desde su templo, nos concede un tiempo espléndido con el que se realzan las columnas dóricas y los olivos milenarios. A nuestro alrededor, bajo los árboles sagrados, grupos de católicos celebran misas a imagen de un san Pablo que usó este foro para propagar su fe. Los olivos destiñen su aureola clásica para servir de refugio a un dios que no es de los suyos (espantoso y tronante). 
En el museo del foro, los kairois nos contemplan desde lo más remoto del tiempo. Su piel de arena y su rostro egipcio no permite pasiones desmesuradas ni fotografías. La cerámica nos relata la vida cotidiana de los héroes y el busto de Nerón, la depravación del poder. Entro en una sala donde todo son risas y comentarios maliciosos. Tras una vitrina se exponen exvotos (también había desesperación en la Grecia clásica): ofrendas en forma de senos, piernas y hasta penes de los abandonados por Afrodita.
Retomamos el camino abrumados por el pasado. Todo son hitos mitológicos y literarios: Argos, Tebas, Corintia, el ponto Euxino... Edipo mató a su padre en uno de estos caminos, sin saber que era su padre. Nuestro trayecto es más dulce y menos sangriento. Aunque no sé si un héroe clásico habría aguantado estoicamente los cantos desgarrados de cuarenta adolescentes. Las sirenas eran filfa comparadas con ellos.
La tragedia se abre esplendorosa y abrumadora: el teatro de Epidauro. Es el lugar de Edipo y de tantos otros personajes de tragedia clásica. El tiempo ha pasado de puntillas por este lugar. Las gradas siguen ocupando la ladera de una colina interminable. Quince mil almas lloraban y reían con Esquilo, Sófocles, Eurípides y Aristófanes en este escenario imponente. Los chicos griegos, de luto riguroso, interpretan un fragmento del coro de las Troyanas, estremecedor. Nosotros, menos preparados, recitamos el poema Ítaca de Kavafis en inglés y en griego. La protagonista de la comedia es una china con pamela rosa y palo selfie que pasea por la orchestra interpretando su propio soliloquio. El graderío de piedra, interminable, se hunde en un bosque de pinos que siempre ha estado allí, mesándose los cabellos con la anagnórisis de Tiresias, tan cruel. 
En la fortaleza de Palamidis se forjó la independencia de la Grecia moderna. Un personaje destaca por encima de todos en este bastión: Kolokotrones. Con ese nombre es evidente que no podía ser otra cosa que árbitro de fútbol o héroe de la independencia. Una chica griega nos explica que "Kolokotrones" no es un nombre, sino un mote. En castellano significaría algo así como "Culocuadrado". Al héroe nacional se le quedaron así las posaderas de tanto esperar a los turcos sentado en las almenas. El Cid Campeador, Garibaldi, Kolokotrones, Puigdemont..., los grandes hombres de la patria van siempre unidos a nombres rimbombantes. Era una teoría del padre de Tristram Shandy que comparto desde la más absoluta racionalidad, por supuesto.
Desde la altura del bastión contemplamos la península en la que se levanta la primera capital de la Grecia moderna, Nauflio. Nauflio y el mar, un paisaje esplendoroso. No me extraña que Kolokotrones fundiera su culo con la piedra contemplando esta maravilla desde la fortaleza. 
Sitiada por un mar de fotografía turística, la ciudad reposa del veraneo y ofrece sus calles estrechas y frescas orladas con enredaderas y sencillez mediterránea. La dueña de una licorería nos oye hablar en español y se acerca a nosotros. Despliega un castellano casi perfecto que le enseñó una zaragozana. Concuerda con nosotros en que hablamos el mismo idioma, aunque a los griegos se les ha ido la mano con las "kas" y los juegos de palabras: "parakaló", es "por favor"; "patera", "padre"; "llamas", "salud"; "sintagma", "constitución"... y así hasta la "z". Cualquiera que no fuera Kolokotrones querría vivir aquí y arrastrar los pies con parsimonia para sacar brillo al empedrado de una especie de Trastévere alicatado. 
Desandamos los pasos de Edipo y volvemos a Xilocastro. El canto de los adolescentes casi termina en tragedia, pero hemos aprendido de los clásicos y contenemos la "hibris". El mar es cada vez más amable, ya nos conoce y nos acaricia, como un viejo abuelo que sabe cuidar con cariño y sin cursilerías a los nietos. Y, a pesar del sosiego que nos transmite, no podemos desalojar de nuestras cabezas la fusión de culturas del autobús: del reguetón al sirtaki, pasando por el "si te ha pillao la vaca, jódete" y el "ay si te pego"... La llegada al mar nunca fue deseada con tanto ahínco. Ni Ulises ansió tanto Ítaca como nosotros Xilocastro.              

miércoles, 25 de octubre de 2017

Indigestión burguesa


Gibraltar no quiere ser español, quiere continuar como colonia inglesa. Ceuta y Melilla desean seguir perteneciendo a España y no a Marruecos. El rincón de Ademuz nunca ha pedido su anexión a Cuenca, están muy satisfechos de formar parte de una comunidad más rica. A alguien del barrio de Salamanca le costaría mucho vivir en San Cristóbal de los Ángeles. En cambio, a cualquier vecino del sur de Villaverde le gustaría disfrutar de las comodidades del barrio de Salamanca. Al restaurante de lujo de mi pueblo le cuesta admitir a la gente que llega con malas pintas; en cambio, en el antro donde se juntan los desahuciados y quinquis, se desviven por servir a los encorbatados que entran de vez en cuando. Nos apartamos cuando nos cruzamos con un marroquí o con un rumano, mientras montamos en la costa levantina negocios exclusivos para ingleses y alemanes. No queremos que nuestros hijos sean agricultores ni pastores, ni albañiles, ni camareros. Deseamos para ellos la comodidad de un banco, la poltrona de una gran empresa, un equipo de primera división o la bata de un buen hospital. No porque se asegure la felicidad en estos últimos oficios, sino por otra cosa, por algo que llevamos bien agarrado a las tripas.
Nos estorban los vecinos pobres, los jóvenes con rastas, los colegios públicos, el borracho desharrapado, el drogadicto enfermo, el obrero, los gitanos, los barrios de la periferia, los camareros latinoamericanos, las putas de la rotonda… Pero nos privan los señores banqueros, las escuelas de fútbol, el constructor adinerado, los jeques árabes, las cenas de empresa, las comuniones, los desfiles de moda, el tenista famoso, los colegios religiosos, las putas de lujo…

No sé por qué nos extrañamos de que los catalanes no deseen ser españoles. Es algo que (ellos todavía más, porque son más ricos) llevan bien agarrado a las tripas. No es cuestión de exaltación de los sentimientos, como se viene insistiendo; sino de indigestión burguesa.          

martes, 24 de octubre de 2017

"Canta, oh, musa..." Popes y jotas deconstruidas. Viaje a Grecia.


"Canta, oh, musa, el sublime turquesa del mar que observa a Eos y a sus rosáceos dedos con terciopelo y ojos encendidos..." A las siete de la mañana, la marina está solitaria y silenciosa, como un animal moribundo de pupilas brillantes que se estremece en un último estertor, ahogado de belleza y sosiego. Xilocastro, cerca de Corinto, nos acoge con naturalidad de matrona experimentada. En la orilla, un pescador de caña espera la llegada de Odiseo con el ánimo refrescado por la brisa del amanecer. Nosotros lo observamos con un café y lácteos venenosos entre los labios.
Llegamos al instituto, desangelado y monótono, para escuchar el responso de la directora y los rezos sorprendentes en un centro público frente a 250 alumnos (rumor de tiempos pasados). La hospitalidad oriental de nuevo, mezclada con labores de burocracia y protocolo. Ya no cantes, oh musa, dejemos la épica y la lírica para otro momento. Higos, café, agua y naranjada en la sala de profesores. El trajín de la mañana en un centro educativo es igual en todos lados. El inglés, el griego, el portugués, el italiano y el español se confunden en la sala. Los "pigs" necesitamos la lengua del imperio para comunicarnos. Algunos mostramos nuestra invalidez. 
Visitamos la ciudad costera. Lejos de la marina pierde atractivo. En la iglesia ortodoxa, las tupidas y rizadas barbas homéricas del pope ocultan la pechera de una sotana que más bien parece un guardapolvo de tendero. En el interior iconos, exvotos, velas, reliquias y ranuras para donaciones (lo habitual). Nada nuevo bajo el sol, salvo esas barbas y ese guardapolvo que me recuerdan el bacalao y las sardinas de bota. El pope habla en griego y la coordinadora traduce sus palabras en inglés. Inés y yo bostezamos bajo las cúpulas policromadas y el pantócrator también de barba tupida. 
La recepción del alcalde en un local azotado por la crisis nos vuelve a descubrir al griego como lengua que dispara la imaginación del hablante español. Con palabras como "chorizo", "parakaló", "átalo" y "chúpatesa" y un poco de habilidad se puede inventar una interpretación del discurso mucho más divertida que la original. 
Volvemos a la marina. Paseamos por un pinar de ensueño que llega hasta el mar. Un mar cada vez más azul conforme se adentra la mañana. Entre estos árboles, el mismo Heracles reposaba su furia después de acabar uno de sus doce trabajos y el poeta del siglo XX, Angelos Sikelianos bordaba sus composiciones en su villa clásica. No cuesta nada atrapar la belleza en este entorno.
La viveza del azul egeo nos obsequia con pescaditos, pulpo, calamares, gambas y unos chupitos de ouzo. Nosotros se lo agradecemos con posados a pie de playa y la estupefacción de la gente de interior ante el espectáculo del mar.
Por la tarde, la función de turno en estos viajes de intercambio. Balalikas, sirtakis, discursos en griego e inglés, coros, más sirtakis, más balalaikas, tarantelas y, por fin, la actuación estelar de nuestros chicos y de los dos profesores más intrépidos del proyecto Erasmus +. Bailan una jota impagable. Aplausos, aullidos de emoción, cámaras de fotos derrengadas de exhaustiva grabación. La espontaneidad y la desenvoltura han vuelto a triunfar. Como en Rumanía, la deconstrucción de la jota a la manera de Ferrán Adriá triunfa entre la muchachada. Joaquina y Edu, como estrellas de éxito, recogen a la salida los parabienes y la admiración de un capitán de barco que habla de la facilidad hispánica para transmitir emoción. Tronchados de risa, devoramos la exquisita comida griega casera elaborada por las madres de los alumnos: musaka, souvlaki, costrada, tocino de cielo con canela y vino, no en cráteras como el que bebía el divino Odiseo, sino en depósitos de cartón con grifería de plástico.        
El mar vuelve a engullirnos en la oscuridad de la noche, calmo y rumoroso. El Ponto vinoso de Ulises. El pescador de la mañana sigue oteando el horizonte estrellado con la esperanza eterna del que navega en la belleza sin temor al tiempo. Odiseo se acerca, lo ha anunciado Hermes. 

sábado, 21 de octubre de 2017

"Canta, oh, musa...", en Xilocastro (Grecia). La llegada.


Iba a empezar la crónica del primer día en Grecia en estilo épico, más o menos así: "Canta, oh, musa, las peripecias del grupo Erasmus + por las tierras de Odiseo...", pero me ha picado un mosquito en el empeine nada más llegar al mar y, además, me he acordado de que las musas fueron raptadas hace tiempo por la arpía, vieja y materialista Europa y nadie se ha atrevido a liberarlas, con lo que no estarán para muchos cantos. Es necesario bajar el tono. 
El primer obstáculo con el que Poseidón ha interrumpido nuestro viaje lo hemos encontrado en el control policial del aeropuerto. Por primera vez (y espero que no sea la última), me han sometido a un examen de sustancias explosivas (experiencia casi religiosa y trepidante). Una de las vigilantes, Circe experimentada y sagaz, le dice a su compañera, tras revisar el escáner: "Abre esa mochila (la mía). Lleva algo dentro de la caja de los tampones." Una ninfa, vestida con un mono azul para disimular su feminidad, ha procedido al examen. No ha encontrado la caja de tampones y yo tampoco la he visto. Por suerte aún soy mocita. Circe queda frustrada en su taburete de metacrilato viendo cómo escapamos de sus garras de hechicera vigilante. Aún así, me tenía preparada una última trampa en la cinta andadora. Un pequeño despiste por hablar con un compañero ha podido dar con mis dientes en la chapa que engulle a la cinta sinfín. Evito la caída con mucha suerte y poca dignidad. 
Eolo nos lleva por fin. Contemplamos desde el aire el país de los aqueos, las costas mordidas por las ratas y la piel abrasada por un verano interminable (como el nuestro). "Canta, oh, musa (no me resigno) el viaje de los españoles y portugueses que cruzan la Argólida en tren para llegar a Kiato." Un pope griego, con barba de hípster descuidado y sotana estucada con migas de pan, nos habla en dos idiomas y nos avisa (Tiresias adormilado) que atravesamos el canal de Corinto. Nos señala la colina donde se encuentra la acrópolis de la ciudad que crio a Edipo. Se cruza la memoria del rey de Tebas con un poeta del siglo XX mencionado por el pope: Angelous Sikelianus. Joaquina, sin querer, deja caer el peso de la ley (su bolso está cargado con las tablas de Moisés) sobre los pies del pope amodorrado. Sus zapatos son resistentes (de ferroviario) y aguanta el golpe sin inmutarse. 
Xilocastro es una ciudad costera próxima a Corinto. Los profesores, padres y alumnos griegos nos reciben con efusiva hospitalidad oriental. Es extraño, pero todo me resulta familiar: el clima, el paisaje, las fisonomías... Me da la impresión de haber llegado a una ciudad costera de la España de hace treinta años. El tono y la fonética de su habla tampoco me resultan extraños. Un castellano pronunciado al revés. El mar mece, oscuro y tranquilo, una costa sin edificios mastodónticos y un paseo marítimo sencillo que exhibe en el horizonte las impresionantes montañas de la Argólida. Dos o tres parejas de griegos sin prisa respiran un aire limpio de turistas.
La cena es abundante, de tonos orientales: hojas de parra, brochetas, albóndigas, alioli de yogur... Sabores nuevos, pero no demasiado. Julius Eclesiastoús y Davidis Bustamantis suenan de fondo acompañados por balalaikas. Los aedos duermen más allá del negro ponto, sujetados por los cabellos de Cronos y por la inexorable mueca de Hefesto. Los chicos españoles, griegos, italianos y portugueses pasean por la orilla del mar para apaciguar la furia de Poseidón, calmo y acechante. Su entusiasmo es un antídoto contra las Furias y el cansancio del viaje.      

sábado, 14 de octubre de 2017

Viaje de "El País de los Estudiantes": sexto día (26-IX-2017); Praga, catorce adolescentes y Javi.


Recibimos a la mañana soleada en las calles de Praga. Atestada la plaza Wenceslao y aledañas, buscamos refugio en los callejones empedrados aún desperezándose del tumulto nocturno. El paseo con los chicos es sosegado y limpio, no siempre es así. Visitamos la ópera y acabamos cruzando el puente Carlos. Una noria de agua muy antigua y una pareja de japoneses colgados en una mesa sobre el río Moldava son buena imagen de los contrastes de esta ciudad: el turismo y la tradición compartiendo con mucha dificultad los espacios. 
Llegamos al muro de Lennon. Una pared pintada con colores estridentes (sinestesia) que atrae al turismo moderno, sobre todo al juvenil. Los chicos disfrutan dejando su impronta y fotografiándose con el grafitti. De fondo, un muchacho con sombrero interpreta canciones de John Lennon. Nos enteramos de que el beatle nunca tocó aquí, pero cualquier ocurrencia es bienvenida para la explotación escénica. Al fin y al cabo, en este muro solo se celebra la paz y la hermandad, podría haber sido peor. 
Nos dirigimos al barrio judío. También allí hacen negocio con sus singogas, incluso con sus cementerios, no podría ser de otra manera. En Occidente todo está a la venta y si por la calle deambulan miles y miles de turistas deseosos de comprar, ya sea un imán o un paseo entre tumbas, no hay que desaprovechar la ocasión. En la puerta de la sinagoga española, una estatua en honor al hombre desconcertado que presenta Kafka en sus ficciones nos hace pensar en el absurdo de la existencia. Tampoco el tiempo de la reflexión es muy largo: enfrente de la sinagoga, hay una taberna con cerveza de fabricación propia que sirve, y de qué manera, para aliviar el nihilismo. 
Comemos aún mejor que el día anterior. No me extraña que se haya convertido esta ciudad en peregrinaje de gastrónomos, más que de angustiados por la convención social. 
Por la tarde damos el último paseo del viaje: el teatro donde estrenó Mozart Don Giovanni; el mercado de las flores; el café Slavia, cargado de nostalgia y absenta; la ribera del río... Y como última parada la cervecería "U Fleku". Según reza en la entrada, abierta desde 1499, el año de publicación de La Celestina. Una típica cervecería centroeuropea con mesas largas, llena de centroeuropeos. Solo sirven un tipo de cerveza que compartimos con una pareja eslovaca que nos ha tocado en suerte. El camarero controla en un trozo de papel las cervezas que va tomando cada uno. A la pareja le marcan la décima raya. Se nota. Un acordeonista vestido de tirolés y con aire paquirrinesco toca canciones que muchos de los presentes cantan a coro. Disfrutamos del jolgorio checo, pero, no sé por qué (supongo que por empacho de cine bélico) me traslado al Berlín de los años 30. Ni estamos en Alemania, ni se celebra un acto político, pero la imaginación tiene estas malas pasadas. Nos despedimos de los eslovacos para cenar con los chicos. 
La despedida será en los sótanos de una pizzería. A veces te crispan, a veces te enfadan, a veces te sacan de quicio, pero siempre me quedo con el brillo de su mirada adolescente. Están expuestos al mundo y lo reciben con una pasión chispeante, desbordada, que todavía no saben encauzar (nosotros tampoco). La postal del museo de Kafka firmada por todos ellos con una frase de agradecimiento hace olvidar cualquier contratiempo, también ayuda el Becherovka. El regalo de la camiseta de Joseph K., el protagonista de El proceso, nos relaciona en el tiempo. Yo, a su edad, leía a Kafka con vicio. Los dieciocho años nos unen, aunque sea en la ficción del expresionismo. Los dieciocho y un salto el 20 de junio de 2017 en la sede de El País, que ojalá y hubiera servido para cambiar algunas de las tendencias ideológicas que están hundiendo el periódico. Javi, como siempre, el compañero generoso y de amplia bonhomía, me acompaña en estos gozos que, sin él, no tendrían tanto sentido.
Por cierto, voy a hacer la maleta porque mañana viajamos a Grecia con más chicos (por si alguien ha creído que no nos han quedado ganas).